Había una vez una familia mapuche que vivía en lo alto de un cerro cercano a la Cordillera de los Andes, en la provincia de Neuquén. El hombre y la mujer habían construido sus casa con troncos, ramas y cueros. Eran muy felices allí arriba, alejados del resto de su gente, escuchando el canto de los pájaros y respirando el aire puro de lo alto de la montaña. La comida no era abundante pero tampoco escaseaba por allí. La mujer se dedicaba a criar y cuidar algunos animales mientras que el hombre se encargaba de cazar otros.
Cuando bajaban una vez al año a truequear cueros y carne por otras cosas que necesitaban, la gente del llano les rogaba que no volvieran a subir y que se quedaran con ellos, pero la pareja se negaba. Allí arriba eran felices y comían bien. No necesitaban vivir en el llano.
Pero sucedió un día en que aconteció la desgracia. El hombre, llamado Ainao (que significa Tigre Manso) estaba persiguiendo un animal para cazarlo, pero en la persecución pisó una piedra floja, resbaló, perdió el equilibrio y terminó cayendo por una grieta oscura en la que encontró la muerte.
Su mujer llamada Alé (que significa Luz de Luna o Luz de las Estrellas) se entristeció muchísimo porque lo amaba con toda la fuerza de su ser. Y desde ese mismo momento supo que ya nunca nadie podría ocupar el hueco que su marido había dejado en su corazón.
Y no sólo el dolor de la pérdida atacó el alma de la mujer, sino también el miedo, porque estaba embarazada de su segundo hijo. El primero había sido niña, una pequeña revoltosa llamada Ayún (que significa Amor), de casi dos años.
Cuando el momento del alumbramiento estaba cerca, llamó a su pequeña hija y se fueron caminando hacia el llano, bajando despacio y con mucho cuidado. Una vez en la comunidad decidió ir con su familia en la que fue bien recibida.
Allí, en el llano, nació Mahuen (que significa Lluvia) porque esa noche, unos momentos antes de parir, se levantó una tormenta de viento que atrajo inmensos nubarrones negros que cubrieron al luz de la luna y de las estrellas y pronto se transformaron en una reconfortante lluvia.
Mahuen era hermosa como su hermanita y enseguida succionó del pecho del Alé toda la leche que pudo.
A los tres días Alé ya se había repuesto, saludó a sus parientes, cargó a Mahuen en brazos y llamó a Ayún para emprender el camino de regreso hacia lo alto del cerro.
Tal vez no sea necesario aclarar que ante la determinación de Alé toda su familia, y también el resto de la comunidad, se le había puesto en contra. Le decían que no lo hiciera, que era muy pronto, que se quedara con ellos, que qué iba a hacer ella sola ahí arriba, que pensara en sus dos hijas y no sé cuántas cosas más.
Pero Alé les sonrió a todos y se fue caminando despacito para subir la montaña. Arriba estaba su casa y si no regresaba pronto todos sus animales y cultivos se perderían.
Mucho trabajó Alé, sola, arriba de la montaña, pero el dolor del esfuerzo dio su fruto y la familia siguió creciendo y prosperando.
El tiempo pasó y las dos hijas de Alé comenzaron a convertirse en niñas, de facciones agraciadas, bonitos ojos y cabello sedoso. Obedientes y trabajadoras ayudaban a su madre en todo lo que podían.
Y más tiempo pasó, aunque muchos no se dieran cuenta de ello, incluso pasó desapercibido para la misma Alé. Pero llegó un día en que cuando vio a sus niñas se dio cuenta que ya habían crecido y se habían convertido en dos bellas jóvenes, una más linda que la otra, aunque Mahuen aún no se había convertido en una mujercita, la belleza no la había esquivado.
Cada año Alé bajaba del cerro y sus hijas le suplicaban que las llevara con ellas, pues querían conocer a otras personas y tenían curiosidad por ver qué había allí abajo. Pero la madre era firme en su determinación y siempre se negó.
Cada año bajaba Alé cargando un fardo pesado de cueros, hierbas y carnes tan alto que superaba su estatura y a los pocos días la veían regresar con un bulto similar en el que sus hijas encontraban telas, agujas, cuchillos y otras herramientas.
Siempre lo mismo, una vez al año su madre ese iba y ellas se quedaban allí mirándola partir, hasta que lo último que veían desaparecer era el gran bulto que llevaba para truequear. Y luego de varios días de ansiosa espera la veían volver, aunque lo primero que se asomaba a su vista era el bulto de las cosas que traía.
Cuando Alé bajaba con su comunidad la llenaban de preguntas: ¿Cuándo se van a instalar aquí? ¿Qué hacen todo el tiempo allí arriba? ¿Ya han crecido las dos niñas? ¿Te parece que la montaña es un buen lugar para criar a dos chicas sola?
Alé ignoraba aquellas palabras, aunque con el paso del tiempo su cuerpo había envejecido, sus articulaciones no eran tan buenas como antes y cada año tardaba un poco más en hacer el mismo trayecto.
Incluso ella misma reía mientras se decía: "Una de dos: o yo me vuelvo más lenta o la montaña crece cada año".
Las hijas, a pesar de su ansiedad por bajar, respetaban los deseos de su madre y la seguían ayudando en todo.
Pero luego del último viaje, Alé comenzó a estar intranquila. Sentía que alguien o algo andaba rondando la casa por la noche. Y no era ningún animal salvaje, a ésos no les tenía miedo, ya se había enfrentado a muchos.
Era algo extraño, algo que parecía humano. Incluso podía sentir las pisadas cerca de la puerta de la casa. Pero en cuanto ella abría los ojos y prestaba atención, el ruido de las pisadas desaparecía en el acto.
Así pasaron algunas noches hasta que finalmente, a la séptima, un grito la despertó.
Estaba muy oscuro, casi no había luna. Alé se refregó los ojos mientras se ponía de pie. El ruido volvió a repetirse y la mujer identificó un llanto. Y la tercera vez supo que el llanto era el de su hija mayor, pues podría reconocerlo desde el otro lado de la Cordillera de los Andes.
Se levantó lo más rápido que pudo y caminando casi a ciegas fue hasta donde dormía su hija y allí la vio. Sentada en un rincón, despeinada, con la cabeza sumergida entre sus rodillas mientras que con los brazos había abrazado sus piernas. Se mecía y lloraba.
—¿Qué ocurre hija mía?
—Un hombre, un hombre vino y me abrazó.
—¿Qué clase de hombre? Aquí no hay nadie.
—Era bajito como un niño y hermoso como un dios, pero con el cuerpo de un hombre. Comenzó a llamarme con su dulce voz y cuando tocó mi mano me hizo estremecer. Nunca nadie me había tocado así, me sentí distinta y me gustó. Continuó acariciándome y yo me rendí a él.
—El trauko —dijo Alé.
—¿El qué? —preguntó Ayún entre sollozos.
—El trauko, un duende malvado que apetece mucho de las mujeres. No es bueno, no no, no es nada bueno.
Luego abrazó a su hija y la bañó con el agua fría de la cima de la montaña, la acostó y la arropó. Después se puso a prepara las cosas.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntaron sus dos hijas.
—Voy a bajar, voy a ir a ver a la machi para que me diga cómo sacar al trauko de esta casa.
—¡No! —le suplicaron las hijas— No te vayas mamá, no nos dejes solas.
—Ustedes tienen que ser fuertes y aguantar hasta que yo vuelva. No le abran la puerta (*) a nadie y quédense juntas. No salgan. No importa lo que escuchen, no salgan.
Alé ya estaba preparada, abrió la puerta. Todavía faltaba un largo rato hasta el amanecer, pero el cielo estaba aclarando.
La mujer se volvió, les sonrió y cerró la puerta.
Las hijas cumplieron el mandato de su madre y la cerraron desde adentro.
La mujer bajó el cerro, piedra a piedra y paso a paso. Finalmente llegó al llano y allí buscó la casa de la machi. Y cuando abrió la boca y estaba por llamarla, la machi salió. Era una mujer muy vieja, parecía tener más de cien años. Su rostro estaba surcado por profundas arrugas, pero sus ojos brillaban como los de un niño.
—¿A cuál de tus hijas visitó el trauko? —le dijo la machi luego de un rato.
Alé estaba pasmada, no aguantó más y se puso a llorar. La machi la metió en su casa, la hizo sentar y le dio una taza de té de hierbas.
—El trauko es un duende perverso que apetece mucho de las mujeres, era cosa del tiempo que algún día llegara a tu casa. En tu casa sólo viven mujeres. Además tus hijas son muy hermosas y tanto hombres como traukos las quisieran tener.
—¿Qué debo hacer?
La vieja se quedó por un momento mirando el vacío aunque sus ojos seguían brillando como siempre.
—El trauko es malo pero también es tonto. La curiosidad es su peor debilidad.
La vieja machi se levantó de la silla y se fue caminando despacio, estuvo un buen rato revolviendo unas bolsas hasta que regresó con una del tamaño de una cabeza.
—Este polvo finito es arena. La tenés que poner alrededor de la casa y cuando venga el trauko la va a ver y se va a quedar toda la noche contando los granitos, uno por uno.
—¿Y cuando termine de contar?
—El trauko sólo ataca de noche, la luz del sol lo espanta. Cuando termine de contar ya habrá salido el sol.
Alé tomó la bolsa que le ofrecía la vieja, le entregó unos cueros a cambio de la ayuda y sin ver ni saludar a nadie emprendió el regreso hacia el cerro.
Llegó a la cima agotada, si bien iba ligera de carga la caminata le había quitado las fuerzas. Sus hijas no salieron a recibirla pues habían cumplido el mandato de su madre y la esperaban adentro de la casa, con la puerta trabada.
Luego del encuentro, le dio la bolsa a la menor y le dijo que rodeara la casa con la "arena", sobre todo delante de la puerta.
Al caer la tarde comieron y ya siendo de noche se acostaron a dormir.
Las hijas, a pesar del miedo, se durmieron en el acto mientras que la madre aún seguía con los oídos atentos.
De pronto escuchó los pasos, el trauko había vuelto.
La mujer se acercó despacio, sin hacer ruido y por medio de una rendija lo vio y era tal como su hija lo había descripto: bajito como un niño pero con cuerpo de hombre y el muy desvergonzado iba desnudo.
Pero antes de llegar a la puerta pisó la arena, le llamó la atención y se sentó, la miró un buen rato. Cuando la madre ya sentía que no podría aguantar más en esa posición sin delatar su presencia el duende se agachó y tocó la arena con la mano.
Y tal como lo había dicho la machi, comenzó a contar los granitos de arena, uno por uno.
La madre se movió un poco, y también hizo un poco de ruido en forma involuntaria, pero el trauko no se dio por aludido y continuó con su tarea de contar los granitos de arena.
Cuando llegó el amanecer, el duende se sobresaltó, lanzó un gruñido y salió corriendo.
La madre se acostó a dormir y sus hijas se despertaron.
—Estoy muy cansada, ahora están a salvo, pero no se alejen y no pierdan de vista la una de la otra. Cuídense como hermanas que son y no toquen la arena.
Las muchachas trabajaron todo el día y al comenzar la tarde la madre se levantó y se puso a trabajar con ellas. Pero cuando el sol estaba empezando a ocultarse comenzó a soplar un viento muy fuerte y comenzó a arrastrar hojitas, ramitas, tierra... y arena.
Alé se puso nerviosa. ¿Y ahora qué haría?
Juntó toda la arena que pudo y la metió en la casa para evitar que se volara. No eran más que tres puñados.
—¿Qué ocurre madre? ¿Por qué estás preocupada?
—La arena que me dio la machi impide que el trauko ingrese a la casa, pero el viento se llevó una buena parte. No sé si queda lo suficiente para impedir que entre esta noche.
Las hijas estaban muertas de miedo y la madre también, pero luego de un rato se le ocurrió una idea.
Tomó una rama gruesa de un metro y la metió en la casa. Cenaron y antes de irse a dormir puso la arena que quedaba solamente en el umbral de la casa, en el lado de afuera.
—Ustedes váyanse a dormir que yo me voy a quedar despierta toda la noche, ya van a ver que no pasa nada.
Las hijas no querían pero un té que preparó la madre las relajó y las sumió en un profundo sueño.
Pasó un larguísimo rato antes de que escuchara las pisadas del trauko que regresaba, había dado una vuelta completa a la casa y se había detenido frente a la puerta.
Alé lo espiaba por una rendija en la madera. El duende era desconfiado, pero al fin, se agachó y comenzó a contar los granitos de arena, uno por uno.
Claro que esta vez había muchos menos y ya casi estaba terminando cuando Alé abrió la puerta de una patada y con la rama le dio un fuerte golpe en la cabeza.
La mujer nunca olvidaría la cara de sorpresa del duende cuando ella abrió la puerta empuñando la rama como un garrote.
El trauko chilló de dolor y salió corriendo frotándose el cráneo.
—¡Y mejor que no te vuelva a ver porque la próxima te muelo a palos! —le gritó la mujer desde la puerta de la casa.
Y esa fue la última vez que vieron al trauko, pues nunca más se animó a molestar a esa familia.
Los cuentos sobre el trauko son muchos y variados, pero en todos ellos se lo describe de una forma similar, como un duende malévolo que "apetece mucho de las mujeres".
(*) La idea de puerta es simbólica. Tal como ocurre con los cuentos tradicionales de vampiros, el mal no puede entrar a ninguna casa a menos que haya sido invitado. La puerta de la vivienda mapuche no era sólida ni tenía cerradura, está demás decir que si alguien hubiera querido entrar, lo hubiera hecho de todos modos. Pero en la creencia popular, a la cual los mapuches no escapan, la puerta actúa como un símbolo de freno y límite entre el interior y el exterior.
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