¡SOY BOHEMIA ! ¿Y QUÉ?

Siempre me preguntan ¿que es ser Bohemio? les respondo : El Bohemio vive por vivir , se llena de angustia sin tener por qué, pero está alegre cuando otros no están.

El Bohemio vive su vida incansable de ideas ,algunas creativas y otras filosóficas, todas para hacer de su vida un paraíso. El Bohemio no teme, solo porque él vive su vida como quiere, ahora sin causarles daños a sus semejantes. Vive la vida con principios y hasta con responsibilidad pero hace lo que quiere cuando quiere. En la música encuentra pinturas, en las poesías encuentra música, y en las pinturas encuentra versos ...es así mientras que se bebe su copa y sin faltar un café en un bar escondido adonde solo se lee por la media luz y la atmósfera del tabaco. La noche es su tarima....ahi baila, canta, bebe, conversa y admira a otros como él. Se proclama el duende de la noche. Ve el mundo con otros ojos ...él ve colores en el cielo nublado, ve la melancolía en una rosa brillante en su esplendor.

Gracias a todos que entienden estas breves letras. ¡SÍIIIIIII!!!! ¡Soy una Bohemia !!! ¿y Qué?

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:¡Hola, amigos!
Como seguramente ya saben, el proyecto de las Guías de Apoyo para el ingreso a la Universidad ya está despegando felizmente con tres poderosos motores matemáticos:

Guía 1: Campos numéricos (naturales, negativos, enteros, fraccionarios, etc.)
Guía 2: Las 6 operaciones básicas (suma, resta, producto, cociente, potenciación y radicación)
Guía 3: Ecuaciones de 1er grado con una incógnita (álgebra, monomios, polinomios, ecuaciones)

Cada Guía es un pequeño manual en Word que busca acompañarte en sus viajes entre signos, coeficientes y letras que deben aprender a utilizar para alcanzar objetivos.

¿Es solamente para ingresantes a la Universidad?

Por supuesto que no. Hay muchos que necesitan saber estas cosas o desean aprenderlas pues intuyen que detrás de esos muros hay todo un atractivo mundo que espera ser dominado. Y ustedes pueden hacerlo.

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Las verdaderas razones - Portada/Índice - Daniel Galatro



LAS
VERDADERAS
RAZONES


Las verdaderas razones por las que Raúl Hugo Morales, correctísimo empleado del correo de Esmeralda, puso veinticuatro miligramos de rebelina en la goma del reverso de doscientas ocho estampillas postales.

Daniel Aníbal Galatro
Circa 1972

Capítulo 1 - Prehistoria de Raúl Hugo Morales
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Capítulo 2 - Concepción Mercedario
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Capítulo 3 - La oficina de Correos de Esmeralda
http://bohemiaylibre.blogspot.com.ar/2014/10/las-verdaderas-razones-cap-3-daniel.html
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Capítulo 4 - Marcelo
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Capítulo 5 - Alejandro
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Capítulo 6 - Lili
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Capítulo 7 - Visita a la Casa de Moneda
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Capítulo 8 - El Nuevo Médico de la Familia
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Capítulo 9 - El viaje a Salta
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Capítulo 10 - La extracción del veneno
Capítulo 11 - Dueño de la vida y de la muerte


Daniel Aníbal Galatro
Octubre 9 de 2014
Esquel - Chubut - Argentina

Las verdaderas razones - Cap 11 - Daniel Galatro



11



AGENCIA NOTARG-CABLE 150-22/DIC/1884-16.30-LOS MÉDICOS POLICIALES QUE ENTIENDEN EN EL CASO MORALES PRESTARON SU INFORME CON RESPECTO AL ENVENENADOR DE LAS ESTAMPILLAS DE ESMERALDA. SEGÚN TRASCENDIÓ CERTIFICAN QUE EL DETENIDO MANIFIESTA UN DESORDEN MENTAL PROFUNDO QUE LO HACE NO RESPONSABLE DE SUS ACTOS. SERÁ TRASLADADO DENTRO DE UNOS MINUTOS HACIA EL PABELLÓN DE ENFERMOS CRIMINALES DEL HOSPITAL NEUROPSIQUIÁTRICO PROVINCIAL A FIN DE SER SOMETIDO A UN EXAMEN DECISIVO. STOP.


¿Por qué esperó Raúl Hugo Morales desde el dos de noviembre hasta el veinte de diciembre para ejecutar su crimen-acto de justicia-acto de locura? Podría creerse que aguardó las fiestas de fin de año cuando todo Esmeralda pasaría por la oficina de Correos. Pero ¿quién sabe qué oscuras leyes de alabeada lógica rigen los designios de un cerebro enfermo?

A las ocho en punto se ubicó en el banco elevado, junto al vetusto mostrador de madera. A su izquierda, la carpeta de estampillas de diferentes valores. Debajo de ella, la plancha de doscientas unidades impregnadas de rebelina. “Son de la Goebel adaptada. Está aquí desde1968.”.
...

“Buenos días. Una común, por favor.”
Mario Ros, inspector municipal. Inocente. Morales cortó una estampilla de la plancha del interior de la carpeta.
...

Con una aguja pequeña había embebido cuidadosamente el reverso de las doscientas elegidas. El líquido brillante y diáfano se sumergía en las profundidades engomadas. Una gota pequeña en el centro exacto. El borde continuaría con sus virtudes adhesivas. Eran las tres de la mañana cuando cumplía esta tarea en el baño del departamento.
...

“Común.”
Amelia Kaski. Comerciante. Agria, seca, permanentemente malhumorada. Había tenido algunas discusiones serias con ella por problemas menores. Le recordaba a Conce. Culpable. Morales cortó una estampilla, la primera, de la plancha colocada debajo de la carpeta.
...

Antes de salir del baño, sacó de su bolsillo una tirita de ocho timbres comunes, idénticos a los ya impregnados. Una gota pequeña en el centro exacto. Sopló para apresurar el secado. Los separó luego en cuatro pares. Apagó la luz y fue hasta el comedor.
...

“Dos comunes, por favor.”
Un hombre alto y sonriente. Parecía simpático. Nunca antes lo había visto. Quizá inocente. Estampilla de la carpeta.
...

El reloj de la mesa de luz marcaba las tres y veinticuatro. Raúl abrió el cajoncito. Click. En su interior, el monedero de Conce. Click. Introdujo un par de estampillas. Click. Cerró el cajón sin hacer ruido.
...

“Expreso.”
Raúl Bracero. Un sinvergüenza. Pero quería expreso. Culpable, escapaba del castigo.
...

Marcelo había dejado su saco sobre el respaldo de la silla del comedor, en cuyo asiento reposaba lustroso portafolios. Resonó el cierre automático y elevó la tapa. “Derecho Constitucional”, tomo voluminoso que aplastaba unos cuantos apuntes en hojas sueltas. En un bolsillito del forro del portafolio introdujo el segundo par de estampillas. Bajó la tapa. La coqueta valijita retornó a su hermetismo aparente. Eran casi las cuatro de la mañana del veinte de diciembre.
...

“Tres comunes.”
El doctor Amadeo Galloti, abogado. Mezclado en cientos de asuntos tristemente turbios. Culpable, muy culpable. Morales cortó tres estampillas de la plancha del castigo.
...

Llegó temprano al Correo. Aguardó el arribo de Rodríguez, el peón de limpieza que tenía llave. El interior vacío de la oficina, iluminado por tenues rayos que se filtraban por las antiguas cortinas de enrollar, presentaba un aspecto diferente del habitual.

Cuando Rodríguez salió a limpiar los cristales de la vidriera, Raúl se acercó al escritorio del Jefe, abrió el cajón central, y entre las páginas de una agenda del 82 que Núñez aún utilizaba dejó el tercer par de estampillas.
...

“Señor. Dos comunes.”
Los rostros excitados de un niño y una niña trataban de alcanzar con la mirada lo que no lograban con sus cuerpecitos. Inocentes.
...
Así transcurrió ese día, el primero del reinado de Raúl Hugo Morales, dueño de la vida y la muerte de los habitantes de Esmeralda.

“Culpable.”.
“Miserablemente culpable.”.
“ Inocente.” .

Casi sobre la hora del cierre de la oficina postal llegó agitado uno de los nuevos carteros.

“¡Galloti! ¡El abogado!”.
“¿Qué pasó?”.
“No se sabe. Dicen que cayó en su escritorio revolviéndose de dolor. Lo llevaron a la Clínica. Yo justo pasaba por la puerta.”

Morales sonrió levísimamente.

Guardó la carpeta con las estampillas normales en la caja fuerte, rindió cuenta del dinero del día, y tras ocultar las ciento cincuenta y cinco que aguardaban su destino entre unos inútiles libracos del estante del mostrador, abandonó su lugar de trabajo.

Caminó hasta la parada del 207. Anochecían sin prisa los días de ese verano de soles agobiantes y humedad insoportable. Al llegar el ómnibus subió con calma.

“Hasta la estación de La Plata.”.

Buscó en su agenda. Ricardo Páez, calle 1 número…

Ya todo iba llegando a su fin. La mitad menos enferma de Raúl Hugo Morales estaba completamente aniquilada.
...

A las ocho de la mañana del veintiuno de diciembre se instalaba nuevamente en el frente de batalla, en el estrado del juez inexorable.

“Ocho murieron intoxicados. ¡Qué barbaridad! Lo dijo la televisión anoche.”.
“¡Ahá! ¿Y de qué?”.
“No se sabe. Dicen que no hay que tomar el agua corriente, no comer nada sin lavarlo bien.”.

Ése fue el comentario de toda la mañana.

“Buen día, Morales. Deme tres comunes ¿Vio lo de los intoxicados? Murió el doctor Galloti, la almacenera de la esquina de su casa está grave y hay un montón más de internados.”.
Nora Micheli. Enfermera. Algo alocada pero animosa y servicial. Inocente.
...

Al bajar del 207 en la estación no tenía idea de cómo introducirse en el departamento del fabricante de automóvil espectacular, fruto de las vidas de quién sabe cuántos Alejandros.

Caminó por la calle 1 hasta llegar al moderno edificio que ostentaba cuatro números de bronce idénticos a los que escribiera en su agenda. En los buzones del hall, buscó: R. Páez. 4º A.

Oprimía el botón llamando el ascensor cuando entró en el edificio un grupo de chicas y muchachos bulliciosos y despreocupados. Recorrió con la mirada, como lo hacía siempre, los rostros juveniles. Y como siempre ocurría, Alex no era uno de ellos.

Se sintió cansado. Dejó que utilizaran el ascensor que acababa de llegar.

Cuando el hall recobró la calma, sacó de su bolsillo el último par de estampillas y lo introdujo en el buzón del 4º A. Fue un acto mecánico, no reflexionado, quizá inútil.

Comenzaba a decaer aquello que lo hiciese capaz de toda una epopeya de dos meses increíbles.
...
“Doce, comunes. Rápido, estoy apurado.”
El “Chino” Runat. Prepotente, grosero, fanfarrón. Se decían muchas cosas de él, de sus mujeres, de la electrónica que podía conseguir de contrabando. Repulsivo y culpable. Doce unidades de “justicia divina”, aplicada por la mano ya algo temblorosa de Raúl Hugo Morales.
...

A mediodía se supo que sumaban once los fallecidos. Debían haber sido más, pero no todos usarían las estampillas ese día, y algunos las humedecerían con la almohadilla. El área había sido declarada en alerta sanitaria.

El hijo de don Victoriano, cada vez más exhausto, proseguía su autoconfiada labor.

"Inocente".
“Culpable.”.
“ Inocente.”.
“ Muy inocente.”.
"Culpabilísimo.”.
...

“Cinco, comunes”.
Rubén Furmani. El que bailara apretado a Lili en la fiesta de los quince. Cuando vio que era Morales quien atendía la ventanilla pareció arrepentirse. Hizo un ademán como para alejarse. Raúl le sonrió. Cortó las cinco estampillas y se las alcanzó. Le había costado un poco la decisión. Rubén Furmani, de rostro asustado. Todavía un niño. Inocente.
...

El hombre estaba exhausto. Dejó caer la cabeza hacia adelante. Ocho estampillas debían cumplir su misión especial. Ésas, aunque lo apresaran, jamás las declararía.

Eran los acordes finales, el clímax de la trágica sinfonía. Al levantar nuevamente su rostro, una extraña sonrisa, que le acompañaría desde entonces por muchos años, jugueteó entre los labios de Raúl Hugo Morales.


AGENCIA NOTARG-CABLE 179-28/DIC/1984-15.42-CONFERENCIA DE PRENSA DEL JEFE DE POLICÍA BONAERENSE EN RELACIÓN CON EL CASO MORALES. AL DAR POR CERRADO EL MISMO EXPRESÓ ENTRE OTRAS COSAS QUE “ELLO NOS LLEVA A RATIFICAR NUESTRA CONVICCIÓN DE QUE RAÚL MORALES PLANEÓ Y EJECUTÓ SU TREMENDO CRIMEN SIN MOTIVO ALGUNO SINO SOLAMENTE LLEVADO POR SU DESEQUILIBRIO MENTAL. ES IRRELEVANTE POR TANTO PROSEGUIR INÚTILES BÚSQUEDAS DE SUPUESTAS E INEXISTENTES VERDADERAS RAZONES”. STOP.

¿?




Las verdaderas razones - Cap 10 - Daniel Galatro




10



AGENCIA NOTARG-CABLE 137-22/DIC/1984-13.40-FUE TRASLADADO A UN GABINETE ESPECIAL EL MÚLTIPLE ASESINO RAÚL MORALES, CAUSANTE SEGÚN SUS DECLARACIONES DEL MÚLTIPLE ENVENENAMIENTO EN ESMERALDA. A LAS 12.55 INGRESARON EN ESE DESPACHO DOS MÉDICOS POLICIALES, UNO DE ELLOS SIQUIATRA. INFORMARON ALTOS FUNCIONARIOS DE LA REPARTICIÓN QUE LUEGO DE UNA BREVE CONFESIÓN MORALES CAYÓ EN UN MUTISMO PROFUNDO, MANTENIENDO EN SUS LABIOS UNA EXTRAÑA SONRISA. EL PERSONAL POLICIAL QUE PARTICIPÓ DEL INTERROGATORIO CREE QUE EL DETENIDO PRESENTA LAS FACULTADES MENTALES ALTERADAS POR LO QUE SE REQUIRIÓ LA INTERVENCIÓN DE ESOS ESPECIALISTAS. STOP.-


Primero de noviembre de mil novecientos ochenta y cuatro. Jueves lluvioso y extraño ese Día de Todos los Santos. Las calles desiertas descubrieron el apurado caminar de Raúl Morales exactamente cuando el reloj de la Iglesia de Nuestra Señora de la Misericordia daba las ocho campanadas matinales.

Bajo el brazo, un pequeño envoltorio revelaba a cada paso la presencia de algo más que las fotoduplicaciones del proceso de extracción de la rebelina.

Por una zona alejada del centro de Esmeralda existía un viejo depósito, abandonado desde los tiempos en que Raúl era pequeño. Alguna vez fue a jugar allí sus policía-ladrón, pero al llegar a la adolescencia perdió sentido trepar el lateral de chapa y colarse por donde quizá hubo un vidrio. Dos o tres muchachos de la barra lo habían tenido para sus aventuras amorosas con chicas no muy despiertas de mente pero sí ávidas de sexo, y sabemos que Raúl no disfrutaba de ese tipo de experiencias.

Ya no iban los niños a jugar ahí. 

“La televisión los idiotiza. Nosotros teníamos más imaginación.”.

Habían abandonado lo abandonado. La mole del galpón desvencijado, pintado de óxido por la mano del aire, decorado con parches de cielo a veces azul a veces estrellado, por el arte del tiempo corrosivo.

Iba a trepar como veinte años antes por el muro de latas retorcidas mas no fue necesario. Al apoyar su pie para elevarse cayó el trozo de metal y el acceso quedó libre.

Resonaron en el interior de ese templo industrial muerto hacía tiempo los vítreos tintineos del contenido del paquete.

Recorrió ángulos y recovecos hasta hallar el apropiado. Acomodó unas chapas y unas piedras e instaló su más que precario laboratorio.

A mediodía estaba de regreso en su casa.

“¿Dónde fuiste?”.
“Por ahí.”.
“Mirate ese pantalón. ¿Con qué te lo manchaste? Parece óxido. ¿Dónde estuviste?”.
“Pasé por una obra y había unas chapas oxidadas.”.
“Infeliz. Me mato trabajando y teniéndote la ropa limpia…”, etc., etc., etc.

Morales no prestaba atención. Ya tenía las sustancias y los elementos. Eran sencillos y los consiguió con relativa facilidad.

¡Pobres Boffman R. P. y Heredia J. C.! Su esfuerzo había sido realmente importante y la ignorancia de los demás los sepultó en un olvido del que sólo él podría rescatarlos. Quizá obtuviesen con ochenta años de demora el merecido premio a sus investigaciones. Cuando Raúl decidiese que el momento oportuno había llegado.

Viernes dos de noviembre. Día de los Fieles Difuntos.

A las siete, Conce y Lili salieron de la casa rumbo al cementerio y al nicho de don Enrique Mercedario.

“Las flores las compro allá. No voy a andar haciendo el ridículo en el ómnibus.”.
“Bueno. Tomá.”.
“Dame más porque después voy a visitar a Marta. Si me invita a almorzar me quedo.”.
“Bueno. Yo a lo mejor salgo a dar una vuelta. Al cementerio voy a eso de las tres.”

Concepción estaría fuera toda la mañana y él justificaba su ausencia de toda la tarde. Un día completamente a disposición de Morales para la tarea que debía realizar.

El reloj de la cocina indicaba las ocho y media; adelantaba diez minutos. Desenrolló las fotoduplicaciones. Extendió la primera página sobre la mesa. Para evitar que volviese a su primitiva forma fijó su parte superior con un florero de madera y los ángulos inferiores con un cenicero de vidrio ambarino y un cuchillo.

Salió un momento. Regresó de su habitación con la pequeña bolsita de nailon dentro de la cual los hongos salteños habían agonizado y muerto. Su deceso los había teñido de un hermoso color salpicado de motitas rojas y amarillas. Hasta su apariencia, como la de algunos insectos, advertía de su peligrosa toxicidad. Y Raúl Morales se protegió contra ella con guantes plásticos y un pañuelo sobre la boca colocado como cuando jugaba a los “cónbois”.

“Técnica. Primer paso: Extracción del jugo total.”.

Era necesario hervir durante tres horas cien gramos de hongos desmenuzados, en doscientos cincuenta centímetros cúbicos de agua. Así fue que desmenuzó uno, dos, tres, cuatro ejemplares y los dejó caer dentro de una olla vieja y fuera de uso. Seguramente, a ojo de empleado de correos avezado, pesarían unos cien gramos.

Doscientos cincuenta centímetros cúbicos, ¿cuánto sería?

Se arrodilló, y de la pequeña alacena bajo la pileta tomó una botella de vino vacía. Su etiqueta algo despegada indicaba “novecientos treinta centímetros cúbicos”. Entonces novecientos treinta centímetros cúbicos eran aproximadamente un litro. Por tanto, doscientos cincuenta serían un cuarto litro. Brillante deducción que le insumió demasiados minutos de su precioso tiempo.

Olla en mano, dejó caer en su interior lo que suponía sería un cuatro litro de agua desde la hermosa canilla de acero inoxidable.

A partir de ese momento y hasta las doce y media fueron los hongos entregando sus entrañas al bullente entorno. Cerró la llave de gas.

Aguardó a que se enfriara el líquido y lo introdujo luego a través de un embudo con algodón en una botella de alcohol para friegas. Obturó el recipiente con un tapón de plástico rojo, lavó todo cuidadosamente y lo guardó. La evidencia había sido borrada. Se quitó los guantes plásticos y el pañuelo que cubría su boca.

Raúl Hugo Morales estaba sorprendido de sí mismo. Ése no era él. O, al menos, no era la parte de su personalidad que venía utilizando hasta entonces. Desde principios de octubre su exterior había permanecido rutinario e inmutable en tanto que interiormente se gestaba la magna empresa.
No almorzó. En el refrigerador había unos racimos de uvas verdes y carnosas. Comió unas pocas sin demasiado entusiasmo. 

Envolvió el frasco que contenía el líquido mortífero con un papel rojo pleno de impresiones multicolores. Apagó las luces y salió del departamento cerrando tras de sí la puerta con mirilla.

Casi nadie por las calles de Esmeralda aún húmedas por la tormenta de la noche anterior. De tanto en tanto, en alguna esquina, unas mujeres de pañuelo oscuro sobre sus cabezas y ramos pequeños, medianos, grandes, apretados entre brazo y cuerpo aguardaban el ómnibus. Era el día de honrar a quienes ya no estaban.

Recordó a sus padres. Por primera vez desde que fallecieran – don Victoriano en abril del setenta y su esposa, que no pudo soportar su ausencia, en julio del mismo año – iba a faltar a la cita. Esta vez deberían comprenderlo. Estaba inmerso en una tarea trascendental que llevaría a los planos más destacados el apellido Morales, inscribiéndolo en alguna página importante de la historia de Esmeralda, de la provincia, del país.

Comenzaba a caer una garúa lenta cuando Raúl llegó a las puertas inexistentes del antiguo galpón abandonado donde se gestaría el último paso previo al “acto de la gran justicia”. Se acercó lentamente al lugar donde el día anterior cayera la chapa. Había vuelto a colocarla de modo que cubriera esa entrada de la mirada de los curiosos.

Una vez dentro del amplísimo recinto cuidó de ocultar el vano irregular. Acrecía la garúa y se dejaban caer algunas gotas por los orificios del techo derruido. Afortunadamente el rincón elegido por Morales para su laboratorio rústico se mantenía perfectamente seco.

Puso un tablón sobre algunos ladrillos a modo de banqueta y se sentó encima. Nuevamente se colocó guantes y pañuelo como protección.

“Al líquido obtenido por el proceso anterior se agregan unas gotas de di-nitro-fenil-hidrazina al 0,5% en HCl 2N.” 

Esto se lo había hecho preparar en una droguería de Quilmes donde nadie lo conocía.

“¿Para qué va a utilizarla?”.
“No es para mí. Me la pidió un sobrino que estudia química. ¿Hay algún problema?”.
“No, en absoluto. Solamente que es muy raro que pidan drogas disueltas. Pero no se preocupe. La prepararé y quedará bien con su sobrino.”.

“Luego de unos cuarenta minutos se formará un precipitado anaranjado.” 

Así ocurrió.

“Se eliminará el sobrenadante. El precipitado obtenido se redisuelve con amoníaco.”.

Había comprado medio litro sin dificultades en la ferretería a la vuelta del correo.

“¿Para los pisos de mosaico?”.
“Sí, sí, me dijeron que es muy bueno.”.
“Seguramente. Eche un chorrito en el trapo de piso.”.

Dejó caer unas gotas sobre el precipitado anaranjado. No ocurrió nada.

Aguardó unos minutos y vertió un pequeño chorro. El líquido se tiñó del color del sedimento. Agitó enérgicamente.

Dejó pasar otros minutos. Aún quedaba pasta en el fondo del recipiente. Añadió un poco más de amoníaco y volvió a agitar.

Ya todo era un líquido hermoso, de tonos increíblemente brillantes y diáfanos. Lo contempló a trasluz, desde todos los ángulos posibles.

Buscó un tapón de goma roja y obturó el frasco. Se sintió menos molesto cuando dejó de envolverlo el ardiente vapor amoniacal que le recordaba los pañales de Alejandro.

Hizo un pozo y sepultó todo excepto el líquido hermoso, brillante y diáfano.

Colocó piedras pequeñas sobre el que fuera su primer laboratorio y sería también el último, borró las huellas en el piso polvoriento y salió del galpón abandonado.

En el bolsillo de su saco gris el vaivén de sus pasos hamacaba la solución amoniacal del maléfico espíritu de la Amanita rebelis.

Cuando llegó a su casa caían los últimos rayos de sol sobre Esmeralda. Un arco iris surcaba el cielo. Raúl Hugo Morales pensó que no era tan hermoso como el naranja profundo del alma de los hongos.

Las verdaderas razones - Cap 9 - Daniel Galatro




9


AGENCIA NOTARG-CABLE 89-22/DIC/1984-17.25-RECUPEROSE LA CASI TOTALIDAD DE LAS ESTAMPILLAS ENVENENADAS EN ESMERALDA. UNA IMPREVISTA VARIANTE OCURRIÓ EN LAS ÚLTIMAS HORA DEL DÍA DE AYER CUANDO SE DETECTÓ UN NUEVO CASO DE INTOXICACION, ESTA VEZ EN LA PLATA. UN MENOR DE DOS AÑOS FALLECIÓ POR HABER TOMADO CONTACTO BUCAL CON ESTAMPILLAS ADHERIDAS A UNA TARJETA ENVIADA POR UN FAMILIAR SUYO RESIDENTE EN ESMERALDA. SE EXTREMARON LAS RECOMENDACIONES CON RESPECTO A LA CORRESPONDENCIA PROVENIENTE DE ESA CIUDAD. PROSIGUE EL INTERROGATORIO A RAÚL MORALES AUNQUE SIN HABERSE DADO A CONOCER NINGUNA NOVEDAD. STOP.


Debió pasar más de una semana hasta que Morales encontrase la oportunidad de iniciar la epopéyica búsqueda de la nunca creída Amanita rebelis. Durante ese lapso, Raúl consultó planos, mapas, precios de pasajes. Aguardaba el momento propicio.

“Che. El catorce cumple los años mamá.”.
“¿Y?”.
“Desde que se fue a vivir a Bahía Blanca con Luis no pasé más un cumpleaños con ella. Cada vez que digo de ir para esta fecha vos empezás que sale caro, que ya vamos los fines de año y todo eso.”.
El momento propicio.
“Mirá, Conce, no es que no quiera que vayas, pero ir un sábado para volver el domingo a un lugar tan distante…”.
“El viernes es feriado. Podríamos salir el once a la noche y volver el lunes a la madrugada.”.
“Yo no puedo. Tengo que completar un control interno. Es casi seguro que el sábado no me dejan faltar.”.
“¿Ves? Todo el tiempo me mato como una burra, lavo, plancho, cocino, y no tengo derecho a salir tres o cuatro días para visitar a mi madre. ¿Para qué trabajás, vos?”.
“Escuchame. Andá con Lili.”
Concepción aceptó. Raúl había encontrado la oportunidad.

El jueves once de octubre a mediodía, el empleado del correo de Esmeralda retiraba bajo su propio control y de su libreta de ahorros el anticipo destinado a un terrenito en la Villa Balnearia que planeaba adquirir Conce para fines de año. Era aproximadamente la cantidad que cubría los pasajes de ida y vuelta a Salta por avión, algún día de estadía y un par de comidas frugales.
Ese mismo jueves, a las 23.30, partían desde La Plata rumbo a Bahía Blanca, Concepción Mercedario de Morales y su hija Liliana Noemí.

Y el doce de octubre, a las 8.30, despegaba del aeroparque de la ciudad de Buenos Aires el avión que conducía la mitad más enferma de Raúl Hugo Morales, iniciando otro dramático movimiento de su trágica sinfonía.
Anochecía cuando dejó a su caballo beber en las aguas del Salado del Norte. Su acompañante, un salteño de unos diez años, simpático y conversador, hizo otro tanto con el suyo.
“Señor. Se viene lo oscuro.”.
“Sí, pibe. Habrá que empezar a buscar mañana.”.
“Hay un pueblo ahicito. No tiene hotel pero vive mi madrina.”.
“¿Y vos creés que nos dejaría pasar la noche?”.
“Seguro. Si lo ievo ió…”.
“Vamos, entonces…”
El cansado cuerpo de Morales, agotado por un viaje en avión, una travesía de varias horas en un vetusto ómnibus y, como castigo final, un trayecto apreciable mal montado en un caballo, pedía desesperadamente una pausa. Pero el cerebro del hombre lo forzaba a proseguir.
“Disculpe, don. ¿Se puede saber qué busca?”.
“Una plantita. Un hongo.”.
“¿Y pá eso vino desde Buenos Aires?”.
“Para eso.”.
El salteñito lo miró con extrañeza.
“¿Y cómo es ese hongo?”.
Raúl le describió la ansiada Amanita.
“No héi visto. De ésas no héi visto.”.
Llegaron al caserío, antiguo poblado serrano de viviendas apretadas las unas a las otras para procurarse compañía en medio de tanta soledad.
Amable, la madrina del chico. Compartió su miseria con Morales casi con alegría.
En un colchón la lana apelmazada y húmeda, Raúl durmió profundamente. Había vivido en ese día más que en la mitad de su vida. Si soñó, por la mañana no recordaba.

Abrió los ojos cuando un haz de luz se filtró por la ventana desvencijada y besó el suelo y su rostro. Le dolía todo el cuerpo pero su mente estaba lúcida y ansiosa. Haciendo un esfuerzo se incorporó a medias. El sol le pareció ya alto, y avanzada la mañana. Se vistió tan rápidamente como sus músculos endurecidos se lo permitieron.
No aceptó el desayuno. Quiso pagar.
“Ofende, señor. Esto es de amigo.”.
Agradeció y partieron.

Cerca del mediodía estaban recorriendo los cerros de la zona cercana al río. El paisaje era una explosión de belleza. Verdes y marrones trepando suavemente hacia el azul sin nubes.
Pero Raúl no levantaba la vista. Sus ojos rastrillaban el suelo, los resquicios entre las pequeñas rocas, las entradas a grutas y hoyos en las colinas.
De tanto en tanto detenía el caballo y desmontaba. Ante la mirada del salteño, que ya había renunciado a comprender, corría pesadas piedras para investigar su oculta humedad. Pasaron horas.
“Oiga, pué. Hay una cueva donde a veces me meto. Ái está siempre mojado el suelo y hay plantas muy raras.”.
“¿Por dónde?”.
“Más aiá. Ió lo ievo.”.
Media tarde. Un sol fuerte pero soportable. El chico cabalgaba delante. Iban subiendo lentamente un rosario de cerros de pendientes suaves.
“Es ái.”.
Raúl se dejó caer de la precaria montura. Era un hoyo pequeño en el que apenas cabía un niño. Orientado de forma que jamás recibía el sol. La humedad se palpaba densa. Y había musgo, pequeños animalitos, todo un universo vital. Removió palmo a palmo ese suelo fértil.
Detrás de una roca, en un paño de suelo embebido en agua como una esponja, uno, dos, tres, cuatro hermosos hongos. Uno, dos, tres, cuatro ejemplares exactamente iguales a los descriptos por Boffman R. P. y Heredia J. C. en su trabajo publicado en las páginas 37 a 42 del número 4 del Año 7 de la Rev. Arg. Tox. de 1906.

Los desprendió del suelo con mucho cuidado, tomándolos con un trozo de nailon. Los depositó en una bolita del mismo material y emprendió el regreso.
Quién sabe qué dioses lo seguían protegiendo.

Raúl Hugo Morales estaba nuevamente en su departamento del Pasaje Nevares el domingo catorce de octubre a las 23 horas. Ninguno se había enterado de su tremenda aventura. Y aunque a alguien le hubiesen contado jamás habría podido creerlo.
Pero, ante sí mismo al menos, después de eso Raúl Morales no volvería a ser nunca más Raúl Nadie.

Las verdaderas razones - Cap 8 - Daniel Galatro



8


AGENCIA NOTARG-CABLE 2-22/DIC/1984-RAÚL HUGO MORALES, DE 48 AÑOS, CASADO, TRES HIJOS, EMPLEADO DE LA OFICINA POSTA DE ESMERALDA, SE CONFESÓ RESPONSABLE DEL ENVENENAMIENTO DE DOCE PERSONAS OCURRIDO EN ESA CIUDAD. PARA ELLO IMPREGNÓ EL REVERSO DE UNA PLANCHA DE 200 ESTAMPILLAS DE FRANQUEO SIMPLE CON UNA SUSTANCIA DE ELEVADA TOXICIDAD CUYO ORIGEN SE INTENTA AVERIGUAR. PROSIGUE LA DECLARACIÓN DELINCULPADO EXISTIENDO ESPECIAL EXPECTATIVA POR CONOCER LOS MOTIVOS DE SU MONSTRUOSO DELITO. STOP.


El incidente en la fiesta de Lili había marcado el comienzo de la etapa final. Fue el dedo en el platillo de la precaria balanza mental de Raúl Hugo Morales. De allí en más comenzaría su caída inexorable hacia los recónditos abismos de la alienación humana.

El domingo 23 de septiembre permaneció en cama, procurando evitar todo encuentro con Concepción y, muy especialmente, con Liliana.

“¿No vas a comer?”.
“No me siento bien.”.
“Hacé lo que quieras.”.

Su cerebro daba vueltas, vueltas, vueltas. Fue arrollando ideas en su interior, agitándolas, revolviéndolas, revisándolas en forma desordenada.
De vez en cuando rostros y escenas lo ocupaban todo.

La mirada cruel e hipócrita de Faustino Núñez.
La borrosa figura de Alberto Ruiz.
La boca hiriente de Marcelo.
La risa repulsiva de Conce.
El llanto angustioso de Liliana.
La frialdad imperturbable de Ricardo Páez.
Los labios rojos y carnosos de María Albarracín.
Las sienes arrugadas de Victoriano Morales.
El altar iluminado de su casamiento.
La sonrisa cansada del ex jefe Hernández.
Las ojeras de Alex.
La maestra de cuarto grado.
Los primeros manoseos genitales con Marcial.
La seria expresión de Onganía.
La muerte de Victoriano Morales.
El nacimiento de Lili.
El cuerpo desnudo de aquella chica hermosa y perversa con la que no quiso poder.
El automóvil deslumbrante de Ricardo Páez.
Las máquinas impresoras de billetes.
El concurso por el cargo de subjefe.
La última mirada de Alejandro.
El puente Nicolás Avellaneda.
La cabeza con clavos de Geniol.
La discusión entre Núñez y María.
Los juegos primarios con Lili.
Las máquinas acuñadoras de monedas.
El primer contacto sexual con Conce.
Clark Gable en Lo que el viento se llevó.
La graduación de Marcelo como el mejor bachiller.
El artefacto fluorescente de la oficina de Correos.
La muerte de Perón.
El prolijo sobre dirigido a un tal Schmuckter.
El ómnibus plateado que lo llevó a la excursión.
La búsqueda de Alejandro.
Las caderas robustas de María.
Las planchas de estampillas en su cajón del mostrador.
El ascensor del edificio en que vivía.
El automóvil importado de Alberto Ruiz.
La mirada despectiva de Marcelo.
Las permanentes recriminaciones de Conce.
Las salidas a la calesita con Lili.
La semana de luna de miel en Mar del Plata.
El entierro de su madre.
El día en que Hernández lo felicitó ante todos.
Las lágrimas de Alex.
La portada de septiembre del cuaderno de sexto grado.
Las caricias que aquella muchacha bella y pervertida le hiciera para tratar de excitarlo.
La muerte de Federico Luppi en Los Herederos.
La jeringa en el fondo del cajón.
El nuevo presidente del país.
La larga impresora de estampillas.
 
Y las palabras resonando en sus oídos.
“Me voy, viejo, ¿eh? Para siempre me voy.”.
“Y no te hagás la loca porque cuento todo.”.
“¿Vas a seguir pegado al mostrador como el imbécil de tu padre?”.
“¿Cuánto vía aérea a Mendoza?”.
“¡Drogadicto! ¡Hijo tuyo tenía que ser!”
“Mirá. Mejor no toqués nada. Sentate por ahí.”.
“Cuando yo me reciba vas a dejar de ser Raúl Nadie para ser el padre del doctor Morales.”.
“Mañana a las siete y media en el Correo de La Plata.”.
“Dos de cuatro veinte. Vuelto en monedas.”
“¿Dónde vas, che? ¿Estás loco?”.
“Ésta es la sección Calcografía.”.
“¿Usted vive en Esmeralda? Yo tengo un primo allí.”
“No sirven más que para vender estampillas.”.
“Se la voy a tirar a la cara.”.
“¡Eh! ¡Apurado!”.
“El auto, Morales, fíjese en el auto.”.
“Ésta es una Goebel, llegada por 1968.”.
“¿Dónde vas de traje?”.
“Lo felicito, Morales.”
"¡Andate a vender estampillas, viejo infeliz!”.
“Infeliz. Claro que sos un infeliz.”.
“¿Y no hay posibilidad de que puedan contaminarse y provocar una intoxicación?” .

Raúl se había quedado dormido, sumido en un pequeño sueño. Lo despertó bruscamente el alarido del reloj. Eran las seis de la mañana del lunes veinticuatro de septiembre. Se levantó. Se vistió. Sin prepararse el desayuno y mientras el resto de esa de algún modo denominable “familia” continuaba entregado al reposo, salió del departamento. Su cerebro estaba bloqueado, obtuso por el vértigo del día anterior. Detenido.

Aprovechó unos minutos libres en la lluviosa y poco concurrida mañana para correrse hasta el bar de la esquina. Pidió un café con leche, tres medialunas y un especial de jamón. Al ver el sándwich tomó conciencia de que verdaderamente sentía hambre. No había probado bocado desde el sábado a la noche. Lentamente su cerebro comenzó a ponerse en actividad.

Raúl Hugo Morales debía demostrar al mundo que él era alguien. En esos momentos se sentía como aquel día en que recorrió el largo pasillo oscuro hacia las impresoras de billetes en la Casa de Moneda. Ya iban a ver quién era Morales.

Al terminar su desayuno, no había nadie más fuerte y decidido que él.

Pero debería obrar con cautela. Nadie sospecharía que en el ahora casi lúcido intelecto del oscuro empleado de Correos se gestaba un hecho que cobraría trascendencia nacional o quizá mundial. Ya sabía qué debía hacer. Solamente le restaba encontrar el cómo.

Toda esa semana estuvo cavilando, procurando el camino para realizar la misión que se autoconfiara. Exteriormente, en lo cotidiano, en su trabajo, en su casa, se había vuelto más hosco y taciturno que nunca, aunque seguía siendo correcto y eficaz, “trabajador y honrado”. Su cerebro, o las ruinas de él, maquinaba, elaboraba insólitas venganzas, analizaba, calculaba. Su personalidad perturbada desde siempre se había desdoblado, y los dos Raúl Hugo Morales se diferenciaban un poco más cada día, cada hora, cada minuto.

El domingo treinta de septiembre a las doce del mediodía, acostado en su cama, estirado todo lo que su cuerpo podía estirarse, completamente desnudo, cubierto solamente por una sábana liviana estampada con flores multicolores, apoyando su cabeza fuera de la almohada, mirando sin ver las irregularidades del yeso del cielorraso, teniendo como fondo una discusión habitual entre Conce y Liliana, encontró la forma, el camino, el cómo.

Increíblemente, con una precisión que jamás se hubiera podido dar en su cerebro sin dividir, la mitad más enferma de Raúl Hugo Morales elaboraba un plan extraño y complejo que le permitiría alcanzar la primera plana de los periódicos del país.

Con un veneno que surtiese efecto varias horas después de ingerido impregnaría la goma del reverso de una plancha de estampillas comunes, que luego distribuiría entre quienes, a su criterio, debían purgar sus delitos contra los humildes, los simples, los sencillos, los nobles y puros de corazón.
Único juez y verdugo: Raúl Hugo Morales. 

Un plan diabólicamente refinado, perfecto, a juicio de su gestor.

“Mañana mismo comenzaré a desarrollarlo. Será una obra maestra.”.

Estaba tan contento que hasta besó a su mujer en la mejilla al salir rumbo al trabajo la mañana siguiente. Concepción, sin llegar a abrir del todo sus ojos, le respondió con un amoroso “¿Qué hacés, idiota? ¿Qué bicho te picó?”.

Trabajó todo el día con entusiasmo. Sellaba, llenaba giros, calculaba telegramas, clasificaba correspondencia con un ritmo arrollador.

“Che, Morales, pará la máquina.”.
“Traeme más cartas para clasificar.”.
“¿Más? Ya las clasificaste todas. ¿Querés hacer méritos?”.

Al salir de la oficina de Correos cruzó hasta el moderno local de la Biblioteca Municipal.
Consultó el fichero. Separó dos nombres. “Toxicología de Astolfi”. “Medicina Legal de Nerio Rojas.”.

“Son ediciones antiguas, señor, de casi diez años atrás.”.
“Sí sí, señorita. No importa.”.
“Además no están. Los prestamos hace tiempo y no los han devuelto.”.

Morales retornó al fichero y prosiguió la búsqueda. Ficha tras ficha, nombres extraños que no comprendía del todo, música, literatura, física, diccionarios.

“Señor, ya cerramos.”.
“Ah, sí. Perdón. Mañana seguiré.”

Ese martes sólo pudo dedicar una hora a su trascendental tarea. Le bastó para terminar la recorrida del fichero. Nada.

Miércoles y jueves hubo un trabajo especial en el Correo, lo que impidió que concurriese a la Biblioteca. Recién el viernes pudo ingresar nuevamente a la amplia sala.

“Señorita. ¿Me permitiría echar un vistazo a los estantes?”.
“Sí, señor Morales. Pase por aquí.”.

Un estante, dos estantes, tres estantes, cuatro estantes, otro anaquel. Un estante, dos estantes, tres estantes, cuatro estantes, otro anaquel. Un estante, dos estantes…

“El Nuevo Médico de la Familia”, un tomo ancho y aparentemente repleto de información. Regresó al escritorio de la entrada.

“Señorita. Ese libro… ‘El Nuevo Médico de la Familia’…”.
“Es muy antiguo, señor. De hace sesenta años.”.
“No importa. Démelo. Me duele la cabeza siempre, ¿sabe? Y el dolor de cabeza es más viejo que ese libro.”

La joven sonrió divertida. Dio media vuelta y pocos segundos después retornó con el vetusto volumen de tapas verdes y letras doradas. Lo puso sobre el escritorio abriéndolo en la primera página.

“¿Ve, señor Morales? Mil nueve veinticinco. ¿No le conviene más ir a un buen médico?”.
“Sí, voy a ir, por supuesto. Pero me gustaría antes…”
“Sus documentos, por favor”.

Salió del local con el tomo bajo el brazo.

Esa noche, después de la cena se quedó en la cocina. Conce lo miró con curiosidad.

“¿Qué leés?”.

Raúl no respondió.

Su mujer siguió su camino hacia el dormitorio sin intentar repetir la pregunta. Era demasiado libro para Morales que jamás había pasado de alguna que otra historieta ilustrada.

“Prefacio - ¿?”.
“Los dilectos de los dioses mueren jóvenes – decían los antiguos. Pero la ciencia moderna…”
No, eso no. 
 
“Contenido. Pruebas y triunfos… Mecanismo defensor… La Religión y la salud… La recreación y el descanso… La marea ascendente de la degeneración física… La higiene personal… Los envenenamientos.”

Sí, aquí. Página 240. 

Pasó las hojas con avidez. Doscientos ocho, doscientos veintiséis, doscientos cincuenta y dos, doscientos cuarenta y dos, doscientos treinta y ocho, doscientos cuarenta.

“Capítulo 17. Los envenenamientos.”.

Raúl leía con lentitud, cada vez más interesado.

“Tres clases generales de venenos. Corrosivos, irritantes, que obran sobre los nervios.”.
“El mercurio.”. “El ácido fénico.”. “El lisol.”. “El arsénico.”. “Los polvos contra el dolor de cabeza.”. “La estricnina.”. “El fósforo.”. “El opio.”. “El plomo.” Ninguno servía a sus fines. O eran demasiado rápidos o demasiado lentos, o eran fácilmente controlables.

El sueño lo vencía y se fue a dormir.

El sábado después del mediodía retornó al pesado libro.

“El alcohol de madera.”. “Envenenamientos por nafta.”. “Envenenamientos por alimentos.”. “Los hongos o setas.”.

Allí, en plena página 248, estaba algo que podía ser útil.
“Hongos venenosos.”

"Hay dos variedades bien definidas de hongos venenosos: la amanita muscaria y la amanita phalloides, cada uno de las cuales produce síntomas distintos…” “Dentro de los quince o treinta minutos después de comer hongos de la primera variedad…” No sirve.

“La mayor parte de los casos de envenenamiento por hongos son causados por la variedad amanita phalloides, pero los síntomas no se manifiestan tan prestamente como en el caso de la muscaria, pues trascurren de seis a dieciséis horas antes de que se note evidencia alguna de veneno.”
Allí estaba. Su aliado sería la amanita phalloides.

No tenía antídoto conocido. La mortalidad era prácticamente del cien por ciento.

Había una anotación al pie.

“En la Argentina fue supuestamente hallada una variedad llamada amanita rebelis, muy semejante a la phalloides, cuya sustancia tóxica recibió por parte de sus descubridores, Boffman y Heredia, el nombre de ‘rebelina’. Ellos declararon en 1906 haberla aislado por un procedimiento que se detalla en la Rev. Arg. Tox. Año 7 Nº 4 – pág. 37 a 42, Bs. As. 1907 pero la especie de la que se hace referencia nunca volvió a encontrarse. Hay quienes creen que fue un error de los científicos y que se trataría de una contaminación de sustancias en el laboratorio. En caso de ser así, no existiría en el país variedad de hongos venenosos de tanta virulencia.”

El lunes primero de octubre Morales corrió en cuanto pudo hasta la Facultad de Medicina deLa Plata. Allí había un enjambre de estudiantes y profesores consultando material. Le llegó el turno. Extendió al empleado un papelito. “Rev. Arg. Tox. Año 7 Nº 4 – 1906”.

Milagrosamente, estaba. Era un ejemplar suelto, ajado y amarillento.

“Tuvo suerte, doctor. De ese año es el único que había. Los demás se han extraviado, o quizá nunca los recibimos. Hace tanto tiempo. ¿Lo va a consultar aquí?”.

“Sí, sí. Es un minuto.”.
“¿Me permite sus documentos?”.

“Doctor”. Raúl estaba tan excitado que ni se dio cuenta del título que le asignaran.

“Página 37. Extracción de rebelina, sustancia tóxica de la Amanita rebelis, Boffman R. P. y Heredia J. C.”. Estaba todo el detalle. Paso por paso. Era algo lento pero muy sencillo.

“¿Puedo retirar la revista?”.
“¿Es usted de esta Facultad?”.
“No.”
“Entonces no es posible. ¿Por qué no hace una fotoduplicación de lo que necesita?”.

Así lo hizo y allí mismo.

Salió del edificio de la Facultad de Medicina llevando arrolladas bajo su brazo las reproducciones de las página 37, 38, 39, 40, 41 y 42 de la Rev. Arg. Tox.

Esa noche, bien tarde, leyó.

“Esta nueva variedad de Amanita puede hallarse entre las rocas del fondo de algunas cuevas y depresiones, especialmente en las cercanías del nacimiento del Salado del Norte, provincias de Salta y Tucumán.”. Y seguía una descripción detallada del hongo en cuestión.

Raúl Hugo Morales viajaría a Salta, buscaría la amanita rebelis y si existía un solo ejemplar en todo el mundo, él lo encontraría. 

La mitad más enferma de la personalidad de Morales proseguía como amparada por quién sabe qué dioses, el satánico camino hacia la destrucción.

Las verdaderas razones - Cap 7 - Daniel Galatro



7


AGENCIA NOTARG-CABLE 207-21/DIC/84-23.55- EN EL DEPARTAMENTO CENTRAL DELA POLICÍA DE LA PROVINCIA DE BUENOS AIRES SE ENCUENTRAN PRESTANDO DECLARACIÓN LOS EMPLEADOS DE LA OFICINA DE CORREOS DE ESMERALDA. EN CARÁCTER DE DEMORADOS SE ENCUENTRAN FAUSTINO NÚÑEZ, JEFE; RAÚL MORALES; MARÍA DE FUENTES; MAURO FIGUEROA; RAMÓN ALBERTI; JOSÉ EVARISTO Y MANUEL RODRÍGUEZ. SON INTERROGADOS EN FORMA SEPARADA EN RAZÓN DE ESTAR INCOMUNICADOS. EL TOTAL DE LOS FALLECIDOS SE MANTIENE EN DOCE. APARENTEMENTE NO SE HAN PRODUCIDO NUEVOS CASOS. SE RECOMIENDA A QUIENES CONCURRIERON A LA OFICINA POSTAL DE ESMERALDA NO UTILIZAR NINGÚN ELEMENTO PROVENIENTE DE ELLA, PRESENTÁNDOSE EN LA DELEGACIÓN POLICIAL MÁS PRÓXIMA A SU DOMICILIO. STOP.


Un hecho importante en la vida de Raúl había ocurrido algunos años antes, verdadero acontecimiento que le permitió una pequeña victoria en la batalla cotidiana sobre las estepas de la oficina postal. Ese suceso sembró en él, además, una semilla de mostaza a germinar casi diez años más tarde:

- “Se comunica al señor Jefe de esa Dependencia Postal que ENCOTEL ha resuelto obsequiar al empleado más antiguo de cada sucursal con una visita a la Casa de la Moneda de la Nación. Se ruega al señor Jefe disponer lo necesario a los efectos de que el empleado en actividad de mayor antigüedad en esa oficina se presente el próximo 5 de febrero de 1975 alas 7.30 hs. en la entrada principal del Palacio de Correos de La Plata, calle 7 e/ 49 y 50, munido de la correspondiente documentación.”

Por supuesto, esta vez sí valieron los veinte años que Morales había sepultado en esa vetusta dependencia postal. Hernández, todavía Jefe, los reunió.

“Muchachos. Ha llegado una comunicación en la que se me informa que debo enviar al empleado más antiguo de la Oficina para participar de una excursión a la Casa de Moneda. Es un gusto para mí y supongo que para todos que sea Raúl Morales quien nos represente en esta ocasión.”.

El corazón de Raúl comenzó a latir apresuradamente. Todos lo miraban. Sentía sobre su rubor los inexpresivos ojos del Jefe, los lacerantes de Faustino Núñez, los para-siempre-tristes de María Albarracín, los indiferentes de Francisco Fuentes.

Acercándose casi fraternalmente, Hernández le alcanzó una nota.
“Mañana a las siete y media tiene que estar en la puerta que da sobre calle 7 del Correo de La Plata. Lleve esta nota. Lo felicito, Morales.”

“Raúl” – la voz de María sonó íntima y cercana algunos minuto más tarde. – “Espero que después me cuente. Dicen que es impresionante.”
“Sí, claro, le voy a contar.”

La pequeña victoria. Núñez, mientras arrastraba una pesada saca de correspondencia, dejó caer un “Tanto escándalo por un viaje a Buenos Aires. Yo voy todos los fines de semana y no lo pongo en los diarios.”.

María aprovechó para cobrarse una, aunque minúscula. - “Sí. Pero en este caso es un premio, y van a la Casa de la Moneda.” 

Ante la mirada de Núñez, clavó un último dardo. - “Raúl. Cuando vuelva me invita con un café y me cuenta todo, todo. No se vaya a olvidar, ¿eh?”. - La voz de la mujer sonaba melosa y acariciante. Y le hablaba a él. Estuvieron excitados su espíritu y su sexo hasta la hora de salida.

En casa no dijo nada a nadie. Saboreaba egoístamente su sencillo premio. Pocas veces había estado en Buenos Aires. Cuarenta años de vida sin conocer casi la Capital Federal.

“Andá vos con los chicos, Conce. ¿Yo qué voy a ir a hacer? Otro día, a lo mejor…”

Ese día era mañana, cinco de febrero.

Ese día era hoy, cinco de febrero. Una mañana de sol, miércoles antes del Carnaval.

“¿De traje? ¿Dónde vas de traje?”.
“¡Ssshhh! Seguí durmiendo. Hoy vienen inspectores.”
“Ah. No lo vayas a manchar que es el único que tenés. No sé con qué vas a salir si ensuciás éste.”.
Salir. Con traje. ¿A dónde? Si era el del casamiento y lo había usado en tres o cuatro velorios, algún bautismo y poco más.

El sol ya calentaba los escalones de mármol del Correo de La Plata cuando Morales puso sus lustrados zapatos marrones sobre ellos. Eran las siete, apenas. Dos más impacientes que él conversaban apoyados en las rejas. Raúl se unió al grupo. – “Lindo día, ¿no? ¿A qué hora salimos? ¿Usted viene de Esmeralda? Yo tengo un primo que vive allá.” – y todas esas cosas. 

Eran más de las ocho cuando los cuarenta antiguos empleados ocuparon sus asientos en un enorme ómnibus de Bienestar Social. Temblaba de emoción, estrujaba la nota que nadie le había pedido todavía, fumaba con nerviosismo.

Morales estaba casi locuaz. City Bell, Gonnet, Quilmes, Bernal, la Avenida Mitre, Sarandí, el puente Avellaneda - ¡fantástico! 

Alguien se levantó de su asiento y desde mitad del pasillo les dijo: - “Vamos a iniciar la visita con un paseo por la Ciudad Deportiva. Luego almorzaremos en Palermo. Finalmente el ómnibus nos dejará en Plaza de Mayo, desde donde caminaremos por Florida hasta Retiro. Debemos estar en Casa de Moneda a las catorce y treinta en punto.”

Fue un día memorable. Pasearon, almorzaron, Caminaron. Un sol tibio bañaba la emoción de Raúl Hugo Morales en la gigantesca ciudad. Trataba de ver, oír, oler, gustar, tocar, llevarse lo más posible de todo ese manjar constante de cosas hermosas, de cosas nuevas, de cosas estruendosas, de cosas insólitas. A las catorce y veinte, los cuarenta viajeros y el chofer del ómnibus, anexado misteriosamente al grupo como un telepostal más, ingresaban por las enormes puertas metálicas de la Casa de la Moneda de la Nación bajo la atenta mirada de un bien armado oficial de policía.

Se reunieron junto a los bustos del hall principal. “Teniente General D. Juan Domingo Perón. María Eva Duarte de Perón”. De su vera partía una hermosa escalera, ancha y lustrada.

“Sus documentos, por favor.”.

Morales entregó su ajada libreta de enrolamiento.
Pocos minutos de espera y luego el grupo recorrió un largo pasillo, cerrado en su extremo final por una estremecedora pared de rejas.

Raúl Hugo Morales, que muchas veces se sintiera Raúl Nadie, hoy se había transformado en Raúl James Bond. Su mente, de ordinario lenta, volaba febril. Su imaginación construía como nunca un mundo fantasioso en el que se incorporaban paso a paso elementos de una realidad sorprendente.

“Éste es el sector donde se imprimen los billetes de Banco.”. 

Una mujer, desde una cabina de madera pintada de verde, controlaba el acceso. 

“¿Usted?”.
“Morales, Raúl.”. 

Detrás de las rejas, un pasillo oscuro se aventuraba hacia la izquierda. En su trayecto, ojos electrónicos de cámaras de televisión vigilaban. Nuestro héroe continuó imperturbable. Una sonrisa nueva jugueteaba en sus labios. Su mano se introdujo entre camisa y saco para verificar la presencia de una inexistente Browning. Allí estaba. Todo iba bien. El dinero del país no caería nunca en manos extrañas. Para evitarlo, estaba él. Agente Secreto Morales.

“Ésta es la sección Caligrafía.” – extrajo de la continua cháchara de una guía no muy feliz por la tarea que Seguridad le encomendara.

Un nutrido grupo de operarios trabajaba junto a las máquinas impresoras. Varias mujeres recontaban las hojas de billetes. Los cuarenta y un visitantes estaban amontonados, deslumbrados. Pero esa montaña rusa de sorpresas y emociones apenas comenzaba.

Luego de pasar frente a la Delegación del Banco Central, el grupo ingresó a la sección Billetes. La admiración pareció alcanzar su clímax. Cientos de mujeres de guardapolvo blanco controlaban inmensas pilas de billetes. “¡Cuánto dinero!” – Miles, cientos de miles, millones, cientos de millones sobre toscas mesadas color verde. Todo era verde, allí: las paredes, las banquetas, las columnatas de madera, los flamantes billetes de quinientos pesos. Sin saber por qué, recordó al Patilludo que leía en sus historietas infantiles. Le hubiese gustado sumergirse en un mar de billetes de colores. ¡Lo que se había perdido Núñez!

Retornaron al pasillo de las rejas importantes. Caminando un trecho se fueron acercando a un rumor de cascada que crecía a cada paso.

Al entrar al sector Acuñación, el estruendo de cincuenta máquinas escupiendo monedas y monedas estallaba en sus oídos. Paneles acústicos trataban de acallar ese infierno metálico.
“El silencio es salud.”

“¿Esta gente no tendrá los tímpanos deshechos?”.

Hombres de chaqueta azul, pantalones azules, cinturón azul, vigilaban las máquinas, controlando que las piezas acuñadas cayeran en los baldes de bronce. Cincuenta ametralladoras tableteaban a su alrededor. El caos sonoro no permitía pensar. Sólo mirar. Sólo sorprenderse, si era posible, un poco más. Más mujeres de guardapolvo blanco contaban y recontaban las monedas, verificando su calidad.
Raúl agradeció mentalmente cuando la guía decidió dar por finalizada la visita a ese sector ensordecedor.

El hall central, amplio y silencioso, parecía un oasis. El empleado de la puerta principal, que pidiera los documentos al entrar al edificio, les sonrió amigablemente en su marcha rumbo a la escalera hermosa, ancha y lustrada.

El encargado del grupo los reunió en un ángulo del pasillo del primer piso.

“Ahora vamos a lo que más relación tiene con nuestro trabajo. La señora nos conducirá a la sección donde se imprimen las estampillas postales.”.

Tras una puerta que ostentaba extraño nombre – “Huecograbado” – enormes bobinas de papel engomado reposaban luego de su viaje a través del mar.

“¿No hay papel nacional?”.
“Sí, pero hemos tenido problemas. Se humedeció la goma y tuvimos que rechazarlo.”.

Enormes máquinas de cuatro metros de largo ejecutaban su tarea. Operarios cargaban el papel, revisaban cilindros metálicos, tomaban muestras del pigmento de la tinta. Más mujeres de guardapolvo blanco controlaban las planchas de estampillas teniendo como fondo grandes resmas de papel. Un hombre rubio de aspecto prusiano limpiaba otras máquinas dispuestas hacia un lateral.

“Allí se imprimen las estampillas fiscales como las que van en el vino, los cigarrillos, los productos importados.”

Retornaron su atención a la gran impresora de timbres postales.

“Ésta es una Goebel, llegada por 1968. Es la que hace planchas de doscientas estampillas. La primera que lanzamos fue la de José Hernández.”.

Morales la recordaba perfectamente.

“Antes solamente imprimía, pero ahora perfora simultáneamente.”.
“Y mal” – añadió mentalmente Raúl, que había maldecido a quienes ahora tenía delante cada vez que no lograba separar de la plancha un sello sin romper algún ángulo.

La víbora de papel engomado se retorcía entre cilindros en un sinuoso camino sin permitirse variar su velocidad. Al final del trayecto, moría en pilas de estampillas rojas, verdes y azules que un operario colocaba sobre una tarima. Una mujer de rostro enérgico revisaba y controlaba el proceso de selección y recuento. Morales observó la plancha que un empleado tenía en sus manos.

“Perfecto.” – pensó.
“Hay que darle más fuerza a la tinta.” – discrepó el experto.
“¡Otro cilindro! Este tiene mucho tiraje.” – pidió alguien.

Un muchacho con cara de ex boxeador descargaba baldes de sangre, baldes de mostaza.

"Pigmentos para la impresión y tintas especiales.”. 

Esto era un escándalo visual. Hermoso y deslumbrante.

“¿Se puede llevar una estampilla como recuerdo?” – preguntó uno del grupo visitante.
“Imposible. Están contadas. Si faltase una, no sale nadie de acá hasta que no aparezca.”.
“¿Y las que se rompen?” – insistió la misma voz.
“Se clasifican como malas y se las envía a un sector especial donde son destruidas.”

Un hombre maduro que había sido compañero de asiento de Raúl en el viaje de venida inquirió a un operario.

“¿Es nociva la goma?”.
“A algunas personas les provoca aftas. Pero, en general, no son nocivas.”.
“¿Y no hay posibilidad de que puedan contaminarse y provocar una intoxicación?”.
“No, supongo que no. Espero que no.” – replicó el empleado sonriendo.
“Intoxicación por la goma de las estampillas.” – pensó Morales. – “¡Qué estupidez! ¿Cómo van a ser tóxicas esas hermosas estampillas rojas, azules, verdes, amarillas.”

Estampillas con la goma envenenada. 
¡Hay gente que imagina cada tontería!

Las verdaderas razones - Cap 6 - Daniel Galatro



6


AGENCIA NOTARG-CABLE 176-21/DIC/84-21.43-EL JEFE DE POLICÍA DE LA PROV DE BS AS EN CONFERENCIA DE PRENSA INFORMÓ QUE ESTÁN MUY ADELANTADAS LAS INVESTIGACIONES REFERENTES AL ENVENENAMIENTO COLECTIVO OCURRIDO EN ESMERALDA. DECLARÓ EL CITADO FUNCIONARIO QUE LAS VÍCTIMAS HABÍAN CONCURRIDO EL DÍA DE AYER A LA OFICINA DE CORREOS, CONSIDERÁNDOSE ESTE HECHO COMO ÚNICO NEXO ENTRE ELLAS. SE DISPUSO EL CIERRE PREVENTIVO DELA MISMA Y LA DETENCIÓN DE TODOS QUIENES CUMPLEN TAREAS ALLÍ. STOP.-


Liliana Noemí Morales era la hija menor de ese hogar formado por el correcto empleado del correo de Esmeralda y la espigada cuarentona de gesto áspero. Lili, la chica sencilla y pueblerina. En septiembre del 83 había cumplido los catorce. Sin fiesta – “Hay que ir juntando para festejarte los quince como Dios manda.”

Nació el 22, casi con la primavera. Ese año, el de la fiesta cancelada, cayó jueves. “Señora, hoy no tome lección. Es el cumpleaños de Morales.” En el recreo, “manteada” general. Las compañeras la querían, sinceramente. “Che, Morales, ¿me prestás lo de Historia? Esta vieja dicta que parece una locomotora. ¿Qué se cree? ¿Que estamos en la facultad?”

Desde los trece iba a los bailes del Círculo. “¡No vuelvas tarde!” “Nos acompaña la mamá de Mirta.” “Bueno. Pero nos tengas en vela hasta la madrugada.”. La mamá de Mirta. Fue con ellas apenas tres o cuatro veces. Pero las madres olvidan que esas mismas triquiñuelas también las usaban ellas, y en ocasiones parecen creerlas.

Conce era relativamente estricta. En realidad, Lili no le importaba demasiado; los comentarios de las vecinas, sí.

“¡A las tres y media! ¡Volvieron a las tres y media!”.
“La mamá de Mirta se descompuso.”.
“¿No podías hablar por teléfono?”
“¿A dónde?”
“¿Qué se yo? A lo de Rivera.”
“¿A las tres de la mañana? ¿Sabés las maldiciones que iba a rajar la vieja?”.
“Encima, tocaste timbre como para levantar al barrio.”.
“Me daba miedo, sola en el pasillo.”
Pero eran tardanzas inocentes. Unos discos más cuando casi apagaban la luz. Haciendo su curso de introducción al erotismo con el galancito de turno, en medio de otras veinte parejas igualmente adosadas de forma tal que a duras penas pasaba la música entre ellos. Eso era todo. Otras, en cambio, a su edad…

“¿Bailaste con Néstor?”.
“Sí. ¿Por?”.
“¿Te apretaba?”.
“¡Uf!”.
“¿Viste?”.
“¿Qué?”.
“No te hagás la inocente. ¿No sentías?”.
“Sí, sentía.”.
“¿Y?”.

Sonreía.

“Tiene dieciséis.”.
“A mí me dijo dieciocho.”.
“Dieciséis. Es amigo de mi primo.” .
“Me invitó a salir.”.
“¿Qué le dijiste?”.
“Que iba a estar en el Círculo el domingo, en la final del torneo. Pero me dijo que quería verme a solas, no en una tribuna llena de gente.”.
“¿Sabés con quién anduvo hasta el mes pasado? Con Laura.”.
“La largó, ¿no?”.
“Ella lo largó a él.”.
“¿Por?”.
“Parece que salieron juntos y se quiso hacer el vivo.”.
“Que se venga a hacer el vivo conmigo.”.
“¿Vas a salir con él?”.
“No. Si me quiere ver que venga al partido, a la tribuna llena de gente.”.
“¿Qué querés que te diga? Si hubiera dicho a mí, no sé. Está bárbaro.”.
“Te lo regalo, si querés.”.
“Andá. Si tenés la calentura loca con él.”.

Lili sonreía.

Entre niña y mujer. No era linda, pero atraía bastante. A veces iba al balneario.

“¿Cómo te llamás?”.
“¡Tarado!”.
“No te pongás así. Podemos ser amigos, ¿no?”.

Con una previa de primero y cursando un segundo bastante flojo.

“En Matemáticas me voy seguro. El viejo podrido no me tira un ocho ni que lo maten. Y si me manda la de Historia se va a poner feo diciembre.”.
“Igual estás un año adelantada, ¿no?”.
“Entré a primaria con seis y medio. Pero…”.
“¿En tu casa te hacen lío si llegás a repetir?”.

En tu casa. Cuando abría la puerta del departamento, su alegría se desmoronaba. Raúl estaba cada vez más abstraído, más encorvado, más doblegado. Quería a su padre, sin demostrárselo plenamente. Era tan raro y callado… De chica, en cambio, se divertían juntos revolcándose en el suelo, jugando a todos los juegos, contándose mutuamente historias fantásticas. Algo empeoraba con el tiempo. El clima de esa casa saturada de gritos de mamá, de peleas con Marcelo, de la ausencia de Alejandro. Era imposible ser feliz allí.

“Vos sos buena, Lili. Sos la única rescatable de esta familia.”.
“¿Por qué decís eso, papá? Mami no es mala. Grita, pero es por los nervios. Si fuera al médico… Marcelo tiene su carácter, es un poco fanfa, te dice cosas, aunque… Y cuando vuelva Alex…”.
Tenía razón el viejo. Imposible defender esa familia. Desde que fue comprendiendo, lloró tantas veces… Años hacía que entre sus padres se cruzó el último beso. Ya ni se acordaba cuántos.
“¿Dónde vas, vos?”.
“Al Círculo.”.
“¿Llevaste la pollera a la tintorería?”.
“Sí, llevé.”.
“Está en casa antes de que vuelva tu padre. Si no, ése se la agarra conmigo.”.
Iba con las chicas. Regresaba a tiempo.

Raúl sentía que su hija se iba alejando poco a poco de él. No sabía cómo remediarlo. Casi una mujercita, la mocosa. ¡Si pudiera volver a ser su amigo! Pero la atmósfera de la casa se interponía. Cualquier intento de diálogo terminaba en una discusión. Porque sí. Porque siempre se discutía allí. Por todo. Por nada.
“Buena piba, la Lili. Mejor que sus hermanos. Mejor que sus padres.”.
El cerebro del hombre, enfermándose, destruyéndose, mantenía como en un altar la imagen de la niña.
“Tiene que salvarse. La Lili tiene que salvarse.”.
Aunque para salvar a Liliana Noemí Morales hubiese que destruir todo lo demás.

Sábado veintidós de septiembre de mil novecientos ochenta y cuatro.
“Che, ¿a qué hora hay que estar?” .
“Después de las ocho.”.
“¿Invitaste muchos?”.
“El departamento es chico. Seremos unos treinta.”.
“¿Calculaste bien, no? Mirá que en lo de Paula éramos diecisiete chicas para once tipos.”.
“Está justo. Hicimos la lista con Marta.”.
“¿Invitaste a Rubén?”.
“El primero. Aparentó como que dudaba, por la bronca del otro día, pero al final dijo que viene.”.
“¿Va a estar Marcelo?”.
“No sé. Tiene un examen la semana que viene. Dejálo a ése. Mejor que no se aparezca.”.
"¡Cómo lo querés a tu hermano, vos!”.
“Como vos querés al tuyo.”.
“¿A las ocho, entonces?”.
“Ocho, ocho y media.”.

El departamento del séptimo “C” lucía sus mejores galas. Los rompibles descansaban en el placar. Fueron despejados el comedor y dos habitaciones, lo que permitiría ubicarse a los treinta invitados.
“¿No son muchos?”.
“Todavía que es tu hija, le vas a miserear en los quince. Se van a pensar que sos un tirado. Viene la de Figueredo, el abogado ése que parece que va a acomodar a Marcelo en su estudio. Y las chicas de Núñez, tu jefe.”.
“¿Gastaste mucho? No… dejá, dejá. Está bien.”.
Que la Lili tuviera su fiesta. Se la merecía. Era lo único bueno de la familia. Además, si venían las de Núñez…
“Van a reventar con todo lo que les vamos a dar de comer. No como contó Lili del cumpleaños de la mayor.”.
“Vos quedate en la cocina. Yo me encargo de todo. Sos capaz de aparecerte en piyama y pantuflas. No lo hago por tu hija, te advierto. Pero no vamos a quedar como cualquier cosa.”

Cerca de las siete y media ya habían llegado las más amigas, para colaborar con los últimos detalles. 

Raúl cenó algunos sándwiches de miga – “Pocos, que son para los chicos.” – con un vaso de cerveza. Su esposa iba y venía trayendo bandejas vacías, lavando copas, apilando platos con restos de scones. Hubiese ayudado, pero Conce lo había prohibido absolutamente.
“Mirá, mejor no toqués nada. Sentate por ahí, leé el diario y dejame a mí.”.

Quince años, la Lili. Del 69, cuando vivían en la vieja casona alquilada. Eran un poco más felices por aquel tiempo. Rememoró la noche de las convulsiones, corriendo por la calle en busca de algún médico, el primer diente, la lucha para que se quedara en el jardín de infantes, el portalápices de lata revestido con cáscaras de huevo para el día del padre…

En el comedor, la música vibrante había dejado paso a un ritmo meloso. Conce estaba en la cocina, tirada en una silla, las rodillas separadas, agotada.
“Che. Apagaron la luz grande. Esperá que apago acá y dejo la puerta entreabierta. Hay dos o tres que son bastante peligrosos. Esa de Núñez mariposea con todos los que puede. La más chica, que parece tan estúpida.”
Quince años, la Lili. Con su vestido rosa bordado estaba hermosa… Acomodó la silla en la oscuridad de la cocina para sumergir la mirada en la semipenumbra del comedor.
“Che. Yo voy y les prendo otra vez la grande.”
Lili era lo único que le quedaba. Su hija. De él, nada más que de él. Iban a hacerse amigos nuevamente. Irían a caminar juntos, le mostraría la ciudad, tal vez viajaran.
Raúl Hugo Morales y su hija. Ella lo merecía todo. Era una chica buena. Había que salvarla, costara lo que costase.

Liliana se dejaba llevar por la música lenta, embriagada por las palabras dulces de Rubén. Lo quería, realmente. Esa noche estaba segura. Se apretaba contra él, buscando su calor. El muchacho le besaba el cuello sabiamente y hablaba cosas hermosas, tiernas.
“El idiota ése la tiene apretada. ¿Qué miércoles le estará diciendo? Mocoso aprovechador. Debe haber sido el de la idea de apagar la luz grande.”.
Desaparecían del campo visual de Raúl, girando hacia otros ángulos del comedor. Unos minutos más tarde reaparecían en la hendija de la puerta entreabierta.
“¿Ves, Raúl? Esa es la de Palmieri, el del Banco. El chico es el del tercero “D”, ése que la madre es divorciada.”.
El hombre se torturaba.
“La sigue estrujando. ¡Hijo de su madre! ¿No tendrá hermanas? Dan ganas de romperle el alma. Mi Lili. Le debe estar haciendo el trabajito fino. Yo voy. Si sigue, voy.”.
Desaparecieron nuevamente. Reaparecieron dos minutos después.
“Pero, ¡todavía! ¿Qué se cree éste? ¿Qué la Lili es una loca cualquiera?”
Fuera de sí, saltó de la silla. Pasó junto a su mujer como una tromba.
“¿Dónde vas? Che, ¿estás loco?”.
Abrió la puerta con violencia.
“Raúl. Estás con la ropa de entrecasa. ¡Che!”.
Concepción Mercedario, entre sorprendida y desesperada, contemplaba impotente cómo su esposo manoteaba el interruptor de la luz central del comedor, llegaba de un saldo junto a la pareja, decía un par de cosas terribles, tomaba de un brazo al azorado joven y lo arrastraba casi hasta la puerta del departamento.
Bañado el rostro de lágrimas, Lili buscó el saco de Rubén y corrió tras él hacia el pasillo oscuro.

Sábado veintidós de septiembre de mil novecientos ochenta y cuatro. Reaccionando de un modo inesperado en él, había destruido la última posibilidad de no aniquilarse definitivamente: su hija.
Se iniciaba el proceso culminante de la tragedia de Raúl Hugo Morales.

Las verdaderas razones - Cap 5 - Daniel Galatro



5

AGENCIA NOTARG-CABLE 148-21/DIC/84-16.58-EL LABORATORIO TOXICOLÓGICO DELA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES DIO A CONOCER UN INFORME EN REFERENCIA ALA SUSTANCIA RESPONSABLE DEL FALLECIMIENTO DE HASTA EL MOMENTO VEINTITRES PERSONAS EN LA CIUDAD DE ESMERALDA PROV DE BS AS. SEGÚN EL DOCTOR RICARDO FABBRI, JEFE DE INVESTIGACIONES TOXICOLÓGICAS, SE TRATARÍA DE UNA DROGA DEL TIPO DE LAS TOXINAS VEGETALES PROVENIENTES DE PLANTAS DEL NORTE DEL PAÍS SIN ANTÍDOTO CONOCIDO. SE INSISTE EN LAS RECOMENDACIONES CON RESPECTO A ALIMENTOS Y LÍQUIDOS QUE PUEDEN INGERIR LOS HABITANTES DEL ÁREA AFECTADA. EL MINISTRO DE BIENESTAR SOCIAL DE LA NACIÓN PARTIÓ HACE UNOS MINUTOS HACIA ESMERALDA. STOP.


Ni Raúl ni su esposa habían depositado un átomo de fe en las escasas condiciones intelectuales de Alejandro Roberto. Hasta aceptaron casi sin sorpresa que finalmente en 1981, a la “venerable” edad de quince años terminase séptimo grado. La Directora firmó el certificado con una profunda sensación de alivio. Para la institución educacional, más que el egreso de un alumno todo el proceso había sido un verdadero parto, pujando durante nueve interminables años todos menos el interesado.

Éste tenía, sin embargo, algunos “récords” en especialidades tales como rotura de vidrios, inasistencias escolares injustificadas, plantones bajo la campana, quejas en el barrio, etc.
Excepto cuando provocaba la reacción de sus padres – salvo raras ocasiones, solamente de la madre – ante un llamado de la Dirección de la escuela, la visita de alguna asistente o las lamentaciones de enojados vecinos – “¡Mire cómo me ha puesto el jardín!” “¿Por qué no lo manda a jugar a la pelota en un club en vez de patear en mi vereda a la hora de la siesta?” “¡Cada vez que pasa me toca el timbre!” “Disculpe, doña Conce, pero a ese chico le falla algo. Doce años, tiene, y todavía hace esas pavadas. ¿Por qué no lo hace ver?” – Alejandro Roberto Morales era el ser olvidado de esa familia.
Casi siempre fuera de casa, caminando sin rumbo por las calles de Esmeralda con dos o tres parias de la misma edad, jugando desganadamente en un baldío a patear un fútbol de plástico o una lata o una piedra, asomándose a los “juegos electrónicos” cuando su insistencia le procuraba algunos pesos – “del viejo, porque la vieja no me da ni la hora”.
Era uno de los llamados “inadaptados”. Su padre veía en él un reflejo doloroso y agravado de su propia infancia e, incapaz de corregir las fallas, prefería ignorarlo.
Conce lo odiaba profundamente, intensamente. El día que notó ese sentimiento, su instinto materno se trabó en ardua lucha contra él – “Es mi hijo, también. No puede ser que no lo quiera nada. No puede ser que lo odie”. Pero, pasando los años y creciendo Alejandro, desapareció totalmente el afecto que se creía obligada a tener por el bebé, por el niño, dejando lugar a un odio por el adolescente que a veces la asustaba.
Se sentía aliviada cuando no lo veía tirado en un sofá mirando televisión o recostado en su cama con la vista clavada en el techo horas y horas.
A veces volvía de la calle para el almuerzo o la cena – “Si querés, comé, y si no, no comas, pero vení a la una en punto que esto no es un restorán”.
Desde pequeño, el tonto no daba más que disgustos – “Me llamó la Directora. ¿Sos idiota, nene?” ”Dijo Doña Lola que le tocaste timbre y saliste corriendo. Otros, a tu edad, ya tienen novia.” “Cuando Marcelo era como vos…” “Todos no pueden ser como Marcelo, señora”. La comparación era un punto doloroso para Alejandro - “¿Por qué no se meterá a Marcelo en el… ?”.
Raúl pensaba hacerlo entrar en el Correo como cartero o algo así, pero no había vacantes. Además el nuevo jefe, Faustino Núñez, le advirtió claramente. – “Mirá, Morales, no es que yo tenga nada contra vos, al contrario. Casi entramos juntos a esta oficina. Pateábamos las calles por la misma época. Yo te estimo, vos sabés. Pero tu pibe, ¡qué sé yo!, es un vaguito, un tiro al aire. Acá no andaría. Disculpame, viejo, pero aunque hubiera vacantes…” Y el maldito tenía razón. Por eso Raúl no insistió.
Al fin le consiguieron empleo en un taller de bobinados cuyo patrón, rudo y experto en el manejo de los “pibes difíciles”, aprovechaba esa habilidad suya para pagarles suelditos miserables. El lugar se llamaba algo así como “Emporio del bobinado”, pero todos lo conocían como “el reformatorio”, ya que la resaca de la adolescencia esmeraldense pasaba por sus amplios aunque antiguos galpones.
Cuando cumplió los dieciséis, las costumbres de Alejandro cambiaron casi bruscamente. Si antes era poco comunicativo ahora no murmuraba más que monosílabos o casi – “Si” “No” “Me voy” “Chau” – entremezclados con un “¿Qué les importa?” o un “¿Me van a dejar tranquilo?”.
Seguía en el taller, pero en sus horas libres no aparecía por casa. Al principio a nadie le importó mucho, pero después de una semana de no venir a almorzar ni a cenar, llegando con aires misteriosos cerca de la madrugada, Raúl comenzó a inquietarse. “Che, ¿no sabés en qué anda el nene?” “Si no sabés vos. Este sí es hijo tuyo.” (“¡Víbora!”). “Anda raro, ¿no? ¿Vos no sabés nada, Lili?” “¿Qué querés? ¿Que lo ande siguiendo? Tiene dieciséis años, no es un bebe. Andará por ahí, vagueando.”
Alguna vez opinó Marcelo. “Si no fuera tan infeliz, con esa cara de oligo que espanta, podría pensarse que sale a levantar minas… A propósito de infeliz, seguro que tu viejo jamás se encamó con ninguna hasta que se casó con mamá, ¿no, Lili?”

Era casi cierto. Una vez Raúl entró – o, mejor dicho, fue introducido por la fuerza entre unos amigos – en el departamento de una piba – “una loquita” – que por unos pesos se hubiera acostado con un camello. Tendría veinte años, bastante bonita, y parecía dulce hasta que abría la boca para dejar salir barbaridades de los calibres más gruesos, salpicadas muy de tanto en tanto por alguna palabra no grosera. Morales sintió una mezcla extraña de miedo, vergüenza, lástima, asco. Ante la mediasonrisa de la acostumbrada mujer quedó como un impotente, pero no haber podido lo dejó más satisfecho. Sabía que sus órganos responderían bien en cualquier otra condición, pero con esa criatura monstruosamente dulce y monstruosamente pervertida hubiese sido una ofensa para con él mismo.
Antes de eso, ninguna, y después, solamente Concepción Mercedario.
Tres veces por día pensaba en engañarla, pero no encontraba ninguna apropiada. Salvo María Albarracín, que a pesar de sus cuarenta y pico tenía unas caderas y un busto que lo seguían impresionando. Cuando Raúl apagaba el velador y trepaba humildemente al todavía atrayente cuerpo de su esposa, a veces cerraba los ojos e imaginaba que era María. Nunca le dio calce, y además Morales nunca pasó de insinuaciones tan indirectas que la mujer ni llegaba a darse cuenta del muy especial interés que por ella sentía su compañero de labores. No le hablaba claro por sus propios temores y por Faustino, que desde su nombramiento como jefe había recibido de herencia cargo, oficina y amante. Hasta se decía que el marido ya ni aportaba por la casa y que Núñez sostenía su hogar legítimo y el de María. Pero ésas fueron habladurías de los carteros, que no hacen a nuestra historia - ¿o quizá sí?

Esa semana de la que hablamos, Alejandro había prácticamente desaparecido del café de la plaza, de la barra, de las comidas, de la familia.
“¿Vos no sabés nada, Lili?”
“Bueno, sí. Ayer lo seguí. No por ustedes sino porque también yo sentía curiosidad. Salió del taller, lavadito y peinadito que ni se dan una idea. Caminó hasta la parada del 207 y se fue?”
"¿Adónde?”
“¿Y qué sé yo? A La Plata, supongo. ¿Dónde iba a ir en el 207? ¿A Australia?”

Pasados esos siete u ocho días, Alejandro se reintegró a sus actividades – o inactividades – habituales. Iba al taller, almorzaba y cenaba en casa, pero estaba raro. Cuando se quedaba mirando el techo horas y horas, no era como antes. Pensaba. Estaba preocupado por algo.
“¿Qué tenés, Alex?”
“Nada, viejo, nada.”
“Estás raro.”
Marcelo aportaba su dosis, remedando el tono paterno - “Yo también te noto más turbado cada día, nene”, y soltaba una estruendosa carcajada. – “A vos te faltan minas y te sobran dedos.”. Alejandro lo miraba con una mezcla de repugnancia y odio, le contestaba alguna grosería y se refugiaba en su pieza.
"¡Nene! ¡Volvé que te vas a debilitar!” – gritaba su medio hermano desde la cocina.

Al mes siguiente se repitieron las ausencias del muchacho. Las pocas veces que su padre se cruzaba con él lo notaba ojeroso, pálido, desganado. Cuando estaba en la casa permanecía encerrado en su cuarto.
Una tarde llegó Raúl al departamento y al cerrar la puerta de calle vio que se abría de pronto la de la habitación de Alex. El rostro de su hijo, blanco; sus ojos, demasiado abiertos, y todo su cuerpo temblando.
“Viejo, necesito guita.”
“Pará, pará. Serenate.”
“Guita, viejo, pronto. Si me querés como vos decís, prestame plata.”
“Sí, nene. Pero, ¿para qué?”
“No te puedo decir, viejo.”
“¿En qué cosas raras andás?”
“Prestame la guita o no me la prestés, pero no me preguntés.”
“¿Y lo que te pagaron hace unos días en el taller?”
“No me alcanzó. ¿Me vas a prestar o no?”
“Tenés líos con alguna mujer?”
Alejandro soltó el brazo de su padre. Maldiciendo por lo bajo ya regresaba a su cuarto, más agitado y tembloroso que antes.
“¡Nene! Vení. Te presto. Si no querés, no me cuentes. ¿Necesitás mucho?”
Alex le dijo cuánto.
“¿Sos loco? Es la mitad de mi sueldo. ¿Y cómo llegamos a fin de mes?”
“En la perra vida te pedí nada, viejo. Pero parece que Marcelo y mamá tienen razón. Para lo único que servís…”
Raúl lo interrumpió.
“Está bien, nene, está bien. Te lo doy. Y no te voy a preguntar nada”
Entró a su dormitorio. Al salir traía varios billetes de los grandes. No estaba seguro de estar obrando bien. ¿Qué haría Alejandro con ese dinero? Pero peor hubiese sido oírlo, a él también, completar la remanida ofensa – o la verdad – de que sólo servía para vender estampillas.
El muchacho casi le arrancó el dinero de las manos y corrió hasta su cuarto. Forcejeando para ponerse una campera plástica – lo primero que encontró – pasó de regreso junto a su padre sin mirarlo. En dos zancadas desmesuradas y un manotazo al picaporte estuvo en el pasillo. Un segundo después, la puerta entreabierta mostraba el lugar vacío, en tanto que un ¡clac! seco de puerta de ascensor hacía volver a Raúl a la semirrealidad habitual.
“¿En qué andará éste?” – pensó mientras cerraba lentamente la puerta de entrada. Y con temor: “¿No habré hecho otra de mis estupideces al darle tanto dinero?”
Hizo mil malabarismos administrativos. La Conce no se enteró de la dramática reducción del presupuesto mensual.

Casi diez días pasaron sin que padre e hijo se volviesen a ver más que de ascensor a pasillo, de cocina a habitación. Si ocurría que coincidían brevemente en algún lugar, Alex dejaba caer un “Hola, papá” tembloroso.
Estaba más pálido y ojeroso cada día.

Era cerca de fin de año de ese 1982 que había sido duro de soportar para Raúl Hugo Morales. El Correo en esos días, como en todos los previos a las fiestas. Una cosa de locos. Gente con tarjetas, cartas, paquetes.
Telegramas a diestra y siniestra. - “Felicidades” … “y un próspero año nuevo”.
Gente para franqueo – “De tanto, seis, y de cuánto, dos” “No tengo cambio, y no me vaya a dar estampillas como vuelto porque yo quiero monedas” “Expreso” “¿Cuánto vía aérea a Chile?” “¿Llega, diga, o mando certificada?”.
Gente enviando giros salvadores – “…y resulta que no pensaba, vieja, pero el Tito fue al Casino y yo no me iba a quedar solo en el hotel”.
Gente que hacía filas, hileras, colas, frente a las ventanillas, gritando, empujando, transpirando – “¡Eh! ¡A la cola!” ”¡Eh! ¡Usted! ¡Sí, vos, no te hagás el vivo!” ”¡Apurando! ¡Apurando que esto es un horno!” “¿No aprenderán nunca?” “Haga con tiempo sus envíos de fin de año.” “¡Qué van a hacer!” “Siempre a último momento”.

Raúl Hugo Morales permaneció casi una hora más de su jornada obligatoria en la oficina postal para ayudar a clasificar. Cuando se tiró el saco sobre el hombro, buscó un pañuelo para enjugar el abundante sudor que manaba de su frente. Un saludo al aire – “Tá mañana!” – para quien quisiera ser el destinatario, y salió del viejo remodelado local.
La calle angosta y sus veredas rotas se veían desiertas bajo el sol que se arrojaba lentamente tras el horizonte luego de una labor de castigo implacable. Rojo infinitamente lejano, a Raúl se le ocurrió que tal vez los antiguos tenían razón y que el Sol era dios.
Llegó a la esquina. Iba a iniciar la travesía, el cotidiano cruce de la avenida, cuando una voz a sus espaldas lo detuvo.
“¡Viejo!”
Giró lentamente.
“¡Alex! ¿Qué hacés acá?”
“Viejo, te esperaba. Hace una hora que te esperaba.” – Demacrado. – “¿Qué te pasaba que no salías?” – Palidísimo. – “Una hora. Ya creía que hoy no habías venido al laburo. Pero como vos no faltás nunca…”.
“Estás mal, Alejandro. ¿Qué te pasa?”
“Nada, viejo, no me pasa nada.”
“Pero si te estás cayendo…”.
“Viejo, te digo que no pasa nada. Es el calor. Este sol de mierda.” – Temblaba. Hablaba con Raúl pero no lo miró a los ojos ni por un instante. “Viejo, necesito guita.”
“¡Otra vez!”
“Sí, otra vez. Se me acabó y la necesito.”
“No tengo más. Te di un montón hace diez días, y hasta que no cobre…” .
“La necesito, viejo, me la tenés que dar. Conseguila en cualquier lado. Por favor, viejo.”.
“No puedo. A mí nadie me presta nada, salvo uno de esos usureros que…”
“Sí, viejo, claro, un usurero, eso. Necesito la guita, viejo.”
Morales se puso serio, muy serio. Miró a Alejandro que como un enloquecido seguía suplicando, implorando, reclamando, llorando por el dinero. Lo tomó del brazo y lo arrinconó contra la pared.
“Me vas a decir para qué lo querés.”
Se asustó el mismo de su desacostumbrada reacción. Alejandro también lo miró con sorpresa.
“No puedo, viejo, no puedo.”
Lo soltó de golpe.
“No te doy un mango.”
“Mirá que me voy y no me volvés a ver.”
“Decime para qué es.”
Aflojaba.
“Me voy, viejo, ¿eh? Para siempre me voy.” Amenazando.
“¡Para qué querés la plata!”
“Te lo dije. No me preguntés nada.”
Jadeaba como un enloquecido. Lloraba.
“No te doy nada.”
“Viejo podrido.”
“Callate, Alex.”
“Infeliz, claro que sos un infeliz.”
“Por favor, Alejandro, no levantés la voz que estamos en la calle.”
El muchacho dio media vuelta y salió casi corriendo.

Raúl se quedó tieso, viendo alejarse a su hijo. Casi estaba convencido de haber obrado correctamente. Ya dudaría dentro de algunos minutos – siempre dudaba de todo lo que hacía y de lo que dejaba de hacer.
Cuando Alex se perdió detrás de una esquina, pareció romperse el hechizo. Raúl Hugo Morales caminó lentamente hacia la casa. En su cerebro lento y poco desarrollado iba creciendo a cada paso una confusión tremenda.
“¿Y si el nene no vuelve? Es tan raro el pibe… ¿Para qué querría tanta plata? Debe estar metido con alguna tipa que lo ha enloquecido. Mañana voy a hablar con él y le daré una mano. ¿Y si no vuelve?”
Seguía aproximándose sin prisa a la entrada del edificio del que su departamento formaba parte.
“Adiós, Morales.”
“Chau, Luis.”
Mientras cruzaba el hall rumbo a los ascensores, cavilaba.
“Con chorros no anda, si no le sobraría guita. Además, Alejandro es bueno. Revoltoso, despiolado, como cualquier pibe de su edad, pero jamás hizo cosas graves. No. Alejandro es incapaz de cometer un delito serio como robar.”.
Llegó el ascensor y Raúl entró acompañado por una vecina del noveno.
“Tardes…”
“Buenas tardes, Marta, ¿Qué tal?”.
Tardó tres pensamientos en llegar al séptimo.
“¡Deuda de juego! Capaz que es una deuda de juego. Pero, ¿tanta guita en tan pocos días?”.
Se detuvo la jaulita. Morales abrió la puerta con automatismo robotiano. Sonrió a la vecina que debería recorrer sola el breve trayecto de dos pisos hasta el suyo.
“Adiós. Que le vaya bien.”
“Adiós, Morales, saludos a la Conce.”.
“Gracias, igualmente.”.
Al terminar de pronunciarla, esta última frase le causó gracia.
“¡Igualmente! ¡Como si la vecina también fuese a trasmitirle saludos a la Conce!”
Ya no tuvo más ideas. Ni en el pasillo – la cerradura andaba mal y abrir era una tarea que ocupaba todo su intelecto, - ni en el comedor. Fue a dejar el saco en el placar de su habitación. Abrió la puerta y tomó la percha de siempre. Sin saber por qué, giró la vista hacia su mesa de luz. Quizá para confirmar la hora con el viejo reloj despertador.
Junto al velador sin pantalla estaban las aspirinas.
“¡Esta Conce! Aspirinas a cualquier hora. Que la cabeza, que el reuma… ¿No se da cuenta de que son una droga?”
Cuando la palabra final recorrió sistemáticamente los peldaños de su lógica y se alojó en su rudimentario casillero cerebral, Raúl tiró el saco y la percha, iniciando una carrera desesperada hasta la habitación de Alejandro. Se arrojó casi sobre la pequeña cómoda donde su hijo guardaba desde niño sus escasas pertenencias. Volaron medias, lápices, pulóveres, pañuelos, una caja de preservativos multicolores, fotografías familiares, un recorte de diario, algunas hojas con ilustraciones generosas de una revista de ésas, monedas, otro pulóver, más pañuelos… Y allí, como suele ocurrir, en el rincón más oculto del último cajón de la pequeña cómoda donde su hijo guardaba desde niño sus escasas pertenencias, escondía Alex una jeringa hipodérmica.
“¿Te volviste loco, vos?”
Conce entró en la habitación sembrada de lápices, pañuelos, fotografías, preservativos.
“Me paso arreglando todo el día y después venís vos o tus hijos y tiran todo, ensucian todo… “.
Miró por encima del hombro de su marido.
“¿Qué pasa? ¿Qué hay?”
Vio la jeringa delatora. Mientras el rostro de Raúl se bañaba en un mar de lágrimas, resonó una terrible carcajada allí, junto a la cómoda, a un metro apenas de la evidencia del drama – del cuerpo del delito, como diría el casi doctor Morales.
“¡Drogadicto! ¡Já! ¡Hijo tuyo tenía que ser! Lo único que faltaba. Tu nene, drogadicto. Mañanala Lili cae embarazada y completamos la fiesta. ¿Te das cuenta de que es tu sangre la que no sirve para nada? Fijate el Marcelo, sinó.”
Debió haber seguido vomitando mucho rato más, pero Raúl, absorto en su estupor, en su pena, como caído en el fondo lejano de un increíble precipicio, no pensaba, no oía, no nada.

Alejandro nunca regresó. Acompañado a veces por Lili pero generalmente solo, Morales recorrió calles, talleres, bares, plazas. Buscando y preguntando.
Una tarde de abril del 83 atendía al escaso público habitual de la oficina de correos. En un determinado momento, María le tocó el brazo.
“Morales, mire ese tipo.”
Raúl miró. Aparentaba cuarenta o cuarenta y cinco años, bien vestido. Pidió un formulario de giro.
“¿Qué tiene de raro?”.
“Cállese y mire. Después le cuento.”.
Pagó importe y comisión, introdujo el giro en un sobre que cerró con cuidado. Se acercó a la ventanilla de Morales. – “Expreso.”. Raúl lo seguía observando, a veces de reojo, pero le parecía un tipo común. Comprobante en mano, se dirigía hacia la salida.
“El auto, Morales. Fíjese en el auto.”.
Era una barbaridad metálica. Modelo ochenta y uno, a lo sumo, espectacular como los que se usaban en competencias internacionales.
María sabía que Alejandro ya no vivía con sus padres, pero nada más.
“Tiene cantidad de dinero ese tipo. Es de La Plata, ¿sabe? Lo conoce mi cuñado. Anda en asunto de drogas. Vende… ¿cómo le dicen? Tratante de drogas o algo así.”
Traficante. A Raúl se le detuvo el corazón una eternidad.
“Traficante. Odiado. Maldito.”
En su periplo afanoso tras la huella del hijo perdido había intentado conocer alguno, pero estaban ocultos por una hermética cadena de complicidades.
En su mano temblorosa sostenía aún la carta que enviaba ese hombre. “Ricardo Páez, calle 1 nro….”. “Ricardo Páez, traficante de drogas”. Sacó su pequeña agenda y anotó.
La carta iba dirigida a un Federico Schmuckter o algo parecido, del barrio de Constitución, en Buenos Aires. Por cualquier cosa, copió también la dirección.
El monstruo amorfo de cien cabezas que había devorado a su hijo tenía ahora rostro. El rostro de Ricardo Páez. Ese hombre del automóvil espectacular comprado con las vidas de muchos Alejandros. Ese hombre que escribía cartas y pegaba las estampillas en el sobre mojándolas previamente, con una elegancia admirable, en la húmeda punta de su lengua.
“¿Es que nadie usa la almohadilla?” – pensaba Morales cada vez que veía – y era lo más frecuente – las breves caricias linguales del público contra los dorsos engomados. No, nadie la usa, o casi nadie.