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AGENCIA NOTARG-CABLE 89-22/DIC/1984-17.25-RECUPEROSE LA CASI TOTALIDAD DE LAS ESTAMPILLAS ENVENENADAS EN ESMERALDA. UNA IMPREVISTA VARIANTE OCURRIÓ EN LAS ÚLTIMAS HORA DEL DÍA DE AYER CUANDO SE DETECTÓ UN NUEVO CASO DE INTOXICACION, ESTA VEZ EN LA PLATA. UN MENOR DE DOS AÑOS FALLECIÓ POR HABER TOMADO CONTACTO BUCAL CON ESTAMPILLAS ADHERIDAS A UNA TARJETA ENVIADA POR UN FAMILIAR SUYO RESIDENTE EN ESMERALDA. SE EXTREMARON LAS RECOMENDACIONES CON RESPECTO A LA CORRESPONDENCIA PROVENIENTE DE ESA CIUDAD. PROSIGUE EL INTERROGATORIO A RAÚL MORALES AUNQUE SIN HABERSE DADO A CONOCER NINGUNA NOVEDAD. STOP.
Debió pasar más de una semana hasta que Morales encontrase la oportunidad de iniciar la epopéyica búsqueda de la nunca creída Amanita rebelis. Durante ese lapso, Raúl consultó planos, mapas, precios de pasajes. Aguardaba el momento propicio.
“Che. El catorce cumple los años mamá.”.
“¿Y?”.
“Desde que se fue a vivir a Bahía Blanca con Luis no pasé más un cumpleaños con ella. Cada vez que digo de ir para esta fecha vos empezás que sale caro, que ya vamos los fines de año y todo eso.”.
El momento propicio.
“Mirá, Conce, no es que no quiera que vayas, pero ir un sábado para volver el domingo a un lugar tan distante…”.
“El viernes es feriado. Podríamos salir el once a la noche y volver el lunes a la madrugada.”.
“Yo no puedo. Tengo que completar un control interno. Es casi seguro que el sábado no me dejan faltar.”.
“¿Ves? Todo el tiempo me mato como una burra, lavo, plancho, cocino, y no tengo derecho a salir tres o cuatro días para visitar a mi madre. ¿Para qué trabajás, vos?”.
“Escuchame. Andá con Lili.”
Concepción aceptó. Raúl había encontrado la oportunidad.
El jueves once de octubre a mediodía, el empleado del correo de Esmeralda retiraba bajo su propio control y de su libreta de ahorros el anticipo destinado a un terrenito en la Villa Balnearia que planeaba adquirir Conce para fines de año. Era aproximadamente la cantidad que cubría los pasajes de ida y vuelta a Salta por avión, algún día de estadía y un par de comidas frugales.
Ese mismo jueves, a las 23.30, partían desde La Plata rumbo a Bahía Blanca, Concepción Mercedario de Morales y su hija Liliana Noemí.
Y el doce de octubre, a las 8.30, despegaba del aeroparque de la ciudad de Buenos Aires el avión que conducía la mitad más enferma de Raúl Hugo Morales, iniciando otro dramático movimiento de su trágica sinfonía.
Anochecía cuando dejó a su caballo beber en las aguas del Salado del Norte. Su acompañante, un salteño de unos diez años, simpático y conversador, hizo otro tanto con el suyo.
“Señor. Se viene lo oscuro.”.
“Sí, pibe. Habrá que empezar a buscar mañana.”.
“Hay un pueblo ahicito. No tiene hotel pero vive mi madrina.”.
“¿Y vos creés que nos dejaría pasar la noche?”.
“Seguro. Si lo ievo ió…”.
“Vamos, entonces…”
El cansado cuerpo de Morales, agotado por un viaje en avión, una travesía de varias horas en un vetusto ómnibus y, como castigo final, un trayecto apreciable mal montado en un caballo, pedía desesperadamente una pausa. Pero el cerebro del hombre lo forzaba a proseguir.
“Disculpe, don. ¿Se puede saber qué busca?”.
“Una plantita. Un hongo.”.
“¿Y pá eso vino desde Buenos Aires?”.
“Para eso.”.
El salteñito lo miró con extrañeza.
“¿Y cómo es ese hongo?”.
Raúl le describió la ansiada Amanita.
“No héi visto. De ésas no héi visto.”.
Llegaron al caserío, antiguo poblado serrano de viviendas apretadas las unas a las otras para procurarse compañía en medio de tanta soledad.
Amable, la madrina del chico. Compartió su miseria con Morales casi con alegría.
En un colchón la lana apelmazada y húmeda, Raúl durmió profundamente. Había vivido en ese día más que en la mitad de su vida. Si soñó, por la mañana no recordaba.
Abrió los ojos cuando un haz de luz se filtró por la ventana desvencijada y besó el suelo y su rostro. Le dolía todo el cuerpo pero su mente estaba lúcida y ansiosa. Haciendo un esfuerzo se incorporó a medias. El sol le pareció ya alto, y avanzada la mañana. Se vistió tan rápidamente como sus músculos endurecidos se lo permitieron.
No aceptó el desayuno. Quiso pagar.
“Ofende, señor. Esto es de amigo.”.
Agradeció y partieron.
Cerca del mediodía estaban recorriendo los cerros de la zona cercana al río. El paisaje era una explosión de belleza. Verdes y marrones trepando suavemente hacia el azul sin nubes.
Pero Raúl no levantaba la vista. Sus ojos rastrillaban el suelo, los resquicios entre las pequeñas rocas, las entradas a grutas y hoyos en las colinas.
De tanto en tanto detenía el caballo y desmontaba. Ante la mirada del salteño, que ya había renunciado a comprender, corría pesadas piedras para investigar su oculta humedad. Pasaron horas.
“Oiga, pué. Hay una cueva donde a veces me meto. Ái está siempre mojado el suelo y hay plantas muy raras.”.
“¿Por dónde?”.
“Más aiá. Ió lo ievo.”.
Media tarde. Un sol fuerte pero soportable. El chico cabalgaba delante. Iban subiendo lentamente un rosario de cerros de pendientes suaves.
“Es ái.”.
Raúl se dejó caer de la precaria montura. Era un hoyo pequeño en el que apenas cabía un niño. Orientado de forma que jamás recibía el sol. La humedad se palpaba densa. Y había musgo, pequeños animalitos, todo un universo vital. Removió palmo a palmo ese suelo fértil.
Detrás de una roca, en un paño de suelo embebido en agua como una esponja, uno, dos, tres, cuatro hermosos hongos. Uno, dos, tres, cuatro ejemplares exactamente iguales a los descriptos por Boffman R. P. y Heredia J. C. en su trabajo publicado en las páginas 37 a 42 del número 4 del Año 7 de la Rev. Arg. Tox. de 1906.
Los desprendió del suelo con mucho cuidado, tomándolos con un trozo de nailon. Los depositó en una bolita del mismo material y emprendió el regreso.
Quién sabe qué dioses lo seguían protegiendo.
Raúl Hugo Morales estaba nuevamente en su departamento del Pasaje Nevares el domingo catorce de octubre a las 23 horas. Ninguno se había enterado de su tremenda aventura. Y aunque a alguien le hubiesen contado jamás habría podido creerlo.
Pero, ante sí mismo al menos, después de eso Raúl Morales no volvería a ser nunca más Raúl Nadie.
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