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AGENCIA NOTARG-CABLE 137-22/DIC/1984-13.40-FUE TRASLADADO A UN GABINETE ESPECIAL EL MÚLTIPLE ASESINO RAÚL MORALES, CAUSANTE SEGÚN SUS DECLARACIONES DEL MÚLTIPLE ENVENENAMIENTO EN ESMERALDA. A LAS 12.55 INGRESARON EN ESE DESPACHO DOS MÉDICOS POLICIALES, UNO DE ELLOS SIQUIATRA. INFORMARON ALTOS FUNCIONARIOS DE LA REPARTICIÓN QUE LUEGO DE UNA BREVE CONFESIÓN MORALES CAYÓ EN UN MUTISMO PROFUNDO, MANTENIENDO EN SUS LABIOS UNA EXTRAÑA SONRISA. EL PERSONAL POLICIAL QUE PARTICIPÓ DEL INTERROGATORIO CREE QUE EL DETENIDO PRESENTA LAS FACULTADES MENTALES ALTERADAS POR LO QUE SE REQUIRIÓ LA INTERVENCIÓN DE ESOS ESPECIALISTAS. STOP.-
Primero de noviembre de mil novecientos ochenta y cuatro. Jueves lluvioso y extraño ese Día de Todos los Santos. Las calles desiertas descubrieron el apurado caminar de Raúl Morales exactamente cuando el reloj de la Iglesia de Nuestra Señora de la Misericordia daba las ocho campanadas matinales.
Bajo el brazo, un pequeño envoltorio revelaba a cada paso la presencia de algo más que las fotoduplicaciones del proceso de extracción de la rebelina.
Por una zona alejada del centro de Esmeralda existía un viejo depósito, abandonado desde los tiempos en que Raúl era pequeño. Alguna vez fue a jugar allí sus policía-ladrón, pero al llegar a la adolescencia perdió sentido trepar el lateral de chapa y colarse por donde quizá hubo un vidrio. Dos o tres muchachos de la barra lo habían tenido para sus aventuras amorosas con chicas no muy despiertas de mente pero sí ávidas de sexo, y sabemos que Raúl no disfrutaba de ese tipo de experiencias.
Ya no iban los niños a jugar ahí.
“La televisión los idiotiza. Nosotros teníamos más imaginación.”.
Habían abandonado lo abandonado. La mole del galpón desvencijado, pintado de óxido por la mano del aire, decorado con parches de cielo a veces azul a veces estrellado, por el arte del tiempo corrosivo.
Iba a trepar como veinte años antes por el muro de latas retorcidas mas no fue necesario. Al apoyar su pie para elevarse cayó el trozo de metal y el acceso quedó libre.
Resonaron en el interior de ese templo industrial muerto hacía tiempo los vítreos tintineos del contenido del paquete.
Recorrió ángulos y recovecos hasta hallar el apropiado. Acomodó unas chapas y unas piedras e instaló su más que precario laboratorio.
A mediodía estaba de regreso en su casa.
“¿Dónde fuiste?”.
“Por ahí.”.
“Mirate ese pantalón. ¿Con qué te lo manchaste? Parece óxido. ¿Dónde estuviste?”.
“Pasé por una obra y había unas chapas oxidadas.”.
“Infeliz. Me mato trabajando y teniéndote la ropa limpia…”, etc., etc., etc.
Morales no prestaba atención. Ya tenía las sustancias y los elementos. Eran sencillos y los consiguió con relativa facilidad.
¡Pobres Boffman R. P. y Heredia J. C.! Su esfuerzo había sido realmente importante y la ignorancia de los demás los sepultó en un olvido del que sólo él podría rescatarlos. Quizá obtuviesen con ochenta años de demora el merecido premio a sus investigaciones. Cuando Raúl decidiese que el momento oportuno había llegado.
Viernes dos de noviembre. Día de los Fieles Difuntos.
A las siete, Conce y Lili salieron de la casa rumbo al cementerio y al nicho de don Enrique Mercedario.
“Las flores las compro allá. No voy a andar haciendo el ridículo en el ómnibus.”.
“Bueno. Tomá.”.
“Dame más porque después voy a visitar a Marta. Si me invita a almorzar me quedo.”.
“Bueno. Yo a lo mejor salgo a dar una vuelta. Al cementerio voy a eso de las tres.”
Concepción estaría fuera toda la mañana y él justificaba su ausencia de toda la tarde. Un día completamente a disposición de Morales para la tarea que debía realizar.
El reloj de la cocina indicaba las ocho y media; adelantaba diez minutos. Desenrolló las fotoduplicaciones. Extendió la primera página sobre la mesa. Para evitar que volviese a su primitiva forma fijó su parte superior con un florero de madera y los ángulos inferiores con un cenicero de vidrio ambarino y un cuchillo.
Salió un momento. Regresó de su habitación con la pequeña bolsita de nailon dentro de la cual los hongos salteños habían agonizado y muerto. Su deceso los había teñido de un hermoso color salpicado de motitas rojas y amarillas. Hasta su apariencia, como la de algunos insectos, advertía de su peligrosa toxicidad. Y Raúl Morales se protegió contra ella con guantes plásticos y un pañuelo sobre la boca colocado como cuando jugaba a los “cónbois”.
“Técnica. Primer paso: Extracción del jugo total.”.
Era necesario hervir durante tres horas cien gramos de hongos desmenuzados, en doscientos cincuenta centímetros cúbicos de agua. Así fue que desmenuzó uno, dos, tres, cuatro ejemplares y los dejó caer dentro de una olla vieja y fuera de uso. Seguramente, a ojo de empleado de correos avezado, pesarían unos cien gramos.
Doscientos cincuenta centímetros cúbicos, ¿cuánto sería?
Se arrodilló, y de la pequeña alacena bajo la pileta tomó una botella de vino vacía. Su etiqueta algo despegada indicaba “novecientos treinta centímetros cúbicos”. Entonces novecientos treinta centímetros cúbicos eran aproximadamente un litro. Por tanto, doscientos cincuenta serían un cuarto litro. Brillante deducción que le insumió demasiados minutos de su precioso tiempo.
Olla en mano, dejó caer en su interior lo que suponía sería un cuatro litro de agua desde la hermosa canilla de acero inoxidable.
A partir de ese momento y hasta las doce y media fueron los hongos entregando sus entrañas al bullente entorno. Cerró la llave de gas.
Aguardó a que se enfriara el líquido y lo introdujo luego a través de un embudo con algodón en una botella de alcohol para friegas. Obturó el recipiente con un tapón de plástico rojo, lavó todo cuidadosamente y lo guardó. La evidencia había sido borrada. Se quitó los guantes plásticos y el pañuelo que cubría su boca.
Raúl Hugo Morales estaba sorprendido de sí mismo. Ése no era él. O, al menos, no era la parte de su personalidad que venía utilizando hasta entonces. Desde principios de octubre su exterior había permanecido rutinario e inmutable en tanto que interiormente se gestaba la magna empresa.
No almorzó. En el refrigerador había unos racimos de uvas verdes y carnosas. Comió unas pocas sin demasiado entusiasmo.
Envolvió el frasco que contenía el líquido mortífero con un papel rojo pleno de impresiones multicolores. Apagó las luces y salió del departamento cerrando tras de sí la puerta con mirilla.
Casi nadie por las calles de Esmeralda aún húmedas por la tormenta de la noche anterior. De tanto en tanto, en alguna esquina, unas mujeres de pañuelo oscuro sobre sus cabezas y ramos pequeños, medianos, grandes, apretados entre brazo y cuerpo aguardaban el ómnibus. Era el día de honrar a quienes ya no estaban.
Recordó a sus padres. Por primera vez desde que fallecieran – don Victoriano en abril del setenta y su esposa, que no pudo soportar su ausencia, en julio del mismo año – iba a faltar a la cita. Esta vez deberían comprenderlo. Estaba inmerso en una tarea trascendental que llevaría a los planos más destacados el apellido Morales, inscribiéndolo en alguna página importante de la historia de Esmeralda, de la provincia, del país.
Comenzaba a caer una garúa lenta cuando Raúl llegó a las puertas inexistentes del antiguo galpón abandonado donde se gestaría el último paso previo al “acto de la gran justicia”. Se acercó lentamente al lugar donde el día anterior cayera la chapa. Había vuelto a colocarla de modo que cubriera esa entrada de la mirada de los curiosos.
Una vez dentro del amplísimo recinto cuidó de ocultar el vano irregular. Acrecía la garúa y se dejaban caer algunas gotas por los orificios del techo derruido. Afortunadamente el rincón elegido por Morales para su laboratorio rústico se mantenía perfectamente seco.
Puso un tablón sobre algunos ladrillos a modo de banqueta y se sentó encima. Nuevamente se colocó guantes y pañuelo como protección.
“Al líquido obtenido por el proceso anterior se agregan unas gotas de di-nitro-fenil-hidrazina al 0,5% en HCl 2N.”
Esto se lo había hecho preparar en una droguería de Quilmes donde nadie lo conocía.
“¿Para qué va a utilizarla?”.
“No es para mí. Me la pidió un sobrino que estudia química. ¿Hay algún problema?”.
“No, en absoluto. Solamente que es muy raro que pidan drogas disueltas. Pero no se preocupe. La prepararé y quedará bien con su sobrino.”.
“Luego de unos cuarenta minutos se formará un precipitado anaranjado.”
Así ocurrió.
“Se eliminará el sobrenadante. El precipitado obtenido se redisuelve con amoníaco.”.
Había comprado medio litro sin dificultades en la ferretería a la vuelta del correo.
“¿Para los pisos de mosaico?”.
“Sí, sí, me dijeron que es muy bueno.”.
“Seguramente. Eche un chorrito en el trapo de piso.”.
Dejó caer unas gotas sobre el precipitado anaranjado. No ocurrió nada.
Aguardó unos minutos y vertió un pequeño chorro. El líquido se tiñó del color del sedimento. Agitó enérgicamente.
Dejó pasar otros minutos. Aún quedaba pasta en el fondo del recipiente. Añadió un poco más de amoníaco y volvió a agitar.
Ya todo era un líquido hermoso, de tonos increíblemente brillantes y diáfanos. Lo contempló a trasluz, desde todos los ángulos posibles.
Buscó un tapón de goma roja y obturó el frasco. Se sintió menos molesto cuando dejó de envolverlo el ardiente vapor amoniacal que le recordaba los pañales de Alejandro.
Hizo un pozo y sepultó todo excepto el líquido hermoso, brillante y diáfano.
Colocó piedras pequeñas sobre el que fuera su primer laboratorio y sería también el último, borró las huellas en el piso polvoriento y salió del galpón abandonado.
En el bolsillo de su saco gris el vaivén de sus pasos hamacaba la solución amoniacal del maléfico espíritu de la Amanita rebelis.
Cuando llegó a su casa caían los últimos rayos de sol sobre Esmeralda. Un arco iris surcaba el cielo. Raúl Hugo Morales pensó que no era tan hermoso como el naranja profundo del alma de los hongos.
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