Raúl Hugo Morales era hijo del hoy fallecido Don Victoriano Morales, hombre callado y de pequeñas ambiciones que llegara a Esmeralda por 1931. Hasta entonces había dejado deslizar su vida como peón en una chacra de Los Álamos que perteneciera a un tío suyo.
Tenían su historia esas cinco hectáreas de terreno y un rancho sencillo, media legua adentro de una huella casi siempre barro, surcada cotidianamente por el viejo sulki de la chacra y ocasionalmente – no más de una vez por mes – por el Ford destartalado del propietario.
Allí había nacido Don Victoriano, hijo de un criollo rústico de manos callosas y de una italiana sufrida que, por darse en noche de tormenta endemoniada, fue partera de su propio parto. Hubo infección, y al poco tiempo, muerte.
Así Victoriano quedó al maltrato de su padre, quien nunca le perdonó que su vida hubiese tenido el precio de la de su mujer. Entre golpes y golpes, insultos y arados, fue creciendo con el siglo el niño callado de mirada hosca, el joven no muy despierto de pequeñas ambiciones.
Llegando el año 30 se dio la mala época, y el tío propietario de la chacra se vio precisado a venderla. Por ese tiempo era Victoriano quien cumplía las tareas rudas, los trabajos pesados, ya que su padre apenas si tenía resuello para chupar mate y escupir maldiciones.
Al llegar la noticia de la venta del terreno y la necesidad de desocuparlo cuanto antes, el joven comenzó a preocuparse por el futuro del viejo. No quería llevárselo con él para la ciudad, y tampoco podía dejarlo solo. Por muy asqueroso y mala entraña que fuese, era su padre, qué caray.
Afortunadamente para todos, el viejo hizo la primera acción noble y considerada de su vida: se murió.
Era febrero de 1931 cuando Victoriano dejó definitivamente la chacra y alquiló una pieza en una pensión de Esmeralda, la ciudad-pueblo que se recostaba somnolienta junto al río.
Hombre hecho aunque inculto, aprendió mal que mal lo que le faltaba de lectura y escritura, al tiempo que changueaba un poco de peón de albañil y otro poco de ayudante de feria.
Se casó, después de no mucho noviar, con una chica sencilla, callada como él, nacida y criada en Esmeralda. Y tuvieron dos hijos: Raúl Hugo, en el 36, y Marcial Victoriano, en el 40.
La llegada del segundo vástago le hizo comprender que no podía seguir viviendo de las changas y los trabajos ocasionales. Por eso, cuando en el Correo hubo una vacante de cartero, se presentó de inmediato.
Desde ese día, el apellido Morales iba a entroncar firmemente en la vieja oficina postal de Esmeralda.
Raúl Hugo era callado y taciturno como su padre. De mirada huidiza, más que recorrer la ciudad parecía merodearla. Sus amigos eran muy pocos y variables. Se cansaban de preguntar sin obtener respuestas, de sufrir la compañía de un muchacho a quien nada parecía divertir.
No era malo, no, pero tampoco bueno. Simplemente, ¿cómo decirlo?, no era.
Hizo la escuela primaria a los tumbos. Con un cuaderno florecido de cuentas mal hechas y “regulares”, transitó las aulas pasando de grado más por ser un chico “bien educadito y callado” que por haber aprendido siquiera lo elemental.
Leer con poca fluidez, San Martín y los Andes, Sarmiento que fundó escuelas, Mitre, Rivadavia, la Revolución de Mayo, las Malvinas son argentinas, Belgrano y la Bandera, Perón y el Plan Quinquenal, Evita y los niños, las tablas de sumar, las de multiplicar – hasta la del nueve pero con dudas en las del siete y el ocho – sujeto, predicado, amar, temer, partir y basta.
Sin embargo, cosa curiosa, Raúl Hugo Morales poseía una excelente caligrafía – “una letra preciosa, viera qué cuadernos”, ordenada, prolija, simétrica. Daba pena ponerle los “regulares”.
Creo haber dicho que Don Victoriano tuvo otro hijo, cuatro años menor que Raúl. No era muy distinto del primogénito y su vida fue tan gris y opaca como él, o más aún, si tenemos en cuenta que Marcial no asomó nunca a la primera plana periodística como “el envenenador de Esmeralda”.
Al terminar sexto grado, Raúl no quiso empezar el secundario. Esto, más que una desilusión fue un alivio para sus padres, que no sabían de qué forma iban a pagar sus estudios.
Entró de cadete en una farmacia por algunos pocos pesos mensuales – “el nene nos da una mano”, “al menos se paga la ropa”, “con eso se compra la bicicleta nueva… en cuotas, claro”.
Sin nada rescatable, al menos para esta historia, fue pasando el tiempo.
Llegó el 55, y con él la Revolución. Hubo remoción de funcionarios, inclusive en el Correo de Esmeralda. Don Victoriano Morales dejó de ser cartero – figura tradicional la del viejo transitando las calles de la todavía ciudad-pueblo -, cambiando la bolsa de correspondencia por el tranquilo mostrador, del cual no saldría hasta su jubilación.
Unas palabras al jefe, alguna recomendación de un figurón del pueblo, y Raúl ocuparía el cargo vacante, gastando sus zapatos y el escaso orgullo que le quedaba por los mismos adoquines donde zapatos y orgullo paternos también quedaron esparcidos.
Victoriano, callado, de mirada hosca, no muy despierto, cuya única ambición – después de la casita propia que nunca llegó a tener – era la de jubilarse en paz, sin disonancias en la música monótona de su vida conyugal, familiar, laboral, envejecía por fuera, ya que por dentro siempre había sido viejo.
Llegó la hora señalada y el hombre inició los trámites.
“A Don Victoriano Morales, que en sus veinte años de empleado correcto supo granjearse el respeto y la admiración…”, decía el pergamino que firmaron todos aquellos que nunca lo habían querido, respetado ni admirado. Una medalla, aplausos, y el nuevo jubilado comenzaba a sufrir la larga espera hasta el primer cobro, las leyes que cambiaban, los problemas de las Cajas. Aprendió a reconocerse como “clase pasiva”, a ser engañado y utilizado mil veces por quienes buscaban especular con sus votos arterioescleróticos.
En la trinchera de madera del Correo de Esmeralda su posición era ahora ocupada por Raúl, un joven que prometía brillante carrera dentro de la repartición – “correcto como Don Victoriano”, “de tal palo…”.
Callado y taciturno, parecía que su propio padre había rejuvenecido cuarenta años y continuaba llenando giros y telegramas, sellando correspondencia, clasificando, vendiendo estampillas rojas, estampillas verdes, estampillas azules.
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