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AGENCIA NOTARG-CABLE 207-21/DIC/84-23.55- EN EL DEPARTAMENTO CENTRAL DELA POLICÍA DE LA PROVINCIA DE BUENOS AIRES SE ENCUENTRAN PRESTANDO DECLARACIÓN LOS EMPLEADOS DE LA OFICINA DE CORREOS DE ESMERALDA. EN CARÁCTER DE DEMORADOS SE ENCUENTRAN FAUSTINO NÚÑEZ, JEFE; RAÚL MORALES; MARÍA DE FUENTES; MAURO FIGUEROA; RAMÓN ALBERTI; JOSÉ EVARISTO Y MANUEL RODRÍGUEZ. SON INTERROGADOS EN FORMA SEPARADA EN RAZÓN DE ESTAR INCOMUNICADOS. EL TOTAL DE LOS FALLECIDOS SE MANTIENE EN DOCE. APARENTEMENTE NO SE HAN PRODUCIDO NUEVOS CASOS. SE RECOMIENDA A QUIENES CONCURRIERON A LA OFICINA POSTAL DE ESMERALDA NO UTILIZAR NINGÚN ELEMENTO PROVENIENTE DE ELLA, PRESENTÁNDOSE EN LA DELEGACIÓN POLICIAL MÁS PRÓXIMA A SU DOMICILIO. STOP.
Un hecho importante en la vida de Raúl había ocurrido algunos años antes, verdadero acontecimiento que le permitió una pequeña victoria en la batalla cotidiana sobre las estepas de la oficina postal. Ese suceso sembró en él, además, una semilla de mostaza a germinar casi diez años más tarde:
- “Se comunica al señor Jefe de esa Dependencia Postal que ENCOTEL ha resuelto obsequiar al empleado más antiguo de cada sucursal con una visita a la Casa de la Moneda de la Nación. Se ruega al señor Jefe disponer lo necesario a los efectos de que el empleado en actividad de mayor antigüedad en esa oficina se presente el próximo 5 de febrero de 1975 alas 7.30 hs. en la entrada principal del Palacio de Correos de La Plata, calle 7 e/ 49 y 50, munido de la correspondiente documentación.”
Por supuesto, esta vez sí valieron los veinte años que Morales había sepultado en esa vetusta dependencia postal. Hernández, todavía Jefe, los reunió.
“Muchachos. Ha llegado una comunicación en la que se me informa que debo enviar al empleado más antiguo de la Oficina para participar de una excursión a la Casa de Moneda. Es un gusto para mí y supongo que para todos que sea Raúl Morales quien nos represente en esta ocasión.”.
El corazón de Raúl comenzó a latir apresuradamente. Todos lo miraban. Sentía sobre su rubor los inexpresivos ojos del Jefe, los lacerantes de Faustino Núñez, los para-siempre-tristes de María Albarracín, los indiferentes de Francisco Fuentes.
Acercándose casi fraternalmente, Hernández le alcanzó una nota.
“Mañana a las siete y media tiene que estar en la puerta que da sobre calle 7 del Correo de La Plata. Lleve esta nota. Lo felicito, Morales.”
“Raúl” – la voz de María sonó íntima y cercana algunos minuto más tarde. – “Espero que después me cuente. Dicen que es impresionante.”
“Sí, claro, le voy a contar.”
La pequeña victoria. Núñez, mientras arrastraba una pesada saca de correspondencia, dejó caer un “Tanto escándalo por un viaje a Buenos Aires. Yo voy todos los fines de semana y no lo pongo en los diarios.”.
María aprovechó para cobrarse una, aunque minúscula. - “Sí. Pero en este caso es un premio, y van a la Casa de la Moneda.”
Ante la mirada de Núñez, clavó un último dardo. - “Raúl. Cuando vuelva me invita con un café y me cuenta todo, todo. No se vaya a olvidar, ¿eh?”. - La voz de la mujer sonaba melosa y acariciante. Y le hablaba a él. Estuvieron excitados su espíritu y su sexo hasta la hora de salida.
En casa no dijo nada a nadie. Saboreaba egoístamente su sencillo premio. Pocas veces había estado en Buenos Aires. Cuarenta años de vida sin conocer casi la Capital Federal.
“Andá vos con los chicos, Conce. ¿Yo qué voy a ir a hacer? Otro día, a lo mejor…”
Ese día era mañana, cinco de febrero.
Ese día era hoy, cinco de febrero. Una mañana de sol, miércoles antes del Carnaval.
“¿De traje? ¿Dónde vas de traje?”.
“¡Ssshhh! Seguí durmiendo. Hoy vienen inspectores.”
“Ah. No lo vayas a manchar que es el único que tenés. No sé con qué vas a salir si ensuciás éste.”.
El sol ya calentaba los escalones de mármol del Correo de La Plata cuando Morales puso sus lustrados zapatos marrones sobre ellos. Eran las siete, apenas. Dos más impacientes que él conversaban apoyados en las rejas. Raúl se unió al grupo. – “Lindo día, ¿no? ¿A qué hora salimos? ¿Usted viene de Esmeralda? Yo tengo un primo que vive allá.” – y todas esas cosas.
Eran más de las ocho cuando los cuarenta antiguos empleados ocuparon sus asientos en un enorme ómnibus de Bienestar Social. Temblaba de emoción, estrujaba la nota que nadie le había pedido todavía, fumaba con nerviosismo.
Morales estaba casi locuaz. City Bell, Gonnet, Quilmes, Bernal, la Avenida Mitre, Sarandí, el puente Avellaneda - ¡fantástico!
Alguien se levantó de su asiento y desde mitad del pasillo les dijo: - “Vamos a iniciar la visita con un paseo por la Ciudad Deportiva. Luego almorzaremos en Palermo. Finalmente el ómnibus nos dejará en Plaza de Mayo, desde donde caminaremos por Florida hasta Retiro. Debemos estar en Casa de Moneda a las catorce y treinta en punto.”
Fue un día memorable. Pasearon, almorzaron, Caminaron. Un sol tibio bañaba la emoción de Raúl Hugo Morales en la gigantesca ciudad. Trataba de ver, oír, oler, gustar, tocar, llevarse lo más posible de todo ese manjar constante de cosas hermosas, de cosas nuevas, de cosas estruendosas, de cosas insólitas. A las catorce y veinte, los cuarenta viajeros y el chofer del ómnibus, anexado misteriosamente al grupo como un telepostal más, ingresaban por las enormes puertas metálicas de la Casa de la Moneda de la Nación bajo la atenta mirada de un bien armado oficial de policía.
Se reunieron junto a los bustos del hall principal. “Teniente General D. Juan Domingo Perón. María Eva Duarte de Perón”. De su vera partía una hermosa escalera, ancha y lustrada.
“Sus documentos, por favor.”.
Morales entregó su ajada libreta de enrolamiento.
Pocos minutos de espera y luego el grupo recorrió un largo pasillo, cerrado en su extremo final por una estremecedora pared de rejas.
Raúl Hugo Morales, que muchas veces se sintiera Raúl Nadie, hoy se había transformado en Raúl James Bond. Su mente, de ordinario lenta, volaba febril. Su imaginación construía como nunca un mundo fantasioso en el que se incorporaban paso a paso elementos de una realidad sorprendente.
“Éste es el sector donde se imprimen los billetes de Banco.”.
Una mujer, desde una cabina de madera pintada de verde, controlaba el acceso.
“¿Usted?”.
“Morales, Raúl.”.
Detrás de las rejas, un pasillo oscuro se aventuraba hacia la izquierda. En su trayecto, ojos electrónicos de cámaras de televisión vigilaban. Nuestro héroe continuó imperturbable. Una sonrisa nueva jugueteaba en sus labios. Su mano se introdujo entre camisa y saco para verificar la presencia de una inexistente Browning. Allí estaba. Todo iba bien. El dinero del país no caería nunca en manos extrañas. Para evitarlo, estaba él. Agente Secreto Morales.
“Ésta es la sección Caligrafía.” – extrajo de la continua cháchara de una guía no muy feliz por la tarea que Seguridad le encomendara.
Un nutrido grupo de operarios trabajaba junto a las máquinas impresoras. Varias mujeres recontaban las hojas de billetes. Los cuarenta y un visitantes estaban amontonados, deslumbrados. Pero esa montaña rusa de sorpresas y emociones apenas comenzaba.
Luego de pasar frente a la Delegación del Banco Central, el grupo ingresó a la sección Billetes. La admiración pareció alcanzar su clímax. Cientos de mujeres de guardapolvo blanco controlaban inmensas pilas de billetes. “¡Cuánto dinero!” – Miles, cientos de miles, millones, cientos de millones sobre toscas mesadas color verde. Todo era verde, allí: las paredes, las banquetas, las columnatas de madera, los flamantes billetes de quinientos pesos. Sin saber por qué, recordó al Patilludo que leía en sus historietas infantiles. Le hubiese gustado sumergirse en un mar de billetes de colores. ¡Lo que se había perdido Núñez!
Retornaron al pasillo de las rejas importantes. Caminando un trecho se fueron acercando a un rumor de cascada que crecía a cada paso.
Al entrar al sector Acuñación, el estruendo de cincuenta máquinas escupiendo monedas y monedas estallaba en sus oídos. Paneles acústicos trataban de acallar ese infierno metálico.
“El silencio es salud.”
“¿Esta gente no tendrá los tímpanos deshechos?”.
Hombres de chaqueta azul, pantalones azules, cinturón azul, vigilaban las máquinas, controlando que las piezas acuñadas cayeran en los baldes de bronce. Cincuenta ametralladoras tableteaban a su alrededor. El caos sonoro no permitía pensar. Sólo mirar. Sólo sorprenderse, si era posible, un poco más. Más mujeres de guardapolvo blanco contaban y recontaban las monedas, verificando su calidad.
Raúl agradeció mentalmente cuando la guía decidió dar por finalizada la visita a ese sector ensordecedor.
El hall central, amplio y silencioso, parecía un oasis. El empleado de la puerta principal, que pidiera los documentos al entrar al edificio, les sonrió amigablemente en su marcha rumbo a la escalera hermosa, ancha y lustrada.
El encargado del grupo los reunió en un ángulo del pasillo del primer piso.
“Ahora vamos a lo que más relación tiene con nuestro trabajo. La señora nos conducirá a la sección donde se imprimen las estampillas postales.”.
Tras una puerta que ostentaba extraño nombre – “Huecograbado” – enormes bobinas de papel engomado reposaban luego de su viaje a través del mar.
“¿No hay papel nacional?”.
“Sí, pero hemos tenido problemas. Se humedeció la goma y tuvimos que rechazarlo.”.
Enormes máquinas de cuatro metros de largo ejecutaban su tarea. Operarios cargaban el papel, revisaban cilindros metálicos, tomaban muestras del pigmento de la tinta. Más mujeres de guardapolvo blanco controlaban las planchas de estampillas teniendo como fondo grandes resmas de papel. Un hombre rubio de aspecto prusiano limpiaba otras máquinas dispuestas hacia un lateral.
“Allí se imprimen las estampillas fiscales como las que van en el vino, los cigarrillos, los productos importados.”
Retornaron su atención a la gran impresora de timbres postales.
“Ésta es una Goebel, llegada por 1968. Es la que hace planchas de doscientas estampillas. La primera que lanzamos fue la de José Hernández.”.
Morales la recordaba perfectamente.
“Antes solamente imprimía, pero ahora perfora simultáneamente.”.
“Y mal” – añadió mentalmente Raúl, que había maldecido a quienes ahora tenía delante cada vez que no lograba separar de la plancha un sello sin romper algún ángulo.
La víbora de papel engomado se retorcía entre cilindros en un sinuoso camino sin permitirse variar su velocidad. Al final del trayecto, moría en pilas de estampillas rojas, verdes y azules que un operario colocaba sobre una tarima. Una mujer de rostro enérgico revisaba y controlaba el proceso de selección y recuento. Morales observó la plancha que un empleado tenía en sus manos.
“Perfecto.” – pensó.
“Hay que darle más fuerza a la tinta.” – discrepó el experto.
“¡Otro cilindro! Este tiene mucho tiraje.” – pidió alguien.
Un muchacho con cara de ex boxeador descargaba baldes de sangre, baldes de mostaza.
"Pigmentos para la impresión y tintas especiales.”.
Esto era un escándalo visual. Hermoso y deslumbrante.
“¿Se puede llevar una estampilla como recuerdo?” – preguntó uno del grupo visitante.
“Imposible. Están contadas. Si faltase una, no sale nadie de acá hasta que no aparezca.”.
“¿Y las que se rompen?” – insistió la misma voz.
“Se clasifican como malas y se las envía a un sector especial donde son destruidas.”
Un hombre maduro que había sido compañero de asiento de Raúl en el viaje de venida inquirió a un operario.
“¿Es nociva la goma?”.
“A algunas personas les provoca aftas. Pero, en general, no son nocivas.”.
“¿Y no hay posibilidad de que puedan contaminarse y provocar una intoxicación?”.
“No, supongo que no. Espero que no.” – replicó el empleado sonriendo.
“Intoxicación por la goma de las estampillas.” – pensó Morales. – “¡Qué estupidez! ¿Cómo van a ser tóxicas esas hermosas estampillas rojas, azules, verdes, amarillas.”
Estampillas con la goma envenenada.
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