Concepción Mercedario era aquella primavera de 1957 una rubia espigada que traía enloquecido a todo el barrio. Entre sus muchos fervientes admiradores se destacaban dos: Alberto Ruiz y nuestro conocido Raúl Hugo Morales.
No podían haber sido más diferentes.
Ruiz era audaz, un osado que se jactaba permanentemente de saltar cualquier límite, cualquier barrera. Llegado a Esmeralda como técnico especializado en subproductos del petróleo, había alquilado una coqueta casita en la zona relativamente residencial de la ciudad-pueblo. Enmarcaba sus sonrisas y guiños intencionados en la ventanilla cromada de un interminable automóvil importado.
Raúl era como sabemos, y transitaba su hosquedad sobre su ya desvencijada bicicleta.
Conce, toda encanto para con Alberto, en tanto que honraba a Morales con su más cuidada indiferencia. Se sabían y comentaban con sorna los insistentes embates del ex cartero, que ni siquiera lograban perturbar la altanera belleza de la rubia.
Por eso el día que explotó la noticia del casamiento de Conce con Raúl, “acaecido el 12 de enero de 1958 a las 21 horas, en la Parroquia de Nuestra Señora de los Milagros”, el pueblo entero se cayó de espaldas. El pueblo entero excepto algunos pocos.
Al principio fue un rumor y, siete meses después, el llanto de Marcelo la confirmación definitiva. En aquella primavera del 57, la rubia espigada que traía enloquecido a todo el barrio y el técnico especializado en subproductos del petróleo habían bailado muy apretados, transformándose en el espectáculo más comentado de la Fiesta del Estudiante en el Círculo Esmeraldense de Básquetbol. Se fueron juntos esa noche en el interminable automóvil importado. Así se inició una relación, terminada exactamente – según una vecina que seguía paso a paso las alternativas del demasiado apasionado idilio – un mes antes de “la boda del año” de la ciudad-pueblo.
Decían, y era verdad, que Conce había descubierto el embarazo al faltar su menstruación normal de noviembre. Eso motivó un diálogo acalorado entre “seducida” y “seductor”, que finalizó cuando Alberto descendió del automóvil, fue hasta el costado opuesto y, abriendo la puerta con violencia, tiró fuertemente del brazo de la rubia. Cayó ella fuera del vehículo y – según la vecina-vigía que contó y exageró el suceso – recibió un par de golpes de puño con alguno que otro puntapié. Allí terminó el demasiado apasionado idilio, exactamente un mes antes de la “boda del año” de la ciudad-pueblo.
Era todo tan emocionante y tan diferente del “no pasa nunca nada” habitual de Esmeralda que a quienes se enteraron no se les ocurrió verificar la extraña precisión de muchos detalles aportados por la informante. Sin embargo, con ligeras variantes, era todo verdad.
Y fue cierto también que de alguna forma se enteró Raúl Morales del “accidente” de “la Conce”. Buscó la oportunidad propicia, habló con la rubia – ya no tan altanera ni espigada, aunque no menos bella que antes – y el 12 de enero de 1958, a las 21 horas, en la Parroquia de Nuestra Señora de los Milagros, ligaron sus destinos hasta que la muerte los separase.
Concepción Mercedario había hecho un mal negocio para salvar otro peor. Sus muchas y ambiciosas ilusiones, respaldadas por una figura deslumbrante, caían para siempre por un imperdonable error estratégico.
Ahora era la señora de Morales, el empleado del correo, el callado, el hosco, el taciturno Morales. Y Conce emprendió la nueva tarea de obtener el mayor beneficio posible de esa unión, a pesar de que el recién casado no prometía volar tan alto como su mujer deseaba.
Sin embargo, Concepción Mercedario de Morales iba a ser famosa por unos días, no solamente en Esmeralda sino en el país entero.
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