4
AGENCIA NOTARG-CABLE 133-21/DIC/84-14.03-EL HOSPITAL MUNICIPAL DE ESMERALDA INFORMÓ QUE LLEGAN A VEINTITRÉS LOS FALLECIDOS POR LA EXTRAÑA INTOXICACIÓN QUE SE PRODUJO EN ESTA CIUDAD. TODO EL PAÍS ESTÁ ATENTO A LA MARCHA DE LOS ACONTECIMIENTOS. EN DIVERSOS LABORATORIOS OFICIALES Y PRIVADOS CONTINÚAN LOS ANÁLISIS A FIN DE IDENTIFICAR LA SUSTANCIA QUE PRODUCE LA MUERTE EN CONTADOS MINUTOS. LAS INVESTIGACIONES POLICIALES SE CENTRAN AHORA EN BUSCAR UN ELEMENTO COMÚN A TODAS LAS VÍCTIMAS PUESTO QUE VIVEN EN DIFERENTES LUGARES DE LA CIUDAD Y REALIZAN ACTIVIDADES DIFERENTES. SE RECOMIENDA A LOS POBLADORES DE ESMERALDA Y CIUDADES VECINAS NO INGERIR ALIMENTOS O LÍQUIDOS QUE NO SE AUTORICEN EXPRESAMENTE. EL ÁREA HA SIDO DECLARADA EN ESTADO DE ALERTA SANITARIA. STOP.
Marcelo Fabián Morales ingresó a la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional de La Plata en marzo de 1977. Había culminado con calificaciones excelentes su ciclo secundario, y todos estaban absolutamente seguros de que llegaría a ser un abogado de nota.
Creo haber dicho que Marcelo sentía por el que suponía era su padre un rencor sordo que manifestaba exteriormente como desprecio. Raúl Morales era, para él, un símbolo viviente de la forma de ser y de vivir que consideraba más insignificante. Empleado, o mejor dicho, empleadito, empleaducho. Nadie, sentado detrás de un vetusto mostrador. – “¿De cuánto?” “¿No tiene cambio?” “De cuarenta no hay… ¿le doy dos de veinte?” “Vía aérea simple, tanto; vía aérea certificada, tanto”. Y al cliente no le importaba si era Raúl Morales, Juan Pérez o una máquina quien le entregaba las estampillas.
En cambio él, brillante. Marcelo Fabián Morales. Triunfador. “¿Morales?... ¿Tu viejo trabaja en el Correo?” “Sí, maldición. Mi viejo es ese tipo de mirada perdida que te vende estampillas. Ese infeliz que cuenta ‘una, dos, tres, cuatro… palabras… es tanto’. Hace veintidós años. Yo nací y él ya estaba ahí, atrás de ese mostrador.” “Pero, ¿quién te paga los estudios?” “Para lo único que sirve. Usted es mi padre. Es su obligación, ¿no? Además, si se viera la jeta que pone cuando dice que tiene un hijo estudiando abogacía… Cuando yo me reciba va a dejar de ser Raúl Nadie para ser el padre del doctor Morales. Y le voy a devolver la guita que me dio. Se la voy a tirar a la cara.”
Y así siempre. Recriminándole su quietismo, su falta de ambiciones, su nada de espíritu de lucha. Se iba haciendo hombre, se iba haciendo abogado, se iba haciendo cada vez más hiriente.
Don Raúl Hugo Morales seguía comprando libros, ropa, cosa que el futuro doctor quisiera necesitar.
Pero Conce adivinaba la tormenta y la disolvía con su gritería alienante.
“Sos el mismo estúpido de siempre. ¿Querés arruinarle la carrera al nene? ¡Claro! ¡Que sea un nada como vos, eso querés! Si le llegás a decir algo al Marcelo, pobre de vos. Es el único que vale la pena, no como tus hijos que no sirven para nada. El Marcelo va a ser abogado y yo voy a tener en mi hijo, ¡me oís! ¡mi hijo!, lo que no pude tener en el imbécil de mi marido. ¡Ojo con decirle algo al muchacho!”
Y Raúl volvía a callarse, abría el morral del que ya hablamos, y guardaba.
Después ocurrió lo definitivo. Fue cuando Marcelo estaba en… ¡cuarto!, Sí, cuarto año. Es decir, a fines del 80. Claro, había cumplido los veintidós y, lo que cada vez era menos infrecuente en él, se había achispado un poco festejando con un par de amigos.
Era la tardecita cuando salieron del Club. En el viejo automóvil de uno de los de la barra, iniciaron la tarea de alborotar Esmeralda a bocinazos y gritos.
En una de sus idas y venidas por las únicas dos calles que constituían el “centro” pasaron por la plaza en la que algunas parejas hacían tiempo esperando que cayesen las sombras.
“Dales con esa luz. Metésela en los ojos”. “No, Marcelo, que si cae la cana nos llevan a todos”. “Dale, nabo, no seas maricón. Subite a la vereda y encajales la luz alta”. “No, Marcelo, se va a armar despelote. Mirá que acá nos conocen”. “¡Má! Bajate, idiota. Dejame a mí”.
Manejado por Marcelo, el automóvil trepó a la vereda y se detuvo frente al banco ocupado por una de las parejas. Luz alta, luz baja, apagaba. Otra vez luz alta, luz baja. Y gritaba barbaridades. Todas.
La chica comenzó a llorar y a intentar detener a su acompañante que quería irse hacia el automóvil. Finalmente el muchacho logró zafarse y encaró a quienes seguían escandalizando e insultándolo profusamente. Caminó hacia la ventanilla por la que asomaba la cabeza y casi medio cuerpo de Marcelo Fabián Morales y dijo, sollozando de ira, apenas unas pocas palabras.
No gritó. Solamente pronunció con lentitud aquello que Marcelo siempre había deseado pero jamás creído posible. Escuchó con atención, tratando de despejar los vapores de la pequeña borrachera que lo obnubilaba un poco.
Así que era cierto. Miró al muchacho pero ya no lo vio. Así que era cierto. Hizo retroceder el automóvil y lo regresó a la calle. Dejó el volante a su dueño casi mecánicamente.
Así que era cierto. A los pocos minutos su cerebro, totalmente despejado, había aceptado plenamente la idea. Y sonrió satisfecho. “¡Qué importa que la vieja pudiese haber sido una cualquiera, si gracias a eso él no era hijo del mil veces despreciado Raúl Hugo Morales!”
Al llegar a su casa no saludó a nadie.
“¿La vieja?”
“En el patio, lavando”.
Fue allí, en el patiecito, teniendo como acompañamiento el rítmico traqueteo del lavarropas, donde Marcelo Fabián supo toda la historia, en versión libre e interesada de Concepción Mercedario. ¡Su madre no había sido una cualquiera sino una muchacha inexperta caída en un error de juventud! ¡Su verdadero padre, un triunfador! Y Don Raúl Hugo Morales, nadie. ¡Que le dijese algo! ¡Ojalá! Ya le iba a cantar las verdades sin pelos en la lengua, que para algo casi era abogado.
Una tarde Marcelo se cruzó con su… con el marido de su madre. Ocurrió en la puerta del departamento.
“¿Dónde vas?”
“A sacar pasaje para Mar del Plata”.
“¿Te vas?”
“¡Claro! ¡No te voy a pedir permiso!”
“¿Ni plata?”
“Tirame unos pesos, que después…”
“¿Después, qué? Además, no tengo.”
“¿Cómo que no tenés?”
“No tengo.”
“Mirá, viejo, mejor me das porque si no…”
“¿Si no?”
Allí fue donde y cuando Marcelo comenzó a escupir lo que sabía. No la verdad, sino la versión que Conce le había brindado entre sollozos de supuesto arrepentimiento. Y lo insultó, lo rebajó, lo hizo pedazos y saltó sobre ellos, pisoteándolos. Raúl Morales llegó a sentirse, él mismo, Raúl Nadie.
Las últimas palabras de Marcelo – “Andate a vender estampillas, viejo infeliz, y no te metás más en mi vida” – resonaban horas después en sus oídos.
Raúl Hugo Morales, vendedor de estampillas. Estampillas azules, estampillas rojas, estampillas verdes.
Raúl Morales y las estampillas. ¡Qué cosa! Si todo eso hubiese ocurrido cuatro años más tarde podía haber llegado a reír como loco de ese simple hiriente insulto.
“¡Andate a vender estampillas, viejo infeliz!”
No hay comentarios:
Publicar un comentario