El incidente en la fiesta de Lili había marcado el comienzo de la etapa final. Fue el dedo en el platillo de la precaria balanza mental de Raúl Hugo Morales. De allí en más comenzaría su caída inexorable hacia los recónditos abismos de la alienación humana.
El domingo 23 de septiembre permaneció en cama, procurando evitar todo encuentro con Concepción y, muy especialmente, con Liliana.
“¿No vas a comer?”.
“No me siento bien.”.
“Hacé lo que quieras.”.
Su cerebro daba vueltas, vueltas, vueltas. Fue arrollando ideas en su interior, agitándolas, revolviéndolas, revisándolas en forma desordenada.
De vez en cuando rostros y escenas lo ocupaban todo.
La mirada cruel e hipócrita de Faustino Núñez.
La borrosa figura de Alberto Ruiz.
La boca hiriente de Marcelo.
La risa repulsiva de Conce.
El llanto angustioso de Liliana.
La frialdad imperturbable de Ricardo Páez.
Los labios rojos y carnosos de María Albarracín.
Las sienes arrugadas de Victoriano Morales.
El altar iluminado de su casamiento.
La sonrisa cansada del ex jefe Hernández.
Las ojeras de Alex.
La maestra de cuarto grado.
Los primeros manoseos genitales con Marcial.
La seria expresión de Onganía.
La muerte de Victoriano Morales.
El nacimiento de Lili.
El cuerpo desnudo de aquella chica hermosa y perversa con la que no quiso poder.
El automóvil deslumbrante de Ricardo Páez.
Las máquinas impresoras de billetes.
El concurso por el cargo de subjefe.
La última mirada de Alejandro.
El puente Nicolás Avellaneda.
La cabeza con clavos de Geniol.
La discusión entre Núñez y María.
Los juegos primarios con Lili.
Las máquinas acuñadoras de monedas.
El primer contacto sexual con Conce.
Clark Gable en Lo que el viento se llevó.
La graduación de Marcelo como el mejor bachiller.
El artefacto fluorescente de la oficina de Correos.
La muerte de Perón.
El prolijo sobre dirigido a un tal Schmuckter.
El ómnibus plateado que lo llevó a la excursión.
La búsqueda de Alejandro.
Las caderas robustas de María.
Las planchas de estampillas en su cajón del mostrador.
El ascensor del edificio en que vivía.
El automóvil importado de Alberto Ruiz.
La mirada despectiva de Marcelo.
Las permanentes recriminaciones de Conce.
Las salidas a la calesita con Lili.
La semana de luna de miel en Mar del Plata.
El entierro de su madre.
El día en que Hernández lo felicitó ante todos.
Las lágrimas de Alex.
La portada de septiembre del cuaderno de sexto grado.
Las caricias que aquella muchacha bella y pervertida le hiciera para tratar de excitarlo.
La muerte de Federico Luppi en Los Herederos.
La jeringa en el fondo del cajón.
El nuevo presidente del país.
La larga impresora de estampillas.
Y las palabras resonando en sus oídos.
“Me voy, viejo, ¿eh? Para siempre me voy.”.
“Y no te hagás la loca porque cuento todo.”.
“¿Vas a seguir pegado al mostrador como el imbécil de tu padre?”.
“¿Cuánto vía aérea a Mendoza?”.
“¡Drogadicto! ¡Hijo tuyo tenía que ser!”
“Mirá. Mejor no toqués nada. Sentate por ahí.”.
“Cuando yo me reciba vas a dejar de ser Raúl Nadie para ser el padre del doctor Morales.”.
“Mañana a las siete y media en el Correo de La Plata.”.
“Dos de cuatro veinte. Vuelto en monedas.”
“¿Dónde vas, che? ¿Estás loco?”.
“Ésta es la sección Calcografía.”.
“¿Usted vive en Esmeralda? Yo tengo un primo allí.”
“No sirven más que para vender estampillas.”.
“Se la voy a tirar a la cara.”.
“¡Eh! ¡Apurado!”.
“El auto, Morales, fíjese en el auto.”.
“Ésta es una Goebel, llegada por 1968.”.
“¿Dónde vas de traje?”.
“Lo felicito, Morales.”
"¡Andate a vender estampillas, viejo infeliz!”.
“Infeliz. Claro que sos un infeliz.”.
“¿Y no hay posibilidad de que puedan contaminarse y provocar una intoxicación?” .
Raúl se había quedado dormido, sumido en un pequeño sueño. Lo despertó bruscamente el alarido del reloj. Eran las seis de la mañana del lunes veinticuatro de septiembre. Se levantó. Se vistió. Sin prepararse el desayuno y mientras el resto de esa de algún modo denominable “familia” continuaba entregado al reposo, salió del departamento. Su cerebro estaba bloqueado, obtuso por el vértigo del día anterior. Detenido.
Aprovechó unos minutos libres en la lluviosa y poco concurrida mañana para correrse hasta el bar de la esquina. Pidió un café con leche, tres medialunas y un especial de jamón. Al ver el sándwich tomó conciencia de que verdaderamente sentía hambre. No había probado bocado desde el sábado a la noche. Lentamente su cerebro comenzó a ponerse en actividad.
Raúl Hugo Morales debía demostrar al mundo que él era alguien. En esos momentos se sentía como aquel día en que recorrió el largo pasillo oscuro hacia las impresoras de billetes en la Casa de Moneda. Ya iban a ver quién era Morales.
Al terminar su desayuno, no había nadie más fuerte y decidido que él.
Pero debería obrar con cautela. Nadie sospecharía que en el ahora casi lúcido intelecto del oscuro empleado de Correos se gestaba un hecho que cobraría trascendencia nacional o quizá mundial. Ya sabía qué debía hacer. Solamente le restaba encontrar el cómo.
Toda esa semana estuvo cavilando, procurando el camino para realizar la misión que se autoconfiara. Exteriormente, en lo cotidiano, en su trabajo, en su casa, se había vuelto más hosco y taciturno que nunca, aunque seguía siendo correcto y eficaz, “trabajador y honrado”. Su cerebro, o las ruinas de él, maquinaba, elaboraba insólitas venganzas, analizaba, calculaba. Su personalidad perturbada desde siempre se había desdoblado, y los dos Raúl Hugo Morales se diferenciaban un poco más cada día, cada hora, cada minuto.
El domingo treinta de septiembre a las doce del mediodía, acostado en su cama, estirado todo lo que su cuerpo podía estirarse, completamente desnudo, cubierto solamente por una sábana liviana estampada con flores multicolores, apoyando su cabeza fuera de la almohada, mirando sin ver las irregularidades del yeso del cielorraso, teniendo como fondo una discusión habitual entre Conce y Liliana, encontró la forma, el camino, el cómo.
Increíblemente, con una precisión que jamás se hubiera podido dar en su cerebro sin dividir, la mitad más enferma de Raúl Hugo Morales elaboraba un plan extraño y complejo que le permitiría alcanzar la primera plana de los periódicos del país.
Con un veneno que surtiese efecto varias horas después de ingerido impregnaría la goma del reverso de una plancha de estampillas comunes, que luego distribuiría entre quienes, a su criterio, debían purgar sus delitos contra los humildes, los simples, los sencillos, los nobles y puros de corazón.
Único juez y verdugo: Raúl Hugo Morales.
Un plan diabólicamente refinado, perfecto, a juicio de su gestor.
“Mañana mismo comenzaré a desarrollarlo. Será una obra maestra.”.
Estaba tan contento que hasta besó a su mujer en la mejilla al salir rumbo al trabajo la mañana siguiente. Concepción, sin llegar a abrir del todo sus ojos, le respondió con un amoroso “¿Qué hacés, idiota? ¿Qué bicho te picó?”.
Trabajó todo el día con entusiasmo. Sellaba, llenaba giros, calculaba telegramas, clasificaba correspondencia con un ritmo arrollador.
“Che, Morales, pará la máquina.”.
“Traeme más cartas para clasificar.”.
“¿Más? Ya las clasificaste todas. ¿Querés hacer méritos?”.
Al salir de la oficina de Correos cruzó hasta el moderno local de la Biblioteca Municipal.
Consultó el fichero. Separó dos nombres. “Toxicología de Astolfi”. “Medicina Legal de Nerio Rojas.”.
“Son ediciones antiguas, señor, de casi diez años atrás.”.
“Sí sí, señorita. No importa.”.
“Además no están. Los prestamos hace tiempo y no los han devuelto.”.
Morales retornó al fichero y prosiguió la búsqueda. Ficha tras ficha, nombres extraños que no comprendía del todo, música, literatura, física, diccionarios.
“Señor, ya cerramos.”.
“Ah, sí. Perdón. Mañana seguiré.”
Ese martes sólo pudo dedicar una hora a su trascendental tarea. Le bastó para terminar la recorrida del fichero. Nada.
Miércoles y jueves hubo un trabajo especial en el Correo, lo que impidió que concurriese a la Biblioteca. Recién el viernes pudo ingresar nuevamente a la amplia sala.
“Señorita. ¿Me permitiría echar un vistazo a los estantes?”.
“Sí, señor Morales. Pase por aquí.”.
Un estante, dos estantes, tres estantes, cuatro estantes, otro anaquel. Un estante, dos estantes, tres estantes, cuatro estantes, otro anaquel. Un estante, dos estantes…
“El Nuevo Médico de la Familia”, un tomo ancho y aparentemente repleto de información. Regresó al escritorio de la entrada.
“Señorita. Ese libro… ‘El Nuevo Médico de la Familia’…”.
“Es muy antiguo, señor. De hace sesenta años.”.
“No importa. Démelo. Me duele la cabeza siempre, ¿sabe? Y el dolor de cabeza es más viejo que ese libro.”
La joven sonrió divertida. Dio media vuelta y pocos segundos después retornó con el vetusto volumen de tapas verdes y letras doradas. Lo puso sobre el escritorio abriéndolo en la primera página.
“¿Ve, señor Morales? Mil nueve veinticinco. ¿No le conviene más ir a un buen médico?”.
“Sí, voy a ir, por supuesto. Pero me gustaría antes…”
“Sus documentos, por favor”.
Salió del local con el tomo bajo el brazo.
Esa noche, después de la cena se quedó en la cocina. Conce lo miró con curiosidad.
“¿Qué leés?”.
Raúl no respondió.
Su mujer siguió su camino hacia el dormitorio sin intentar repetir la pregunta. Era demasiado libro para Morales que jamás había pasado de alguna que otra historieta ilustrada.
“Prefacio - ¿?”.
“Los dilectos de los dioses mueren jóvenes – decían los antiguos. Pero la ciencia moderna…”
No, eso no.
“Contenido. Pruebas y triunfos… Mecanismo defensor… La Religión y la salud… La recreación y el descanso… La marea ascendente de la degeneración física… La higiene personal… Los envenenamientos.”
Sí, aquí. Página 240.
Pasó las hojas con avidez. Doscientos ocho, doscientos veintiséis, doscientos cincuenta y dos, doscientos cuarenta y dos, doscientos treinta y ocho, doscientos cuarenta.
“Capítulo 17. Los envenenamientos.”.
Raúl leía con lentitud, cada vez más interesado.
“Tres clases generales de venenos. Corrosivos, irritantes, que obran sobre los nervios.”.
“El mercurio.”. “El ácido fénico.”. “El lisol.”. “El arsénico.”. “Los polvos contra el dolor de cabeza.”. “La estricnina.”. “El fósforo.”. “El opio.”. “El plomo.” Ninguno servía a sus fines. O eran demasiado rápidos o demasiado lentos, o eran fácilmente controlables.
El sueño lo vencía y se fue a dormir.
El sábado después del mediodía retornó al pesado libro.
“El alcohol de madera.”. “Envenenamientos por nafta.”. “Envenenamientos por alimentos.”. “Los hongos o setas.”.
Allí, en plena página 248, estaba algo que podía ser útil.
“Hongos venenosos.”
"Hay dos variedades bien definidas de hongos venenosos: la amanita muscaria y la amanita phalloides, cada uno de las cuales produce síntomas distintos…” “Dentro de los quince o treinta minutos después de comer hongos de la primera variedad…” No sirve.
“La mayor parte de los casos de envenenamiento por hongos son causados por la variedad amanita phalloides, pero los síntomas no se manifiestan tan prestamente como en el caso de la muscaria, pues trascurren de seis a dieciséis horas antes de que se note evidencia alguna de veneno.”
Allí estaba. Su aliado sería la amanita phalloides.
No tenía antídoto conocido. La mortalidad era prácticamente del cien por ciento.
Había una anotación al pie.
“En la Argentina fue supuestamente hallada una variedad llamada amanita rebelis, muy semejante a la phalloides, cuya sustancia tóxica recibió por parte de sus descubridores, Boffman y Heredia, el nombre de ‘rebelina’. Ellos declararon en 1906 haberla aislado por un procedimiento que se detalla en la Rev. Arg. Tox. Año 7 Nº 4 – pág. 37 a 42, Bs. As. 1907 pero la especie de la que se hace referencia nunca volvió a encontrarse. Hay quienes creen que fue un error de los científicos y que se trataría de una contaminación de sustancias en el laboratorio. En caso de ser así, no existiría en el país variedad de hongos venenosos de tanta virulencia.”
El lunes primero de octubre Morales corrió en cuanto pudo hasta la Facultad de Medicina deLa Plata. Allí había un enjambre de estudiantes y profesores consultando material. Le llegó el turno. Extendió al empleado un papelito. “Rev. Arg. Tox. Año 7 Nº 4 – 1906”.
Milagrosamente, estaba. Era un ejemplar suelto, ajado y amarillento.
“Tuvo suerte, doctor. De ese año es el único que había. Los demás se han extraviado, o quizá nunca los recibimos. Hace tanto tiempo. ¿Lo va a consultar aquí?”.
“Sí, sí. Es un minuto.”.
“¿Me permite sus documentos?”.
“Doctor”. Raúl estaba tan excitado que ni se dio cuenta del título que le asignaran.
“Página 37. Extracción de rebelina, sustancia tóxica de la Amanita rebelis, Boffman R. P. y Heredia J. C.”. Estaba todo el detalle. Paso por paso. Era algo lento pero muy sencillo.
“¿Puedo retirar la revista?”.
“¿Es usted de esta Facultad?”.
“No.”
“Entonces no es posible. ¿Por qué no hace una fotoduplicación de lo que necesita?”.
Así lo hizo y allí mismo.
Salió del edificio de la Facultad de Medicina llevando arrolladas bajo su brazo las reproducciones de las página 37, 38, 39, 40, 41 y 42 de la Rev. Arg. Tox.
Esa noche, bien tarde, leyó.
“Esta nueva variedad de Amanita puede hallarse entre las rocas del fondo de algunas cuevas y depresiones, especialmente en las cercanías del nacimiento del Salado del Norte, provincias de Salta y Tucumán.”. Y seguía una descripción detallada del hongo en cuestión.
Raúl Hugo Morales viajaría a Salta, buscaría la amanita rebelis y si existía un solo ejemplar en todo el mundo, él lo encontraría.
No hay comentarios:
Publicar un comentario