Observé la mitad a mi derecha. En su interior vi algo así como una antigua radio de transistores aunque muy pequeña de la que supuse había surgido la extraña voz
A mi izquierda, en la concavidad de la semiesfera, dos frascos de pulgada y media de alto, perfectamente calzados en hendiduras paralelas.
Desde mi mano derecha, confirmando mi sospecha, dijo la voz:
- No temas, Marcos, y escucha atentamente. ¿Has visto los dos pequeños frascos?
Uno de ellos está lleno con una tierra muy negra, negra y fértil.
Donde esa tierra caiga surgirá la vida, fuerte y vigorosa. Vida en las plantas, en los animales y hasta es capaz de infundir un aliento vital en ciertas cosas.
El otro de los frascos está lleno con una tierra muy roja y destructora.
Donde ella caiga, reinará la muerte. La muerte de los pájaros, la muerte de las rosas, de los seres humanos y sus obras. Podrás utilizar de ambas como prefiera hacerlo tu conciencia :
sólo la tierra negra, sólo la tierra roja, o una parte de una y una parte de otra.
Finalmente la voz me instruyó acerca de qué hacer con las mitades de la esfera, con la extraña radio y con los pequeños frascos llenos de sus tierras.
Sentí que de pronto había perdido todo temor, como si desde siempre hubiese conocido el acerado objeto y las propiedades de su contenido.
Aguardé a que anocheciera. Caminé hasta la orilla del río y casi en el lugar exacto
en que el camalote con la joya metálica y el reptil artero aparecieran siete días antes, arrojé
uno tras otro los plateados hemisferios.
Al tocar la superficie del agua cada uno produjo un sonido como de aceite hirviendo, luego una luz enceguecedora y por fin se disolvió, integrándose al líquido circundante en forma total, absoluta y definitiva.
Con una de las semiesferas se fue también el trasmisor extraño.
.Retorné a la casa. Ya no resistía el deseo de comprobar las propiedades que la misteriosa voz asignara a la tierra negra y a la tierra roja.
Retiré ambos frascos de un hueco en la pared en el que los había ocultado.
Crucé nuevamente el ancho camino, me guarecí tras un par de árboles añosos de la vista de cualquiera que pasara y allí me puse en cuclillas.
Temblaba de frío pues esa noche umbrosa era atravesada por una brisa gélida y monótona.
Busqué con la mirada un paño de suelo sin vida vegetal, el más árido que por allí pude encontrar.
El recipiente con la tierra negra estaba cerrado con un tapón ajustado hecho de un material muy raro de color verde azulado.
Reteniendo en mi otra mano el frasco intacto con su tierra roja, incliné el que acababa de destapar.
Unos pocos gránulos oscuros cayeron sobre el suelo desnudo.
Unos escasos gránulos muy negros apenas algo más grandes de partículas de azúcar o de arena.
Un momento después, ese pequeño paño de árida tierra se transformó en un mundo.
Bajo un manto de césped muy tupido que cubrió de repente la superficie donde cayeran los
gránulos negros pude apreciar, aguzando los sentidos, un ejército de hormigas laboriosas
ignorantes de la hora y de la época.
Iban y venían junto a ellas decenas de bichitos de las más curiosas formas, desbrozando las pequeñas matas y horadando con prolijidad la tierra.
Aunque estaba oscuro y la brisa fría seguía hendiendo el aire para recordar que no era primavera, adiviné que hasta algunas flores tiernas había allí vertiendo su belleza.
En dos palmos por tres la tierra negra del frasco había creado un nuevo paraíso, sin Adán ni Eva.
¿Era entonces yo Dios desde ese día? Busqué la respuesta en el otro frasco.
Cerré con cuidado el uno y abrí el restante con igual cautela. Dejé caer sobre ese
pequeño paño de suelo ahora fértil unos pocos gránulos rojizos que como gotas de sangre
fueron absorbidos por la tierra.
Fue otro instante breve el de la espera.
El manto de césped muy tupido que hasta hacía un momento guareciera las hormigas laboriosas y los bichitos que iban y venían junto a ellas, se esfumó con todo sin un ruido.
Quedó solamente la anterior aridez, o ni siquiera.
El asombro ante esas maravillas ya no cabía en mi mente confundida. Me latía el corazón con tanta fuerza que no quise pensar ni ver más nada.
Cerré el segundo frasco y apretando ambos en mi mano crucé el camino a la carreta, entré en la casa, oculté mis tesoros nuevos en el hueco del muro y me arrojé sobre la cama revuelta.
No sé si me quedé dormido o si me desmayé de alguna forma.
Sólo sé que esa noche soñé con tierras, tierras negras y rojas que creaban y destruían mundos.
Y por encima de planetas y de estrellas me veía yo, con una larga barba, amo y señor, dictando órdenes y reglas.
Fui muy feliz cuando en el sueño eché las redes al río marrón de mis miserias y luego casi no podía levantarlas por estar tan repletas de peces.
No sé cuánto dormí o estuve desmayado. Al despertarme, el sol surcaba su ruta cenital.
Mediodía. Tajo radiante en el exacto centro de un día que olvidaba su carácter invernal.
Me sentía bien, tranquilo, sin angustias.
Hice un repaso veloz de los sueños que por primera vez no fueron pesadillas.
Yo, Juan Molina, ayer sumido en la miseria más profunda, ahora poseedor de una riqueza que de conocerla envidiarían quienes reinan en el mundo.
La tierra negra, maternal vientre engendrador de todas las vidas.
La tierra roja, fosa carmín señora de la muerte.
Y decidiendo sobre la vida y la muerte yo, Juan Molina, el pescador cansado de colar aguas vacías.
Dejé que transcurriera todo el día sin salir del lecho revuelto. Ordené lentamente mis ideas, tratando de acostumbrarme a mi fortuna.
Formulé planes. Imaginé aventuras.
De rato en rato un tropel de pensamientos confusos me invadía. La pregunta dominante era cuál de las dos tierras usaría.
Después de mucho y mucho meditarlo decidí utilizar el frasco de la vida. Lo haría con mesura, sin despertar sospechas, bebiendo gota a gota ese tesoro nuevo como no supe beber el vino en las cantinas.
Salí de la casa con los frascos ocultos en mi mano cuando ya la noche se cernía sobre mí, sobre la pala y sobre la linterna.
Al pie de un árbol que recortaba su silueta antigua contra el claro cielo de la noche hice un pozo profundo, profundo y misterioso.
En su fondo de lombrices y humedad deposité la mitad más terrible de mi tesoro: el hermético frasco de tierra roja, muy roja y destructora.
Cubrí la fosa, angosta sepultura de la porción asesina de nuevos poderes, hice una marca profunda en la corteza del árbol inmediato y, apretando con fuerza el otro frasco, retorné a mi morada transitoria.
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El relato completo puede encontrarse en:
http://ferialibrodelmundo.blogspot.com/
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