Hace cinco años que ellos ya no están, hace cinco años que mi vida no es más que sufrimiento y soledad.
Cuando Mía nació, vivíamos en paz, con mucha armonía y amor. Éramos realmente felices. Él trabajaba la mayor cantidad de tiempo posible para poder recaudar suficiente dinero y así poder criar a nuestra hija como queríamos, sin que le falte nunca nada.
En las mañanas él se levantaba muy temprano, tomaba mates y se preparaba para un duro día de trabajo. Antes de irse me dejaba en la mesita de luz la mamadera preparada para Mía, me miraba mientras dormía, me besaba la frente, se despedía de su hija y se marchaba.
Todos los días se despedía de nosotras, porque decía que si le pasaba algo malo, jamás se perdonaría no haberse despedido de nosotras.
Cuando le eligió el nombre Mía a nuestra hija, mi primera pregunta fue: ¿Por qué Mía? Y él con los ojitos brillosos y voz muy suave me contestó: “Porque es mía, porque siempre va a ser mía y solo mía.”
Al escuchar su respuesta lo mire a los ojos, le sonreí, y le dije: “Por esas cosas te amo tanto, porque con cada palabra que sale de tu boca me haces muy feliz.”
Una mañana, él se levantó muy temprano como de costumbre. Tomó sus mates, preparo la mamadera, se despidió y se fue…
Cuando me desperté, Mía no paraba de llorar. Supuse que tenía hambre. Entonces me levanté a darle su leche. Cuando llegué a su cuna y la miré, Mía estaba roja, toda sudada. Lo primero que hice fue levantarla y cargarla en mis brazos. Al tocarla sentí que su cuerpito estaba muy caliente, ella prácticamente hervía. Sus ojitos comenzaron a irse hacia atrás, su boca producía una especie de espuma, ella se movía muchísimo, era bastante difícil sostenerla.
Pero algo me llamó poderosamente la atención… sus pies estaban helados.
Muy asustada corrí al teléfono, marqué el número de mi esposo y lo llamé. Él llegó rapidísimo. Llevamos a Mía al hospital.
Me la sacaron de los brazos, todos corrían, yo no entendía nada… tenía mucho miedo, no sabía que le podía llegar a pasar a Mía.
“Es sólo una bebé”, pensaba desesperada.
Mi marido me abrazaba y decía: “No te preocupes. Mía va a estar bien, ¡es una nena muy fuerte! Y nosotros vamos a estar acá acompañándola pase lo que pase...”
Con lágrimas en mis ojos y muy triste, lo miré a los ojos y le dije: “¡Nunca nos dejes! ¡Por favor! No podríamos vivir sin vos…”
Y él contestó: “Jamás… Son las únicas dos personas por las que vivo día a día... Son lo más importante que tengo y no vivo sin ustedes…”
A media noche estaba en la habitación con Mía. Todavía nadie me había dicho lo que ella tenía. Ningún doctor o enfermero se había acercado para decirme por qué Mía estaba inconsciente hasta esa noche…
Yo estaba casi dormida, con la cabeza apoyada muy cerca de su carita, tomándole la mano y de pronto me despertó totalmente una enfermera bajita, con el pelo corto, y de unos 50 años de edad.
Me miró fijamente y movió la cabeza como diciendo no, con una mirada que parecía de lástima. Se acercó le tomó la temperatura, y cuando vio la cantidad de fiebre que tenía corrió a buscar a la doctora.
Muy desesperada, yo no sabía qué hacer.
De pronto comenzaron a entrar muchos doctores y enfermeros. Yo preguntaba qué sucedía, qué tenía mi hija. Pero nadie me contestaba nada y me sacaron de la habitación una vez más.
Me quedé sentada llorando fuera de la sala donde tenían a mi bebé.
Llegó mi marido que había ido a darse una ducha. Cuando me vio tirada en el suelo llorando por nuestra hija, me pregunto qué había pasado.
Yo sin respuestas apenas le dije: “No lo sé. Me sacaron de la habitación. ¡La tienen con muchos cables! No quiero ver así a mi hija…, ya no.”
Mi marido, muy indignado porque nadie nos había dicho nada sobre la salud de Mía, se fue a hablar con los doctores. Cuando entró a la sala, los enfermeros lo sacaron intentando calmarlo. Él pidió que le explicaran lo que pasaba. Y sólo así conseguimos que nos dijeran qué pasaba…
Un doctor salió muy mal de la habitación y nos habló: “No queríamos decir nada hasta no estar seguros de lo que presenta Mía.”
“Pero, ¡qué tiene doctor!” - dije casi gritando y él respondió: “Mía no está nada bien. Ella presenta un grave caso de derrame cerebral. No se la puede curar… es demasiado para una criatura tan pequeña… lo sentimos muchísimo.”
Cuando escuché decir al doctor lo que tenía Mía sentí que moría, que no habría vida después de ella. Muy desconsolada rompí en llanto. Sentía que no me sostenían las piernas. Mi marido me abrazó muy fuerte y me dijo: “Ya va a pasar, no te preocupes.”
El doctor nos dijo que antes de desconectarle los cables y respirador, nos podíamos despedir de ella. Yo no quería, me negaba completamente y mi marido me dijo que debíamos hacerlo, que ella era nuestra nena y debíamos despedirnos de ella. “Aunque yo sé que no va a ser por mucho tiempo” – dijo. Asombrada y sin comprender lo miré y me aseguró: “No te preocupes. Pronto la volveremos a ver.”
Me tomó la mano, abrazó a Mía y nos fuimos afuera.
Él le dio la orden al doctor para que le desconectaran todo y nos fuimos.
Yo le pregunté cómo era eso de que volveríamos a ver a Mía. Y me dijo: “Ya lo verás, ya lo verás…”
Al llegar a casa él se sentó muy triste en la cama, miro al suelo y se quedó en silencio. Yo, muy destrozada, comencé a sacar la ropita de Mía del guardarropas y sólo la acariciaba mirando a mi esposo fijamente.
Después de unas horas de estar sufriendo en nuestra casa, mi marido decidió salir a tomar aire. O eso me dijo cuando estaba a punto de salir por la puerta. Prácticamente tirada en la cama, me quedé. No tenía fuerzas, ni ganas de seguir.
Después de unos minutos sentí que alguien entraba muy silenciosamente a la casa… Era mi esposo que volvía. Me levanté de la cama, fui hacia la cocina donde estaba mi marido, y cuando me acerque a él me dijo muy suave: “Perdón por lo que voy a hacer. No es lo que yo quería, ni lo que esperaba para nuestras vidas, pero así se presentaron las cosas y creo que ya es demasiado tarde para pararlas. Yo siempre te amé y jamás voy a dejar de hacerlo. Perdón…”
Apenas termina de hablar saca un arma de su espalda y me apunta. Yo muy asustada intenté detenerlo, pero no sirvió. Él estaba decidido a matarme.
Continuaba apuntándome. Con la mirada muy triste, se acercaba lentamente y me decía: “Te voy a matar y luego me mataré yo… Es la única manera de que podamos volver a estar con Mía otra vez y ser felices de nuevo los tres.”
Yo, bastante resignada, cansada, no lo detuve. Dejé que pasaran las cosas… y me disparó…
Caí al suelo con los ojos casi cerrados y vi como él se disparaba en la cabeza con el arma. Al oír los disparos los vecinos llamaron a la policía. Yo estaba casi muerta cuando entraron, me levantaron del suelo, me recostaron en una camilla y me llevaron al hospital.
En algún momento perdí la conciencia. No sabía bien dónde estaba. Todo era confusión, gritos, corridas, y mucha sangre.
Cuando desperté, estaba en una cama del hospital, con suero, respirador artificial, y muy dolorida. Pero viva, me había salvado.
Apenas me di cuenta de que estaba con vida, comencé a preguntar por mi marido. Quería saber dónde estaba, si estaba bien. Pero la respuesta no fue la que esperaba. Las enfermeras me dijeron que él había muerto, que no había resistido, porque el disparo que se había dado fue en la cabeza, y era imposible que sobreviviera.
No pude más. Era demasiado para mí, me quede dormida.
A los pocos días me dieron el alta y volví a mi casa.
Una tarde, después de casi una semana de haber salido del hospital, estaba en casa esperando a mi mamá que me vendría a visitar.
Cuando ella entró la miré a los ojos como pidiéndole ayuda. Me dijo: “Deja que el tiempo cure tus heridas, vas a ver que con el tiempo todo ese dolor se va a ir y sólo el tiempo las va a curar”
Pero yo le respondí: “No tengo tiempo. Para mí, desde el día que murieron Mía y mi esposo ya no tengo tiempo. Las horas no pasan y no sé cuándo es día o noche. El tiempo no existe para mí, y mi vida es un infierno en el que ya no quiero vivir. ¡Ayudame, mamá!”
Ella me miró con toda esa paz que tiene en sus ojos, esa sonrisa que me llena el alma, y bastó un segundo de su tiempo para convencerme. Entonces decidí seguir por ella, por lo mucho que la amo, y porque yo aprendí lo difícil que es que se te muera una hija. Jamás dejaría que mi mamá sufra lo que yo sufrí.
Fin
Le quiero decir gracias a mi mamá por cuidarme y por amarme.
Sin vos no soy nada
Laura.
Te amo mami. ¡Feliz día!
Te amo.
"HL"
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