Durante más de medio siglo, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo formaron el matrimonio literario más destacado de la Argentina. Tenían todo para sumir en la fascinación a sus colegas escritores, pero también al mundillo artístico y social de Buenos Aires. Autor de primer orden, amigo íntimo de Jorge Luis Borges y uno de los hombres más atractivos de Buenos Aires, Bioy -a quien le cabía como a pocos el título de la novela de Drieu La Rochelle, El hombre cubierto de mujeres- era, por si fuera poco, rico y pertenecía a una de las familias más prestigiosas de Buenos Aires. Silvina, por su parte, cuentista, poeta notable y hermana menor de la olímpica Victoria Ocampo, la fundadora de la revista Sur (un parentesco que no la alegraba demasiado), tenía una fortuna quizás aún mayor que la de Adolfito (como todos llamaban a Bioy), una prosapia que se remontaba a la época de la Conquista y un encanto irresistible que hacía olvidar lo que ella consideraba su "fealdad".
Los Bioy convirtieron sus sucesivas casas (la de Santa Fe y Ecuador, y la de Posadas) en centro de reunión de los hombres y mujeres más talentosos de Buenos Aires. Alrededor de la pareja se formó un círculo que desafiaba las convenciones porteñas y se regía por un código propio. Hoy, la mayoría de quienes lo integraron han muerto y muy pocos pueden rendir testimonio sobre las costumbres de esa especie de Bloomsbury local. Pero hubo un testigo privilegiado de lo que ocurría en el hogar de los Bioy: Jovita Iglesias de Montes Blanco, que trabajó y vivió con ellos durante medio siglo.
Servidora, pero también íntima amiga, especie de hija, hermana y madre adoptiva de esa pareja cuyo carácter excepcional captó desde que los conoció en 1949, Jovita representó para Adolfito y Silvina lo que Céleste Albaret para Marcel Proust: el contacto con la realidad cotidiana. Ahora Jovita Iglesias cuenta la relación que la unió a sus "señores" en Los Bioy (Tusquets), el libro en que la periodista y escritora Silvia Renée Arias recoge las declaraciones de su amiga.
Silvia Renée Arias trató a Bioy Casares durante los últimos cinco años de la vida del escritor. En ese lapso, se ganó la confianza de Jovita, lo que no es fácil, y fue tejiendo una sólida amistad con ella. Por eso, tiempo después de la muerte de Bioy, Jovita la eligió para contar la historia de los cincuenta años de entrañable relación con Silvina y Adolfito.
Por las historias que se cuentan (no por el estilo, directo y de una gran llaneza), el libro parece una obra escrita por Silvina Ocampo con la colaboración de Bioy Casares: una curiosa y apasionante cruza entre el culebrón mexicano y una comedia de Hollywood aderezada quizá con muchos toques del estilo de Groucho Marx. Los amores contrariados, la crueldad, la inteligencia, las pasiones desatadas, los celos corrosivos y el humor delirante se suceden en todas las páginas. Aunque se habla poco de literatura y los grandes escritores son apenas la excusa para unas pocas anécdotas, el relato, que sigue los hechos simples de la vida diaria, muestra de un modo sesgado las raíces que nutrían la literatura de Silvina y de Adolfito. Más aún, las anécdotas revelan que la vida de los Bioy estaba teñida de esos estilos literarios, sobre todo del estilo de Silvina, y en los episodios narrados, que por momentos parecen extraídos de alguno de sus cuentos, uno reconoce a menudo las trazas del argumento de muchos de ellos.
César, en realidad, no hacía sino repetir la historia familiar. De joven, su padre se había enamorado de una mucama, había debido combatir la oposición de los suyos para poder casarse con la que sería la madre de César e irse de su casa española a México donde, por cuenta propia, se había hecho rico antes de volver a España. Años después los padres de César, olvidados de aquel pasado, habían decidido que el muchacho se fuera a México para terminar su carrera de médico y apartarlo de su novia.
Jovita había partido para América porque pensaba que desde el extranjero le sería más fácil eludir los obstáculos familiares y unirse por fin a César. No fue así porque unos anónimos arteros enviados a César y a Jovita lo impidieron. Nunca se supo si esos anónimos habían sido enviados por la propia Silvina Ocampo o por Basilisa, una tía de Jovita, ambas temerosas de perder a la muchacha.
En la Argentina, Jovita se fue a vivir a la casa de su tía Basilisa ("Basi") de Vázquez, una mujer sin hijos, que más que amar idolatraba a su sobrina. Un mes después de llegada la muchacha a Buenos Aires, "Basi" le anunció que la llevaría a conocer a una de las mujeres más importantes del país, Silvina Ocampo. Los Bioy vivían entonces en un edificio de diez pisos en Santa Fe y Ecuador. Ocupaban los cinco pisos superiores y el primero, donde había una pileta de natación cubierta y un estudio en el que Silvina pintaba y escribía.
"Basi" había conocido a Silvina a través de una cuñada suya. Desde chica, la menor de las Ocampo, atraída por el mundo menos convencional y más directo de las dependencias de servicio que aparecen a menudo en sus libros, trababa estrechas amistades con los servidores. La poca simpatía que tenía por su hermana Victoria, trece años mayor que ella, se debía no sólo a que ésta fuera una "mandona", como Silvina y Bioy la calificaban, sino al hecho de que, en la niñez, le había arrebatado a su niñera, Fani, la persona que Silvina más quería después de sus padres. Cuando Victoria se casó se llevó con ella a Fani y Silvina jamás se lo perdonó.
Jovita recuerda con precisión el primer encuentro con su señora: "Silvina llevaba puesto un camisón y deshabillé de nailon. Calzaba chinelas. Pero tenía tres gruesas gargantillas de oro, a cual más linda, y tres pulseras haciendo juego. Sabría después que dormía con esas alhajas, especialmente diseñadas para ella, porque tenían un broche de seguridad que ni ella sabía abrir". Silvina, por su parte, le dijo a "Basi": "Ah, te felicito, qué suerte tenés de tener una sobrina tan linda... Pero tené cuidado porque un día te la voy a robar". Fue lo que hizo sin perder un minuto.
Como "Basi" tenía que hacer una construcción en su casa y los Bioy iban a hacer un largo viaje a Europa, Silvina le propuso que se instalara, con su marido y su sobrina, en Santa Fe y Ecuador.
De esa manera, se evitarían incomodidades y podrían vigilar al personal y cuidar los departamentos. Eso sí, tendrían que hacerlo de inmediato, al día siguiente, porque Silvina deseaba estar en compañía de Jovita algún tiempo antes de irse al extranjero. "Silvina era así -comenta Jovita-, quería que las cosas se hicieran ya. El señor era igual. No podía esperar". Los tíos y la sobrina se instalaron así en casa de los Bioy. Afortunadamente, Adolfito también quedó encantado con Jovita, a la que, por otra parte, le encontraba mucho parecido con su madre, Marta Casares, que había sido íntima amiga de Silvina antes de que ésta se casara con su hijo.
Los celos, la necesidad de apoderarse de los seres queridos y de manejar sus existencias son temas recurrentes en la obra de Silvina Ocampo, pero también lo fueron en su vida. A poco de vivir en casa de los Bioy, una noche, Jovita recibió la visita de la señora, que le confesó que nunca podría darle un hijo a Adolfito.Recuerda que le dijo "Lo voy a perder porque él quiere tener uno" y le contó que junto con Bioy se habían planteado la posibilidad de adoptarla. Jovita tenía entonces veintitrés años y quedó perturbada por esa proposición: "Me puse a llorar. Le dije que no entendía y que no cambiaría nunca a mi madre pobre por una madre rica." Silvina se quedó callada un momento y luego dijo: "Mirá si yo sabía a quién estaba eligiendo".
Años más tarde, los Bioy se pusieron de acuerdo para adoptar una hija biológica de Adolfito y una de sus amantes. Bioy había tomado esa decisión porque genuinamente deseaba tener descendencia, mientras que Silvina lo hacía porque temía perder a su esposo. Esa hija fue Marta Bioy. La diferencia entre el deseo de Adolfito y el de Silvina no dejaría de tener consecuencias en la vida cotidiana de la familia. Del libro de Jovita Iglesias y Silvia Renée Arias se desprende que siempre hubo entre Silvina y Marta una barrera, algo no dicho que contaminaba la atmósfera del hogar. A pesar del cariño que existía entre madre e hija adoptivas, era obvio que Marta representaba para Silvina la prueba viviente de una frustración y del hecho de que la voluntad de perpetuarse de Bioy había sido más fuerte que el pacto establecido con su esposa. La escritora, demasiado celosa para olvidar, se cobraba en detalles mínimos los recuerdos dolorosos, muchos de los cuales después se convirtieron en origen de sus cuentos y poemas.
Adolfito, uno de los hombres más apuestos y seductores de Buenos Aires, adoraba a las mujeres. Silvina, once años mayor que él, se consideraba fea (salía poco porque, según le explicaba a Jova, "¿adónde voy a ir con esta cara?") y el hecho de haber conquistado a uno de los ejemplares masculinos más codiciados de la Argentina representaba para ella un triunfo envenenado. Debía defender su trofeo hasta de sus amigas más íntimas y, con frecuencia, era derrotada. Los Bioy disfrutaban mucho juntos, compartían intereses literarios, cierto tipo de humor y se burlaban de las convenciones. Vivían, como decía Victoria Ocampo, en una "torre de marfil, si es que alguna vez existió algo así".
Silvina aceptó como algo inevitable que él tuviera amantes. Hasta podría decirse, según conjetura Jovita en el libro, que las aventuras superficiales no la afectaban, siempre que no amenazaran esa extraña unión. Los temores de Silvina respecto a su marido no se debían sólo a sus rivales amorosas. También temía que lo raptaran para pedir rescate o que tuviera un accidente. En la vida en común, habían establecido una rutina. Después de almorzar y de una breve siesta, Bioy salía para ir al cine o para encontrarse con sus amigas pero debía regresar a la hora de la cena. Si Bioy se retrasaba, Silvina empezaba a dar vueltas alrededor de la puerta de entrada, inquieta y asustada, esperándolo. Un día, resolvió colocar un sillón frente al ingreso del departamento para poder aguardar más cómoda. Allí se instalaba. Tenía un oído privilegiado que le permitía oír cuando se abrían las puertas del ascensor en la planta baja. El amor y la ansiedad la habían llevado a identificar el ritmo y la fuerza con que Bioy abría y cerraba esas puertas. En cuanto se daba cuenta de que él estaba abajo, se levantaba del sillón y se perdía en alguno de los numerosos salones de la casa. Adolfito no se enteró nunca de ese ritual, que ahora revela este libro.
Por su parte, Silvina también tenía relaciones amorosas con otras personas, como el mismo Bioy, cuidadoso de que su esposa no quedara como una de las tantas mujeres víctimas de sus maridos, declaró en una entrevista. Una carta de Alejandra Pizarnik aSilvina, que apareció en la correspondencia de la primera, publicada por Ivonne Bordelois, parecería probar que entre las dos escritoras hubo una relación más que amistosa. Jovita niega que Silvina haya tenido amores lesbianos, así como Céleste Albaret negó que Proust hubiera tenido hombres como amantes. Dice Jovita: "Nunca vi nada sospechoso en ese sentido. Venían a casa muchas amigas íntimas de la señora, pero yo nunca supe que ella tuviera esas mañas.
Con todo, Jovita relata un episodio alarmante. Un director de cine argentino radicado en Europa, encariñado amistosamente con ella, se escandalizaba de que los Bioy nunca le hubieran pagado un pasaje para que pudiera visitar su terruño. Más aún, le prometió que él se lo regalaría. Silvina escuchaba esos diálogos con bastante disgusto pero sin comentarios hasta el día en que el director le pidió los documentos a Jovita para hacer las reservas en un barco o en un avión. La reacción de Silvina no se hizo esperar. Le dijo al amigo entrometido en presencia de su entrañable servidora, que hoy recuerda aquel momento: "Te odio. Si Jovita se va a España, aquí no venís más. Tu amistad conmigo se cortó en este momento. Porque me estás sacando lo que más quiero". Así fue como Jovita jamás regresó a España. Más adelante, el cineasta le enviaba cartas a Silvina y en el interior de los sobres incluía una hoja de saludos para Jovita. Silvina jamás se las dio. Jovita se enteró porque, en cierta ocasión, el director, de visita en casa de los Bioy, le preguntó: "Jovita, ¿por qué no contestás nunca con una palabrita a mis mensajes?"
Silvina le hizo jurar a "Jova" que nunca la dejaría y que, si ella, como suponía, moría antes que Adolfito, tampoco dejaría a Bioy. Jovita lo juró. Silvina fue más allá. Le pidió que, en los momentos extremos de su vida, ella la alimentara y le diera su último bocado. Quiso la casualidad que fuera así. Jovita les dio los últimos bocados a Silvina y a Adolfito.
Del mismo modo que los Bioy se olvidaban de pagar el sueldo a los Montes, tampoco los recordaron en sus testamentos, a pesar de que en repetidas oportunidades, cuenta Jovita, habían querido regalarles valiosas propiedades. En la Argentina, uno no necesita hacer testamento para legar a los familiares directos. Claro que los Montes no lo eran. Afortunadamente, Fabián Bioy Casares, el único hijo sobreviviente de Adolfito, fruto de otro de sus amores, dispuso que Jovita y Pepe recibieran un dinero con el que pudieron comprarse un pequeño departamento.
Los dos ambientes donde hoy viven los Montes se encuentran casi completamente invadidos de cajas aún cerradas que contienen los recuerdos, las cartas, los papeles que fueron acumulando durante medio siglo de vida en común con sus señores. Todavía después de muertos, los Bioy los acompañan. Como en un cuento de Silvina, esas cajas invasoras los mantienen cautivos de un pasado deslumbrante, dramático y risueño a la vez, en el que aparecen, siempre vistos desde el ángulo de las dependencias de servicio, personajes como Borges, Manuel Puig, Mujica Lainez, Octavio Paz y su esposa, la bellísima Elena Garro (también amante de Bioy). Esa pila sellada de memorias, que el departamento apenas puede cobijar, es un símbolo de los secretos más ardientes sobre los que Jovita todavía hoy guarda un silencio ejemplar. Una vez más, Silvina, clarividente, acertó: "Mirá si yo sabía a quién estaba eligiendo".
Por Hugo Beccacece
De la Redacción de LA NACION
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1 comentario:
Silvina Ocampo Y Adolfo Bioy Casares se casaron el 15 de enero de 1940 no de 1932.
Lucía Casasbellas
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