En los párrafos finales lo explica muy bien: había pasado su niñez, su juventud, su existencia, en un túnel oscuro, prisionero de sí mismo, y tan lejos de los demás, de los otros, de María, que no podía ser en su existencia sino una alucinación del amor.
El lenguaje perfecto (Ernesto Sábato era un perfeccionista) afirma la categoría de la obra del autor.
Me quedé hechizada por el desprecio con que Castel observaba al mundo. Encerrado en su túnel sicológico, miraba con desprecio la vida que transcurría con su intrascendencia de mosca, alrededor de él.
El amor, el repentino sentimiento amoroso que despertó María en él, hizo que el protagonista de la novela se hundiera aún más en ese abismo que era su existencia. ¿Puede el amor salvar a un artista, en este caso un pintor iluminado por la fama, que ha de renegar y desconfiar siempre de todo, aun de la más ínfima demostración de cariño y ternura?
Me hace gracia recordar, también, el sentimiento de odio que Castel tenía para con los críticos de arte. Oh..., aquellos habladores, que todo lo enredan y todo lo someten al juicio de la “razón”, para apartarse más y más, entonces, de la verdadera belleza de una obra de arte.
Pero Castel, el artista, sentía verdadera bronca contra los críticos elogiosos, los que haciendo alarde de un elevado conocimiento, llevaban la obra a un análisis complejo, a una suerte de cirugía, dejando en oscuro lo que debía estar claro.
El túnel tiene un lenguaje artístico de grandes revelaciones.
Castel es un ser humano que, anulado por su naturaleza obsesiva, nos va contando no solamente su historia, la historia de su crimen que cree justificado, sino la historia de la obsesión, cómo ella se desenrosca ante la primera oportunidad y cómo, no contenta con destruir a su víctima, o sea, al obseso, va abriendo sus tentáculos, sus hermosas y horribles flores devoradoras, destruyendo otras vidas.
Delfina Acosta
ABC digital
20 de Marzo de 2010
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