Mi cuerpo desde el cosmos a lo cosmético sin escalas. Dame, por favor, un simulacro de cariño para aplacar mi infantil desazón por la oscuridad. Los verbos elididos, mi acción negada, las obras contraculturales de las gestas eróticas de las otras, de ésas que nunca podré ser, otra materialidad, otro sentir, otra emocionalidad, una libertad que por azar me tiene permanentemente recluida.Quiero cubrirle a esa mujer el cuerpo con vestidos gruesos, con faldas que oculten su incendio, ese fuego que si yo tuviera derretiría las moles de hielo que me rodean. Aislada. Sitiada, herida por ráfagas de los besos que no tuve. Quiero golpearla en las mejillas, abofetearla con brusquedad y pedirle explicaciones que no entenderé, imprecarla, maldecirle su boca gruesa que se llena de besos y mirar la mía en el espejo que se colma de caries, de muerte, de silencio.
La otra mujer se yergue como una sombra, se alarga, se solaza.
Ni el cuidado inventario de sus carencias, me basta para amenguar su luz. Le grito al hombre que me escoja, que le prepararé su sopa preferida, que transitaré por su casa con perfumes baratos y joyas falsas pero tan enamorada, que tengo esperanzas de tenerlo conmigo para que me repare el tejado, para que me remiende la dignidad que como un encaje maltrecho no cubre nada… Pero me mira y pasa de mí. Me sonrojo mientras le lleno a él también la alforja de improperios contra su hombría, expongo sus debilidades, le hundo en la ijada las esquirlas venenosas de su abulia que me duele, busco hombres que me hagan el amor con los dedos, que me metan por el ombligo a Silvia Plath, mirando de reojo si le importa.
La otra mujer la escucha, le sostiene la mirada y se apiada. En concéntricos círculos le cuenta que los hombres son sólo iridiscencias. Sean hombres diminutos u hombres meritorios. Exiguos de moral o exiguos de pasión. Intelectuales de cajón de ofertas o esforzados cantores de micro. Hombres culposos que reparten hijos soplando dientes de dragón cuyos vuelos no controlan. Hombres invisibles que se cuelgan de las muñecas sus mujeres anteriores y las hacen sonar como castañuelas, como un enfermizo flamenco que suena a música de funerales tempranos. Hombres como bahías claras o como ennegrecidos puertos. Como espejos o como espejismos. Como cesura o como censuradas entregas. No existen. Son sólo iridiscencias. Con lástima le lanza a esa flor que espera al hombre a la orilla de la mampara, un beso.
CARMEN ANDREA MANTILLA
SANTIAGO DE CHILE
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