por Juan Gómez-Jurado
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El miércoles, el mundo del arte se revolucionó: la restauración de la «Mona Lisa» que posee el Museo del Prado desvela que es una copia contemporánea a la original y pudo ser realizada al mismo tiempo por uno de los discípulos de Leonardo da Vinci. El escritor Juan Gómez-Jurado viaja, en este reportaje novelado, a la gestación de la obra en el taller del maestro.
La mujer llegó a la bottega al alba. Los aprendices llevaban horas despiertos, preparando el sillón donde ella había de permanecer sentada durante todo el día. Volvieron a trazar las leves marcas de tiza sobre el gastado suelo. Tendieron finos cordeles entre las paredes y la silla, para asegurarse de que cuando la modelo se sentase su posición fuese exactamente la misma que la última vez que había estado allí, quince días antes. Echaron otro leño a la chimenea del fondo de la estancia, y espiaron divertidos mientras la mujer se sacaba las ropas que traía y se enfundaba en un caro atuendo verde. El vestido nunca abandonaba labottega, para frustración de la vieja matrona que acompañaba a la mujer. Mientras los aprendices atisbaban un tobillo o un hombro desnudos, la anciana intentaba hacer pantalla con su capa.
Los ayudantes aparecieron con los últimos cantos del gallo. Habían tomado sopa de chicharrones y un vaso de vino por todo desayuno. Ellos habían sido aprendices en su día. Se habían ganado el derecho de sostener un pincel durmiendo sobre las losas de piedra de la cocina, cortando cebollas, partiendo leña y fregando los suelos. Habían entrado allí de niños, procedentes de familias pobres, y su único examen había sido trazar un círculo con un trozo de carbón. Sólo aquellos que lograban una perfecta circunferencia eran admitidos. Trabajaban, escuchaban y aprendían. El tiempo y el esfuerzo demostraban quién tenía talento y quién debía marcharse.
Cuando todo estuvo listo, cuando la luz suave de la mañana fue la adecuada, cuando las protestas de la mujer y la matrona se acallaron, el maestro apareció.
Se hizo un breve silencio mientras los ojos de Leonardo recorrían la estancia con detenimiento. Aún tenía legañas en los ojos, y se mesaba la barba con aire distraído mientras renqueaba hacia el caballete en el centro de la estancia. Su peculiar sistema de trabajo le convertía en hombre taciturno y huraño cada vez que despertaba, lo cual ocurría varias veces al día. Leonardo creía que la vida era demasiado corta para dedicarse a una sola tarea. Encerrado en su estudio privado, escribía, esculpía, trazaba planos de edificios o esbozaba detallados proyectos imposibles. Sus dedos huesudos estaban siempre en movimiento, y el carboncillo cubría sus uñas de un luto permanente. A veces hacía cosas extrañas, como el día en que le había arrebatado por la calle un juguete a un niño. Era un aspa que podía volar impulsada por la fricción de una cuerda. Era un objeto sin valor, apenas un par de cobres en cualquier buhonero de los muchos que pregonaban su mercancía por las calles de Florencia. Pero Leonardo se lo llevó a su casa, y pasó horas encerrado, imaginando una máquina voladora. Estas excentricidades y la poca fiabilidad que ofrecía a la hora de concluir sus trabajos hacían que los mayores mecenas del mundo confiasen mucho más en Rafael o en Miguel Ángel, relegando a Leonardo a una incómoda posición como el tercer mayor artista de Italia.
Cinco pasos por detrás de Leonardo
No era de extrañar que de tanto en tanto se quedase sin dinero, y tuviese que aceptar encargos como aquel retrato de la mujer de un nuevo rico como Francesco del Giocondo. Sus ayudantes suspiraban, molestos por perder el tiempo con aquel encargo menor, en lugar de aumentar su experiencia con encargos de mayor envergadura, como el enorme cuadro inacabado de la Virgen, San Juan y el Niño Jesús que reposaba en un rincón, medio cubierto por un paño suave.
—La manga está demasiado alzada —habló el maestro, con su voz rasposa y chirriante. Uno de los aprendices corrigió al punto el error.
Se colocó ante el caballete, y tomó el pincel con la mano izquierda y la paleta con la derecha. Se quedó mirando esta con fijeza, y profundas arrugas se formaron en torno a sus ojos.
—Fernando— llamó.
Cinco pasos detrás de Leonardo, subidos a un largo escalón que permitía ver con claridad por encima del hombro del pintor, los ayudantes estaban junto a sus propios caballetes. Era parte de su privilegio y de su aprendizaje el copiar al maestro mientras este trabajaba. La fama de un cuadro era tanto mayor cuantas más copias de este se hacían, y estas eran muy apreciadas. Pero las reproducciones solían reservarse para las grandes obras, no para encargos menores como aquel, a no ser que los mecenas así lo requiriesen. Era el propio Leonardo el que había ordenado ese proceder, y las palabras del maestro no se discutían.
El español bajó del escalón y se acercó rápido a Leonardo, ignorando las miradas de envidia de sus compañeros. A diferencia de ellos no había hecho su aprendizaje en aquella bottega, sino en varios talleres de otros pintores. Había pasado tiempo con el propio Rafael antes de acudir a Leonardo, quien le había aceptado a regañadientes. Algo debió ver el viejo Leonardo en el joven delgado y cetrino, al que concedía un trato de favor según soplasen los caprichosos vientos de su temperamento.
—¿Qué sucede, maestro?
Leonardo no contestó, solo señaló con el extremo mordisqueado del pincel a su paleta. El español vio enseguida el problema. Una de las masas de pintura aparecía demasiado líquida.
Fernando corrió hacia el banco de trabajo del extremo opuesto. Aquella tarea hubiese correspondido a un aprendiz de no tratarse del color que se trataba. El ultramarino era el tono más apreciado de la época, no sólo por la hermosura de su tono sino por su coste prohibitivo.
Sobre el banco, el ayudante mezcló con precisión y habilidad el maloliente sulfuro, el pórfido y el aceite. Después abrió una alacena cerrada con llave y extrajo un saquito de cuero. Tomó una pequeña piedra de su interior, y se permitió un breve momento de admiración. Aquel pedacito de roca había viajado desde el reino de Tamerlán, en el confín septentrional de Persia, hasta la bottegapasando por Egipto y Roma. Su valor era el equivalente a lo que diez jornaleros podrían ganar a lo largo de toda una vida.
La joven Lisa sonreía levemente
Con ayuda de una lanceta raspó la superficie de la piedra. El polvillo resultante tiñó al instante la mixtura. La removió en el mortero hasta obtener una pasta uniforme, y reemplazó la pintura defectuosa en la paleta del maestro. Este la miró con fijeza, la olisqueó y finalmente le recompensó con un asentimiento y un leve gesto de aprobación.
Mientras Fernando regresaba a su puesto, el rasgueo de un laúd subrayó su sensación de triunfo. Acababa de llegar el músico que entretenía a la modelo durante las largas horas de posado. La joven Lisa sonreía levemente, mientras la matrona roncaba en un rincón, arrullada por el instrumento.
El español volvió la atención a su caballete. La pequeña tabla de madera de álamo que había frente a él reproducía con exactitud los trazos que el maestro iba creando sobre el original. El paisaje ficticio e irreal del fondo, que tanto había dado que hablar a los ayudantes. La estudiada geometría euclidiana de la figura humana, que Leonardo había calculado en una precisa fórmula matemática, cuyos garabatos aún colgaban de la pared junto a la lista de turnos de limpieza del taller. Y aquella extraña levedad de las manos. Ni siquiera guardaba un gran parecido con el original. La mujer que iba cobrando forma en la tela no era el ser humano sudoroso e inquieto que posaba a duras penas en la silla. Era un ser vaporoso que existía sólo en la cabeza del pintor.
Fernando lamentó los años que aún quedaban para concluir la obra, al errático paso de Leonardo. Aquel era el humilde cuadro de una burguesa. Ni una sola joya, ni un cojín. Tan solo en el brocado del escote se apreciaba que aquella era una mujer adinerada. No era nada comparable a pintar un fresco de una iglesia, una Virgen o un papa. Tan sólo sería un paso más de su aprendizaje, que concluiría pronto. Podría buscar mecenas para crear sus propias obras, bellas pinturas de las que la gente hablase, que permaneciesen en la memoria y le sobreviviesen tras su muerte.
Meneando la cabeza, el español se preguntó quién recordaría el retrato de la Gioconda. Desde luego, nadie en su sano juicio, concluyó encogiéndose de hombros. Y siguió pintando.
Juan Gómez-Jurado
ABC
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