¡SOY BOHEMIA ! ¿Y QUÉ?
Siempre me preguntan ¿que es ser Bohemio? les respondo : El Bohemio vive por vivir , se llena de angustia sin tener por qué, pero está alegre cuando otros no están.
El Bohemio vive su vida incansable de ideas ,algunas creativas y otras filosóficas, todas para hacer de su vida un paraíso. El Bohemio no teme, solo porque él vive su vida como quiere, ahora sin causarles daños a sus semejantes. Vive la vida con principios y hasta con responsibilidad pero hace lo que quiere cuando quiere. En la música encuentra pinturas, en las poesías encuentra música, y en las pinturas encuentra versos ...es así mientras que se bebe su copa y sin faltar un café en un bar escondido adonde solo se lee por la media luz y la atmósfera del tabaco. La noche es su tarima....ahi baila, canta, bebe, conversa y admira a otros como él. Se proclama el duende de la noche. Ve el mundo con otros ojos ...él ve colores en el cielo nublado, ve la melancolía en una rosa brillante en su esplendor.
Gracias a todos que entienden estas breves letras. ¡SÍIIIIIII!!!! ¡Soy una Bohemia !!! ¿y Qué?
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Leyenda del príncipe Ahmed al Kamel o el peregrino de amor
Un rey moro de Granada tuvo un solo hijo al que puso por nombre Ahmed. Con el tiempo, los cortesanos le añadieron el sobrenombre de al Kamel, que quiere decir el Perfecto y es que, desde niño, el príncipe mostró una inteligencia preclara. Los astrólogos confirmaron esta impresión, vaticinando que, en efecto, sería un hombre perfecto y un soberano próspero. Sólo vería enturbiado su futuro por los grandes peligros del amor, a los que se sometería y por los que no dudaría en poner en peligro su vida. Si se le pudiera poner a salvo de este sentimiento, su existencia sería de una felicidad ininterrumpida. El rey decidió hacer caso a los consejos astrológicos y mandó levantar un hermoso palacio en la cumbre de una colina, cerca de la Alhambra, donde recluyó a Ahmed, lejos de cualquier mujer y al cuidado de un sabio filósofo, Eben Bonabben, con la orden expresa de que, bajo ningún concepto, se le hablase al príncipe del amor.
El sabio filósofo dijo que así lo haría y el príncipe se crió bajo su atenta mirada, rodeado de jardines y de cuantos lujos pudiese desear. A su servicio sólo había hombres, todos mudos, con el fin de que nada pudieran contarle del sentimiento amoroso.
Eben Bonabben pronto notó que a Ahmed la filosofía no le interesaba en absoluto. Atendía a las clases lo mejor que podía, pero sus bostezos ponían bien de manifiesto que las duras disciplinas, filosóficas o algebraicas, no estaban entre sus prioridades. Su maestro le enseñó algo de música para que se entretuviera, y advirtió que, pese a sus desvelos, el príncipe se daba a vagar por los jardines con aire melancólico, tocando el laúd, acariciando las flores entre suspiros. Bien se dio cuenta el anciano que, sin saberlo, su pupilo se hallaba al borde de la ciencia prohibida.
Pensando en qué podía ofrecerle al príncipe para despertar su interés, se acordó que, en Egipto, había aprendido el lenguaje de los pájaros. Se lo enseñó un rabino que, a su vez, lo había aprendido de Salomón al que se lo transmitió la reina de Saba. Ahmed se mostró encantado con poder conocer esta ciencia, pues así no estaría tan solo. Los jardines estaban poblados de aves con las que podría comunicarse.
Su primer amigo fue un halcón, que vivía entre las grietas de las torres del Generalife. Con sus grandes ojos y su elegante prestancia, el ave y el príncipe conversaban sobre filosofía, astronomía o metafísica, con lo que Ahmed se aburría casi tanto como con Eben Bonabben.
Después estableció contacto con un murciélago, que permanecía todo el día colgado de la bóveda, pero su talante era depresivo y su comentarios tan sombríos que Ahmed renunció a su compañía.
También una golondrina, pizpireta y juguetona, se contó entre las amistades del príncipe. Al principio su charloteó divirtió al príncipe, pero sus temas eran superficiales, sin sustancia seria y pronto se cansó de hablar de nada.
Ahmed volvió a sentirse solo en su palacio. Pero pasó el invierno y llegó la exultante primavera, la estación en la que las aves que emigran vuelven a sus lugares de anidamiento y establecen tiernos cortejos con los que serán sus compañeros y compañeras. Cantaban alegres hablándose de amor, ante la sorpresa del príncipe que se preguntaba qué sería eso del amor. Decidió consultar al halcón que parecía tan sabio, pero el ave le dijo que él nada sabía de ello, pues era un ave de presa, hecho para la caza y la lucha, en la que no cabía el absurdo sentimiento del amor. Preguntó a un búho, pero se dedicaba a la filosofía y lo consideraba un sentimiento inútil y pernicioso.
Harto de dudas, interrogó a Ebe Bonabben, recriminándole que entre las muchas materias que le había enseñado, no se encontraba ninguna que se llamase "amor". El filósofo comprendió que tanta soledad y tantos cuidados no habían servido de nada. El amor irrumpía en la vida de su alumno sin que se pudiera evitar.
Los aromas de la primavera, el melodioso canto de los pájaros... todo hablaba de amor, mientras el joven Ahmed se volvía cada vez más melancólico y ausente. Una mañana, mientras contemplaba los exuberantes jardines apoyado en una ventana, llegó a hasta él una paloma jadeante perseguida por un halcón. Penetró en la estancia y cayó rendida sobre el pavimento. El príncipe, compadecido, la cogió, y la arrimó a su pecho. Fue por comida y le puso trigo y agua fresca para que se repusiera de la penosa aventura. Pero, ante su sorpresa, el ave no quiso ni comer ni beber. El príncipe le preguntó el porqué de su actitud. Estaba a salvo del halcón y, además, tenía todo cuanto podía desear. La paloma, entristecida, le comentó que le faltaba algo primordial, su compañero, al que tal vez no volviera a ver y al que tanto amaba. Y Ahmed le preguntó si sabía ella qué era eso del amor.
Y la paloma se explayó. El amor era el tormento de uno, la felicidad de dos y la enemistad de tres. ¡Qué hermosa descripción! Es un encanto que une a dos seres, que los hace felices cuando están juntos y desgraciados cuando se separan. Es el misterio y el principio de la vida, el sueño apasionado de la juventud y el sereno deleite de la madurez. Todos los seres vivos tienen a su compañero, desde el más humilde de los escarabajos hasta los seres superiores... todos buscan con quien compartir su vida y su esperanza, sus alegrías y tristezas... y le chocaba muchísimo que, el príncipe a su edad, no hubiese conocido a alguna damisela que encandilara su corazón.
Ahmed empezó a comprender. Soltó a la paloma para que se reuniese con su amado, pues bien entendía que el amor era el más fuerte de los deseos y él no tenía derecho a privar al ave, inocente y enamorada, de aquellos deleites que le había descrito.
La amargura se apoderó de su corazón y el príncipe, iracundo, le reprochó al sabio Bonabben que no le hubiera enseñado nada sobre el más noble de los sentimientos, sobre ese desvarío y deleite que es el amor. El filósofo comprendió que nada podía hacer. Entonces le habló de los vaticinios de su nacimiento, de cómo su padre le había querido ahorrar cualquier tipo de sufrimiento y, también, de cómo su vida estaba en sus manos, pues si trascendía a la corte que el amor había entrado en su vida, era más que probable que el rey le mandase ejecutar.
El príncipe escuchó con atención y prometió ser discreto, pues quería mucho a su preceptor, no en vano, su vida había transcurrido junto a él. Pero sus buenos propósitos iban a verse turbados por la llegada de la paloma amiga que, en pago, a la libertad recuperada, traía buenas nuevas para Ahmed.
Llegó hasta la ventana de los aposentos del príncipe y le contó que venía de un lugar lejano, de una hermosa pradera, cerca de un castillo, donde se encontró a unas jóvenes que bailaban alegremente, coronadas con guirnaldas de flores, y que, de entre todas ellas, destacaba una por su belleza e inocencia. Al verla, la paloma estuvo segura que sería la compañera ideal para el príncipe y, con tal fin, venía a comunicárselo. No necesitó más la imaginación de Ahmed para inflamarse y sin pensárselo dos veces, escribió una carta, tan tierna como apasionada, a esa joven, hablándole de su triste esclavitud y de cuánto desearía salir a su encuentro para besarle los pies. La carta, perfumada con almizcle, iba dirigida "A la desconocida beldad del cautivo príncipe Ahmed", y fue confiada a la paloma para que la hiciera llegar a su destino.
Día tras día, con la impaciencia lógica del enamorado, esperaba el regreso de la paloma con alguna noticia. Y cuando ya había perdido toda esperanza, un atardecer vio cómo llegaba su amiga. Desgraciadamente, el ave venía herida de muerte.Algún cazador desaprensivo la había atravesado con una flecha, con lo que la mensajera del amor, cayó muerta nada más penetrar a través de la ventana, cayendo a los pies de Ahmed. Abrumado por la pena, la recogió con ternura y entonces vio que, en torno a su cuello, llevaba un fino hilo de perlas del que pendía un pequeño retrato esmaltado. ¡Qué hermosa dama! ¡Qué hermosas facciones... qué mirada tan transparente y diáfana! Pero, ¿quién era y dónde vivía... cómo poder encontrarla? La muerte de la paloma lo sumía todo en el misterio.
Cuanto más miraba la imagen más y más se enamoraba y más se desesperaba al no saber nada concreto de la amada. Así que tomó la determinación heroica de huir de su encierro. No era fácil hacerlo pues, día y noche, el palacio estaba custodiado y si al final lo conseguía no sabía a dónde dirigirse. Entonces se acordó del búho amigo. Como ave nocturna sabría aconsejarle qué camino o vereda podría tomar en su huida y tal pudiera aconsejarle en otras materias de utilidad para sus fines.
En un principio el búho no quiso saber nada del asunto, pero el príncipe supo halagarle ofreciéndole un puesto importante en la corte cuando fuese rey y el ave, a pesar de su austeridad y de dedicarse a la filosofía, se sintió tentado por la ambición. Tenía muchos amigos y parientes que residían en las más altas almenas de los castillos y palacios de toda España y tal vez pudieran ayudarles. En principio decidieron trasladarse a Sevilla, donde vivía un cuervo, compañero a su vez de un mago llegado de Egipto. Sabía que el mago había muerto, pero el cuervo seguía habitando en una torre del arruinado Alcázar, gabinete antaño del mago. Tomada la decisión, Ahmed se deslizó una noche, por medio de unas sábanas, desde su torre hasta el suelo, y en el mayor de los sigilos, emprendieron el viaje.
Por fin, un día, al amanecer, entraron en la populosa ciudad, que era un hervidero de gentes. El búho se quedó en las afueras porque aquel tumulto le fatigaba en extremo y la luz del día dañaba a sus enormes ojos. El príncipe se encaminó hacia la torre y después de una penosa ascensión, llegó hasta el lugar donde se encontraba el cuervo que era ya viejísimo. Le expuso sus pretensiones y el ave serio, diciéndole que no era adivino y además, estaba destinado a anunciar muertes y desgracias, no a buscar amadas y a poner en contacto a los enamorados. Pero cuando el príncipe le habló de los vaticinios astrológicos de su nacimiento, el cuervo tomó interés en el asunto. Le recomendó que lo mejor que podía hacer, puesto que él no conocía a la princesa en cuestión, era dirigirse hacia Córdoba, pues tenía constancia que, bajo la palmera del gran Abderramán, que se alzaba en el patio de la hermosa mezquita, encontraría a un viajero que había recorrido las cortes de todo el mundo conocido y había sido el favorito de princesas y reinas. Posiblemente, él podría darle una información fidedigna. Agradecido, Ahmed se despidió del cuervo, y se encaminó hacia Córdoba, en compañía del búho fiel.
Llegado a la ciudad, se dirigió al lugar que le indicó el cuervo y contempló cómo una multitud de personas estaban a los pies de la palmera señalada escuchando las palabras de alguien. Dio por sentado que era el viajero que buscaba y quedó atónito al ver se que trataba de un loro. Pronto le informaron de que este loro era descendiente del famoso loro de Persia, y que en las cortes extranjeras gozaba de gran predicamento. Sabía pensar, hablar y recitar hermosas poesías con las que encandilaba a las damas de la nobleza.
Ahmed solicitó una entrevista privada con el loro. Cuando le expuso el motivo de su viaje y de su consulta, también el ave se echó a reír. Era un desengañado del amor, ¡había visto tantas cosas por esos mundos que le resultaba difícil creer en la pureza de este sentimiento! No obstante, examinó el retrato que le mostró el príncipe, anticipándole que conocía a infinidad de mujeres bonitas, tantas que no le era fácil distinguir un rostro de otro. Pero, sí, ¡la conocía! ¿Cómo olvidar a la princesa Aldegunda, la más hermosa y sencilla de las princesas cristianas?.
El príncipe, saltando de gozo, le preguntó dónde podía encontrarla. El asunto se presentaba muy complicado. Primero porque era hija de un rey cristiano y Ahmed era musulmán, y segundo, porque nadie podía verla. Por unos extraños vaticinios astrológicos, debía permanecer oculta a los ojos de los mortales hasta que cumpliese los diecisiete años. El loro había podido verla porque fue contratado para entretenerla en sus soledades y en verdad podía decir que se trataba de una mujer deliciosa. Parecía que el destino hubiera querido unir a dos seres cuyos condicionamientos vitales se debían al poder de la astrología y a unos vaticinios comunes.
Después de prometerle al loro que si le ayudaba le otorgaría cuanto pudiera desear de por vida, cedió el ave y se fueron a buscar al búho para proseguir viaje hacia donde se hallaba la hermosa Aldegunda. Las dos aves se llevaban fatal. El loro se perdía por cantar canciones, contar chascarrillos y otras frivolidades, mientras que el búho sólo hablaba de filosofía y metafísica. Por si esto fuera poco, el loro estaba acostumbrado a una vida relajada y aristocrática, y no quería madrugar, lo que no le importaba al búho, aunque como ave nocturna, después de comer se echaba unas largas siestas hasta que anochecía. El príncipe estaba desesperado ante la dilación del viaje, pero prendido en sus ensoñaciones, iban haciendo camino.
Dejaron atrás los pasos de Sierra Morena y se internaron en las llanuras de La Mancha y Castilla. Siguieron bordeando el Tajo hasta avistar una ciudad hermosa y linajuda: la imperial Toledo. El viaje tocaba a su fin. Allí, en Toledo, se encontraba el palacio de la sin par Aldegunda, cerca del río, rodeado de jardines y cerrado por altos muros, al tiempo que guardias armados lo custodiaban. El corazón de Ahmed latía con fuerza al hallarse tan cerca de su amada, pero, ¿cómo entrar en contacto con ella? Por suerte, el loro podía volar y hablar, de manera que fue designado embajador ante la princesa, para que le contase que a las mismas puertas de su casa, había llegado el peregrino del amor.
Voló el loro hasta la ventana de los aposentos de Aldegunda, que tumbada sobre un diván, leía y releía un papel, mientras las lágrimas recorrían su rostro angelical velado por la nostalgia y la tristeza. Cuando le habló el loro, le miró con sorpresa, que resultó mayúscula al saber que su príncipe estaba al otro lado de los muros del palacio. Pero no todo era tan sencillo. Al día siguiente cumplía diecisiete años y su padre, el rey, había organizado un gran torneo entre los mejores caballeros del reino. Aquel que venciera en justa lid, ganaría la mano de Aldegunda. Si Ahmed la quería, debía estar presto a demostrar su valentía en el torneo.
Allá que fue el loro a comunicarle las nuevas al príncipe que se desesperó al conocerlas. Muchas cosas le había enseñado su preceptor, pero no el manejo de las armas. No podría competir con aquellos caballeros tan duchos en esta materia, y perdería a su amor para siempre. ¡Después de todo lo que había pasado por ella!
Pero el búho, con su vieja sabiduría, conocía una cueva legendaria, situada en los montes de Toledo, en la que se guardaba una armadura mágica y un corcel encantado que sólo podían ser usados por un musulmán. En un viaje de juventud, junto a su padre, el búho pernoctó en dicha cueva, y podía asegurarle que allí contempló las armas y el caballo, esperando que alguien los sacase de su encantamiento. Corrieron hacia aquel lugar, entraron en la cueva, y así Ahmed pudo pertrecharse de cuanto necesitaba para el torneo. La armadura brillaba como si estuviese recién hecha y el corcel, en cuanto el príncipe lo tocó, se puso a relinchar alegremente.
La mañana amaneció soleada. El campo para el combate estaba preparado en la vega, al pie de las murallas toledanas y la expectación era enorme. Por fin se iba a conocer a aquella princesa tan celosamente guardada, y los rumores sobre su belleza corrían de boca en boca. Las damas más bonitas, ricas y poderosas del reino se mostraban impacientes y los caballeros que iban a competir templaban sus armas, también inquietos. Cuando apareció Aldegunda con su padre, un murmullo de admiración se dejó sentir por doquier.
Pero la princesa, estaba pálida, triste, miraba inquieta a un lado y otro, como si esperase encontrar o reconocer a alguien. Ya iban a sonar las trompetas que señalaban el inicio del torneo, cuando el heraldo anunció a un nuevo caballero que deseaba entrar en la lid. Ahmed se presentó a caballo, con una presencia imponente. Caballo y caballero refulgían de joyas, y sus armas eran las más hermosas de todo el real. Se había inscrito como "el Peregrino del Amor", pero se objetó que sólo podían participar en el torneo nobles y príncipes, por lo que decidió dar a conocer su auténtica filiación. ¡Un infiel musulmán, aunque fuese príncipe, compitiendo por una princesa cristiana! Aquello era imposible.
Sus rivales le rodearon en actitud hostil, y uno de ellos se rió en su cara del apelativo amoroso que había elegido, lo que enfureció a Ahmed que le retó. Se colocaron en posición de ataque y al más leve contacto de la lanza mágica del príncipe árabe sobre el enemigo, le derribó ante los aplausos de la multitud. Pero ahí no paró la cosa: las armas y el corcel, no en vano estaban embrujados, pues una vez que entraron en lid ya no hubo quien pudiera contenerlos. Emprendieron una lucha por su cuenta arrastrando al príncipe que, a duras penas, podía sostenerse sobre la cabalgadura. Arremetieron contra guardias, vasallos, nobles, hiriendo, golpeando, sin reparar a quién o quiénes derribaban y hasta rodó por el suelo el mismo rey, cuya corona fue pisoteada por el airado corcel. Se formó un tumulto difícil de controlar... la gente huía despavorida, y el padre de Aldegunda, se llenaba de ira.
Las campanas de la ciudad anunciaban las doce del mediodía y el mágico hechizo recobró su poder. Caballo, caballero, armadura y arneses emprendieron una cabalgada desbocada hacia la cueva donde habían dormido tanto tiempo y cuando llegaron al lugar, quedaron de nuevo como petrificados. El príncipe descabalgó confuso y afligido. Todo le había salido mal. ¿Cómo presentarse en Toledo después de lo ocurrido? Los caballeros cristianos se sentirían humillados y el rey, después de semejante ultraje, no desearía más que vengarse. ¿Y qué decir de Aldegunda? No querría verle y, posiblemente, ni siquiera le amase después de aquel bochornoso espectáculo. Ante tanto dolor y desconcierto, Ahmed envió a sus pájaros a la ciudad para ver cómo estaban los ánimos y par a recabar noticias. El loro voló de día y constató que la consternación en la villa del Tajo era enorme. La princesa se desmayó y hubo que llevarla en andas hasta al palacio, mientras la población comentaba la sonada aparición de un mago árabe o de un demonio que dio al traste con el torneo. Desde luego, los sucesos acontecidos no podían deberse a ningún mortal, sino que se trataba de cosas mágicas o de encantamientos satánicos.
El búho salió de noche y se posó en cuantos tejados, azoteas y almenas vio iluminados para escuchar lo que se decía, llegando hasta las ventanas del palacio de Aldegunda. La pobre princesa yacía en una cama, rodeada de sirvientes y médicos que trataban de mitigar su dolor, pero no había consuelo para ella. Cuando todos salieron de la estancia, la doncella sacó de su pecho un papel, que leyó entre lágrimas y suspiros. Tan entristecida estaba Aldegunda que el búho no pudo dejar de conmoverse. Ahmed pensó cuánta razón tenía su viejo maestro. ¡Cuántas desdichas trae el amor!
La princesa empeoró en su estado. Ni sabios ni médicos daban con la razón de su mal que se agravaba por días. No quería ni comer ni beber, al tiempo que tampoco dormía. El rey, temeroso de perderla, publicó un edicto en el que decía que aquel que pudiera curar a su Aldegunda recibiría la joya más preciosa del tesoro real.
Al búho, conocido el ofrecimiento real, se le ocurrió una idea. En su última estancia en Toledo, descubrió una torre en la que se celebraba una reunión de búhos anticuarios, situada muy cerca de la que guardaba el tesoro real. A través de sus hermanos se enteró de que, en dicho tesoro, se guardaba la alfombra mágica de Salomón, en una caja de sándalo. Esta alfombra tenía grandes propiedades mágicas y llegó a Toledo traída por los judíos de la diáspora, después de la caída de Jerusalén. Tal vez, con habilidad, Ahmed pudiera hacerse con ella y asegurar así su felicidad.
El príncipe meditó unos instantes... y el amor hizo el resto porque este sentimiento hace osado al tímido e ingenioso al que no lo es y a nuestro enamorado recursos no le faltaban. Se vistió de mendigo árabe, y se embadurnó la cara con un betún oscuro. De esta guisa, irreconocible, se presentó ante las puertas del palacio ofreciéndose para curar a la princesa. Los guardias quisieron echarlo al ver su aspecto, pero Ahmed insistía una y otra vez. Se formó un alboroto y salió el rey en persona a ver qué sucedía.
Al ver al mendigo, y conocedor de que los árabes poseían muchos secretos curativos, pensó que nada se perdía en que aquel hombre tratase de curar a su hija. Así que fue trasladado a las terrazas que daban a los aposentos de la princesa, seguido por numerosos cortesanos y por el rey.
Ahmed sacó una flauta, y sentándose en el suelo, se puso a interpretar varias tonadillas de música árabe que había aprendido en los jardines del Generalife. La princesa, en su lecho, escuchó insensible las tonadillas. Cuantos la rodeaban movían la cabeza con incredulidad... aquello no parecía que pudiera sanarla. El príncipe, dejando a un lado la flauta, se puso a cantar, con una sencilla melodía, las estrofas amorosas que le había escrito a la princesa en la carta que le envió. Aldegunda reconoció, al instante, el texto... Se levantó de la cama como movida por un resorte. Se dirigió a la terraza y el color de la vida volvió a sus mejillas pálidas. ¡El milagro se había producido! Quería ver de inmediato al trovador, pero no se atrevía a decírselo a su padre, que comprendió que ése era el deseo de su hija.
Ahmed fue introducido en la habitación de la princesa, y ambos se contemplaron, tímidamente, aunque con sus miradas se lo dijeron todo pues el lenguaje del amor es elocuente entre los enamorados.
El rey, contento y admirado, mantuvo su promesa y, además, le ofreció al príncipe convertirse en el médico de la corte, pero Ahmed dijo que sólo quería la recompensa ofrecida y que de todas las joyas posibles, deseaba una alfombra que estaba contenida en una caja de sándalo. Se trataba de una reliquia árabe que para él tenía un gran valor sentimental.
Todos se sorprendieron de la modestia de su petición y buscaron en el tesoro real la caja en cuestión. Se la presentaron al príncipe que, en presencia del rey y los cortesanos, fue abierta, apareciendo dentro de ella, la alfombra de seda verde que, en tiempos, cubrió el trono del gran Salomón. Ahmed dijo que era digna de estar a los pies de la hermosura de la princesa y la colocó junto a la otomana donde permanecía Aldegunda. Los dos se sentaron sobre ella, mientras el príncipe descubría su condición y le decía a su amada que él era "el Peregrino del Amor".
En aquel mismo instante, la alfombra echó a volar, llevándose a los amantes ante la estupefacción de cuantos contemplaron semejante prodigio.
Cuando el rey se recuperó de la sorpresa, reunió a un poderoso ejército para marchar sobre Granada y recobrar a su hija, arrebatada por aquel mágico sistema. La marcha hacia Al-Andalus fue larga y penosa para los cristianos, que llegaron por fin, plantando el campamento en su vega. Se enviaron emisarios a Ahmed para que devolviera a Aldegunda, pero en lugar de presentar batalla, el príncipe salió al encuentro de su ya suegro, acompañado de la princesa, cubierta de joyas y más bella aún que cuando estaba en Toledo.
Ahmed era ahora el rey, puesto que su padre había muerto y Aldegunda, su sultana. Ambos resplandecían de felicidad y el rey cristiano comprendió que no tenía nada que hacer. Se sucedieron las fiestas y los agasajos a los cristianos que, después de disfrutar de la hospitalidad musulmana, retornaron a Toledo muy contentos por el trato recibido y porque no se derramó una sola gota de sangre. La joven pareja continuó reinando en la maravillosa Alhambra, y se dice que aquella corte fue tan feliz como justa y querida por su pueblo.
No se olvidó Ahmed de las promesas que hizo a sus dos amigos, el loro y el búho. Al primero lo nombró maestro de protocolo y ceremonias, y el segundo ocupó el puesto de primer ministro. Con los consejos de las dos aves, el gobierno del "Peregrino del Amor" se rigió siempre por la buena administración y las buenas maneras.
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