¡SOY BOHEMIA ! ¿Y QUÉ?

Siempre me preguntan ¿que es ser Bohemio? les respondo : El Bohemio vive por vivir , se llena de angustia sin tener por qué, pero está alegre cuando otros no están.

El Bohemio vive su vida incansable de ideas ,algunas creativas y otras filosóficas, todas para hacer de su vida un paraíso. El Bohemio no teme, solo porque él vive su vida como quiere, ahora sin causarles daños a sus semejantes. Vive la vida con principios y hasta con responsibilidad pero hace lo que quiere cuando quiere. En la música encuentra pinturas, en las poesías encuentra música, y en las pinturas encuentra versos ...es así mientras que se bebe su copa y sin faltar un café en un bar escondido adonde solo se lee por la media luz y la atmósfera del tabaco. La noche es su tarima....ahi baila, canta, bebe, conversa y admira a otros como él. Se proclama el duende de la noche. Ve el mundo con otros ojos ...él ve colores en el cielo nublado, ve la melancolía en una rosa brillante en su esplendor.

Gracias a todos que entienden estas breves letras. ¡SÍIIIIIII!!!! ¡Soy una Bohemia !!! ¿y Qué?

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ORQUÍDEAS PARA CLARA - Un cuento de Delfina Acosta


Por un camino de polvo uno iba a la Farmacia Lázaro, y ahí, el farmacéutico, que llevaba una vida sedentaria, te contaba algún chisme, cualquier zoncera, porque gran cosa no ocurría nunca.
Todo era un asomarse a la ventana, y mirar a la calle, que al atardecer tenía un color sombrío y apagado, y luego, cansado del triste espectáculo volver a meterse en la casa para esperar que cayera la noche y echarse sobre el lecho.
En la casa de enfrente vivía una adolescente paralítica.

A las seis en punto de la tarde, una mujer robusta, con el cabello recogido en un pañuelo de colores, la sacaba al patio que daba a la calle, y la adolescente, de rostro pálido y pecoso, se quedaba como un ave sobre un tendido eléctrico, ansiosa por volar, pues había que ver cómo se le quitaba el rostro triste, y la elocuencia, las palabras en pleno aleteo, le dibujaban un semblante feliz.
En las otras casas, que eran pocas, las puertas permanecían cerradas.
La gente no caminaba al atardecer por la calle.
Y aquella conducta de sacar al perro para que paseara no existía pues las personas eran de vivir adentro, y escuchar la radio que pasaba música internacional, pero de las salidas del fuelle de un acordeón, del viento de un trombón y de las teclas de un piano, y no las que alcanzaban los pulmones de un vigoroso tenor italiano pues la tendencia era oír sólo el clamor de los instrumentos musicales.

Clara se aburría.
Era demasiado largo el tiempo que transcurría entre los cuerpos celestes, con fogonazos y apagones de luz; ella daría lo que fuera por atraer la atención de alguien, y luego pedirle que le contara todo, desde el principio hasta el final, o sea alfa y omega, y seguir así, dale que te dale, y que fuera tarde para continuar hablando y aparecieran las primeras luciérnagas del crepúsculo, pero continuar lo mismo.

Mientras comía, a la hora del almuerzo, su invariable porción de chuleta de cerdo y de puerro, pensaba qué haría después de la siesta, en qué distracción haría vagar sus horas blancas, pero terminaba sentada en el sillón del patio, leyendo alguna vieja revista.
Durante una tarde de sol que picaba, y mucho, alguien golpeó las manos en su portón.
Fue a atender.
Era un hombre oriental. Dijo llamarse Kato Akagi. Y bajo el sol inclemente y picante como un sello salino en la frente, le fue diciendo, con suma amabilidad, que traía orquídeas de las mejores y de las más exóticas especies, y que se contentaría, en caso de que lo tomara como jardinero, con un lecho para dormir y comida. Conocía bastante de plomería y de instalaciones eléctricas además.

Clara sabía que no podría mantenerlo, pero ya le vendría una invención, una idea, una chispa hija del apuro, y lo contrató.
El oriental, que resultó ser japonés, tenía su edad: 30 años.
A los quince días Kato ya había formado bajo la enramada de la vid un sitio rectangular y parejo para las orquídeas, que él llamaba “su pueblo”. A menudo lidiaba contra las abejas que venían atraídas por el líquido dulzón de las frutas con un heroico sentido del humor.

Clara se sentía contenta. Por fin alguien con quien charlar.
Después de cenar (el japonés comía en un cuarto grande destinado a los cachivaches), le pidió que viniera a sentarse a su mesa.
Jamás supo lo que era darse aires, ni inyectar un tercio de ampolla de maldad a la gente, porque en ese pueblo de diaria consumación de la indiferencia, el necesario placer de odiar a una persona, nunca había tenido su proceso ni ocasión.
Así fue que ante la mirada de Kato, saboreó ronroneando su postre, y le comentó que lo hizo a la tarde y lo dejó enfriar, y luego, sorbiendo el jugo de durazno que hacía perfecto maridaje con el zumo de piña, cerró sus ojos largamente como si fuera que estuviera viajando y le contó que podía sentir no sólo los sabores sino también los colores.

- Esto es un manjar de los dioses. Ambrosía pura - suspiró.
Después, temiendo que Kato tomara de un salto su postre, se animó a tragar un durazno entero, y le fue contando, dale que dale, que se sentía contenta con su trabajo aunque el rociado de las flores le parecía excesivo. Pero en el momento le pidió perdón porque qué podría ella saber de orquídeas.

Y se levantó de la mesa y vio los dientes sanos de Kato mostrando una sonrisa obediente en señal de las buenas noches. Clara se sintió triunfal.
En los días sucesivos charlaba de cuando en cuando con Kato.
Le observaba hacer las cosas (vestía siempre una camiseta de frisa y pantalones a rayas) con la cabeza inclinada sobre el objeto de su propósito. Y ella pensaba, pensaba, y no se le ocurría con qué maldad darle un maltrato porque nada más se le cruzaban por la mente preguntas, que él contestaba hacendoso. Y cuanto más se volvía respetuoso y puntual y preciso en su comunicación, más Clara se irritaba.

Un día, estando la tarde calurosa, vio dos escorpiones junto a la rejilla del cuarto de baño. Los tomó con papel y los dejó dentro de un viejo tarro de pintura “Látex” donde Kato guardaba un aditivo para el abono. Se sentó a esperar mientras escuchaba música de la radio.
Y cuando ya la música le iba dejando en estado de sopor, sintió, sobresaltándose, la presencia del japonés. Le mostró los insectos acercándolos cuidadosamente a su rostro, y los bajó sobre una baldosa, y una vez que los desesperó y los indujo a muerte prendiendo fuego a su alrededor, los llevó a su boca, hizo un buche con ellos, para después escupirlos muy lejos.

- Estos bichos salen cuando hace calor - dijo. Una sonrisa burlona le blanqueó e iluminó la cara.
Pero hubo cierta hora de ese día en que Clara sentía el calor agobiante de la noche. Se imaginaba corriendo, desnuda, con el cabello suelto. Los insectos nocturnos buscaban su rostro, sin embargo ella seguía corriendo, descalza, afiebrada y ligera, y algo de la brisa y del sudor se prendían, confabulados, de su larga cabellera suelta. Y fue sin darse cuenta que paró de correr, pues estaba ya en el cuarto de Kato, quien dormía desnudo.

Ella le dijo cosas tibias en el oído para que despertara.
Y él despertó, y nombró a su esposa y a su hijo pequeño varias veces, levantando una barrera.
Pero ella no quiso escucharlo.
Esa manera suya, como de serpiente, de deslizarse, de desprenderse de la fuerza de los brazos de Clara, hasta llegar al suelo, era su forma de pedirle disculpas por no poder atender a sus requerimientos.

Tocando su sexo, lamiéndole las orejas, hablándole como desde un lugar secreto y lascivo de la noche, siguió insistiendo.
Repasó con su lengua furiosa su cuerpo y rozó con sus largos dedos finos su rostro hasta llegar a sus tetillas.
En un momento apretó sus senos contra su pecho. Se oyó a sí misma ronronear.
Fue entonces cuando bajó su capullo oscuro hasta el sexo masculino y besó en la boca a Kato. Empezó a hacer leves movimientos; ellos parecían dibujar una flor oscilante de una rama. Y aquellos movimientos sin posibles errores, aquellas olas altas y bajas, aquel placer que empezaba a formar parte de un viento que había perdido el control de sí mismo, comenzó a escurrirse como el zumo del mar librado a la oscuridad.
La quietud de la noche era grande.
Ella dibujó en el cuerpo amante la forma de un círculo.

Suspiró satisfecha mientras observaba, a la luz blanca de la luna, la silueta de un gato sobre el tejado. Los gatos le inspiraban desconfianza, pero aquel minino despertó su ternura.
Todavía su cuerpo tenía memoria del placer cuando vio a Kato, parado frente a ella.
Un ave chistó dos veces a lo lejos y voló huyendo.
El hombre sujetó fuertemente sus dos brazos mientras hundía un cuchillo en su cuello, su largo y suave cuello de cisne, que empezaba a manar sangre tibia.
Muerta, con algunos claros rojos de la sangre sobre su piel blanca, Clara parecía una rara y exquisita orquídea.

Delfina Acosta

Poesía gestada en Internet y publicada en un libro - por Delfina Acosta

"En la ebriedad del bosque" se titula el libro de cuatro poetas de distintas partes del mundo que se conocieron a través de Internet y se embarcaron, viendo la coincidencia de sus afinidades estéticas y rítmicas, en la empresa de publicar un poemario.

¿Quiénes son ellos? Pues E. Dominique Jollivet, Felipe Fuentes García, Óscar Distéfano Miers y Tania Correa Alegría.

La poetisa Dominique Jollivet, de origen francés y con la doble nacionalidad francesa y española escribe versos muy buenos. Ellos pasan previamente, o sea, antes de hacerse luz, palabras, versos, por pensamientos que rondan la elegancia y la sutileza.
El amor es el tema con que una palabra suya se enamora de otra palabra.
Con cuánta tristeza pensada en la hora del crepúsculo van cayendo las hojas de su poesía. Y esa poesía de su sangre, rica en imaginación, en ritmo, se mantiene firme a través de un lenguaje delicado, preciso.
Esta es la poesía que viene de adentro y tiene la capacidad de desenrollarse con elegancia a medida que el lector la busca. Soy una convencida de que el lector tiene que buscar a la poesía. Ella no es explícita. Un manto de sus mismas palabras la cubren.

Felipe Fuentes García, español, mira la cara de la poesía. Y le habla de flores, de fuentes de agua, de árboles que soplan vientos temibles, de un amor que se va, y de otro que retorna. Su lenguaje es sólido, rítmico, y registra una gran variedad de términos.
Poesía amatoria, su obra surge con la fuerza misma de la humanidad.
En algunos momentos, llama la atención la tristeza de sus palabras.
Sonetos perfectos, los suyos. ¿A quién sino a un verdadero poeta se le puede ocurrir escribir sonetos?
Felipe Fuentes es quien trae la palabra en sus diversas manifestaciones. Poeta de oficio, como debe ser, el tono del talento resplandece en su obra.

Óscar Distéfano Miers, paraguayo, apunta a la versificación pura. Su lenguaje sencillo, pero no fácil, nos hace ver por momentos un mundo donde el amor y el enamoramiento son las grandes aves que despliegan el vuelo ante una señal de su mano.
Sabemos que la poesía es invención.
Óscar Distéfano Miers nos inventa el agua, los ojos negros de una muchacha, el camino del hombre, la soledad y su pronto remedio, o sea, el encuentro con la persona amada.
Es un romántico en el mejor sentido de la palabra.
La pasión echa costumbre en sus versos. Y me alegra que así sea, pues francamente estoy aburrida de los poemas en los que no se divisa ni una fibra del dolor y del amor, que son los padres naturales de una obra artística. La artificialidad es la muerte del arte.

Tania Correa Alegría, nacida en Brasil, es una poetisa de palabras limpias. Escribe lo que quiere decir, exactamente. Eso nos habla de su excelente expresión lingüística. Expresiones llenas de pasión ponen el acento de fuego en sus poemas, de por sí, muy iluminados.
Confieso mi admiración por Tania Correa Alegría.

Interpreté que el sentido de la existencia de estos cuatro excelentes poetas es la poesía misma.
En ellos, la poesía se hace carne. Y verbo.
Hay luz en los cuatro poetas citados. Hay arte maduro, al que aspira cualquier poeta. Hay pulso. ¿Y qué quiere decir pulso, en este caso?
Pues dominio del pensamiento.

Pagína web del libro:
http://enlaebriedaddelbosque.blogspot.com/

Delfina Acosta
ABC Color - Asunción - Paraguay
19 de Febrero de 2010

Ramiro Domínguez ganó el Nacional de Literatura de Paraguay


Nuestra amiga y columnista Delfina Acosta
nos informa desde Asunción del Paraguay.

Merecido ganador del Premio Nacional de Literatura 2009


El poeta Ramiro Domínguez ha ganado, justicieramente, el Premio Nacional de Literatura 2009. El título del libro merecedor de la destacada premiación es Primeros poemas. El volumen fue publicado por la editorial Servilibro.

Para leer el texto completo de la nota hacé click en el siguiente link:
http://www.abc.com.py/abc/nota/43413-Merecido-ganador-del-Premio-Nacional-de-Literatura-2009/

Poetas modernistas - por Delfina Acosta


Los poetas modernistas son, según mi parecer, lo más granado y hermoso de la poesía. Se considera la década de 1880 la del surgimiento del movimiento modernista. Algunos críticos sitúan su aparición con el aparecimiento del libro Ismaelillo del gran poeta cubano José Martí.
(Nota en ABC Color de Asunción, Paraguay)
Otros críticos consideran que la aparición del modernismo corresponde al año de la publicación del célebre libro de poesías Azul (1882), de Rubén Darío.
¿No es acaso su lenguaje lleno de ornamentos, su versificación sonora, su ritmo alado, su despliegue, un verdadero canto a la belleza?
También el poeta argentino Leopoldo Lugones escribió obras de carácter modernista. Puede decirse que fue el iniciador del modernismo en Argentina. O, al menos, el principal representante.
Delmira Agustini, poetisa uruguaya, quien llegó a mantener alguna correspondencia epistolar con Rubén Darío, es la voz por excelencia del modernismo. Sus poesías tienen la forma y la luz interior de las mejores inspiraciones. Extremadamente sensible, su obra toda es el reflejo de sus sentimientos tocados por la angustia y el esplendor de la existencia.
¿Qué ofrece el modernismo?
Pues calidad, estructura, sonoridad, términos sofisticados, aleteos de grandeza y perennidad. Emerge en un período marcado por un acelerado cambio cultural conocido como fin de siglo. Muchos poetas modernistas no sólo añoraban la cultura francesa, sino que se nuclearon en París. Se los acusaba de vivir, de suspirar encerrados en su torre de marfil y de tomar poca o ninguna conciencia de las necesidades sociales.
Hasta ahora seguimos leyendo a José Martí, a José Asunción Silva, a Amado Nervo, a Julio Herrera y Reissig, a Julián del Casal, a Manuel Gutiérrez Nájera.
Hasta la fecha, sus obras inquietan; hasta ahora se siente la belleza que late en el interior y en la forma de una poesía exótica, firmada, por ejemplo, por la gran Delmira Agustini, genio femenino.
LA ESTATUA

Miradla, así, sobre el follaje oscuro
Recortar la silueta soberana...
¿No parece el retoño prematuro
De una gran raza que será mañana?
¡Así una raza inconmovible, sana,
Tallada a golpes sobre mármol duro,
De las vastas campañas del futuro
Desalojará a la familia humana!
Miradla así —¡de hinojos!— en augusta
Calma imponer la desnudez que asusta...
¡Dios !...¡moved ese cuerpo, dadle un alma!
Ved la grandeza que en su forma duerme...
¡Vedlo allá arriba, miserable, inerme,
Más pobre que un gusano, siempre en calma!
DELMIRA AGUSTINI

UN POEMA DE DYLAN THOMAS

Donde una vez las aguas de tu rostro...

Donde una vez las aguas de tu rostro
giraron impulsadas por mis hélices,
sopla tu áspero fantasma,
los muertos alzan la mirada;
donde un día asomaron el pelo los tritones
a través de tu hielo, el viento áspero navega
por la sal, la raíz, las huevas de los peces.
Donde una vez tus verdes nudos hundieron su atadura
en el cordón de la marea, allí camina ahora
el vegetal destejedor,
con tijeras filosas, empuñando el cuchillo
para cortar los canales en su origen
y derribar los frutos empapados.
Invisibles, tus mareas medidoras del tiempo
irrumpen en las camas galantes de las algas;
el alga del amor se vuelve mustia;
allí en torno a tus piedras
sombras de niños van, que desde su vacío
lloran ante el mar colmado de delfines.
Secos como la tumba, tus coloreados párpados
no serán aherrojados mientras la magia se deslice
sabia sobre el cielo y la tierra;
habrá corales en tus lechos,
habrá serpientes en tus mareas,
hasta que mueran todos nuestros juramentos del mar.

Versión de Elizabeth Azcona Cranwell