Por Delfina Acosta
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Imagino su niñez, su candor, en ese pueblo que es también, por supuesto, el pueblo de Andrés Guevara, precursor del expresionismo en nuestro país (quien vivió en el extranjero y por eso, definitivamente, consiguió trascender), y el pueblo del entrañable poeta Rubén Bareiro Saguier. Pienso en los pocos estímulos que habrá recibido Modesto, pero también razono en la fuerza infatigable de su talento, buscando sobresalir y levantar las alas de entre tanta mediocridad.
He mirado una y otra vez los óleos del artista, y me he quedado deslumbrada ante esas mujeres de miradas que oscilaban entre la tristeza y un pensamiento desafiante, mujeres ligeramente tocadas por la belleza y con la cabeza cubierta por pañoletas o mantones.
El pueblo en sí, con algunos ranchos, se registra en forma casi salvaje y distraída en su obra.
Sí se instala, en forma casi obsesiva, el río Paraguay, y aparecen como complemento armónico, los árboles enormes, marcados en su mayoría por un color verde oscuro. Es que el alma inquieta, y a veces tristona, del artista y bohemio que ha sido don Modesto Delgado Rodas esquivaba quizás los colores excesivamente fuertes.
El maestro ha realizado estudios en academias italianas, según consta en las puntillosas reseñas críticas que he podido leer en el material realizado por Amalia Ruiz Díaz.
Según el informe de la escritora y crítica Josefina Plá, llevó don Modesto Delgado Rodas a cabo sus estudios iniciales con profesores locales. Mas su alma de artista sabía, desde luego, que una enseñanza limitada no serviría para sus planes de atrapar la belleza y estamparla, con técnica acabada, en un cuadro.
En Buenos Aires conoce al pintor argentino Eduardo Sívori (1847-1918). Después de un tiempo, retorna al Paraguay, pero peregrino de su propia pobreza, busca por todos los medios posibles la manera de obtener una beca con la finalidad de proseguir sus estudios en Europa. El presidente de la República, Eligio Ayala, quién lo diría, sabedor de sus facultades artísticas y también, por supuesto, de sus limitaciones económicas, le tiende la mano.
¿Cuánto aprendió? Pues mucho, demasiado, porque sus obras, como aquel autorretrato que me hace recordar, y cuánto, a los autorretratos de Vincent van Gogh, por la manera de ir definiendo los detalles y de dejar al desnudo sus ojos tristones detrás de aquellas gafas, hablan con elocuencia del crecimiento y de la madurez alcanzados.
Ah..., aquellas mujeres, mostrando sus cuerpos frescos y lozanos, sus anatomías, a través de sus pinceladas que supieron captar la belleza de sus piernas, sus cinturas, sus pelvis. Y hay una dama, sentada sobre una silla, escondiendo tímidamente, ay, la cabeza, y otra, con una tentadora fruta en la mano, y una, bastante inquietante, hecha con carbonilla sobre papel, que tiene los senos pequeños, los pies grandes, la mirada pensativa, y está al lado de una calavera. ¡Cuánta preciosidad! ¡Cuánto correr de una errática idea!
Don Modesto Delgado Rodas trajo a la luz de los ojos críticos y también curiosos, los desnudos.
Fue un innovador.
Un adelantado.
¿Cómo convivir con un artista, de altas tensiones intelectuales, en un medio chato y olvidado como Villeta, por aquellos tiempos?
Esa pregunta se habrá formulado cientos de veces, la pintora norteamericana Marietta Vicario, con quien contrajo nupcias Delgado Rodas en los Estados Unidos. De la unión nace una niña, Elena. Pero un día, Marietta decide abandonar al pintor, llevándose a la hija. Cuenta Hipólito Sánchez Quell que esa circunstancia habría de marcarlo definitivamente como hombre y como artista. Se dio a la bebida, como se dan los incomprendidos, los saturados por la desgracia, los que encuentran mejor conversación con uno y otro trago de alcohol que con individuos de inteligencia y sensibilidad arrinconadas por la mediocridad y por la apatía.
Cierto es que tuvo sus momentos muy merecidos de gloria. Durante 15 años, entre 1920 y 1935, el maestro del desnudo en el Paraguay hizo exposiciones de sus obras en su país y en el extranjero.
Sus retratos muestran un perfil sicológico llamativo: la capacidad de analizar la mirada y el estado de ánimo, fluctuante, de sus modelos.
Aquel retrato hecho a su padre Daniel Delgado, de largos bigotes, a tono con la época, habla de un refinado profesionalismo. Técnica y pasión se conjugan en la descripción del rostro.
Escribe Jorge Báez, fundador del Ateneo de la Juventud en 1923 lo siguiente: “Representa el Humanismo en nuestra pintura actual. Aunque le seducen los paisajes exuberantes de su valle nativo y los trata con delicada técnica, su mayor éxito estriba en las figuras humanas, las cuales acusan el lado fuerte de su temperamento artístico. Sus cabecitas femeninas que aparecen casi siempre con el mantón de las manolas, unen a su exquisita gracia la belleza sin remilgo de las hijas del campo; de sus grandes ojos negros despiden el calor de nuestra tierra, como las mujeres del cordobés Romero de Torres, por ejemplo, arrojan por sus ojos el hervor de su sangre torera”.
Gracias a las gestiones de la prolífica Amalia Ruiz Díaz, licenciada en Artes Visuales, el hogar del precursor del desnudo en el Paraguay, será declarado patrimonio histórico.
Un bien cultural de tan grandes dimensiones no puede pasar al olvido.
En el mes de octubre, se presentará el texto que contiene imágenes de los cuadros del maestro y abundante material sobre su obra, escrito por críticos calificados, como ya he señalado más arriba.
Será una cita con la historia y con don Modesto Delgado Rodas, dignificador del arte de Villeta y del Paraguay.
18 de Septiembre de 2011
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