Pero echemos una mirada a los solitarios.
¿No se plantean acaso ellos, en medio de su soledad, de los hábitos de vida tan apagados, tan dados al seguimiento de días paralizados, sin movilidad emocional, la posibilidad de un amor que traiga una suerte de liberación, de fuga?
Textuales palabras: Solo me faltan seis meses y veintiocho días para estar en condiciones de jubilarme.
Arranca con la cuenta regresiva, sin el ánimo acomodado de quienes hallan en la jubilación la llegada a la meta, la culminación exitosa de un proceso laboral. Y es que nuestro protagonista no encuentra dentro de su entorno familiar (tres hijos solteros), demasiadas chances, ni mucho menos, para ir sorteando esa soledad pesada, saturante, que se le incrusta en el pecho.
Sin contar con elementos afectivos familiares que puedan servirle de apoyo, ve en el futuro retiro de sus actividades laborales, una “salida” inevitable hacia el ocio.
Esta es la condición humana de muchos seres que se torna intolerable con el correr del tiempo si no encuentran una motivación válida para dar un norte, un sendero a su existencia. Con maestría, pero también con una cuota fuerte de pesimismo, Mario Benedetti nos presenta una situación humana concreta, invadida por la carencia afectiva y la falta de estímulos. El escritor uruguayo hurga en la sicología de un hombre que tiene una casa, pero no un hogar, pues el trato familiar está viciado por la incomunicación que levanta enormes paredes de indiferencia. Minuciosa, detalladamente, es contada la existencia de un individuo de la clase media, acorralado por un sentimiento de despojo, de abandono, de inercia casi.
Escribe en su diario: Esta tarde, cuando llegué del Centro, Jaime y Esteban estaban gritando en la cocina. Alcancé a oír que Esteban decía algo sobre “los podridos de tus amigos”. En cuanto sintieron mis pasos, se callaron y trataron de hablar con naturalidad. Pero Jaime tenía los labios apretados y a Esteban le brillaban los ojos. “¿Qué pasa?”, pregunté. Jaime se encogió de hombros, y el otro dijo: “Nada que te importe”. Eso es mi hijo, ese rostro duro, que nada ni nadie ablandará jamás.
La rutina se instala en Martín Santomé como un animal muerto. Él y su gris rutina. Él y sus dudas. Él y la incomunicación. He ahí el tema. He ahí la pintura del paisaje descolorido de un ser humano devorado por un entorno indiferente.
El sentimiento derrotista, las tempestades anímicas toman formas de obsesión en el protagonista.
La novela ha de tener un giro beneficioso, sin embargo, cuando el amor se presenta. La tregua entre el cansancio y la desesperanza viene en la persona de una compañera de oficina, quien de alguna manera trae firmeza y una visión más confortable de las circunstancias y de los seres a su mundo.
Mas aquella tregua, como su nombre bien lo dice, es solo eso. Porque ella, Avellaneda, su libertadora, fallece después de un tiempo de haber iluminado su destino, y su universo entra en estado de fracaso, de demolición. Demasiada tristeza. Demasiada.
UN LIBRO EXCEPCIONAL
El humor en Don Quijote es la sal de la literatura.
Pocas han de ser, supongo yo, las personas que se resistan a reír de las muchas aventuras con aristas tan sorprendentes como disparatadas en las que se embarca el caballero a quien todo le ocurre, muy a propósito de su mente nublada por la locura.
El clima del libro es más que propenso para evacuar la melancolía, algunos disgustos que puede traer el día, y aquellos estados anímicos contrarios a la alegría.
Hay muchos escritores y lectores que le encuentran matices distintos a El Quijote, en su segunda lectura. Y en su tercera. Y así, sucesivamente. Es que las percepciones y los tiempos íntimos de quienes lo leen varían. Al menos, eso pienso yo. Haciendo cuentas, lo que da un valor inmortal a este libro es su jugoso optimismo, su picardía, sus reideras y tan celebradas situaciones que son una óptima y muy cara compañía.
5 de Junio de 2011
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