Yunior, de cinco años, destellaba emoción, haría terapia con un caballo. Su ceguera congénita lo privó de conocer los animales y las plantas pero tampoco distinguía los colores, las figuras, el brillo, la oscuridad, necesitaba entonces, palpar, oler o degustar.
Imaginó los caballos como héroes de guerra o compañeros de trabajo, según las historias narradas, pero también lo pensaba dócil, obediente, amigo en cualquier circunstancia, fiel y cariñoso.
Su maestra, los médicos y terapeutas, de la escuela especial Abel Santamaría de la capital cubana, explicaron en clase de los beneficios de la equinoterapia, todo consistía en algunas horas de ejercicios junto a un caballo.
Al llegar al lugar, su agitación creció porque sintió el trote y le presentaron el animal nombrado Nevado, de raza Appaloosa.
Fue suficiente que la mano infantil diera unas palmaditas en el lomo, acariciara el hocico y le dijera unas palabras cariñosas para que el caballo brindara amor.
El domador Luis Alfonso Cruz Rodríguez, en ese primer día le enseñó la monta, pero para Yunior no era bastante, necesitaba más y el caballo le brindó confianza y sin que nadie lo percibiera se puso de pie a todo trote, dejando confusos a los presentes.
Luego vinieron muchos días y largas sesiones, hubo una relación de afecto entre ambos. El niño jugaba y el caballo permitía todo tipo de acrobacia sobre su lomo.
No sería fácil explicar por la ciencia por qué, después de una estrecha relación que duró 11 años, el animal murió ciego y el niño se llenó de fortalezas.
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