Tampoco debe ser motivo de sorpresa que el suceso relatado allí ocurra necesariamente frente a un río; en este caso, el Charles, en Cambridge. El río ha sido quizá la más afortunada materialización del tiempo que los hombres han hallado nunca. El fluir del agua, de algún modo, representa, hace asequible a las personas, la consciencia del paso del tiempo, logrando un efecto de connotaciones casi mágicas sobre algo tan absolutamente impalpable, tan etéreo. Porque al tiempo, a diferencia del espacio, en definitiva, no podemos percibirlo de forma uniforme a través de ningún órgano. El correr del agua es entonces nuestro modo de medir lo que no puede ser medido.
En este cuento, Borges, sentado frente al agua gris, descubre, no sin cierto horror, que en la otra punta del banco se encuentra él mismo, pero con medio siglo de diferencia. Comprendí que para un muchacho que no había cumplido veinte años, un hombre de más de sesenta era casi un muerto. El joven se halla en Ginebra, en 1918, pero el banco que los une está en dos tiempos y en dos sitios.
El viejo Borges, ciego hace mucho, relata a su alter ego el inevitable destino de su padre, la vida que les espera a su madre y hermana, y los sucesos que juzga más relevantes en el orden internacional y local, aunque a éste poco parecen importarle tales cuestiones futuras. También le anticipa, cual matemático augur, su propio porvenir y la existencia consagrada a las letras: No sé la cifra de los libros que escribirás, pero sé que son demasiados. Escribirás poesías que te darán un agrado no compartido y cuentos de índole fantástica. El joven Borges, a su vez, indica que se encuentra escribiendo un libro de versos que llevaría por título Los himnos rojos; el Borges sexagenario ya sabía que ésa obra nunca saldría a la luz ni sería la primera que publicara, pues no tardaría en ser destruida. Al final, no vacila en anunciarle la forzosa ceguera que lo aquejará, aunque agrega, desdramatizando con lirismo: Verás el color amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual no es una cosa trágica. Es como un lento atardecer de verano.
Además de Heráclito, y como no podía ser de otro modo tratándose de Borges, asimismo se menciona a Dostoievski y su novela corta El doble, nítido precedente del relato borgeano, en la que, como el mismo título lo indica, al funcionario Goliadkin, protagonista de la historia, se le presenta su contrafigura, su desdoblamiento en las lóbregas profundidades de su habitación. También nombra, interrelacionándola con la veta onírica de la narración, una invención de Coleridge por la que Borges sentía especial predilección: Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces qué?
Los dos Borges cruzan referencias literarias, intercambian monedas y conversan en medio de un clima sugestivo e irreal: uno interroga con avidez, el otro rastrea respuestas que lo hubieran conformado. Planean un reencuentro en el mismo banco, mas ambos tienen plena consciencia de que no se efectivizará. Éramos demasiado distintos y demasiado parecidos. No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el diálogo. Cada uno de los dos era el remedo caricaturesco del otro. A partir de esta historia, en apariencia sencilla, el escritor en español más trascendente de los últimos siglos, erige una lúcida reflexión, no sólo sobre el paso del tiempo, sino sobre los efectos que el mismo produce en la esencia de las personas: personas que ya nunca serán las mismas que fueron.
Fuente: http://vagabundeoresplandeciente/
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