Unos años después de ese primer recuerdo, entre fines de la década de 1910 y principios de la de 1920, la madre de “Adolfito” convenció a su esposo para que arrendara el campo a un viejo capataz de don Juan Bautista Bioy. Perder la estancia, para el chico, significó una tristeza profundísima. Era el lugar que más quería en el mundo. Y aunque pasaban largas temporadas en San Martín, el campo de los Casares en Cañuelas, no era lo mismo ni para Adolfo ni para “Adolfito”.
La desolación de no tener el Rincón Viejo acompañó a Bioy Casares por espacio de quince años, durante los cuales cursó sus estudios primarios y secundarios, empezó y abandonó las carreras de Derecho y Letras en la Universidad de Buenos Aires, escribió sus primeros libros y conoció a Borges y a Silvina Ocampo. Por eso, cuando en 1935 el contrato de arrendamiento llegó a su fin, el joven escritor pidió a su padre que lo dejara administrar la estancia. Y, como consiguió su propósito, se mudó al campo.
“Adolfito”, según contaba él mismo y quienes lo conocieron, fue un pésimo administrador. De no haber sido por la presencia de Oscar Pardo, que era quien manejaba realmente la administración de la estancia, el Rincón Viejo habría desaparecido. Porque Bioy, aunque adoraba el lugar, no tenía demasiados conocimientos.
A poco tiempo de haberse instalado en Pardo, Bioy Casares llevó para allá a su novia, Silvina Ocampo. Con Silvina, que era once años mayor, vivieron en concubinato en el Rincón Viejo unos cinco años. Me ha dicho Alicia Jurado que “en esa época, Adolfito y Silvina eran la comidilla de la gente de Pardo; todo el mundo hablaba de ellos”. Sin embargo, a ninguno de los dos le importaba; eran felices así.
Durante los primeros años de vida en común, Adolfo y Silvina mejoraron notablemente la casa, la volvieron a poner en condiciones habitables y agregaron unas deliciosas estatuas en la galería. En un diálogo con Noemí Ulla, Silvina contó: “Íbamos a visitar a Borges en Adrogué y me fascinaban las estatuas de una casa que tenía en cada ángulo como cuatro nichos, es decir, cuatro lugares que parecía que habían sido edificados para las cuatro estaciones. Cada vez parecía más abandonada la casa y habían empezado a destruir la tunica del Invierno para hacer pedregullo. […] A un hombre que trabajaba en casa de los padres de mi marido, un italiano muy resuelto que sabía tratar a la gente y convencerla, le pedimos que fuera a ofrecer lo que se le ocurriera por las estatuas. Fue, y en seguida aceptaron, creían que no valían nada. Yo estaba en el campo y las trajeron en unos cajones, bastante destruidas; la del Invierno sin cabeza, a otra le faltaba un brazo. Yo hice una cabeza con material que había en la casa del campo, porque estaban refaccionando. Nunca supe qué material era, durísimo. Le hice una cabeza más grande; parecía una escultura de otra época y eso le daba más fuerza, como esas de Chartres, muy ingenuas y muy antiguas; había contraste con las otras, tan minuciosas y chiquitas”.1 También repusieron muchos árboles, compraron ganado, y, con la ayuda de Oscar Pardo, reflotaron el Rincón Viejo.
Después de casi cinco años en Pardo, los Bioy se volvieron a Buenos Aires. Desde entonces, alternarían entre la gran ciudad, las playas de Mar del Plata y el campo. Prácticamente podría decirse que vivían en Buenos Aires de abril a noviembre, y que antes de ir al balneario, o al volver de él, pasaban unas semanas en Pardo.
Según el relato de Jovita Iglesias, el ama de llaves de Bioy y Silvina durante cincuenta años, cuando los Bioy se disponían a partir para el campo, Silvina se sentaba en un sillón de la sala y pedía que la dejaran sola; aparentemente rezaba. Como Bioy ya estaba listo para salir y Silvina no dejaba el sillón, él se ponía nervioso y la gritaba, y recién ahí podían arrancar.
En el campo, los Bioy se levantaban temprano, desayunaban y salían a caminar o a cabalgar. Volvían al casco y se sentaban a leer o a escribir, “Adolfito” en el escritorio y Silvina en la galería. Almorzaban, dormían la siesta, tomaban el te, y salían a caminar otra vez y a la tardecita Bioy volvía al escritorio y Silvina se acostaba a escribir o a pintar. Por la noche, después de cenar, jugaban al truco en el comedor, hasta la madrugada.
Adolfo Bioy Casares escribió su primer cuento, “Iris y Margarita”, a los nueve años. Esa ficción, elaborada para enamorar a una prima, marca el comienzo de su carrera literaria: a partir de entonces, no dejaría de escribir.
En 1929, cuatro años después de haber escrito sus primeras páginas, Bioy publicó un libro misceláneo que tituló Prólogo. Con el paso del tiempo, el escritor se avergonzó de ese libro, pero nunca dejó de agradecerle a su padre las acertadas correcciones y la edición del volumen. Lo mismo ocurrió con todas las publicaciones anteriores a La invención de Morel: Diecisiete disparos contra lo porvenir (1933), Caos (1934), La nueva tormenta o la vida múltiple de Juan Ruteno (1935), La estatua casera (1936) y Luis Greve, muerto (1937).
Han quedado unas cuantas anécdotas referidas a esos primeros libros de Bioy. Transcribo aquí dos, que me contaron en distintos momentos Jovita Iglesias y Alicia Jurado. Jovita leyó en Rincón Viejo las primeras publicaciones de Bioy Casares, y rememora: “cada vez que el señor Adolfito me veía leyendo eso me decía «Jova, dejá esas porquerías», pero a mí me divertían y seguía leyéndolos”. Alicia, por su parte, recuerda: “Cuando Adolfito publicó los primeros libros, Papá le decía a Mamá: «¡Pobre doctor Bioy! Tiene un hijo al que le da por escribir y publica unos libros que no entiende nadie» Es cierto que eran incomprensibles; Adolfito era muy joven”.
Bioy Casares invitó a Borges al Rincón Viejo, para poder trabajar cómodamente y sin interrupciones. Viajaron a la estancia, y pasaron una semana allá, escribiendo. Alternaban la redacción del folleto con otros proyectos literarios: un soneto y un cuento. Y justamente con ese folleto, ese soneto y ese cuento, nació Honorio Bustos Domecq, un autor que no se parece en nada a las obras individuales de Borges y Bioy, y que, como ya se ha dicho, lleva los apellidos de los bisabuelos de sus creadores.
El primer libro de Bustos Domecq, Seis problemas para don Isidro Parodi, fue publicado por SUR en 1942. A esos cuentos le siguieron otras trabajos en colaboración: más cuentos, traducciones, y dos guiones cinematográficos, que fueron escritos tanto en Buenos Aires como en Pardo y Mar del Plata a lo largo de cuatro décadas.
A mediados de los años ’30, y por consejo de Bioy, Silvina Ocampo empezó a escribir. Pero dedicarse a la literatura implicó un cierto alejamiento de la plástica, porque ella, para entonces, ya era una pintora reconocida (había estudiado con Giorgio De Chirico, y frecuentó el taller de Fernand Léger). Y a Bioy le dolió: él quería que Silvina escribiera y que no descuidara la pintura.
Los primeros textos de Silvina Ocampo datan de la época de su llegada a Pardo. De esos años son sus primeros cuentos, que tienen un gran caudal anecdótico, sobre todo, de recuerdos de la infancia propia. Viaje olvidado, el primer libro de Silvina, publicado en 1937, reúne varios de esos trabajos; en ellos se advierten ya varios de los temas que marcarían la producción de la escritora: la presencia de los niños, la fascinación por la crueldad, esas descripciones que hacen que el lector se sienta parte del relato, el gusto por la comida y la botánica…
Silvina escribió mucho en Rincón Viejo. Una gran cantidad de sus obras -tanto éditas como inéditas- fueron escritas allá; y no pocas la tienen como escenario. A su vez, en sus cuentos y poemas, la zona cercana al campo de los Bioy aparece con frecuencia.
A fines de la década de 1930, “Adolfito” y Silvina decidieron casarse después de cinco años de vida en común. Según María Esther Vázquez, fue el Doctor Bioy quien le dijo un día a su hijo “¿por qué no se dejan de pavadas y se casan?”. Lo cierto es que la mañana del 15 de enero de 1940, “Adolfito” le anunció a Oscar Pardo que se preparara porque con Silvina se iban a casar, y el administrador, que entendió cazar, apareció enseguida con las escopetas.
Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo contrajeron matrimonio en Las Flores el 15 de enero de 1940. Primero tuvo lugar la ceremonia civil, con Jorge Luis Borges y Enrique Drago Mitre como testigos; y luego la religiosa, en la Parroquia de Nuestra Señora del Carmen, cuyos padrinos fueron el Doctor Bioy y Angélica Ocampo, la hermana preferida de Silvina. He visto las actas de matrimonio -gracias a Lucila Beaudoin, Nora Genaro y el Padre Guillermo Di Pasquale- y en ninguna de ellas aparece el nombre de Oscar Pardo, a quien Bioy menciona como testigo de su matrimonio en las Memorias.
María Esther Vázquez recuerda que Silvina mandó dos telegramas participando de su casamiento: a Pepe Bianco le escribió “Beaucoup de mairie, beaucoup d’eglise. Don’t tell anybodini. What verano” [Mucho Registro Civil, mucha Iglesia. No se lo digas a nadie. Qué verano]; mientras que a sus hermanas Victoria, Francisca y Rosa les mandó apenas “Caséme con Adolfito. Besos. Silvina”. Seguramente, la brevedad del telegrama habrá hecho pensar a las Ocampo que la tacañería de Silvina seguía intacta.
Después de seis libros de los cuales se arrepintió, Bioy entrevió en el Rincón Viejo el argumento para una nueva novela: La invención de Morel. Tres años le llevó escribir la historia del fugitivo que llega a una isla huyendo de una condena, y se encuentra con un grupo de personas entre las que se destaca una joven que lo enamora pese a que no cruzaron ni una palabra; mueve todos los medios a su alcance para conquistarla hasta que descubre que es una proyección, entonces él mismo se graba en una cinta junto a ella, sabiendo que morirá pero que es la única forma de permanecer juntos, inmortales, en el rollo de la máquina.
Bioy Casares, desde el escritorio de la estancia, se adelantó en muchos años a la invención de la televisión. Y cuando terminó el manuscrito y se lo mostró a Borges, éste lo consideró perfecto.
La invención de Morel apareció en 1940. El libro está dedicado a Jorge Luis Borges, que le hizo un prólogo memorable, y tiene en la tapa un dibujo de Norah Borges. Fue la primera gran obra de Bioy, y por ella recibió el Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires en 1941
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