¿Por qué analiza la obra de Borges desde el lenguaje?
–La crítica se había enfocado a la metafísica, en la obra de Borges, que él trataba de un modo muy equívoco, porque él defendía el idealismo planteado en el siglo xviii por el obispo Berkeley, quien dice que el mundo no existe sino cuando lo percibimos. Sin embargo, se llegó a desembocar en una situación insostenible, según la cual Borges es un idealista anacrónico que niega la existencia del mundo, como Berkeley. En uno de los epílogos a sus libros de ensayos, él dice que le interesan las ideas religiosas y metafísicas por su valor estético. Yo empecé a examinar todo esto, que era muy contradictorio en Borges, e hice un examen de lo que pensaba sobre el lenguaje y de las influencias que tuvo de filósofos del lenguaje, la principal de ellas, la del judío checo Fritz Mauthner.
–¿Cuál es entonces la postura de Borges frente a la metafísica?
–Cuando Borges habla de metafísica, no lo hace en el sentido tradicional, porque él no estaba interesado en aplicar esas ideas. Si la doctrina de Berkeley se impone al mundo real, nadie creería que si cerramos los ojos el mundo desaparece, aunque a veces quisiéramos que fuera así. Aplicado al fenómeno literario, esto es cierto, es decir, los personajes no existen fuera de su percepción. Cuando usted termina de leer un libro, lo cierra y ese mundo desaparece. Es un mundo estrictamente virtual que surge del lenguaje literario que crea ese mundo. Los asuntos metafísicos vistos desde el punto de vista del análisis del lenguaje explican muchísimo la obra de Borges. Varios críticos plantean el rizoma como un procedimiento superador del palimpsesto y del intertexto en la poética de Borges. La concepción de rizoma ha sido una de las más interesantes producidas por la escuela postmodernista: consiste en la idea de que los conceptos tienen unas excrecencias que jamás se comunican. Creo que en Borges esto se puede ver, y ha llevado a algunos críticos a postular que no dice nada. Porque el rizoma plantea la negación de una afirmación única de conocimiento, en ese sentido, Borges es rizomático. Mi única reserva es que yo creo que sí dice, y que a pesar de todas estas contradicciones y desensamblajes que él mismo lleva en su propia obra, como él se desmonta, yo creo que, en el fondo, el resultado no es meramente un negativo, sino un positivo. Él cree que el mundo está lleno de contradicciones. Él cree que el racionalismo puro y simple nos ha llevado al desastre, que es una de las premisas de los postmodernistas: el uso indiscriminado del racionalismo. Borges postula al fin de cuentas que hay algún tipo de sentido en el mundo y que muchas veces es individual y personal, que no se puede proyectar en verdades eternas, absolutas e intransigentes. Creo que la concepción de rizoma es excelente, aunque me aparto un poco de ella.
–¿Qué relevancia adquiere el lector en la construcción de la obra borgeana?
–Para Borges el lector es el que construye el texto, no el escritor. Volvemos a la posición de Berkeley: algo que no es percibido, no existe. Y el lector es no solamente el que actualiza, en el sentido filosófico, el texto, sino que lo altera, y lo hace porque el lenguaje es ambiguo. Eso lo elabora Borges en el que se suele llamar su primer cuento más conocido, que es "Pierre Menard, autor del Quijote". Menard no es un escritor, sino principalmente un lector.
–¿Qué coincidencias encuentra entre "La muerte y la brújula", de Borges y "La araña homicida", anécdota narrada por Martín Luis Guzmán en El águila y la serpiente?
–Estaba leyendo a Martín Luis Guzmán, un gran prosista, y de pronto di con esa trama de El águila y la serpiente, de publicación muy anterior a la redacción del cuento de Borges. Una de las veces que trabajé con Borges le pregunté: ¿Usted ha leído a Martín Luis Guzmán? No –me dijo–, ni siquiera sé quién es. Cosa que podría ser verdad, pues con él había que andarse con mucho tiento, porque en varias ocasiones hacía de las entrevistas obras de ficción que era necesario descodificar. Borges era muy amigo de Henríquez Ureña y de Alfonso Reyes, quien estaba de embajador de México en Buenos Aires, y era muy amigo del grupo de Sur. Ellos eran miembros del Ateneo de México, junto con Martín Luis Guzmán, así que quizás en una plática hablaron sobre El águila y la serpiente. Cuando se va un poco más al fondo del asunto, se da uno cuenta que estos dos grandes escritores postulan problemas que han preocupado a muchísimos escritores latinoamericanos: la cantidad de intelectuales que han sido fusilados y torturados, y que se vieron necesitados de incidir en aquella barbaridad que estaba pasando, es decir, entregarse a la acción y terminar torturados, asesinados, desaparecidos.
–¿Fue ambigua la postura de Borges frente al realismo?
–Borges no fue realista, ya lo han dicho algunos críticos muy sagaces, como Beatriz Sarlo, que toda esta insistencia de él de sus primeros ensayos era una batalla que él tenía entablada contra el realismo literario que prevalecía en aquel momento en América Latina. En El arte de la jardinería china en Borges y otros ensayos, lo que yo planteo es que Borges pensaba a solas y en silencio, muy profundamente, sobre los problemas históricos, y a pesar de que él declaró que no le importaba la política, esto no era exactamente así, y apoyo mis opiniones con citas de él.
–¿Cómo recuerda a Borges?
–Lo recuerdo muy afable, aunque era muy tímido. Era un gran conversador. Borges era una de las cabezas más extraordinarias que he conocido en mi vida, una cabeza gigantesca. Uno se sentía apabullado, un poco víctima de esa cabeza, tenía un sentido de la agudeza terrible
Fuente: la Jornada semanal
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