El 25 de agosto de 1987 fue un día de muertos en Medellín. El doctor Héctor Abad Gómez había ocupado la mañana en ir a la Facultad de Medicina y, cosa extraña, en copiar a mano un poema. Horas antes, habían asesinado a Luis Felipe Vélez, presidente del gremio de maestros de Medellín, algo habitual en aquellos años de extrema violencia. Por la tarde, escribió un artículo que no pudo entregar, «¿De dónde proviene la violencia?», cuyo encabezamiento decía así: «En Medellín hay tanta pobreza que se puede contratar por dos mil pesos a un sicario para matar a cualquiera».
El doctor Abad era un especialista en salud pública, un hombre muy respetado en su ciudad, tanto como odiado por otros, y precandidato del Partido Liberal a la alcandía de la capital antioqueña, así que le pareció normal en aquellos momentos de agitación que una mujer, de la que nunca más se supo nada, le sugiriera a él y a sus compañeros Carlos Gaviria y Leonardo Betancur que acudieran al sindicato de maestros a rendir homenaje al líder asesinado. Mientras el doctor Abad miraba el trozo de suelo en el que cayó herido de muerte, un sicario, quizá de los de dos mil pesos, le mató de seis disparos. Leonardo Betancur encontró la muerte en el mismo lugar.
Justicia poética
Así lo contó su hijo, el escritor Héctor Abad Faciolince, en «El olvido que seremos», un libro en el que la memoria del padre es la mayor rebelión contra el silencio que impone el miedo. Hace unos días, en Cartagena de Indias, Colombia, recordó el momento en que fue a reconocer a su padre: «Seis tiros, o lo que es lo mismo, un sicario vació el cargador en el cuerpo de mi papá». Cuando llegó al lugar del crimen, su padre yacía sobre un charco de sangre y guardaba dos papeles en los bolsillos: uno era la lista de otros amenazados a muerte; el otro, un poema manuscrito firmado con las iniciales «JLB». Su primer verso dice: «Ya somos el olvido que seremos». Era un soneto inglés y no le cabía duda a Abad Faciolince de que su autor era Jorge Luis Borges.
Pero pasaron los años y el olvido fue lacrando el recuerdo. Hasta que en 2006 Abad Faciolince publicó «El olvido que seremos» y se le acusó de haberse inventado un poema de Borges para conseguir fama y ganar dinero; una poema que ni está en sus poesías completas, ni María Kodama, la viuda, reconocía como auténtico. «Si la justicia de mi país no fue capaz de condenar a los asesinos de mi padre, me propuse por lo menos hacer justicia de otra manera y averiguar de quién era ese poema», dice. A ello se ha dedicado durante varios años.
El poeta colombiano Harold Alvarado Tenorio fue el primero en ponerse en contacto con Héctor Abad, que por entonces vivía con una beca en Berlín dedicado a escribir. «Me dijo que en la revista “Número” de octubre de 1993 él había publicado cinco inéditos de Borges y, entre ellos, “Aquí. Hoy”». Le contó que el poema lo había dictado, junto a otros cinco, el propio Borges el 16 de diciembre de 1983 a una mujer de una belleza extraordinaria, una estudiante de Medicina llamada María Panero. Fue en Nueva York: unos en un bar entre las calles 40 y 57 y el último montado en un taxi en presencia de un poeta venezolano y del propio Alvarado Tenorio.
Los guardó y a continuación viajó a Madrid. Se alojó en casa de su amiga Sara Rosenberg, donde dejó los poemas olvidados entre las páginas de un libro. «Según él, lo dejó en mi casa –dice ahora Rosenberg, novelista y guionista de cine–..., ¡pero no puedo creer que Harold continúe con esta historia!». En 1992, Alvarado Tenorio viajó de nuevo a Madrid y los recuperó en el mismo libro. «Es difícil que yo no abra un libro en diez años, pero si él lo dice... Me produce risa y me espanta, porque a mí lo que me interesa es que el poema sea bueno, sea de Borges o de Harold». Sara Rosenberg nos pone en antecedentes sobre su amigo: «Él se ha dedicado siempre a hacer estas cosas, incluso se hizo un prólogo de Borges para sí mismo. Harold es un poeta postmoderno apropiacionista», dice comprensiva. «La mentira siempre es perfecta; la verdad, imperfecta», añade Abad Faciolince.
Más tarde, Alvarado Tenorio cambió toda su versión y reconoció a Héctor Abad que la historia de Nueva York era un invento suyo y que el poema lo había escrito él. Aun reconociendo la falsedad, a Héctor Abad no le convenció, ya que a su padre lo asesinaron en 1987, por lo que el poema no se podía haber publicado, como él sonstenía, en 1993. Y otra razón: el que guardaba el doctor Abad en el bolsillo era mejor, porque su último verso estaba acabado. «El soneto de mi padre es perfecto, y el de Tenorio no», argumenta.
Al poeta William Ospina, que estaba vinculado a la revista «Número», le tocó arreglar incorrecciones y algunos problemas de métrica del poema. «Sí, es un poema de Borges, no me cabe duda, desde el principio al fin. Lo es por el tema y por elegir un soneto inglés, algo muy propio de él», nos cuenta en Cartagena. Además, a pesar de que Alvarado Tenorio es un especialista en estas «apropiaciones», «simular un poema de Borges es muy difícil».
La pista buena
Héctor Abad comparte la propiedad de una librería en Medellín con unos amigos. Se llama Palinuro. Un día se presentó allí una mujer llamada Tita Botero que dijo saber de dónde había sacado el poema el doctor Abad. No fue este el último bucle de esta aventura poética, en sí misma borgiana, pero sí el que indicó el camino. El el 29 de septiembre de 1985, el poeta y editor Jean-Dominique Rey entrevistó a Borges en su casa, acompañado del pintor Guillermo Roux, que realizó algunos retratos. Rey le pidió si podía darle algunos poemas inéditos para publicar en la revista «La Délirante». Borges aceptó y, según su relato, le pidió, dado que ya estaba ciego, que abriese él mismo un cajón y cogiese unas cuartillas. Allí había seis sonetos, cinco de los cuales, entre ellos «Aquí. Hoy», acabaron pubicados en una pequeña edición de 300 ejemplares realizada por unos estudiantes de Mendoza. El periplo hasta llegar a esta ciudad argentina fue largo pero sencillo: hasta allí los llevó una mujer llamada Franca Beer, de origen italiano y esposa de Guillermo Roux. Ésa fue la copia que llegó a las manos del doctor Abad, que cada sábado realizaba un programa de literatura en la radio de la Universidad de Medellín.
Hasta hace unos días, Harold Alvarado Tenorio, sostiene en su revista «Arquitrabe» que Abad Faciolince tiene una verdadera obsesión, que ha contratado a detectives privados (en realidad era una amiga epidemióloga residente en Finlandia, «experta en averiguar cosas raras»), que se ha gastado una fortuna para saber si María Panero existe (y existe: a través del Departamento de Estado de EE UU supo que fue torturada por la dictadura argentina). Mientras que fue él quien le entregó al doctor Abad, al que vio en dos ocasiones, este poema, el cual se dedicó a copiar horas antes de su muerte. Un poema escrito por él y haciéndoselo firmar a Borges. ¿O no fue así?
No, no fue así, porque la versión que Alvarado Tenorio tiene es incorrecta y la que el doctor Abad guardaba en el bosillo era la buena, un soneto inglés perfecto (compuesto por tres cuartetos y un dístico). «¿Es que podemos creer a alguien que ha llegado a decir que el soneto se lo metió en el bolsillo, por orden de los paramilitares, el sicario que lo mató?». Borges escribió el poema sabiendo que su vida estaba tocando a su fin (le acababan de detectar un cáncer), afirman los expertos, y el doctor Abad lo copió y guardó en su bolsillo porque también sabía que sus días estaban contados. Eso es todo. «Alguien acaba creyéndose cosas que nunca han sucedido. Cada vez que uno cuenta una historia, cambia. La memoria siempre inventa», concluye su hijo.
Fuente: La Razón. es
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