¡SOY BOHEMIA ! ¿Y QUÉ?

Siempre me preguntan ¿que es ser Bohemio? les respondo : El Bohemio vive por vivir , se llena de angustia sin tener por qué, pero está alegre cuando otros no están.

El Bohemio vive su vida incansable de ideas ,algunas creativas y otras filosóficas, todas para hacer de su vida un paraíso. El Bohemio no teme, solo porque él vive su vida como quiere, ahora sin causarles daños a sus semejantes. Vive la vida con principios y hasta con responsibilidad pero hace lo que quiere cuando quiere. En la música encuentra pinturas, en las poesías encuentra música, y en las pinturas encuentra versos ...es así mientras que se bebe su copa y sin faltar un café en un bar escondido adonde solo se lee por la media luz y la atmósfera del tabaco. La noche es su tarima....ahi baila, canta, bebe, conversa y admira a otros como él. Se proclama el duende de la noche. Ve el mundo con otros ojos ...él ve colores en el cielo nublado, ve la melancolía en una rosa brillante en su esplendor.

Gracias a todos que entienden estas breves letras. ¡SÍIIIIIII!!!! ¡Soy una Bohemia !!! ¿y Qué?

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Las ilusiones por: Kepa Uriberri


Revolvía el café humeante, mirando las espirales de la tenue espuma que se formaba en la superficie de la taza, con tanta atención que parecía que de esa figura espiral brotara un mensaje primordial, que iba leyendo como un oráculo. Más a la izquierda un trozo de pastel de color tan oscuro como el mismo café, se hacía atractivo gracias al brillo del relleno de color morado que reflejaba, desfiguradas, las luces de fluor del techo del local, y bello por la crema blanca con pequeñas placas de chocolate incrustadas, que atraía desde un costado. Sin embargo estaba ahí, todavía intacto, abandonado. Hacía mucho tiempo; no sabía cuanto, ni era importante para ella, que no entraba al café, escapando de aquellos hombres, o quizás no escapaba de ellos, sino del temor que había llegado a tener de la influencia que creía que habían llegado a ejercer en su vida. En algún momento pensó que entre ambos existía algún pacto para dominarla y someterla. Se decía que era absurdo, que no podía ser, pero de cualquier modo había llegado a sentir, cuando estaban juntos, que ellos eran una especie de enormes gigantes que copaban todo el espacio, no sólo el físico, aunque de un modo raro, con alguna especie de cuerpo inmaterial pero abarcante, sino también los espacios del poder. De algún modo, aquella última vez, en la estación del Fundador, había sentido terror del desafío de uno al otro. El viejo, con su espíritu entero y profundo, con su saber sereno, golpeaba al otro para destruir el sentido de su magia penetrante, que parecía adivinarlo todo. Recordaba la escena como si hubiera habido ahí dos enormes y preciosos animales luchando por la supremacía y por ella misma, que era una niña pequeña e indefensa. La imagen que recordaba de sí misma, completamente falsa y absurda, era la de una niña rubia de pelo ondulado, atado con dos cintas del mismo color del vestido celeste, con mangas de globo y vuelos, ridículamente pequeña, sentada en una silla enorme. Los pies, con calcetines cortos blancos colgaban de la silla con sus zapatitos negros de charol, a varios centímetros del suelo. Cuando Rrrrabanito confrontó al albañil, acusándose del asesinato de su padre, sin temor ni pudor, lleno de ironía, empujando al otro a que demostrara y aceptara esta verdad, o bien la negara para oponer su poder mayor, en vez de seguir el empuje de su línea de argumento, ella había sentido que su tamaño se hacía todavía más pequeño y tuvo pánico de desaparecer en medio de las iras sordas, desatadas entre ellos y había decidido irse antes que aquello ocurriera, a cumplir su propio destino que ya traía, a su vez, trazado. Por eso se había ido a la heladería y no había querido volver a encontrarlos nunca. Pero hoy, había sentido que su camino había tomado un trazado propio y se había dejado llevar de la nostalgia, al perder el miedo de ser envuelta por el poder de los otros. Creía haber crecido, desde entonces, hasta una dimensión que podía contrapesar a esos hombres y a la vez había modelado, quizás falsamente, sus recuerdos del viejo, hasta convertirlo en su mundo propio interior, tanto en esos recuerdos, como en las imágenes espontáneas que surgen de la melancolía que se mece allá al fondo, en un hombre bello, de una belleza metálica desgastada por tantos años que añaden nobleza y un brillo esencial que emana de una sabiduría llena de ternura y comprensión. Este sentimiento la había empujado hasta el café, donde con una emoción indefinible deseaba verlo aparecer.
Había tomado ya casi tres cuartos del café, con tal lentitud que estaba apenas tibio y no había probado más de dos pequeños trozos del pastel. Quizás tenía temor de terminar el pastel y el café antes que el viejo llegara y que entonces fuera tarde, sin disculpas, para esperar más. Pero entonces apareció en la entrada del lugar. No se podría decir, para quien quiera que lo hubiera visto cotidianamente, que hubiera cambiado en nada desde el día que lo vio por primera vez y le pidió que la dejara sentarse a su mesa en este mismo café. ¿Tal vez en esta misma mesa?. No era ese hombre muy alto, casi como un tótem, que había en sus recuerdos, sino de una estatura mediana, sin ser, en todo caso, de ninguna manera de bajo. Tampoco tenía esa mirada serena y segura, que daba certeza a su imagen, sino por el contrario, su mirada tenía una expresión triste, típica de los ojos ya cansados por la edad; ni miraban fijo a su objetivo, sino que vagaban difusos, como si no quisiera atar la atención en nada, o como si de algún modo tuviera temor a comprometerse. Por otra parte su estampa no era como la de su imagen creada en el subconsciente, de un hombre pleno y duro, capaz de enfrentar casi cualquier desafío, ni tenía esa elegancia diferente y propia que ella asociaba al metal noble y envejecido con reciedumbre en la fragua intensa de la vida. No. No vestía con elegancia ni originalidad, sino más bien con cierto honesto descuido. Como siempre llevaba una chaqueta de color innombrable, ni gris ni azul ni verde o café, sino de todos ellos en una mezcla del tejido de tweed, con bolsillos de parche siempre abultados con la cantidad enorme de papeles y cachivaches pequeños que atesoraba en ellos, que parecían subrayar el bulto de su estómago y culo, que recordaban a un gran zapallo, el que no llegaba a disimularse bajo un pantalón amplio y gris, de lanilla, cuya textura daba siempre la impresión de picar en las piernas. Entró caminando ligeramente encorvado, en contraste con la figura enhiesta que Kaya recordaba, o quería recordar, y su estampa general era del todo difusa, como si el ser que la portaba no fuera nadie, ni tuviera valía ninguna: Otro más de los innumerables anónimos que deambulaban como fondo o adorno de la escena cotidiana de los muchos ámbitos del metropolitano. Y no obstante, en todo aquello que no era y que recordaba del todo distinto, había algo indefinible que lo iluminaba y proyectaba una especie de ternura que, todo lo contrario de desmerecerlo, lo hacía atractivo: Sí. Ese era él y ella no sabía por qué le era necesario y por qué siempre, mientras no lo vio, en todo este tiempo, tenía que recordarlo y evocarlo, tanto que llegaba a veces a creer que cuando ella lo recordaba y pensaba en él, él a su vez la estaba evocando y recordando, de modo que era posible hablarle en la distancia y decirle que a pesar de todo, aunque intentaba negarlo y lo rechazaba, tal vez sí lo amaba.
El viejo Rrrrabanito Motototo paseó, sin atención, la vista por las mesas, hizo un saludo vago hacia algún rincón, casi sonriendo, y se fue al mesón de despacho, donde pidió un jugo natural de frutas de color sintético, y un sandwich de jamón y queso derretido, que llamó Barros Jarpa. Siempre lo pedía así y siempre que lo hacía imaginaba que Barros era el jamón y Jarpa el queso. Tenía, también, la vaga idea de que algún viejo caudillo conservador de apellido Barros había accedido a la presidencia de la república, gracias a su prestigio como médico, lo que era frecuente en el país. Casi más de la mitad de los presidentes habían sido médicos. Barros, aparte de una gran muñeca política, no había sido un buen presidente, tanto que su único legado ha sido un sandwich que popularizó con su nombre. Dicen que aquel sandwich tenía carne y resultaba difícil de morder y comer. Del mismo modo, se dice que su gobierno era difícil de tragar por la oposición liberal, de modo que en un golpe de muñeca, había nombrado a Jarpa, un liberal renovador, presidente del partido opositor, como ministro del interior, frenando así a la izquierda que traía ideas populares, que avanzaban lenta y consistentemente, desde la vieja Rusia, donde el pueblo combatía la mano de hierro del imperio decadente. Jarpa habría dado nuevos rumbos al gobierno y al sandwich del presidente, sugiriendo el jamón, más blando y masticable que la carne, y añadiendo el queso, que le daba sabor y ductibilidad. El sandwich se habría popularizado como Barros Jarpa, en honor a la alianza entre conservadores y liberales, que a la larga han conformado las fuerzas de derechas del país. No obstante, muchos conservadores, siempre descontentos con esta alianza, habrían mantenido la carne y añadido el queso, y el nombre del presidente en este sandwich conservador, que se llamó Barros Luco. No obstante, sabía que esa historia era falsa, pero quizás si llegara a ser la verdad aceptada, algún día, aun cuando Barros Luco fue un presidente de la república y Barros Jarpa un ministro de relaciones exteriores de otro presidente veinte años posterior al menos. Mientras discurría esta historia, mil veces repasada y mil veces repetida, aunque con ligeros matices de diferencia, al anciano le prepararon y sirvieron su Barros Jarpa y su jugo de frutas de color sintético, con los que salió en busca de un lugar donde sentarse.
Encontró una mesa vacía cercana a la puerta de entrada, desde donde podía ver pasar a la gente que circulaba, con o sin apuro, por los pasillos del metro. Se divertía analizando, en sus expresiones, en la forma de vestir, en el andar, sus posibles pensamientos o las ideas que los movían en sus vidas. "Aquél es un hombre iluso. Vive de sus sueños. Para él no es importante ganar mucha o poca plata, sólo lo hacen feliz sus logros. No es de esos hombres que necesiten un golpe de suerte, porque un gran premio en dinero quizás sólo fuera otro desafío y no una oportunidad de vivir tranquilo para siempre". Así sacaba conclusiones que podían ser del todo falsas, o proyecciones de sus propios problemas en la vida, o también conclusiones certeras del carácter de las personas: Ni él mismo podía saberlo. "Es que para este hombre, lo noto en su rostro reflexivo y creador, es más importante ganar cinco lucas con una idea novedosa, que un millón con un golpe de fortuna" argumentaba, mientras el hombre seguía, al parecer concentrado en algo, su camino por la galería del metro.
Kaya lo vio sentarse ahí, morder su Barros Jarpa y tomar, distraído, su jugo de frutas y por un rato lo dejó hacer, pensando que no tenía derecho, después de tanta ausencia, a intervenir en su vida. Pero de todas maneras, lo miraba con atención y concentración, intentando dar peso a su mirada, de manera que Rrrrabanito, en algún momento sintiera su silencioso llamado y la viera. Habían comido la mitad del Barros Jarpa y más del pastel. El café ya no tenía trazas de espuma que dibujaran estelas en su última superficie ya fría y el anciano seguía distraído mirando a las personas que pasaban frente a la puerta del local. Le interesaban más, en todo caso, las mujeres que tenían mucha más riqueza expresiva. "Es posible que tengan más y mejores sueños" pensaba, aunque sabía que no era verdad, sino sólo que los hombres tenían mucho más pudor. Con todo, sentía en cada momento que algo lo llamaba desde el interior del lugar, pero no era tan fuerte como para responder a ese rumor intangible. En un momento raro, en que la galería exterior quedó vacía, sin darse cuenta de la razón, ni ser demasiado consciente del llamado, rodó la vista hasta el lugar de su origen y se encontró con la sonrisa, asustada, de la bailarina. Estaba mordiendo el pan cuando la vio. Sintió que la expresión de ella era de sorpresa, de temor que casi la llevaba al rubor y pensó que hubiera preferido no encontrarlo. Había pasado mucho tiempo desde el encuentro en la estación del Fundador. Cuántas veces la había esperado, sin hallarla nunca en la Ópera, cuántas otras la había visto pasar por la galería del café, sin entrar ni mirar, quizás sin querer verlo voluntariamente. Sentía que Kaya había evitado el encuentro y creyó que ahora se había visto involuntariamente atrapada en esta trampa. La saludó con una semisonrisa, tal vez fría, y una seña con la mano, mientras terminaba de morder el pan. La joven sintió un dolor difuso en el pecho al notar el frío en el saludo del otro. Por un momento pensó en hacerle señas invitándolo a venir a su mesa, pero tuvo miedo de la respuesta. También pensó en ir ella a la suya, pero temió el rechazo, entonces se quedó paralizada y avergonzada. En la intimidad de su imaginación vio pasar por el cielo un pájaro gris de invierno, graznando a la tristeza hasta que se perdió a lo lejos. Terminó de comer su pastel, al que no encontró el placer del sabor que hasta ahora había tenido y abandonó su lugar. Al pasar junto a la mesa de Rrrrabanito le tocó una mano, con la suya entera y le dijo con un gesto avergonzado: "¡Adiós! que esté bien". Pensó que hubiera querido decirle algo como: "Lo lamento tanto", o también: "No sabes cuánto quería verte" o algo que le entregara a él el peso de la tristeza que le aplastaba el pecho; pero sólo siguió su camino sintiendo que su vacío interior comenzaba a llenarla hasta hacerse más grande que ella misma. El hombre sólo la miró con sorpresa y la dejó ir, paralizado. En su interior vio pasar por un cielo amenazante, un pájaro gris agorero graznando su triste presagio de invierno.
Se sentó junto a la ventana y se fue mirando la oscuridad exterior del túnel, cubierta por el bramido sordo del tren, imaginando la conversación que no había tenido con el anciano, la que hubiera querido tener:
- ¡Aaaah! miren a quién me encuentro, por fin, aquí. Es mi bailarina más querida - o quizás dijera algo como "la más linda" o "la futura prima ballerina" o "la admirada de todas las bailarinas". Entonces respondería:
- Estoy feliz de encontrarlo. Quería tanto verlo, pero no me atrevía. Me sentía tan fracasada, pero ahora ya no.
Él le habría preguntado algo así como:
- ¿Por qué fracasada? Si eres la bailarina a la que más quiero -. O tal vez -: La mejor bailarina -. Se habría sentido acogida por él entonces. Sus palabras serían como un abrazo lleno de cariño y ternura. Lo imaginó como un abrazo dado por Drosselmeyer a Clara, pero tendría algo diferente, como una inspiración profunda e inevitable, llena de una emoción diferente, íntima, esencial. Por un momento se dijo: "sensual", pero de inmediato retrocedió la palabra y la negó: "No. No. Sensual, no. Es un viejo, no puedo sentirlo sensual. No quiero sentir atracción por un viejo. O no tanta atracción, aunque lo echo de menos". Entonces ella le habría contado cómo había mejorado y que estaba reemplazando el papel principal.
- He tenido muy buenas críticas y el director me ha felicitado. Dice que lo he hecho muy bien. ¡Estoy tan contenta! - El anciano se habría sentido orgulloso de ella y diría:
- Me gustaría verte bailar -. "Yo lo invitaría y lo vería sonreír ahí en la platea mientras bailo. Después nos iríamos caminando despacito, tomados del brazo y pararíamos a celebrar en ese salón de té elegante que hay frente al teatro de la Ópera, a donde van las bailarinas a festejar y la gente fina también. Nos servirían té y azúcar en terrones en moldes cuadrados y en huevitos de paloma y galletitas tibias con mantequilla en bolitas ásperas. La gente nos miraría y diría: Mira, ahí está la primera bailarina del ballet de La Siesta del fauno; entonces yo los saludaría con una inclinación de cabeza mínima y un gesto distinguido de la mano. Él me miraría con admiración y orgullo". En su imaginación pudo ver la escena. El viejo vestía un traje oscuro y una camisa muy blanca, con una corbata de un solo color, quizás lila o azul bien oscuro y satinado. Se vería esbelto y hermoso. Ella estaría de blanco, con manguitas tres cuarto, y guantes de encaje. El vestido sería largo hasta las pantorrillas con un aire demodé, muy fino y tendría borceguíes en punta, de tacos en extremo alto. Veía el lugar iluminado de modo que todo lo imaginaba con una especie de brillo al que llamó "de caramelo". Entonces creyó que era demasiado siútico o cinematográfico, como película de Audrey Hepburn y a la vez que sintió un pequeño gozo en el pecho, se avergonzó de la idea y la destruyó. Con un gesto de cierta molestia consigo misma se dijo: "Bueno... No... pero algo así. ¡Bonito!". Llegó, en medio de estas elucubraciones a la estación de la Ópera y bajó del tren con una sensación de melancólica tristeza.
El anciano sintió el contacto tibio de la mano de ella como si le hubiera dejado una marca indeleble. Cuando su figura ya se había perdido entre la gente que iba y venía, inexpresiva, por la galería sintió que el roce de esa manito larga y delgada se había quedado plasmado en la suya, como si nunca se hubiera retirado de ahí. Recordó otra escena, de otra mano, que ahora se le ocurrió caprichosamente parecida, posada también del mismo modo eventual y triste sobre la suya, en una última despedida. No recordaba las palabras de aquella ocasión lejana, pero sintió que ambas voces tenían el mismo color y el mismo reproche. "Pero es imposible que fuera Treshkaya" se dijo y quiso hacer un esfuerzo para traer esa imagen desde la distancia en el tiempo, sin embargo estaba demasiado lejos y en la distancia se perdían el gesto de la boca, el brillo de los ojos y el óvalo del rostro. Cuando al fin aparecía, era la cara triste de Kaya. "¿Tal vez se parecía?" dijo para sí.
Con su morral colgando de un hombro, atravesaba la Plaza de los Constituyentes, con la vista y el pensamiento perdidos en las líneas que después quedarían trazadas en su cuaderno Navegante. De repente el graznido agorero de un pajarote gris llenó la plaza, invitando la vista de todos los que la cansaban con su paso ausente. El albañil se detuvo y miró el vuelo escandaloso del pájaro que la surcó en diagonal, pasando sobre los mástiles de las tres patrias, hacia el oriente, donde está la estatua ecuestre del Gran Caudillo, hasta que se perdió con su grito raro en el horizonte irregular de los edificios. Bajó sorprendido de esta visión a la estación y se dirigió, buscando un significado, al café, donde el anciano hacía bailar, ensimismado, el vaso del jugo de frutas. Dejó caer el morral en la silla de en frente del viejo y dijo:
- Acabo de ver un pájaro de invierno pasar graznando sobre toda la plaza. Nos dejó helados. Ese pajarote anuncia la mala fortuna. Debe ser un presagio. ¿No?.
El viejo recordó su propio pajarote interno y pensó que quizás nunca tendría otra oportunidad con Kaya y sin saber por qué, sus pensamientos lo traicionaron. Dijo:
- Se acabó...
- ¿Se acabó?... ¿Qué se acabó?
- No. Sólo pensaba en voz alta... En los presagios -; y temió ser descubierto por el otro.
- ¿Cuál sería el tuyo? - preguntó con intención, como si supiera que el viejo escondía algo.
Se encogió de hombros y se miró la mano que ella le había acariciado. En su imagen interna vio la mano de Kaya sobre la suya; sobre ambas revoloteaba el pájaro gris, graznando, y su graznido decía: "¡Se acabó! ¡Se acabó! ¡Se acabó!", pero detrás de toda esta imagen, difuso aparecía un rostro lejano, que era otro rostro, aunque insistía en ser, de alguna manera extraña, el de Kaya, aunque él y el pájaro sabían que no era así. Que no podía ser. Sintió miedo de traicionarse ante el albañil, enredado en estas imágenes, y decir algo inconveniente, entonces prefirió decirlo conscientemente:
- Kaya estuvo aquí.
- Así me parecía. ¿Qué dijo?.
- Nada. No estuve con ella. Se iba yendo - mintió - así que sólo me saludó de pasada.
- ¡Vaya que lástima!... ¿Lo lamentas?
- No.
- ¿Te recordó a alguien?
- No - mintió.
- Me hubiera gustado verla, después de tanto tiempo. Ya debe ser una primera bailarina - dijo perdiendo la vista en alguna lejanía inventada en ese momento, y agregó: - Me recuerda a alguien. Quizás a un antiguo amor pasajero, que un día me dijo: "¡Adiós! Que estés bien" y me acarició la mano. Entonces supe que nunca más la volvería a ver.
El viejo supo que estaba mintiendo. Sospechó que le había tirado un anzuelo, porque su tono casi llegaba a la ironía, sin embargo pensó que no tenía como saber nada y pensó que sólo lo veía de ese modo por un arranque de paranoia. Sin embargo, otra vez se le presentó ese rostro antiguo, detrás de la mano de Kaya, que era igual a Kaya, pero que no era ella. Y la mano era la de ella. Su temperatura, apenas más fresca que la de su propia mano, seguía ahí, como si nunca se fuera a borrar. Dijo:
- El carro sobre rieles y el árbol con sus pájaros - como si estuviera recitando, y en seguida le clavó la mirada achicando los ojos.
- Ja ja ja - se rió, como si hubiera comprendido un código: - El verso no es así, pero así se hace más claro en este caso. Creo que es algo del caballo y una barca, pero igual significa que a cada cual lo suyo, ¿No? -. Hizo un silencio, sonriendo con los dientes manchados y sosteniendo la mirada del otro - Es ingenioso - agregó después -, lástima que Tereshita no estuviera aquí, o esa otra Tereshita...
A pesar que se sentía triste, el baile de ese día lo sintió especialmente logrado. También el director y el coreógrafo lo creyeron así y la felicitaron. Pero la alegría que sentía era vacía. La imaginaba como esos huevos de pascua de resurrección pintados, a los que primero se les drena el contenido por unos agujeritos pequeños en los extremos, y luego se pintaban de colores vivos con figuras de fantasía. Su belleza era sólo cáscara. "De qué me sirve" se sorprendió diciéndose mientras se vestía, sola, en el camarín. Trató de desechar esa idea y de sentirse alegre, triunfante, pero no pudo. Se le atravesaba la imagen de sí misma, elegante, sentada en el salón de té frente al teatro, pero estaba sola. El viejo estaba sentado más allá, en un rincón. A ratos sus miradas se encontraban, entonces él movía la cabeza de arriba a abajo con un gesto tenso que significaba: "Tú lo quisiste así". Y a ella le parecía escuchar que le quería decir: "Ahora ya puedes irte: ¡Sola!". Salió del teatro y caminó en sentido contrario a la estación de La Ópera, hacia el salón de té. Sus pensamientos eran un torbellino absurdo de imágenes y frases truncas, que no alcanzaban a explicar por qué hacía algo tan absurdo. De repente imaginaba que ese hombre que caminaba, al fondo, por la vereda del salón era el anciano, hasta que pasaba de largo frente a la puerta. Su voz interna decía: "Por supuesto. Ese era un hombre joven". Después pensaba en la emoción que sentiría si al llegar a la puerta del salón el viejo estuviera ahí, esperándola. Pero de inmediato la voz interior le rectificaba: "Es una estupidez. ¿Por qué podría estar ahí?", pero ella misma se respondía: "Pero supón, por ejemplo, que después de verme en el café hubiera decidido venir a verme bailar. Ahora, supón que vino y me vio en el papel principal y decidió esperarme ahí en el salón ¿Te imaginas?". Otra voz intervenía: "Es ridículo. ¿Cómo podría suponer que vendrías al salón de té?". "Soy una tonta; una soñadora" se dijo y se detuvo. Después de un instante continuó andando; se argumento: "No importa. No es cierto. Pero por lo menos tengo derecho a soñar. Y si voy a soñar: ¿Por qué no hacerlo bien?" y sintió que recuperaba la alegría; entonces hizo una pirueta con un giro y se fue en la oscuridad de la callejuela peatonal, danzando. Llegó a la puerta del salón, la abrió, miró hacia adentro como si buscara a alguien, aun sabiendo que era irreal, que no iba a estar, sino sólo en su ensueño. Finalmente hizo una reverencia como si agradeciera desde el escenario, y girando con otra pirueta se volvió por el paseo, rumbo a la estación del metropolitano. Se iba riendo de su propio juego, de la reverencia que había hecho desde la puerta del salón. "Soy una niña chica; ¡pero lo hice!" pensó, alegre y se imaginó a sí misma vestida de organdí con falda de campana y vuelos, con las manguitas globo y encajes en el cuello. Iba saltando en un pie y otro, alternativamente, con el pelo al viento y de repente quiso hacer lo mismo. Alcanzó a dar tres pasos y se sintió ridícula. "¡Idiota!" dijo y se detuvo, como si toda la verdad del mundo, a la que le había estado haciendo el quite le hubiera caído encima. "¡Idiota!" repitió, "estás enamorada de un viejo, gordo, chico y cabezón, con un zapallo aquí" e hizo un gesto como si sostuviera, a la altura de su estómago una bola enorme y la cara expresaba el torpe desprecio que sentía su razón por lo que el viejo representaba como galán. "¡Lo odio!" y golpeó el suelo con un pie, siempre sosteniendo el zapallo con las manos y siguió caminando como si lo imitara. Recordó la cara del anciano cuando le tomó la mano y le dijo: "¡Adiós! Lo siento!". ¿Eso le había dicho? ¿Qué le había dicho?. No. Sólo se había despedido y el viejo la había mirado con cara de perro San Bernardo castigado. ¿O no? ¿O ni siquiera la había mirado mucho? Tal vez su cara fue de sorpresa. "Si yo ya soy casi una desconocida para él, que le toma la mano como una idiota". En su mente volvió a dibujarse la escena, pero ahora estaba totalmente caricaturizada. Ella misma se veía muy flaca y desgarbada. Un brazo casi insustancial, con una mano enorme y nudosa escapaba de su hombro y se posaba en una mano de viejo, con pecas de viejo y con la piel ajada de viejo. Ella misma se veía desde atrás, de manera que podía apreciar su melena desordenada, la espalda cubierta por una camiseta de algodón gris, de mangas cortas y una falda enorme, que sólo dejaba ver las canillas cubiertas por unos calcetines arrugados sobre unas zapatillas muy grandes. En cambio el viejo era sólo esa mano y el puño de la manga, que ella veía desde la altura de esa mujer sin sustancia, unida de algún modo a una cabeza con una nariz enorme que miraba sorprendida su mano huesuda, agarrando como una pata de pollo la del viejo, como si se hubiera posado torpemente ahí al igual que cualquier pajarote lo haría en una rama de árbol seco. Apretó los puños y sacudió violentamente los brazos, como si se sacudiera la rabia. Después se clavó las uñas de cada mano en el otro brazo y sintió deseos de arañarse hasta romperse a sí misma. En su mente dibujó la escena de sus brazos desgarrados y sangrantes, y se detuvo. El pajarote voló de la rama seca con un solo cacareo, como si le hubiera llegado un piedrazo que lo espantara.
La tristeza y el pensamiento vacío, enorme y vacío, se apoderaron de ella mientras viajaba en el tren hacia la estación de la Plaza de los Constituyentes. Sólo el pájaro gris, enorme y silencioso pasaba volando a ratos pos ese vacío. "Lo único es bailar" parecía decir al pasar. "Un viejo casi no es una persona. ¿Para qué, si no, boté de la escalera del escenario a la primera bailarina? ¿Por un anciano que podría ser mi papá? ¿Acaso bailo para él; o para mi mamá; o bailo para mí?". Al bajar en la estación de destino, con decisión se dijo: "Bailo sólo para mi. Todo lo demás sobra" y se fue caminando con paso firme. El pajarote gris de su pensamiento, surcó por última vez sus imágenes interiores; casi al desaparecer en la lejanía dijo, con su último graznido: "Pero igual te gustaría hablar con él y contarle".
- No te entiendo. ¿Cuál otra Tereshita? ¿A qué te refieres? - dijo el viejo, molesto o sorprendido.
- Dímelo tú. Tú hablaste de otra mujer a la que te recordó la mano de Tereshita. El viejo se sonrió con una sonrisa torpe y la sangre le subió al rostro. Dijo:
- Jamás dije eso. Tú lo dijiste y ahora pretendes confundirme. A mi Kaya sólo me recuerda a Kaya - mientras lo decía temía que se le trasluciera la mentira, aun cuando no sabía o no recordaba a quien le había evocado, o si sólo era una imagen melancólica de la propia Treshkaya.
- Esa mujer también se despidió de la misma manera. Lo recuerdo bien - aseguró el albañil, con su sonrisa manchada -. Primero dijo: "¿Por qué nunca me contaste que eras casado, hasta ahora? Y si ya lo estabas, cuando me conociste: ¿Por qué ahora la eliges a ella y no a mí?". Entonces hubo un silencio muy largo; después se levantó y puso su mano sobre la de él y nada más dijo: "¡Adiós! que tengas suerte" y le ocultó que estaba embarazada, ¿o aún no lo sabía?. La huella de esa mano, aunque nunca más supo de ella, quedó para siempre ahí. Muchas veces el hombre la recordó, sólo por el leve peso que dejó su mano.
- ¿De qué estás hablando? - preguntó molesto el viejo. Pensaba en aparentar que era inoportuno que se sentara ahí, en su mesa, a hablar de sus ficciones, pero a la vez temía ser descubierto en su mentira. Pero se preguntó: "¿Cuál mentira? ¿En qué he mentido? ¿Acaso no tengo derecho a mis recuerdos privados?". Su conciencia, ya calmada desde hacía mucho tiempo, necesitaba evitar el remordimiento y dijo: "No hablar de algo, guardarlo para uno, no es mentir".
El albañil lo miró con su sonrisa manchada de amarillo durante un momento. Después se inclinó por sobre la mesa y sacó de su morral el cuaderno Navegante donde escribía. Comenzó a hojearlo y por fin, golpeando sobre él, dijo:
- ¡Aquí está! -. Y empujó el cuaderno hacia el viejo.
Rrrrabanito lo tomó con desagrado. Apenas vio la letra irregular, aunque legible, pensó en un sitio eriazo, cubierto de malezas espinudas, secas. Ortigas urticantes, hinojos mustios, yuyos altos de flores marchitas; todos creciendo en direcciones caóticas. Recordó una vieja fotografía de belleza irreal, en la que el ojo de toma se ubicaba muy abajo, al ras de la línea de floración de las ortigas y se concentraba en el cielo lejano y cubierto de negros nubarrones. Las matas secas, sus espinas y el cielo cubierto, conformaban un raro contraste de amenazas, llenas de belleza. Esa fotografía, pensó sin expresarlo en palabras, sino sólo en imágenes profundas, era una metáfora de la promesa de este cuaderno, o quizás si el cuaderno fuera una metáfora de la amenaza de la fotografía. Leyó:
«Su mujer legítima lo era por ley. A todas las otras las deseaba porque la sangre le hervía. También la suya era una de aquellas otras. El deseo, al fin, terminaba por impulsarlo a ese abismo que, sin serlo, era un peligro. El peligro no estaba en la caída; al fin de cuentas ya había llegado a renunciar a los escrúpulos que conformaban el catálogo del pecado. El verdadero peligro estaba en la reflexión involuntaria de la conciencia, cuyo interés era, al fin de cuentas, la libertad. La de dar curso al deseo, la de traicionar, la de ser leal o fiel, la de buscar placer, la de pensar en sí mismo, la de sentir resentimiento y perdón.
«Siempre terminaba rodando por ese abismo, en cuya sima había una mujer ajena y la lujuria. Nada más. Como el zumo de la fruta o las flores aromáticas. Al estrujarla sólo había placer. Ni una gota de retorno, de deber, de rutina, de cocina, de administración, de cama revuelta, de pelusa en las alfombras que nunca miras, de consecuencia; nada. Agotado el placer, se lava la conciencia, se baña el cuerpo, se enjuaga la boca y se asciende a la cima del buen nombre. A veces se paga aquello en billetes azules, otras, las más bellas, no. Estas son las más peligrosas, las que nunca se lavan bien, las que dejan tiznada el alma y no la conciencia, quizás porque no se pagan sino en el tiempo.
«Así había dejado de ser ajena. Así la había ido adquiriendo; ¿O estaba siendo adquirido? Cuando esta pregunta se repitió cada vez que ascendía de la sima, cuando se hizo cansancio, se sentaron en el salón de té; sin lujuria, sin deseo, en una esquina oculta por las cortinas de cristal de los edificios que multiplicaban la calle, los transeúntes, las mesitas de manteles de cuadros verdes en fondo rojo, las sillas enlacadas, aquel parroquiano que leía el diario, las meseras y a ellos mismos, ocultándolos en la geometría. Otra vez era todo él y aquella mujer era hermosa y su significado era la culpa. Le dijo con pena: (Las patas de pollo, los tallos muertos de las ortigas, la broza y los despojos caóticos de una escritura que a veces era pesada, otras casi tenue, que tan pronto caía o se elevaba, crecía o se hacía mínima, se atrasaba o aceleraba, por fin se hizo ilegible). Creyó entender que decía algo como: «... ese compromiso no sólo me amarra (o quizás decía sujeta, pero en ningún caso ata, aun cuando creyó que así debía ser) a ella...(ilegible) y eso es peor porque ese nudo es el más fuerte». Aquí volvía a leerse bien, sólo en una línea: «... de ella podría librarme; de la sociedad: ¡Nunca!». Lo que sigue estaba borrado, tachado, ensuciado con un pesado dibujo en resorte y otro en zigzag, como si cada tipo de tachadura fuera una densa capa que sepultaba, quizás una idea audaz, pero absurda, que ni siquiera soportaría la vergüenza de ser releída. Tres o cuatro centímetros más abajo, concluido el borrón continuaba:
«La mujer no derramó lágrimas: ¿Para qué? Siempre supo que no servirían. Quizás en ese mismo momento invento su absurda historia, la del marino mauritano, y nunca le dijo que, igual, se lo llevaba dentro. Sólo se levantó, puso su propia mano sobre la de su amante y dijo:
«- ¡Adiós! que estés bien - iba a agregar "lo siento tanto" pero no lo hizo. Sólo se fue dejándole la huella indeleble de su mano tibia, pero más fresca, en el dorso de la de él.»
Los pensamientos y las imágenes se entorpecían en su cabeza. Devolvió el cuaderno sin saber que decir. El albañil lo miraba triunfante, enseñando sus dientes con manchas amarillas en una sonrisa definitiva. Dijo:
- ¡Así es! ¡Nada más! - como si pusiera un sello definitivo a la ficción de su cuaderno.
- ¿Quién eres tú? - preguntó el viejo. ¿Por qué escribes eso? ¿Por qué me lo muestras? ¿Cómo sabes esa historia y los secretos de ellos?
Siempre sonriendo, el albañil abrió los brazos, con las palmas de las manos extendidas hacia el anciano, como si lo fuera a recibir o acoger entre sus brazos. Dijo:
- Tú lo preguntas: ¿Quién soy yo?
- ¡Ja! ¿Acaso quieres insinuar que eres el Cristo? No sé cómo haces para saber lo que escribes, o si eres hábil para encontrar las coincidencias, pero no te creas por eso el último de los profetas -. "Esa no es mi historia" iba a agregar, pero intuyó que el sólo decirlo ya sería una confesión irreversible.
- Tú lo dices - contestó sin bajar los brazos; después, cerrando el cuaderno, lo levantó, se lo mostró y dijo -: Vino a los suyos y los suyos no lo reconocieron.
En todo momento, pensó el viejo, tenía una expresión burlona en la cara, con esa sonrisa de dientes manchados que, se dijo a sí mismo, "jamás tendría un Cristo". "Pero siembra dudas con la sola ironía de su expresión. Como si quisiera probarme. ¿Será un megalómano? ¿Se lo creerá él mismo? ¿Será un loco? ¿Y cómo parece saber lo que ha sucedido y lo que va a suceder?". En su pensamiento profundo, ese que no tiene palabras, sino sólo imágenes precarias, matrices, absurdas; en el intertanto, se superponía la mujer del relato del albañil, con sus raras letras y tachaduras, con el recuerdo de esa mano lejana, tan parecida a esta mano de ahora, cuyo tacto tibio, delicado, que lo dejó lleno de anhelos y convergían en Kaya y este segundo "¡Adiós!" que quebraba el curso de las cosas para siempre. Dijo:
- Y si tú eres el gran creador y el que construye la historia: ¿Qué hay de esa mujer que viene ahí? - y señaló a una que, ausente, pasaba por la galería exterior - ¿Y qué de esa pareja que vienen tomados de las manos? ¿Y ese hombre y aquel otro y ese? - y señalaba a cada uno que pasaba como autómatas sin alma, hacia alguna parte en la galería - ¿Dónde están ellos escritos en tu cuaderno Navegante seboso y sucio?.
Movió la cabeza de uno a otro lado, con una expresión de lástima o desprecio, que quería decir que no comprendía nada:
- Ellos sólo son comparsa; pertenecen al coro: ¡Nada más! ¡Sólo pasan! ¿Acaso no puedes entender que las cosas son lo que son, sin importar si lo crees o dudas?
Kaya pasó frente a la puerta del café. Se detuvo apenas un momento y miró hacia adentro, casi de reojo. Tenía temor de ser sorprendida. Hubiera querido entrar y esperar, otra vez, a que Rrrrabanito llegara, pero tenía temor o vergüenza. "¿Qué pensaría si me encuentra ahí?: Va a creer que lo persigo". No sabía por qué miraba, por lo tanto. ¿Era para verlo?, ¿Para saber si estaba? ¿Por si estaba y la llamaba?. ¿Qué era lo que quería?: No lo sabía bien. Quizás sólo quería darle una oportunidad al azar. "Como por ejemplo" pensaba después, cuando ya había seguido su camino, cuando ya sabía que no estaba ahí, "si hubiera estado y me hubiera llamado. Supongamos que sigo, como si no me hubiera dado cuenta, entonces él me sigue y me llama y me pide que por favor lo acompañe a tomar desayuno". Se imaginó la escena. El viejo no tenía la chaqueta de tweed que siempre usaba, con los bolsillos hinchados de cosas misteriosas y de seguro inútiles. Tampoco tenía el zapallo que se le formaba con la panza y el culo, sino que sin haber perdido su fisonomía, se veía más esbelto. Incluso, sin dejar de ser un viejo, se veía más joven, más viril y atractivo, no como los viejos, que terminaban por ser anodinos, aun cuando la rudeza de sus facciones, lo nudoso de las manos, los surcos en las rasgos, les otorguen una belleza esencial y distinta, pero que les da un aspecto de sabiduría y serenidad que, a la vez les quita la audacia de la virilidad joven. Pero este Rrrrabanito de su fantasía sin perder esa belleza de la sabia tranquilidad, recuperaba, de algún modo, la atracción viril. "Él me alcanzaba y me rodeaba con su brazo sólido, no por los hombros, como hacen los viejos, sino por la cintura, y mirándome a los ojos, con los suyos chiquititos, me decía: ¿Por qué me eludes?, ¿Por qué huyes, cuando tu única alternativa es elegirme? y me empujaba, suavemente, con ternura pero firmeza, hacia el café. Yo quería ir con él y sentía un calorcito agradable". La imagen de la escena iba cambiando en su mente en la medida que se relataba su propia historia, de manera tal que el anciano, sin dejar de ser un viejo, o quizás sólo sin perder su identidad, iba trocando su figura, que iba haciéndose más y más joven, hasta que se sentaban, ya, en el café y entonces era un hombre joven e idealizado. Kaya, al darse cuenta de su propio engaño se decía que no tenía importancia, "si total es sólo un sueño, una entretención. Yo sé que no es verdad, aunque igual es lindo. ¿Habrá sentido pena cuando me fui, ese día?". Y recordó el tacto de esa mano como de cuero ajado. Pensó que al acariciarla, al pasar, la había sentido tan llena de texturas, de líneas anchas y aristas, formadas por huesos, coyunturas, nervios, venas, experiencia y se dijo que esas manos de seguro lo habrían experimentado todo. Imaginó que si le tomaban la cara y la acercaban a la de él, al besar, serían tan consistentes y firmes: Sabrían tan bien lo que hacen. En lo más profundo de su pensamiento apareció una escena íntima con el viejo: Lo veía besándola. Su propio rostro le pareció absurdo en esa actitud romántica y abandonada. El anciano, ahora, ya no tenía la juventud mágica del hombre que la había abrazado por la cintura y la había arrastrado tan suavemente al café. Otra vez era un viejo, surcado de arrugas, que se hacían más notorias al acercar su boca, de labios casi colgantes que se tensaban con esfuerzo, haciendo una especie de tubo o trompa corta que avanzaba, jugosa en el interior y seca en los labios, a sorber la suya. Sintió que la escena era ridícula y ese pensamiento rompió el sortilegio, destruyó el embrujo y al despojarla de todos los absurdos filtros románticos, sintió asco. "¡Lo odio!" se dijo. "Viejo asqueroso, no me quiero enamorar de ti. ¿Lo entiendes?... ¿Lo entiendes bien?". Todas las sensaciones convergieron a la rabia. "No quiero... ¡No quiero! ¡No quiero enamorarme de un viejo! ¿Por qué lo hago, si no quiero?"
Cada día que pasaba, se iba repitiendo la escena, no siempre igual, pero similar. A veces al entrar en la estación de la Plaza de los Constituyentes, intentaba hacer una ruta diferente para llegar a los andenes, pero inconscientemente, se encontraba de repente pasando frente al café. Otras veces se engañaba a sí misma y se decía que no podía cambiar sus costumbres por una tontera: "No pienso en perder mi libertad por un capricho de un viejo. Tengo que ser fuerte". Entonces pasaba frente al café y al llegar el momento, el corazón se le aceleraba, quizás no por el viejo, sino por su propio riesgo y su propia emoción, y miraba al interior para ver si estaba ahí. Sentía un raro placer de ejecutar este juego, aunque con él, sabía que perdía su voluntad de no involucrarse y no dejarse enamorar del viejo. Otros días se decía: "¡Bah! y al final: ¿Qué tanto? Me enamoro de un viejo. Si total, no puedo evitarlo" y volvía a comenzar el mismo ciclo, una y otra vez, entre la euforia romántica y la imposibilidad de acceder a amar románticamente a un anciano. "Puede ser", se decía entonces, "que él represente la figura del hombre paternal que nunca tuve. Como no tuve padre, entonces se me confunde su rol y me siento enamorada de él, cuando en realidad el es mi padre ausente y nada más".
Para redondear esa idea, que le pareció, al menos, útil para entender el absurdo de su comportamiento, comenzó a interrogar a su madre sobre su vida, sobre aquel supuesto marino mauritano: ¿Cuánto tiempo se conocieron? ¿Vivían juntos? ¿Se casaron o sólo fueron amantes?. "Menos averigua Dios y perdona". "Pero ¿él me conoció o se escapó cuando supo que yo venía?. ¿Cómo era? ¿Se embarcaba y volvía? ¿Cómo se entendían? ¿Hablaba castellano o no? ¿Qué idioma hablaba?". "¡Qué importa! Desapareció hace más de veinte años y nunca más volví a saber de él. ¿Para qué quieres saber más? ¿De qué te serviría?". "¿Y si se me ocurriera buscarlo? ¿Vive aquí o se fugó del país? ¿Me parezco a él?". Sólo a veces, muy ocasionalmente, ella le contaba algún detalle más íntimo, algún retazo de la historia: "Nos conocimos en la cola del banco, el día treinta y uno; ese día todo el mundo pagaba o cobraba. En ese tiempo las colas eran tan largas que uno podía pasar toda la mañana esperando a ser atendida para cobrar el sueldo. El dijo que a veces uno esperaba a algo durante toda la vida y yo le pregunté: ¿Como qué? y el dijo: Una mujer como usted. Y entonces nos pusimos a conversar y el me esperó cuando a él lo atendieron primero y nos fuimos juntos conversando. Así empezó todo...". "¿Y cómo estaba cobrando un cheque, si era un marino de un barco extranjero?". Se encogió de hombros y dijo, quitándole importancia: "Quizás fue en el correo, echando unas cartas... es lo mismo". Pero Kaya sospechó que había alguna mentira.



Kepa Uriberri 

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