¡SOY BOHEMIA ! ¿Y QUÉ?

Siempre me preguntan ¿que es ser Bohemio? les respondo : El Bohemio vive por vivir , se llena de angustia sin tener por qué, pero está alegre cuando otros no están.

El Bohemio vive su vida incansable de ideas ,algunas creativas y otras filosóficas, todas para hacer de su vida un paraíso. El Bohemio no teme, solo porque él vive su vida como quiere, ahora sin causarles daños a sus semejantes. Vive la vida con principios y hasta con responsibilidad pero hace lo que quiere cuando quiere. En la música encuentra pinturas, en las poesías encuentra música, y en las pinturas encuentra versos ...es así mientras que se bebe su copa y sin faltar un café en un bar escondido adonde solo se lee por la media luz y la atmósfera del tabaco. La noche es su tarima....ahi baila, canta, bebe, conversa y admira a otros como él. Se proclama el duende de la noche. Ve el mundo con otros ojos ...él ve colores en el cielo nublado, ve la melancolía en una rosa brillante en su esplendor.

Gracias a todos que entienden estas breves letras. ¡SÍIIIIIII!!!! ¡Soy una Bohemia !!! ¿y Qué?

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Las verdaderas razones - Cap 4 - Daniel Galatro



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AGENCIA NOTARG-CABLE 133-21/DIC/84-14.03-EL HOSPITAL MUNICIPAL DE ESMERALDA INFORMÓ QUE LLEGAN A VEINTITRÉS LOS FALLECIDOS POR LA EXTRAÑA INTOXICACIÓN QUE SE PRODUJO EN ESTA CIUDAD. TODO EL PAÍS ESTÁ ATENTO A LA MARCHA DE LOS ACONTECIMIENTOS. EN DIVERSOS LABORATORIOS OFICIALES Y PRIVADOS CONTINÚAN LOS ANÁLISIS A FIN DE IDENTIFICAR LA SUSTANCIA QUE PRODUCE LA MUERTE EN CONTADOS MINUTOS. LAS INVESTIGACIONES POLICIALES SE CENTRAN AHORA EN BUSCAR UN ELEMENTO COMÚN A TODAS LAS VÍCTIMAS PUESTO QUE VIVEN EN DIFERENTES LUGARES DE LA CIUDAD Y REALIZAN ACTIVIDADES DIFERENTES. SE RECOMIENDA A LOS POBLADORES DE ESMERALDA Y CIUDADES VECINAS NO INGERIR ALIMENTOS O LÍQUIDOS QUE NO SE AUTORICEN EXPRESAMENTE. EL ÁREA HA SIDO DECLARADA EN ESTADO DE ALERTA SANITARIA. STOP.


Marcelo Fabián Morales ingresó a la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional de La Plata en marzo de 1977. Había culminado con calificaciones excelentes su ciclo secundario, y todos estaban absolutamente seguros de que llegaría a ser un abogado de nota.

Creo haber dicho que Marcelo sentía por el que suponía era su padre un rencor sordo que manifestaba exteriormente como desprecio. Raúl Morales era, para él, un símbolo viviente de la forma de ser y de vivir que consideraba más insignificante. Empleado, o mejor dicho, empleadito, empleaducho. Nadie, sentado detrás de un vetusto mostrador. – “¿De cuánto?” “¿No tiene cambio?” “De cuarenta no hay… ¿le doy dos de veinte?” “Vía aérea simple, tanto; vía aérea certificada, tanto”. Y al cliente no le importaba si era Raúl Morales, Juan Pérez o una máquina quien le entregaba las estampillas.
Raúl Nadie, hijo de Victoriano Nadie. “Tiene razón mamá cuando dice que solamente sirven para eso”. “Llene el formulario, primero. No, otra lapicera no hay. Sí, ya sé que ésas tienen la pluma rota.”. Dios, ¡qué estupidez! Ser hijo de Raúl Nadie y nieto de Victoriano Nadie. Desde 1955 vendiendo estampillas, haciendo giros, llenando telegramas. Veintidós años iguales.

En cambio él, brillante. Marcelo Fabián Morales. Triunfador. “¿Morales?... ¿Tu viejo trabaja en el Correo?” “Sí, maldición. Mi viejo es ese tipo de mirada perdida que te vende estampillas. Ese infeliz que cuenta ‘una, dos, tres, cuatro… palabras… es tanto’. Hace veintidós años. Yo nací y él ya estaba ahí, atrás de ese mostrador.” “Pero, ¿quién te paga los estudios?” “Para lo único que sirve. Usted es mi padre. Es su obligación, ¿no? Además, si se viera la jeta que pone cuando dice que tiene un hijo estudiando abogacía… Cuando yo me reciba va a dejar de ser Raúl Nadie para ser el padre del doctor Morales. Y le voy a devolver la guita que me dio. Se la voy a tirar a la cara.”

Y así siempre. Recriminándole su quietismo, su falta de ambiciones, su nada de espíritu de lucha. Se iba haciendo hombre, se iba haciendo abogado, se iba haciendo cada vez más hiriente.

Don Raúl Hugo Morales seguía comprando libros, ropa, cosa que el futuro doctor quisiera necesitar. 
Hubo veces en que pensó tirarle un “Mocosito de miércoles, se acabó. Vas a tener que laburar si querés un mango. Ya que sos tan machito y tan inteligente, y tu viejo es un pobre infeliz, ¿por qué no te vas a vivir solo y te ganás lo que gastás?”

Pero Conce adivinaba la tormenta y la disolvía con su gritería alienante.
“Sos el mismo estúpido de siempre. ¿Querés arruinarle la carrera al nene? ¡Claro! ¡Que sea un nada como vos, eso querés! Si le llegás a decir algo al Marcelo, pobre de vos. Es el único que vale la pena, no como tus hijos que no sirven para nada. El Marcelo va a ser abogado y yo voy a tener en mi hijo, ¡me oís! ¡mi hijo!, lo que no pude tener en el imbécil de mi marido. ¡Ojo con decirle algo al muchacho!”

Y Raúl volvía a callarse, abría el morral del que ya hablamos, y guardaba.

Después ocurrió lo definitivo. Fue cuando Marcelo estaba en… ¡cuarto!, Sí, cuarto año. Es decir, a fines del 80. Claro, había cumplido los veintidós y, lo que cada vez era menos infrecuente en él, se había achispado un poco festejando con un par de amigos.

Era la tardecita cuando salieron del Club. En el viejo automóvil de uno de los de la barra, iniciaron la tarea de alborotar Esmeralda a bocinazos y gritos.

En una de sus idas y venidas por las únicas dos calles que constituían el “centro” pasaron por la plaza en la que algunas parejas hacían tiempo esperando que cayesen las sombras. 

“Dales con esa luz. Metésela en los ojos”. “No, Marcelo, que si cae la cana nos llevan a todos”. “Dale, nabo, no seas maricón. Subite a la vereda y encajales la luz alta”. “No, Marcelo, se va a armar despelote. Mirá que acá nos conocen”. “¡Má! Bajate, idiota. Dejame a mí”.

Manejado por Marcelo, el automóvil trepó a la vereda y se detuvo frente al banco ocupado por una de las parejas. Luz alta, luz baja, apagaba. Otra vez luz alta, luz baja. Y gritaba barbaridades. Todas.
La chica comenzó a llorar y a intentar detener a su acompañante que quería irse hacia el automóvil. Finalmente el muchacho logró zafarse y encaró a quienes seguían escandalizando e insultándolo profusamente. Caminó hacia la ventanilla por la que asomaba la cabeza y casi medio cuerpo de Marcelo Fabián Morales y dijo, sollozando de ira, apenas unas pocas palabras.

No gritó. Solamente pronunció con lentitud aquello que Marcelo siempre había deseado pero jamás creído posible. Escuchó con atención, tratando de despejar los vapores de la pequeña borrachera que lo obnubilaba un poco.

Así que era cierto. Miró al muchacho pero ya no lo vio. Así que era cierto. Hizo retroceder el automóvil y lo regresó a la calle. Dejó el volante a su dueño casi mecánicamente.

Así que era cierto. A los pocos minutos su cerebro, totalmente despejado, había aceptado plenamente la idea. Y sonrió satisfecho. “¡Qué importa que la vieja pudiese haber sido una cualquiera, si gracias a eso él no era hijo del mil veces despreciado Raúl Hugo Morales!”

Al llegar a su casa no saludó a nadie.

“¿La vieja?”
“En el patio, lavando”.

Fue allí, en el patiecito, teniendo como acompañamiento el rítmico traqueteo del lavarropas, donde Marcelo Fabián supo toda la historia, en versión libre e interesada de Concepción Mercedario. ¡Su madre no había sido una cualquiera sino una muchacha inexperta caída en un error de juventud! ¡Su verdadero padre, un triunfador! Y Don Raúl Hugo Morales, nadie. ¡Que le dijese algo! ¡Ojalá! Ya le iba a cantar las verdades sin pelos en la lengua, que para algo casi era abogado.

Una tarde Marcelo se cruzó con su… con el marido de su madre. Ocurrió en la puerta del departamento.

“¿Dónde vas?”
“A sacar pasaje para Mar del Plata”.
“¿Te vas?”
“¡Claro! ¡No te voy a pedir permiso!”
“¿Ni plata?”
“Tirame unos pesos, que después…”
“¿Después, qué? Además, no tengo.”
“¿Cómo que no tenés?”
“No tengo.”
“Mirá, viejo, mejor me das porque si no…”
“¿Si no?”

Allí fue donde y cuando Marcelo comenzó a escupir lo que sabía. No la verdad, sino la versión que Conce le había brindado entre sollozos de supuesto arrepentimiento. Y lo insultó, lo rebajó, lo hizo pedazos y saltó sobre ellos, pisoteándolos. Raúl Morales llegó a sentirse, él mismo, Raúl Nadie.

Las últimas palabras de Marcelo – “Andate a vender estampillas, viejo infeliz, y no te metás más en mi vida” – resonaban horas después en sus oídos.

Raúl Hugo Morales, vendedor de estampillas. Estampillas azules, estampillas rojas, estampillas verdes.

Raúl Morales y las estampillas. ¡Qué cosa! Si todo eso hubiese ocurrido cuatro años más tarde podía haber llegado a reír como loco de ese simple hiriente insulto.

“¡Andate a vender estampillas, viejo infeliz!”

Las verdaderas razones - Cap 3 - Daniel Galatro



AGENCIA NOTARG-CABLE 102-21/DIC/84-11.38-LOS LABORATORIOS DE TOXICOLOGÍA DEL INSTITUTO BIOLÓGICO DE LA PLATA INFORMARON HABER RECIBIDO MUESTRAS DE VÍSCERAS DE LOS FALLECIDOS POR LA INTOXICACIÓN EN ESMERALDA PCIA. DE BS AS. SE INICIÓ LA TAREA A LAS 10.30 A FIN DE ANALIZAR LAS MISMAS PARA DETERMINAR LAS CAUSAS DEL ENVENENAMIENTO COLECTIVO. TOMÓ INTERVENCIÓN LA POLICÍA DE LA PROVINCIA. STOP.


Corría ya la segunda mitad de 1974 cuando ocurrió un hecho fundamental en la vida de Raúl Hugo Morales. A los 38 años, continuaba imperturbable su tarea tras el mostrador del correo de Esmeralda, girando, telegrafiando, sellando, clasificando. Era un poco menos hosco que en sus primeros tiempos, aunque siempre correcto y eficiente.

Estaba inscripto en uno de los planes promocionales del gobierno para los empleados de Encotel, y quizá a mediados del 76 entraría en posesión de su departamento propio. La familia había crecido con la llegada de Alejandro Roberto en marzo del 66 y de Liliana Noemí por septiembre del 69. De común acuerdo, es decir por decisión de la cada vez más avinagrada Conce, ya no habría más hijos. 

- “¿Y, Morales?” 
- “No, basta. Paramos la fábrica” “Como está la vida, otra boca para alimentar…”

Una de las pocas alegrías de Raúl eran sus hijos.

Algunas horas extra permitían sostener el estudio de Marcelo, un muchacho de dieciséis años, desenvuelto e inteligente. Ya cursaba un brillante tercero del Comercial. Había tenido cuatro o cinco “novias”. Era muy popular entre los jóvenes de Esmeralda pues su habilidad basquetbolística lo transformó rápidamente en capitán del seleccionado juvenil. 

Por supuesto, Marcelo supo obtener infinidad de ventajas de su prestigio deportivo, como sabía usufructuar todas sus otras cualidades. 
-“Tan distinto de su padre” – decían los que no conocían la historia. 
-“Idéntico al padre” – murmuraban los memoriosos. 

Morales estaba tan orgulloso de los éxitos del muchacho que no cabía en su corazón otro sentimiento hacia él que no fuese el de padre satisfecho. Concepción ya no esgrimía su origen como arma decisiva de las batallas domésticas, y el asunto estaba casi olvidado. Marcelo no sabía la verdad. Sin embargo, curiosamente, nunca experimentó por su padre adoptivo más que una mezcla de conmiseración y desprecio. 

A los dieciséis años, su fama pueblerina había convertido al muchacho en el sol de la familia, en tanto que los demás brillaban apenas por reflejo de su luz. Al menos, así pensaba él.

Los ocho años de Alejandro se parecían mucho a los ocho años de Raúl Hugo. El niño, que no reía nunca, luchaba sus primeros grados de primaria en pugna constante por no repetir. Eran inútiles los esfuerzos de madre, maestras y “particulares”. Alejandro era duro. Había heredado el adoquín cerebral paterno, ante la desesperación de Conce que no podía soportar de brazos cruzados las miradas compasivas en las reuniones del Club de Madres. “Por lo menos que le haga hasta séptimo” “Todos no pueden ser como Marcelo, señora”.

Finalmente estaba Lili. Viviendo sus cinco años felices y despreocupados. En el jardín de infantes se comportaba con una más: aprendía lo que le enseñaban, jugaba sus juegos, reía cuando ríen los niños, lloraba cuando deben llorar. Era la predilecta de papá, quien sufría las últimas horas en el Correo ansiando volar a casa para revolcarse por el piso con Lili, leerle cuentos, llevarla a parques y calesitas, liberarse cotidianamente de angustias y tensiones. La habitación de su pequeña era la única porción de hogar en aquella vieja casona alquilada.

Según consta en los archivos respectivos, en la oficina de Correos de Esmeralda desempeñaban tareas, por agosto del 74, siete empleados. En el Registro de Personal podía leerse:

HERNÁNDEZ, Mario Higinio – jefe de oficina – 52 años – viudo – sin hijos – antigüedad en el puesto: 9 años – trasladado desde la oficina de Retama (pequeño pueblo no lejano a Esmeralda).

NÚÑEZ, Faustino – empleado mostrador – 49 años – casado – tres hijos – ingresado a la repartición en 1957 como cartero auxiliar – transferido a mostrador en 1969.

MORALES, Raúl Hugo – empleado mostrador – 38 años – casado – tres hijos – ingresado a la repartición en 1955 como cartero – transferido a mostrador en 1960.

FUENTES, María Albarracín de – empleada – 35 años – casada – sin hijos – ingresada a la repartición en 1968 para atención al público y tareas administrativas.

FUENTES, Federico (cuñado de María) – peón de limpieza – 27 años – soltero – ingresado en 1970 como personal de maestranza.

FIGUEROA, Mario – cartero – 19 años – soltero – ingresado a la repartición en enero de 1974.

ALBERTI, Ramón – cartero – 20 años – soltero – ingresado a la repartición en 1971.

Era Faustino Núñez un hombre singular. Se había incorporado al plantel de empleados de la oficina de Correos, como figura en su ficha, por 1957, dos años después que Morales. Ocupó la recientemente creada plaza de segundo cartero – o cartero auxiliar - haciendo el recorrido de los “barrios obreros” inaugurados en esos días y que albergaban casi un millar de nuevos habitantes.

Se sentía muy mal transpirando las calles de la ciudad a los treinta y dos años, luego de haber quedado fuera de la petrolera por un problema del cual poco llegó a saberse. Más aún, parece que, al estar involucrado un alto funcionario de la empresa, todo quedó como si Núñez hubiese renunciado, recibiendo por parte de su encumbrado “amigo” unos cuantos pesos que desaparecieron con bastante rapidez de los bolsillos del autocesanteado.
Decidió no ser más el idiota útil de jefes venales y corruptos, sino aprovechar la experiencia pasada para obtener él mismo jugosa tajada de algún asunto no muy claro de ésos que a veces se presentaban.
Cuando se jubiló don Victoriano Morales, pensó Faustino que era él mucho más indicado para reemplazarlo en el mostrador que el tonto del hijo, no sólo por su mayor inteligencia sino también por ser de más edad. Sin embargo, como sabemos, Raúl ocupó el puesto vacante y Núñez siguió sufriendo ser cartero largos nueve años más.
A mediados del 61 falleció en un accidente de tránsito uno de los “atención al público”, y Faustino alcanzó la ansiada banca en la “trinchera de madera”.
Eran tremendas las miradas que se cruzaban, con la inevitabilidad de la proximidad física, los dos compañeros de labor. Como competidores en una línea de largada, nadie allí desconocía que, ante cualquier futuro ascenso, la victoria del uno sería consecuencia de la derrota del otro.
Raúl tenía a su favor la antigüedad y el correcto desempeño tanto suyo como de su padre. Núñez se apoyaba en su mayor edad, su inteligencia y espíritu trepador, fruto este último del resentimiento heredado del asunto de la petrolera. Iba a ser una lucha pareja, demasiado pareja, y Núñez pensaba que en una contienda así cualquiera podía ganar. Incluso Morales. Eso era feo y riesgoso.

El 14 de septiembre de 1974, a las 10.30 aproximadamente, el empleado Faustino Núñez entró sin llamar – “tenía las manos ocupadas con papeles y sellos” “fue el destino, hermano, el destino” – en el despacho de su jefe.
Parecían haber intentado cerrar la puerta con llave, pero las cerraduras eran antiguas y los marcos apolillados no resistían el menor empellón.
Semiocultos tras una biblioteca con candado pero sin vidrios, un hombre y una mujer jadeaban arrítmicamente. Faustino los vio ridículos, ni vestidos ni desnudos, ni de pie, ni sentados, ni acostados. “¡Qué escena amorosa!” – pensó, reponiéndose con rapidez de la sorpresa inicial.
Mario – “Romeo” – Hernández, con las mejillas enrojecidas, miró atontado hacia la puerta recién abierta, apretando espasmódicamente espalda y brazos de María – “Julieta” – Albarracín de Fuentes. 
Ésta, menos cerca del éxtasis, trataba desesperadamente con una mano de quitarse de encima al pesado amante y, con la otra, de cubrir la desnudez de su pelvis con un slip rojo que persistía en enrollarse sobre sí mismo, más cercano a las rodillas que a su ubicación funcional.
Luego de haberse asegurado de que tanto el jefe como su empleada tomaran conciencia de la identidad del perturbador de tan afectuoso encuentro en ese momento crucial, murmuró un “disculpen” y retrocedió, cerrando al salir la puerta tras de sí.
Ahora Núñez tenía en su poder una carta muy valiosa. Ya la lucha no sería pareja. Solamente debió aguardar dos meses para hacer rendir frutos a su feliz descubrimiento.

La oficina de Correos de Esmeralda había tenido subjefe hasta 1955. En esa oportunidad fue removido del cargo quien lo ocupara, por no aceptar quitarse un escudito políticamente comprometedor. De allí en más, esa función no fue cubierta – y en realidad no se justificaba en una ciudad tan pequeña.
Faustino Núñez estudió cuidadosamente el asunto y, a comienzos del último mes del 74, presentó una bastante bien redactada nota en la cual expresaba:

“Visto que el cargo de Subjefe no ha sido cubierto desde 1855 a la fecha, por una arbitraria medida de dieciocho años de desgobierno, y considerando que la importancia creciente de la oficina postal de Esmeralda hace imprescindible aliviar las funciones del señor Jefe derivando parte de ellas a un colaborador inmediato, considero mi deber como empleado de la Repartición…
… Y que no se vea en mi actitud un interés de promoción personal, sino que considero justo el llamado a concurso de antecedentes, a fin de que quien sea más idóneo pueda ascender a la categoría superior.
Sin otro particular…
Faustino Núñez”

Entregó el papel en propias manos del señor Jefe, acompañándolo con un guiño de complicidad. Se llamó a Concurso, por supuesto, presentándose para optar al cargo los empleados Núñez y Morales.

Unos días después de su nombramiento como subjefe de la oficina de correos de Esmeralda, Faustino discutió con María Albarracín por un problema de licencia por enfermedad de familiar directo. Ni el hombre ni la mujer advirtieron la presencia de Morales, quien buscaba unos comprobantes extraviados, de rodillas, en pose de musulmán hacia La Meca, detrás de su escritorio.
“Y no te hagás la loca porque canto todo. Lo revientan a Hernández, te revientan a vos, y encima tu marido les rompe el alma.” – decía Núñez sin gritar pero marcando claramente las palabras.
La mujer bajó la cabeza y comenzó a llorar. El subjefe le echó una mirada victoriosa y retornó a su recientemente inaugurada oficina privada, más decente y equipada que la de su superior.
María se dejó caer en una silla, gimiendo. Cuando se alejó hacia el baño, quizá para recomponer su rostro y proseguir la atención del público, Morales se atrevió a reincorporarse. “Así que era eso. Con razón ese hijo de una gran perra ganó el puesto de subjefe”.

Desde el día del ascenso de Núñez, Concepción no dejaba ocasión de hostigar a su marido. “¡Idiota, cada vez más idiota! Te dejaste ganar por ese tipo que entró en el Correo después que vos. ¿Te das cuenta de que sos un infeliz? Casi veinte años esperando la oportunidad y te la perdés. Por tu estupidez arruinaste mi vida y Marcelo casi no tiene qué ponerse. ¿Sabés cuánto va a ganar ahora Núñez? Casi el doble que vos. Sos un inútil, Raúl, un inútil. Vas a seguir pegado al mostrador hasta que te mueras, como el imbécil de tu padre. No sirven más que para vender estampillas.”
A veces Morales pensaba interrumpir a su mujer para recordarle algunas cosas, pero lo razonaba un poco y comprendía que sí, que eso también lo había hecho por infeliz. La Conceera una víbora, pero lo que decía era verdad. “Mordete la lengua, bruja, así te morís de una vez” – le decía con la mirada mansa aunque siempre hosca. Pero mantenía la boca cerrada.
Si ahora le contaba cómo había llegado Núñez al cargo de subjefe, se iba a poner inaguantable. Abrió el morral donde colocaba sus sentimientos más profundos y allí, entre otros cuantos, guardó el asunto del concurso, lo que sabía de Hernández y la Albarracín, y algunos detalles más.

Las verdaderas razones - Cap 2 - Daniel Galatro



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AGENCIA NOTARG-CABLE 98-21/DIC/84-11.33-NUEVOS FALLECIMIENTOS POR INTOXICACIÓN EN LA CIUDAD DE ESMERALDA PROV. DE BS AS. A LOS OCHO DE AYER SE SUMAN OTRAS DIECISÉIS PERSONAS CON IDÉNTICOS SÍNTOMAS E IGUALMENTE MUERTOS DENTRO DE LOS POCOS MINUTOS DE MANIFESTARSE LOS MISMOS. LA POLICÍA LOCAL CONTINÚA INVESTIGANDO SIN RESULTADOS CONCRETOS HASTA EL MOMENTO. STOP.-


Concepción Mercedario era aquella primavera de 1957 una rubia espigada que traía enloquecido a todo el barrio. Entre sus muchos fervientes admiradores se destacaban dos: Alberto Ruiz y nuestro conocido Raúl Hugo Morales.

No podían haber sido más diferentes.

Ruiz era audaz, un osado que se jactaba permanentemente de saltar cualquier límite, cualquier barrera. Llegado a Esmeralda como técnico especializado en subproductos del petróleo, había alquilado una coqueta casita en la zona relativamente residencial de la ciudad-pueblo. Enmarcaba sus sonrisas y guiños intencionados en la ventanilla cromada de un interminable automóvil importado.

Raúl era como sabemos, y transitaba su hosquedad sobre su ya desvencijada bicicleta.

Conce, toda encanto para con Alberto, en tanto que honraba a Morales con su más cuidada indiferencia. Se sabían y comentaban con sorna los insistentes embates del ex cartero, que ni siquiera lograban perturbar la altanera belleza de la rubia.

Por eso el día que explotó la noticia del casamiento de Conce con Raúl, “acaecido el 12 de enero de 1958 a las 21 horas, en la Parroquia de Nuestra Señora de los Milagros”, el pueblo entero se cayó de espaldas. El pueblo entero excepto algunos pocos.

Al principio fue un rumor y, siete meses después, el llanto de Marcelo la confirmación definitiva. En aquella primavera del 57, la rubia espigada que traía enloquecido a todo el barrio y el técnico especializado en subproductos del petróleo habían bailado muy apretados, transformándose en el espectáculo más comentado de la Fiesta del Estudiante en el Círculo Esmeraldense de Básquetbol. Se fueron juntos esa noche en el interminable automóvil importado. Así se inició una relación, terminada exactamente – según una vecina que seguía paso a paso las alternativas del demasiado apasionado idilio – un mes antes de “la boda del año” de la ciudad-pueblo.

Decían, y era verdad, que Conce había descubierto el embarazo al faltar su menstruación normal de noviembre. Eso motivó un diálogo acalorado entre “seducida” y “seductor”, que finalizó cuando Alberto descendió del automóvil, fue hasta el costado opuesto y, abriendo la puerta con violencia, tiró fuertemente del brazo de la rubia. Cayó ella fuera del vehículo y – según la vecina-vigía que contó y exageró el suceso – recibió un par de golpes de puño con alguno que otro puntapié. Allí terminó el demasiado apasionado idilio, exactamente un mes antes de la “boda del año” de la ciudad-pueblo.

Era todo tan emocionante y tan diferente del “no pasa nunca nada” habitual de Esmeralda que a quienes se enteraron no se les ocurrió verificar la extraña precisión de muchos detalles aportados por la informante. Sin embargo, con ligeras variantes, era todo verdad.

Y fue cierto también que de alguna forma se enteró Raúl Morales del “accidente” de “la Conce”. Buscó la oportunidad propicia, habló con la rubia – ya no tan altanera ni espigada, aunque no menos bella que antes – y el 12 de enero de 1958, a las 21 horas, en la Parroquia de Nuestra Señora de los Milagros, ligaron sus destinos hasta que la muerte los separase.

Concepción Mercedario había hecho un mal negocio para salvar otro peor. Sus muchas y ambiciosas ilusiones, respaldadas por una figura deslumbrante, caían para siempre por un imperdonable error estratégico.

Ahora era la señora de Morales, el empleado del correo, el callado, el hosco, el taciturno Morales. Y Conce emprendió la nueva tarea de obtener el mayor beneficio posible de esa unión, a pesar de que el recién casado no prometía volar tan alto como su mujer deseaba.

Sin embargo, Concepción Mercedario de Morales iba a ser famosa por unos días, no solamente en Esmeralda sino en el país entero. 

Aunque para ello debían transcurrir aún veintiséis años.

Las verdaderas razones - Cap 1 - Daniel Galatro



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AGENCIA NOTARG-CABLE 112 – 20/DIC/84 – 21.00 – EN LA LOCALIDAD DE ESMERALDA PROV DE BS AS SE PRODUJO HOY EL FALLECIMIENTO DE OCHO PERSONAS APARENTEMENTE POR EXTRAÑA INTOXICACIÓN – INTERVINO POLICÍA LOCAL INICIANDO INVESTIGACIONES-NO SE HALLÓ RELACIÓN ENTRE AFECTADOS-ANALIZARON AGUA, BEBIDAS Y ALIMENTOS- TODOS LOS INTOXICADOS MANIFESTARON SÍNTOMAS PARECIDOS COMENZANDO CON SEQUEDAD EN BOCA, ESPASMOS INTESTINALES Y FALLECIMIENTO DENTRO DE LOS QUINCE MINUTOS DE EVIDENCIADO ENVENENAMIENTO-PROSIGUEN AUTORIDADES PESQUISA BUSCANDO CAUSAS DE LA TRAGEDIA-STOP


Raúl Hugo Morales era hijo del hoy fallecido Don Victoriano Morales, hombre callado y de pequeñas ambiciones que llegara a Esmeralda por 1931. Hasta entonces había dejado deslizar su vida como peón en una chacra de Los Álamos que perteneciera a un tío suyo.

Tenían su historia esas cinco hectáreas de terreno y un rancho sencillo, media legua adentro de una huella casi siempre barro, surcada cotidianamente por el viejo sulki de la chacra y ocasionalmente – no más de una vez por mes – por el Ford destartalado del propietario.

Allí había nacido Don Victoriano, hijo de un criollo rústico de manos callosas y de una italiana sufrida que, por darse en noche de tormenta endemoniada, fue partera de su propio parto. Hubo infección, y al poco tiempo, muerte.

Así Victoriano quedó al maltrato de su padre, quien nunca le perdonó que su vida hubiese tenido el precio de la de su mujer. Entre golpes y golpes, insultos y arados, fue creciendo con el siglo el niño callado de mirada hosca, el joven no muy despierto de pequeñas ambiciones.

Llegando el año 30 se dio la mala época, y el tío propietario de la chacra se vio precisado a venderla. Por ese tiempo era Victoriano quien cumplía las tareas rudas, los trabajos pesados, ya que su padre apenas si tenía resuello para chupar mate y escupir maldiciones.

Al llegar la noticia de la venta del terreno y la necesidad de desocuparlo cuanto antes, el joven comenzó a preocuparse por el futuro del viejo. No quería llevárselo con él para la ciudad, y tampoco podía dejarlo solo. Por muy asqueroso y mala entraña que fuese, era su padre, qué caray.

Afortunadamente para todos, el viejo hizo la primera acción noble y considerada de su vida: se murió.

Era febrero de 1931 cuando Victoriano dejó definitivamente la chacra y alquiló una pieza en una pensión de Esmeralda, la ciudad-pueblo que se recostaba somnolienta junto al río.

Hombre hecho aunque inculto, aprendió mal que mal lo que le faltaba de lectura y escritura, al tiempo que changueaba un poco de peón de albañil y otro poco de ayudante de feria.

Se casó, después de no mucho noviar, con una chica sencilla, callada como él, nacida y criada en Esmeralda. Y tuvieron dos hijos: Raúl Hugo, en el 36, y Marcial Victoriano, en el 40.

La llegada del segundo vástago le hizo comprender que no podía seguir viviendo de las changas y los trabajos ocasionales. Por eso, cuando en el Correo hubo una vacante de cartero, se presentó de inmediato.

Desde ese día, el apellido Morales iba a entroncar firmemente en la vieja oficina postal de Esmeralda.

Raúl Hugo era callado y taciturno como su padre. De mirada huidiza, más que recorrer la ciudad parecía merodearla. Sus amigos eran muy pocos y variables. Se cansaban de preguntar sin obtener respuestas, de sufrir la compañía de un muchacho a quien nada parecía divertir. 

No era malo, no, pero tampoco bueno. Simplemente, ¿cómo decirlo?, no era.

Hizo la escuela primaria a los tumbos. Con un cuaderno florecido de cuentas mal hechas y “regulares”, transitó las aulas pasando de grado más por ser un chico “bien educadito y callado” que por haber aprendido siquiera lo elemental.

Leer con poca fluidez, San Martín y los Andes, Sarmiento que fundó escuelas, Mitre, Rivadavia, la Revolución de Mayo, las Malvinas son argentinas, Belgrano y la Bandera, Perón y el Plan Quinquenal, Evita y los niños, las tablas de sumar, las de multiplicar – hasta la del nueve pero con dudas en las del siete y el ocho – sujeto, predicado, amar, temer, partir y basta.

Sin embargo, cosa curiosa, Raúl Hugo Morales poseía una excelente caligrafía – “una letra preciosa, viera qué cuadernos”, ordenada, prolija, simétrica. Daba pena ponerle los “regulares”.

Creo haber dicho que Don Victoriano tuvo otro hijo, cuatro años menor que Raúl. No era muy distinto del primogénito y su vida fue tan gris y opaca como él, o más aún, si tenemos en cuenta que Marcial no asomó nunca a la primera plana periodística como “el envenenador de Esmeralda”.

Al terminar sexto grado, Raúl no quiso empezar el secundario. Esto, más que una desilusión fue un alivio para sus padres, que no sabían de qué forma iban a pagar sus estudios.

Entró de cadete en una farmacia por algunos pocos pesos mensuales – “el nene nos da una mano”, “al menos se paga la ropa”, “con eso se compra la bicicleta nueva… en cuotas, claro”.

Sin nada rescatable, al menos para esta historia, fue pasando el tiempo.

Llegó el 55, y con él la Revolución. Hubo remoción de funcionarios, inclusive en el Correo de Esmeralda. Don Victoriano Morales dejó de ser cartero – figura tradicional la del viejo transitando las calles de la todavía ciudad-pueblo -, cambiando la bolsa de correspondencia por el tranquilo mostrador, del cual no saldría hasta su jubilación.

Unas palabras al jefe, alguna recomendación de un figurón del pueblo, y Raúl ocuparía el cargo vacante, gastando sus zapatos y el escaso orgullo que le quedaba por los mismos adoquines donde zapatos y orgullo paternos también quedaron esparcidos.

Victoriano, callado, de mirada hosca, no muy despierto, cuya única ambición – después de la casita propia que nunca llegó a tener – era la de jubilarse en paz, sin disonancias en la música monótona de su vida conyugal, familiar, laboral, envejecía por fuera, ya que por dentro siempre había sido viejo.
Llegó la hora señalada y el hombre inició los trámites.

“A Don Victoriano Morales, que en sus veinte años de empleado correcto supo granjearse el respeto y la admiración…”, decía el pergamino que firmaron todos aquellos que nunca lo habían querido, respetado ni admirado. Una medalla, aplausos, y el nuevo jubilado comenzaba a sufrir la larga espera hasta el primer cobro, las leyes que cambiaban, los problemas de las Cajas. Aprendió a reconocerse como “clase pasiva”, a ser engañado y utilizado mil veces por quienes buscaban especular con sus votos arterioescleróticos.

En la trinchera de madera del Correo de Esmeralda su posición era ahora ocupada por Raúl, un joven que prometía brillante carrera dentro de la repartición – “correcto como Don Victoriano”, “de tal palo…”.

Callado y taciturno, parecía que su propio padre había rejuvenecido cuarenta años y continuaba llenando giros y telegramas, sellando correspondencia, clasificando, vendiendo estampillas rojas, estampillas verdes, estampillas azules. 

Esas estampillas que años más tarde cobrarían tanta importancia en la vida sin aristas de Raúl Hugo Morales.


Otro Génesis posible: Otro Génesis posible - Índice - Daniel Galatro

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