Los onas se autodenominaban "selkans", hombre de a pie. Eran básicamente cazadores. A comienzos del siglo XX, fueron sometidos a un exterminio por los estancieros dedicados a la crianza de ovejas. Algunos pocos lograron sobrevivir en misiones salesianas. En 1983, murió Lola Keipja, la última ona. Aquí honramos a los imaginativos y extintos onas mediante el recuerdo del mito que narra los orígenes del hain, el rito esencial de su cosmovisión...
En determinadas ocasiones las mujeres, dirigidas por Krah, se reunían en un amplio toldo para llevar a cabo una ceremonia secreta que se llamaba hain. El hain era una especie de fiesta donde las jovencitas eran proclamadas mujeres y donde la presencia de los varones estaba prohibida. Durante el rito, las participantes se reunían alrededor del fuego y se disfrazaban: se pintaban el cuerpo con arcilla roja y blanca y se cubrían de plumas. Los hombres, mientras tanto, escuchaban los gritos y no se atrevían a acercarse por miedo a contrariar a los espíritus convocados. Pero un día tres hombres jóvenes, osados y curiosos llamados Sit, Kehke y Chechu se resolvieron a espiar a las mujeres durante el hain. Querían saber qué pasaba en la choza prohibida y develar el secreto del poder femenino.
Los tres hombres se fueron acercando con sigilo, mirando atentamente a su alrededor y ocultándose cuando les parecía necesario. Al llegar junto al toldo y atisbar por entre las junturas de los cueros se dieron cuenta de la gran verdad: los temidos espíritus no eran más que sus propias mujeres, a quienes reconocieron una por una.
Lleno de rabia, Sit lanzó un fuerte silbido de aviso, y todos los hombres corrieron hacia la choza donde se desarrollaba el hain provistos de piedras y palos. Todos juntos se lanzaron contra las mujeres y las golpearon hasta matarlas.
Rápidamente Krah apagó el fuego sagrado y quiso organizar la defensa, pero Krren la enfrentó, furioso por el engaño. Enceguecido, le dio fuertes golpes en la cara y la derribó sobre las brasas de la hoguera. Su enojo era tan grande que mató a su propia hija, la hermosa Tamtam. Hijas, madres, hermanas, esposas fueron ultimadas, todas menos las niñas que todavía no hablan llegado a la edad del hain. Cuando los hombres se calmaron, contemplaron desolados los despojos.
Comprendieron que no podrían seguir viviendo allí y decidieron marcharse. Hombres, niños y niñas pequeñas se dirigieron hacia el Este, muy lejos, más allá de los mares, donde el mundo se acaba. Y allí se quedaron durante mucho tiempo, llorando a sus mujeres muertas y su soledad. Sólo cuando las niñas se convirtieron en jovencitas los hombres decidieron volver a su tierra para repoblarla y comenzar de nuevo.
Después de la derrota, Krah, desesperada de dolor y humillación, se sumergió en el mar, nadó hasta el horizonte y desde allí subió al cielo, que sería desde entonces su nueva morada. Estaba furiosa con Krren, con los hombres y con todos los espíritus masculinos, pero también se sentía ufana de ser la única que había salvado la vida.
El Sol fue tras ella, burlándose de su cara manchada por los moretones y las quemaduras, pero no pudo ni podrá alcanzarla jamás. La gran persecución se repite todos los meses. Krah asoma poco a poco su rostro dolorido y se muestra por completo, clara y redonda, pero cuando divisa a Krren y comprende que él sigue dispuesto a maltratarla, comienza a esconderse hasta desaparecer.
La Luna es rencorosa, recuerda siempre el tiempo en que era reina y señora y no perdona a los onas, que ayudaron a Krren a destronarla. Por eso envía desgracias a la Tierra y se lleva a los niños cuando las madres se descuidan. Los onas le tienen mucho miedo, no se alejan de sus toldos por las noches, no se unen con sus mujeres en luna llena y convocan a los hechiceros para que, con sus cantos, destruyan el influjo de Kr
Una vez cada tanto, Krah no adelgaza sino que empieza a ponerse oscura y permanece así, como tiznada por el odio. Entonces los onas siguen el mandato de sus hechiceros y resisten ensimismados, rogando todos juntos para que pasen pronto las horas angustiosas del eclipse.
(Fuente: Leyendas de la Tierra del Fuego, comp. ArnoldoCanclini, Ed. Planeta, Ciudad de Buenos Aires- Temakel)
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