Sé que me prometí no volver a escribir por un tiempo. Ya me había hecho esa misma promesa cuando distintas situaciones de la vida me dijeron “no”.
¡Qué mentira! Creo que todo escritor - o pseudoescritora como yo - nos hemos prometido lo mismo una y otra vez. ¿Quién no se dijo alguna vez “ya no escribiré más”? ¡Mentira!
Tengo varios amigos a los que les pasa lo mismo. ¿Por qué? No lo sé.
Parece que cada tanto nos viene ese “plín” del que habla uno de ellos, cuando sabemos que no va más, que es “hasta acá”, que se terminó… Hasta que el próximo “plín” vuelva - diría él (cosas de loco, porque él es así, y lo quiero porque es así y tiene razón).
Y el “plín” volvió un instante para quedarse un buen rato en mí.
Salto presurosa de mi cama donde hacía apenas unos minutos me había instalado con mi mejor look y diversas comodidades para disfrutar de una hermosa película hasta que el sueño me venciera. Había tenido una larga noche de trabajo de las que jamás me agotan porque amo lo que hago.
Todo en mí es una ceremonia. Todo tiene que tener su clima y todo, hasta lo más pequeño, debe ser realizado con amor. Es la única manera de que las cosas funcionen: con amor. Debe ser porque valoro cada detalle, cada instante de mi vida, como si fuese hoy cuando se termina mi tiempo.
Preparo mi clima ceremoniosamente. Bandeja, equipo de mate, vainillas que me gustan y mucho, cenicero, encendedor, puchos… y me dirijo a mi rinconcito de paz, fuente de inspiración donde redondeo estas locas ideas que me vienen a cualquier hora del día, de la noche y - ¿por qué no? - de la madrugada.
Ya instalada, levanto la mirada para ver mis altas y nevadas montañas. Sé que ellas me transmiten su energía porque cada vez que vengo a escribir a este lugar todo mi cuerpo quema. Y dejo de ser yo para escribir lo que plasmaré en este borrador donde las historias salen del papel para cobrar vida.
Fue terrible para mí. Y no para él, que todavía no recuerda algunos sucesos aunque otros jamás olvidó y repite cada vez que le preguntan, todo, tal cual, con puntos y comas.
No sé si hice bien o mal en ese momento en el que él saltó de su cama del hospital, donde estaba luchando entre la vida y la muerte, para ir a “abrazar algo”. Se desconectó enérgicamente de todo aparato o tubo que tenía por su cuerpo – que eran muchísimos – para ir detrás de ese “algo” que sólo él veía y nadie más que él.
Su rostro estaba feliz. Sus ojos brillaban más que nunca y todo él lucía distinto, como iluminado diría yo.
Lo observé durante poco tiempo, porque sólo quería traerlo hacia mí. Egoístamente, creo, porque muy dentro de mí sabía lo que él estaba viendo. Y sólo me pedía a gritos que lo dejara ir, que viera lo que él estaba viendo, mientras que con ambos brazos extendidos y con voz casi de súplica me decía: “dejame ir… mirá, por favor…”.
Como pude lo traje hacia su cama nuevamente, porque Dany es de contextura grande y yo casi la mitad de él. Sólo pude calmarlo abrazándolo muy pero muy fuertemente y diciéndole en su oído – pero casi gritando – que se quedara, que yo lo necesitaba, que lo amaba, que Dios lo amaba y que todo estaría más que bien. Y que no me dejara sola.
Recién entonces se calmó. Nunca olvidaré esa imagen. Parecía un niño. Moviendo lentamente su pesada cabeza recostada sobre mi hombro como si me acariciara, su cuerpo débil se balanceaba y mis brazos perdían fuerza cada vez más para sostenerlo.
Comenzaron las corridas de familiares de otros pacientes, de enfermeros, de médicos. Me hicieron salir casi a los tirones porque ninguno de los dos nos queríamos separar. No podían sacar su cabeza de mi hombro ni a mí alejarme de todo su cuerpo que se aferraba al mío para hacernos uno, como siempre fuimos.
Gritos y más gritos. Corridas. Equipos. Todo eso me asustaba aún más. “¡Hemorragia interna!” – decían los médicos. Al quirófano nuevamente y de allí a Terapia.
Luego Dany se durmió en eso que llaman “coma inducido por medicamentos”.
Hace casi tres años que sólo por decisión de Dios – porque otra cosa no podía ser – llegamos a este lugar llamado Esquel junto a la cordillera, a dos mil kilómetros de donde vivíamos. Dejando madre, hermanos, hijos, nietos; vendiendo lo poco o mucho que teníamos, para obedecer una voz, un llamado. Siguiendo algo que no sabíamos, fuera lo que fuese, que ambos sentíamos en nuestra cabeza, en nuestro corazón, en todo nuestro ser.
Una sola cosa teníamos en claro: que veníamos a morir acá, porque yo estaba muy enferma y no quería ser una carga para ningún afecto y Dany, ya grande.
Llegamos. La bienvenida a nuestro paraíso no fue la que esperábamos. A los pocos días rugió el volcán Chaitén, dormido durante siete mil quinientos años. Todo era cenizas. Todo era pánico. Todo era sirenas. La ciudad estaba conmocionada. Luego, la mayor lluvia y la nevada más grande de las últimas décadas.
Nuestras lejanas familias, preocupadas, asustadas, organizaron todo para nuestro regreso, incluso los pasajes de ómnibus. Firmes en nuestra postura dijimos que no, que no volvíamos. Dejaron de hablarnos más de un año por no aceptar su ofrecimiento.
Pero sabíamos que éste era el lugar y que aquí nos quedaríamos. Dany me había visto correr y jugar sobre la nieve luego de haber sido testigo de años de encierro para evitar la luz del sol, sin poder caminar ni disfrutar de la vida fuera de cuatro paredes. Eso era suficiente prueba de que estábamos donde debíamos estar.
En Esquel no habíamos hecho aún más que un puñado de amistades. Era un lugar desconocido salvo por verlo en algún mapa o en internet. Éramos nuevos y quienes aún lo vivían como un pueblo no confiaban en nosotros ya que no comprendían por qué habíamos dejado todo y venido aquí sin saber el motivo.
Daniel y yo, solos los dos, en la Patagonia argentina. ¡Quién diría! Él, del mar, y yo, del río. Nunca cruzaron por nuestra mente nieve, frío, montañas, alerces. Él me tenía a mí y yo a él.
Un día me escribió esto que tituló “Esquel y vos” y que muestra cuánto se nos metió esta tierra en nuestras almas.
“¿Sabés por qué Esquel tan pronto se hizo tuya y se metió en tu alma como si desde siempre ella y vos fueran una?
¿Sabés por qué esta gente se te brindó en afecto y te confió sin vueltas sus sueños, sus anhelos, como a una vieja amiga?
Es que Esquel y vos se asemejan en todo. Sencillas, inocentes, amables, solidarias y esencialmente buenas. Tienen el simple encanto de lo que es verdadero y brota desde el fondo de un alma sin dobleces.
Por eso es que las amo, a Esquel y a vos. Me han enamorado como si fueran una y casi no concibo vivir lo que me queda sin tenerte a mi lado en alguna casita de este rincón del mundo que se parece a vos.
Y si es que como creo existe un paraíso, será seguramente como esta Comarca hermosa, y el angelito bueno que me tendrá a su cargo llevará sin duda tus ojos, tu sonrisa, y la ternura inmensa de tu tan dulce voz.”
“Es cuestión de horas” – me decían. – “No use el teléfono, señora. Su marido se muere.”
Dany nunca me mintió. Y cuando digo que nunca, es nunca. Es lo que más admiré y admiró de él. Antes de internarse me dijo: “Seguí con todo lo planeado”. Y así lo hice.
Mi temor era perderme, ya que no conocía nada aquí pero recordaba que también él me enseñó a guiarme. Que estamos rodeados por montañas y que si voy de montaña a montaña no me puedo perder.
Todo este mundo era nuevo para mí. No sabía manejarme sola. Nunca antes lo había hecho.
En los minutos que me dejaban entrar a Terapia le contaba todos los trámites que estaba haciendo, con quién había hablado, con quién no, pero sobre todo que no me había perdido, porque él se preocupaba.
Llevaba escritos en papeles escondidos de los médicos de Terapia fórmulas químicas que le leía, teoremas, pequeños textos con un proyecto que Dany venía preparando. Le cantaba alabanzas cristianas, temas que a él le gustaban. Le informaba de los llamados de nuestros hijos y amigos. Nunca dejé descansar su mente porque él siempre me había dicho: “Yo estoy preparado para cualquier circunstancia de salud. Quedar ciego, paralítico,… pero no para que me falle el cerebro, porque mi trabajo siempre fue intelectual y otra cosa no sé hacer.”
La gente me miraba. Médicos, enfermeras, familiares de los pacientes, mucamas. Todos pensaban que yo estaba pasando por un shock emocional, ya que cuando no estaba en la sala de Terapia me quedaba en el pasillo del Hospital atendiendo los alumnos que llamaban por el teléfono celular para no solamente preguntar por su salud sino también pidiendo turno para las distintas materias. Yo los agendaba para la fecha que Daniel me dijo que estaría de regreso en casa.
El horario de visita era realmente corto en Terapia. Antes nunca nos habíamos separado y sólo nos teníamos los dos: él a mí y yo a él.
Verlo en esa cama dura, fría, llena de aparatos y cables por todos lados. No saber cómo tocarlo o besarlo porque estaba enchufado a tantas cosas que tenía miedo de desconectar algo.
Uno de los aparatos me asustaba muchísimo porque sonaba como una alarma, y una y otra vez las corridas, y yo afuera hasta la próxima visita. Hasta entonces no sabría nada de él.
Cuando ya estaba en ese lugar, seguía leyéndole fórmulas, textos y reglas, cantándole alabanzas. Quería mantener su cerebro activo para que no olvidara, según su expreso pedido.
Muchas veces me encontraban dormida en el piso porque yo no quería volver al departamento que sólo hacía quince días habíamos alquilado felices y con tanta ilusión. Todavía había cosas que desembalar y debíamos hacerlo juntos.
Una tarde Dany estaba muy pero muy mal. Los médicos me pidieron por favor que viniera a casa y esperara la llamada. Esa maldita llamada que sería ese mismo día a las pocas horas.
Di vueltas y vueltas por la ciudad antes de llegar al departamento. Me veía sola. No conocía ningún lugar. Hacía días que no comía porque me había olvidado de que la gente come y tampoco quería gastar el poco dinero que me quedaba.
Me preguntaba qué haría yo sin él. No estoy preparada para su ausencia. No sabría cómo hacerlo.
Me decidí y vine al departamento. Grité, lloré, pataleé. Le reclamaba a Dios por qué o para qué, ya que si Él dice que todo ayuda a bien no nos traería a sufrir y a morirnos como perros. Entonces para qué o por qué estábamos aquí.
“No puede ser” – me dije. Tenía que ponerme fuerte, ponerme en acción.
Comencé por mensajes de texto a buscar todos los números telefónicos de alumnos, amigos y familiares para contarles lo que pasaba. Nuestros hijos sabían desde el primer día lo sucedido a Dany. A todos les pedía que oraran por él. Fue increíble la respuesta. De todas las religiones comenzaron a hacer cadenas de oración. Familias enteras evangélicas, católicas, budistas, estaban orando por Daniel.
No podía bajar los brazos. Porque Dios no miente y Dany tampoco.
El teléfono no sonó, gracias a Dios. Así que podía volver a verlo nuevamente.
“Está estable” – me dijeron. – “Ni mejor ni peor. Pero hay una mala noticia. Tenemos el resultado de la biopsia. Tiene un tumor en la cabeza del páncreas y no es operable. Además intentamos sacarle dos veces el respirador y no lo resistió. Eso lo complica más.”
Con más razón ahora con el tumor necesitaba un contacto directo con Dios. Abrí una de mis ventanas, la que enfrenta a un cerro llamado “de la Cruz” porque tiene una en su cima, y allí dije: “Ese tumor, Señor, no está más.” Y caminando por el pequeño departamento llevando en mi mano las piedras que le habían extraído de la vesícula pedía: “Transformá el tumor en otra piedra, Señor. Como estas, Señor. Que crean que se confundieron.”
Pasé como siempre el parte médico por mensajes de texto a familiares, alumnos, amigos, que estaban orando para que continuaran haciéndolo.
De pronto, por la noche bien tarde sonó el timbre. Con un miedo terrible me asomé por otra ventana para ver quién era. Reconocí un matrimonio amigo que, según dijeron, “venían a hablar seriamente conmigo”. Ellos son creyentes, Maestros en la Palabra. Me relataron que Dios les mostró a Dany vestido con una túnica hermosa de lino, blanca, finamente bordada. Y una mano gigante, supuestamente la de Dios, sostenía de un hilo muy fino su cuerpo pequeño.
Comencé a llorar a gritos. Trataron de calmarme y me dijeron que Dios los envió para convencerme de entregar la vida de Dany, porque yo lo estaba reteniendo con todo lo que hacía. Me explicaron que comprendían que no era fácil lo que me estaban pidiendo pero que de esa manera yo no dejaba actuar a Dios, a hacer Su voluntad. Ellos lo habían tenido que hacer en dos oportunidades con su propia hija y que ahora la nena estaba aquí, jugando feliz.
Me indicaron que debía tomar un cuaderno y lentamente, muy lentamente, escribir allí la palabra “renuncio” mientras la repetía. Decorarla con líneas bellas, pintarla de colores, porque era la palabra más importante que tenía que asumir y expresar con mi voz.
No quería hacer lo que me decían. No podía parar de llorar. No quería renunciar.
Mientras seguían intentando calmarme, quedé con ellos en que al otro día irían al Hospital a ponerle ángeles a Dany. Sería una manera de protegerlo contra todo lo malo. Oramos juntos por él un Padre Nuestro muy especial y se retiraron.
Quedé a solas nuevamente con Dios. Por momentos me enojaba con Él y me tapaba los oídos con mis dedos para no escucharlo. Me peleaba realmente pero luego me volvía a amigar. Así varias veces. Decidí finalmente amigarme porque Él era Dios, y le dije: “Si es Tu voluntad yo lo dejo ir. Dany te ama desde siempre. Vi cuando murió y quería ir a tu presencia y yo no lo dejé. Lo quería acá conmigo. Pero él es Tu hijo y Vos su padre”. Sentí un dolor tan desgarrador al decir esto que no podría explicarlo.
Antes de ir por la mañana nuevamente al Hospital, me encontré con otra persona amiga que me dijo exactamente lo mismo que lo expresado por el matrimonio de la noche anterior. Lo había visto a Daniel de la misma manera. ¿Cómo podía ser si no se conocían entre ellos? Con mayor razón supe entonces que había hecho bien en entregar la vida de Daniel a Su padre. Pero, ¿y mi vida sin él?
Como habíamos quedado, antes de entrar a Terapia me encuentro con el amigo que había estado junto a su esposa la noche anterior en casa. Como lo prometiera, vino a cubrir de ángeles a Daniel. Entró a la sala antes de la hora de visita. Se quedó unos minutos solamente y sonriente como siempre, al salir me dijo: “Le puse cuatro ángeles. Uno en la cabeza, otro a los pies y dos a los costados. Y lo cubrí con un manto protector. Le hice como una burbuja.”
No fue el único que estuvo allí por esos días. De otras iglesias habían venido también a ayudar a Daniel. Sacerdotes, pastores, y hasta enfermeras creyentes. Y también se acercaron ángeles humanos, personas muy especiales cuya presencia me acompañaba y me confortaba, y seguramente también a Dany. Irradiaban una energía que me convencía de que eran realmente enviados por Dios. Los podía sentir claramente.
Mientras esperaba ese mismo día mi horario para entrar a Terapia se acercó una amiga muy querida por nosotros. Me sorprendió verla, porque no es ella de salir de su casa. Nos abrazamos fuertemente y de pronto se abrió la puerta que está muy junto a la de Terapia. Una de las doctoras, la más jovencita, que siempre me daba el parte diario, me hizo una seña con su mano y me invitó a entrar. Me extrañó un poco pero no dije nada. Nos invitó a sentarnos. Me contó que se había tomado el atrevimiento de llamar a mi amiga – de quien le habíamos dado antes su número telefónico – para que no estuviera sola al recibir la noticia.
Nuestros hijos y familiares que sabían la situación estaban a más de dos mil kilómetros. Y éstos no podían venir. Los demás estaban, como dije, enojados con nosotros y no teníamos comunicación con ellos porque no habíamos regresado luego del volcán, la nevada y todo lo ocurrido casi un año antes. Seguían diciendo que éramos dos viejos locos sueltos en la Patagonia, hippies viejos, Heidi y el abuelito, en fin, que no estábamos cuerdos para nuestra edad. Dany y yo disfrutábamos mucho con lo que hablaban de nosotros y reíamos a carcajadas. Muy dentro nuestro sabíamos que era una locura lo que estábamos haciendo, yo enferma y él ya grande.
La doctora volvió a disculparse por llamar a mi amiga sin mi permiso. Insistió en que me vio tan sola para recibir una noticia tan dura. Eso me preocupó mucho más. Su disculpa, la posible información, la cara de ambas, todo me asustó, sumadas al frío que se sentía en ese consultorio, o que quizá sólo yo sentía. Todo me decía que Dany se iba. Y la doctora lo confirmó.
En el momento de entrar, levanté mis ojos al cielo y pensé: “Señor. Yo ya te lo entregué. No importa lo que digan ahora. Tu voluntad se hará y no la de ellos. Mi vida, las de mis hijos, la de Dany están llenas de milagros. Increíbles como todo milagro.”
Todos lo daban por muerto menos yo. Porque sabía que si Dios quería con un chasquido de sus dedos daba vuelta la situación como tantas veces lo hizo en nuestras vidas.
Siempre mi pedido fue que él no sufriera, pero ahora lo acentué. Sé cómo es Daniel. Le teme a los médicos, le teme a los dolores. Sólo pedía a Dios que ningún sufrimiento fuera para él.
Mientras esperaba que me colocasen la ropa esterilizada se abrió la puerta nuevamente y volvió a llamarme la doctora. “¿Qué más me puede decir?” – me pregunté. Era para pedirme que por favor le dijera a mis hijos que no vinieran fuera de horario a tocar el timbre de Terapia para ver a su papá. Que ya se habían quejado enfermeras y médicos de otros turnos.
Eso sonaba rarísimo, ya que nuestros hijos estaban muy lejos. Y resultaba más extraño que no me hubiesen avisado o intentaran ubicarme a mí. Cada vez entendía menos. Mi amigo que había venido a “angelar” a Dany y aún no se había retirado me dijo que él también vio a los chicos. Eran alumnos que haciéndose pasar por sus hijos querían ver al “profe”. Él conocía varios que habían sido también sus alumnos. Eso me emocionó mucho. ¡Cuánto amor cosechó Daniel!
De pronto sonó mi celular, que había olvidado apagar como debía hacerlo cada vez que entraba a Terapia. Pero esta vez, por algún motivo no casual, quedó encendido.
Era la más chica de mis hijas, que con Daniel se adoptaran mutuamente desde pequeña, diciéndome que ese día, un 19 de enero, estaba cumpliendo sus diecinueve años. La felicité, le pedí disculpas por el olvido porque no tenía en esos momentos idea de en qué día, mes o año estábamos. A esta altura tampoco sabía si lo que estaba viviendo era una pesadilla o una realidad.
Me dijo que no me llamaba por eso. Que entendía por lo que estaba pasando. Sólo me pidió una cosa: que me acercara al oído de Dany y le dijera que despertara. Quería eso como regalo de cumpleaños. Y que eso había pedido al soplar las velitas de la torta que con sus amigos se había preparado.
Tuve que cortar la comunicación bruscamente porque me llamaban para entrar a Terapia. Todos los que allí estaban o por allí pasaban, médicos, enfermeras, familiares de paciente, me besaban o me palmeaban sonrientes para darme fuerzas, transmitirme buenas energías, ya que todos sabían que iría a despedirme de Daniel. Se extrañaban de que no derramara ni una lágrima o quizá creían que seguía aún en estado de shock emocional. Pero yo me había construido una coraza confiada en la charla que tuve con Dios y a la vez trataba de no olvidarme del mensaje que debía transmitir enviado por su hija del corazón.
Realmente no entré a despedirme. A pesar de que percibía el murmullo de quienes hablaban sobre mí, hice lo de siempre. Le cantaba, le leía fórmulas y teoremas, le decía los nombres de los que oraban o preguntaban por él, cumplí mi ritual. Me acerqué a su oído como nuestra hija había pedido y le trasmití qué regalo quería de él para su cumpleaños: que despertara.
Me despedí de él como en cada visita, dejé la ropa esterilizada y nuevamente un chistido me hizo volver la cabeza. Era la doctora que quería preguntarme si yo estaba bien. El equipo de Terapia esperaba otra reacción de mi parte. Le respondí que sí y me pidió que no ocupara el teléfono.
Quise quedarme en el pasillo, pared de por medio según mi ritual, pero duró poco. Supongo que no querían verme allí cuando llegara ese momento. Me preguntaban si algún familiar había llegado para acompañarme y me decían que sólo a mí me iban a informar sobre el estado de Dany. Al resto, ningún parte más por teléfono. Si querían saber, que vinieran a Esquel, al Hospital, a la sala de Terapia. Sabían que yo también estaba enferma, además de sola y en un lugar desconocido, y temían que en cualquier momento también me derrumbara. Realmente se mostraban muy preocupados por la situación.
Me sugirieron que volviera a casa, que ellos me llamarían allí, que buscara alguien que pudiera hacerme compañía. Mi amigo el profesor se ofreció pero no quise. Mis ángeles humanos también, pero tampoco acepté. Prefería estar en casa sólo junto a Dios. Ya no lo peleaba.
Sigo sosteniendo que todo en mi es un ritual. No había día en que al llegar a casa, mientras subía los escalones hacia mi departamento imaginariamente lo hiciera de la mano de Dany. También ese último día. Porque como dije, la última palabra la tiene Dios.
Sonó el timbre. No tenía ganas de ver a nadie, de hablar con nadie. Me acerco a la ventana, me asomo y era Alejandro, uno de los alumnos de Daniel, según él “el preferido”, y por ese autonombramiento pelea a todos los demás.
Mientras le cebaba unos mates él, recostado en el sillón, comenzó a hablar de ángeles. Que Daniel era un ángel. Que Daniel tenía alas. Que él era otro ángel. Y le pregunté: “¿Y yo?”. “Por supuesto, Olgui.” – Respondió - “Sos un ángel que hasta emite luz y eso lo sabemos todos los que queremos tanto pero Daniel es un ángel mayor.”
Se levantó del sillón y se sentó en el marco de la ventana opuesta. Hacía calor. Era pleno Enero. Me asusté y le pedí que se bajara de allí. Pero él me pedía que no me asustara pues él era un ángel y los ángeles tienen alas. Y seguíamos hablando.
Tenía la sensación de que había una luz especial en la habitación, una luz que provenía de la charla que manteníamos. Programábamos cómo encarar materias pendientes cuando regresara él. Quiso saber más sobre la vida de su “angelado profe” – así lo llamaba él. Le respondí todo lo que quiso saber.
Llegó la hora de prepararme para la visita. Miré mi celular para saber si estaba encendido, porque no funcionaba bien. No había sonado en todo ese tiempo. La verdad es que me alegré de que fuera porque nadie había llamado.
Me despedí de Alejandro, le agradecí su compañía que me había hecho muy bien, y me dirigí hacia el Hospital, a unas cinco cuadras de casa que se me hicieron interminables. Estaba ansiosa, nerviosa, inquieta.
Al llegar caminé todo el pasillo varias veces esperando ser llamada para entrar a Terapia. Miré alrededor de mí. Estaba totalmente sola. Creo que llegué mucho antes del horario de visita.
Alguien informó a la doctora que yo estaba allí. Me llamó y me invitó a pasar a su consultorio. Yo estaba preparada para todo, aunque su rostro ya no era el mismo de la vez anterior. Me hizo sentar. Me preguntó cómo me encontraba, porque su preocupación siempre fue esa. Si comí, si dormí, y todas esas cosas que preguntan los médicos en estos casos.
Le respondí lo que quería oír, y me dijo: “Señora, ¿usted cree en los milagros?”
“Por supuesto. Toda mi vida es un milagro.” – le respondí.
“Su marido despertó. Lo estamos controlando y está respondiendo muy bien. Ahora la dejaremos entrar sólo diez minutos. Queremos trabajar con él y chequearlo todo.”
No puedo. No podría describir ese momento. Sólo atiné a levantar las manos al cielo y dar las gracias al Señor.
Ella me observaba sonriente. Estábamos las dos felices.
“¿Cuándo fue? ¿A qué hora?” – pregunté.
“Entonces Dany cumplió nuevamente su palabra. Le dio a nuestra hija su regalo. Él despertó como ella le pidió. Porque Dany nunca me mintió, decía ella. A partir de ahora, los dos cumplen años el mismo día, un 19 de Enero.”
Supe después por una enfermera que la doctora comentó que me admiraba por la forma en que había yo llevado la situación. Que no estaba bajo shock sino que me aferraba a mi fe en mi amigo Dios.
Todos comenzaron a saludarme felices mientras yo esperaba el tan ansiado llamado para vestirme con las ropas esterilizadas. Saqué de mi cartera mi lápiz labial preferido y me maquillé bien los ojos, ante la mirada extrañada de los que me rodeaban. Uno de ellos comentó – y yo lo oí: “Pobre señora. Sigue shockeada.”
Las mujeres somos astutas. Conociéndolo a Dany y él a mí, en mi rostro leería todo. Además, él es sobreprotector conmigo. Muchas veces le he dicho que no soy su hija, que soy su esposa. Es que me cuida tanto, me protege tanto, de todo y de todos, que ha hecho de mí y de mi vida un microclima, del cual ni imagina lo duro que me resultó salir durante esos días. Yo no estaba preparada para nada, pero me sentí orgullosa de mí misma porque crecí un montón, y crecí por él y por mí. Y pude hacerlo.
Creo que esto que nos ocurrió fue una prueba más de Dios para los dos. Esto es un testimonio de que Dios es real, y no sólo para nosotros.
Y si pasamos las pruebas viene la victoria. Eso lo sabemos con seguridad. Y pienso que fue una prueba porque los dos somos tan unidos que nos hicimos uno desde que nos conocimos. Pero esta vez, cada uno y separados, tuvimos que batallarle a la vida y salimos victoriosos.
Crecimos individualmente como personas.
Entré a Terapia y fue increíble verlo. Levantaba su cabeza y abriendo los ojos muy grandes, pero todavía con la máscara de oxígeno en su boca y conectado a varios aparatos, trataba de seguir con su mirada mi llegada hasta él.
Desde ya que ni imaginaba todo lo que pasó en su vida y en mi vida. Me acerqué, lo besé, quería preguntarle miles de cosas. Me olvidaba de que acababa de despertar de un coma – o como se llame, pues estuvo varios segundos muerto y reaccionó sólo cuando lo trajeron nuevamente a la vida por estimulación cardíaca. Y eso ocurrió dos veces.
No me contestaba. Sólo me miraba. Balbuceaba que estaba linda y sus ojos me parecieron pícaros. Preguntaba si me las había arreglado bien sin él. Decía que no me había querido dejar sola. Menos mal que me había maquillado porque si bien no podía verme los labios pintados ya que los tapaba el barbijo, mis ojos – que según él hablan le contarían todo. Debía transmitirle que todo estaba muy bien. Creo que lo había logrado.
Le conté lo del pedido cumplido a nuestra hija y me dijo que lo había escuchado cuando se lo había transmitido al oído mientras todos suponían que no podía oír nada.
Se acercó una de las enfermeras y me pidió que le pusiera talco en los lugares en que podían haberse formado escaras. Me dio el nombre de una crema para traerle en la próxima visita.
El tiempo que me habían dado se cumplió y me pidieron que me retirara para continuar haciéndole estudios. Dany trataba de hablarme pero se agotaba. Sólo pude entender que quería que le trajera la Biblia y sus anteojos. Debo reconocer que ese pedido me asustó mucho. Recordé algo que oí alguna vez sobre la mejoría de la muerte. ¿Sería ese momento? – me pregunté.
Dany siempre fue muy creyente. Toda su primaria y su secundaria transcurrieron en un colegio católico. Investigador de las religiones. Le encanta hablar con todos los que se acercan a él, sin importar a qué religión pertenecen. A todos invita a casa para escucharlos muy respetuosamente. Previamente estudia antes de la llegada de algún ministro, pastor, sacerdote o como se llamen en cada caso. Prepara cuidadosamente su cuestionario de preguntas pero generalmente, luego de dos o tres visitas, ya no vuelven. “Todos renuncian” – le digo yo, ya que nadie puede debatir con él.
Daniel a Dios lo vive, no lo lee. Es un tipo muy especial. Hace casi doce años que estamos juntos las veinticuatro horas del día, porque trabajamos en lo mismo. Y además de ser él profesor, tenemos una revista en internet.
Una de las cosas que siempre me llama la atención es que jamás ha mentido. Ni en algo “chiquito” como decimos a veces, ya que para él no hay mentiras “chiquitas” o “grandes”. Son mentiras.
Su fe en Dios es tan grande que sólo se guía por ella. Ante el problema más grande tiene una paz tremenda. Continúa haciendo sus cosas habituales pero esperando el mensaje que le dará Dios ante esa situación.
Siempre le tuve que dar la razón porque el mensaje llegó en el momento indicado. Tampoco en estos años lo he escuchado insultar, maldecir, decir malas palabras. Él es un tipazo. Un “alma blanca” como diría yo.
Cuando llegamos a este lugar dijo que veníamos a cumplir una misión: la unión de todas las iglesias.
Nuevamente la enfermera me invita a retirarme.
Dany lloraba emocionado mientras me escuchaba atentamente. Le sequé las lágrimas, sequé las mías, y me despedí hasta la próxima visita.
Me dijo que me amaba y que no me olvidara de traerle la Biblia y los anteojos.
Gente amiga y familiares estaban esperando noticias. Amigos de cerca, como los alumnos y sus padres, y amigos y familiares, de lejos.
Cuando les comenté sobre el pedido de Daniel, más de uno pensó lo peor. No era la única que había escuchado sobre la mejoría de la muerte , que la verdad no sé si es un mito o no.
Llego a casa, subo nuevamente las escaleras de la imaginaria mano de Dany como lo hacía cada vez que subía, pero viéndolo cada vez más cerca. Soy de las personas que creen en el Universo, la Ley de la Atracción y todo eso. Que el Universo responde a mi pedido. Que los pensamientos se materializan, sean positivos o negativos. Manejo mucho mis energías. Soy sumamente positiva en casi todo. Y sé que Dios es el Todo del Todo, llámese el Universo, la Ley de Atracción, el Todo.
Quería materializar ya mismo mis pensamientos: subir las escaleras de la mano de Dany, traerlo a casa, ya. Y en eso trabajaba con todo mi ser.
Mi gran y única compañía era Dios. Hablaba mucho con Él mientras esperaba el horario de visita, y eso me hacía muy bien. Me dirigí a la biblioteca a buscar la Biblia y también los anteojos para tenerlos a mano. No recuerdo qué me llevó a abrir a la agenda de Dany. Me sorprendió un pequeño párrafo copiado allí de puño y letra por él, muy prolijamente.
Era un mensaje. Era Dios mismo hablándome, pero usando la letra tan prolija de Dany y en su agenda. Lloré muchísimo porque me decía cosas hermosas que pasarían a partir de ahora. Éramos merecedores de ellas por haber pasado los dos el examen o prueba. Esta vez no me preocupé más por el teléfono y esa maldita llamada que me tenía asustada entre visita y visita a Terapia.
Llegó la hora y me preparé nuevamente para ir a verlo. Más maquillada y arreglada que antes. Pero ahora mi rostro ya era otro. Estaba feliz.
Amigos y familiares me llamaron para que les transmitiera prontamente el mensaje que Dany supuestamente traía del Más Allá.
Me hizo una seña y le coloqué los anteojos como él me pidió. Movió la cabeza rápidamente y se los quitó porque no veía nada. Yo no sabía qué hacer porque tampoco sabía qué leerle. Lo que menos imaginé fue que él me diría donde detenerme y qué leer.
Casi balbuceando, Dany se agitó mucho al hablar. Y con la mascarilla era muy difícil poder entenderle. Estaba asustada. No le comprendía nada, tenía miedo de hacerle mal. Supuestamente era él quien me leería algo a mí y por eso me pidió los lentes, cosa que no ocurrió porque me pidió que fuera yo quien lo hiciera.
Nunca olvidaré esa experiencia. Tomé la Biblia y le fui diciendo los nombres de los sucesivos libros. Así él me guiaría para indicarme dónde detenerme. Con movimientos de cabeza me señalaba que pasara páginas. No sabía dónde leerle, qué leerle, cuál era el lugar.
Cuando llegué al Éxodo y al título que expresaba “Moisés huye de Egipto”, muy nervioso me dijo que era ahí, que leyera eso.
Pero lo que más me impresionó es que él iba repitiendo renglón por renglón lo que yo leía. Le costaba muchísimo trabajo porque se agitaba. Yo quería que descansáramos pero él pedía que siguiera leyendo.
Cuando terminamos, me llamaron la atención varias cosas.
En primer lugar, el pasaje, porque se refería a Moisés y así llamábamos a un pastor amigo que con Daniel se habían adoptado mutuamente como padre e hijo. Dany había venido a paliar de alguna forma la pérdida del progenitor del pastor ocurrida en circunstancias dramáticas cuando tenía apenas diez años. Ese vínculo filial reciente se había hecho y sigue siendo muy profundo. Y este amigo estaba atravesando muchísimas pruebas en esos días, y el pasaje bíblico era un mensaje para él o al menos eso me parecía. Le pregunté a Dany el por qué de ese mensaje y muy suavemente mencionó el nombre del pastor, confirmando que era realmente para él.
Otra cosa que me llamó la atención fue que mientras yo leía él también parecía hacerlo, ya que tenía la mirada en un punto imaginario donde sus pupilas iban de un lado a otro de ese punto como si estuviese leyendo. Con el tiempo, Dany me confirmó que sí estaba leyendo ese pasaje a la par mía en una Biblia grande y antigua que me describió en detalle.
Cosas misteriosas para mí – pero no para él - ocurrieron esos días en la sala de Terapia. Por ejemplo mencionó un apellido. Me acerqué más hacia él para saber si realmente oí bien. Y sí, era el apellido de mi madre. Yo no entendía
También me nombró a “Joel” diciéndome que estaría bien. Aunque él nunca lo había visto ni oído, Joel era un joven que ocupaba otra cama en Terapia. Su estado era sumamente delicado y peleaba entre la vida y la muerte. ¿Cómo podía saber Daniel, en coma inducido, lo que pasaba a su alrededor?
Y mencionó a otro señor internado en ese lugar y que acababa de morir. Estaba en una cama ubicada cerca del fondo y Daniel sabía que era anciano y en qué lugar se encontraba internado.
Terminó el horario y me despedí, dejándolo aparentemente tranquilo. Pero yo me llevaba una cantidad de incógnitas sin resolver. Sabía que él algo había vivido pero no sabía qué.
Cuando regresé, familiares y amigos seguían esperando el mensaje que Dany traería. Les relaté todo esto y comenzaron a verlo como un “ser de luz”. Ya era respetado por ellos pero ahora mucho más. Todos creemos y estamos seguros de que Dany murió y estuvo ante la misma presencia del Dios vivo.
Luego de unos días lo trasladaron a una habitación común. Todo el equipo de enfermería y las mucamas que siempre se comportaron en forma excelente con nosotros hicieron lo imposible para que Daniel tuviera la misma cama que antes de Terapia. La misma cama en la que lo vi morir. Y lo lograron. Todos estaban felices por él y por mí.
Allí, en esa sala de Cirugía, mis experiencias vividas fueron cada vez más frecuentes e impresionantes. Gracias a Dios que es tan misericordioso y cumplió con lo que había pedido. Dany nunca tuvo ningún dolor intenso. No se dio cuenta de todo lo que le había ido ocurriendo en esos días.
Las cosas más insólitas y fantásticas se dieron en esa habitación. Poco contaré yo pues creo que eso deberá hacerlo él mismo.
Por ejemplo él insistía en que eso no era un hospital sino un sanatorio privado carísimo. Que todos los que estábamos allí era para ser purificados. Que yo debía aprovechar que nosotros no pagábamos y hacerme todos los estudios y tratamientos que necesitara. Que “ellos” estaban trabajando con nosotros, pacientes y familiares.
Insistía en que las ventanas eran pantallas gigantes, monitores de computadora, en las que se colocaba un apellido y aparecía luego su árbol genealógico genético. Decía que él había sido llevado allí a colaborar con “ellos” (nunca supe con quiénes). Hablaba de la genética, la epigenética y el ADN de los seres humanos. Esos programas se manejaban con un dichoso control remoto que jamás dejó de pedirnos a todos los que estábamos allí en la sala.
Tenía una ansiedad tremenda por contarme todo lo que averiguó o vivió en su viaje que yo llamo “al Más Allá”.
Que su padre biológico no era el que él creía sino un vecino amigo de la familia porque su padre adoptivo, esposo de su madre, no era fértil. La historia era fantástica realmente y se la repetía a todo el que se acercaba y hasta a nuestros hijos cuando llamaban por teléfono.
Que esos televisores o pantallas gigantes deberían estar también en la habitación mixta que tenía ese sanatorio. No le hacíamos caso pero él seguía insistiendo en eso. Pensé en ese momento que no había allí, en el Hospital, habitaciones mixtas pero luego me informaron que sí las había aunque ni Daniel ni yo las hubiésemos visto nunca.
Que en el lugar donde él había estado esos días había “baños inteligentes” que con solamente apretar un botón se modificaban en sus instalaciones para el uso o necesidad que se requiriera. Y a esos baños se ingresaba a través de unas puertas metálicas muy altas. Podía salirse luego otra vez al exterior o pasar por una puerta normal al interior del edificio donde se encontraba la administración y la computadora gigante central.
Cuando quienes estaban internados con Daniel, sus familiares, enfermeros, mucamas y yo misma estábamos hartos de las cosas que permanentemente él hacía o decía, tomamos la decisión de llamar a los médicos para resolver el problema. Vinieron los de todas las especialidades, preocupados preguntando a los de Terapia, que también se llegaban a la sala, qué era lo que le habían dado cuando estaba allí y verificando que todo había sido bien hecho. Todos se acercaban a verlo trayendo en su mano la historia clínica del extraño paciente.
Luego de verlo venían a hablar conmigo. Me preguntaban sobre la vida de Dany el siquiatra, la neuróloga, los cirujanos, todos. Querían saber qué preparación educativa tenía, si había viajado a otros países, por qué utilizaba términos científicos y técnicos con tanta soltura y precisión. Lo más llamativo fue que a uno de los médicos, el cirujano que lo había operado, le dijo que según la computadora y su programa genético era algo así como su hermano lejano, pero que las raíces del médico eran africanas en tanto que las de Daniel eran europeas.
El día en que tuvo lugar la esperada tomografía cerebral que se realizó en una clínica privada, se produjo un hecho sorprendente. No fue con la tomografía cuyo resultado demostró que Daniel tenía un cerebro normal adecuado a su edad. Pero sí con el regreso al Hospital pues cuando ingresaron por el estacionamiento trasero que estaba frente al arroyo y que él nunca había visto, encontró allí las puertas metálicas muy altas que en su experiencia anterior eran las entradas a los “baños inteligentes”.
Y el resto de los estudios que le realizaron por su estado general demostró que estaba mejor de lo esperado. Hasta inexplicablemente el tumor que le habían detectado en la cabeza del páncreas y que no era operable había desaparecido. Los médicos cada vez más asombrados decían que Dany era un milagro.
Una más de las cosas que me asustaron o asombraron fue que él contó que en la gran computadora había también un programa que permitía mostrar en pantalla lugares diferentes del mundo a los que se podía visitar como viajando en un avión. No eran fotografías del tipo del Google Earth sino planos o mapas dibujados que se seguían como viéndolos desde arriba. Me dijo que una vez, en el auditorio con que contaba la computadora y que tenía una pantalla enorme como la de una sala cinematográfica, un día pidió mostrar la zona en la que antes vivíamos. Me dijo que yo también estaba allí, pero cuando se iban viendo los lugares en los que habitaban nuestros familiares, como estábamos en conflicto con algunos y extrañaba mucho a todos, me puse de espaldas para no mirar mientras lloraba desconsoladamente
Una noche no daba más, el cansancio me vencía, y las enfermeras siempre amorosas me prepararon una cama en el piso, aunque yo no quería molestar.
Poco duró mi sueño. Lo que voy a relatar quizá suene más fantástico que lo que conté acerca de Dany.
Ya dormida profundamente sentí cómo algo o alguien trabajaba sobre mi cuerpo. Me ponían de un costado y luego suavemente del otro.
Uno de los órganos que atacó y destruyó más violentamente mi enfermedad fueron mis riñones. Y sentí cómo intensificaban más su trabajo sobre esa parte de mi cuerpo.
Eso me despertó y me quedé pensando si había sido un sueño o lo había experimentado realmente.
Me asusté muchísimo. Me levanté, dije a Dany que necesitaba venir a casa a bañarme y le pedí a una enfermera que lo cuidase mientras yo no estaba.
Salí aterrada. No entendía nada porque no fue un sueño. Sentí todo. Pero ¿qué pasó? ¿Quiénes eran? ¿Qué eran?
A las cinco de la mañana yo me encontré sola en la calle, con un pánico terrible.
A partir de ese día jamás volví a sentir los dolores tan fuertes que durante años sufrí en los riñones. Jamás volví a tener un dolor en las articulaciones, ni las manchas en la piel, ni heridas en la piel, ni el sol me daña como antes. Y cuando antes no podía casi caminar ahora puedo trepar montañas y recorrer kilómetros sin cansarme.
Algo había pasado realmente en nuestras vidas. ¿Y si Dany tenía razón cuando dijo que estábamos allí para purificarnos y prepararnos?
A mi regreso le conté lo que había ocurrido. Al mismo tiempo pensaba muy dentro mío que cuando él hablaba del programa ése que nos permitía pasar virtualmente por las casas de algunos de nuestros hijos, de los “baños inteligentes” sumado a lo que había pasado en mi cuerpo, la purificación, la preparación y todo eso, podía pensar que habíamos estado en algo así como una nave espacial.
Le pregunté a Daniel cómo pueden mezclarse las cosas de Dios con los ovnis, que en su experiencia él nunca nombró. Y le dije lo que a mí me parecía.
Él me dijo claramente: “¿Cuándo entenderán que los extraterrestres son los ángeles de Dios? Todo es lo mismo.”
Intentaba escribir pero no lograba deslizar la lapicera con lo que todo quedaba amontonado en un punto que luego me pedía que leyera. Como él iba diciendo cada palabra que escribía o trataba de escribir, yo procuraba memorizarlas para que luego pareciera que realmente leía eso escrito imposible.
Era muy triste para mí ver esos garabatos ilegibles sabiendo que su letra era antes clara, prolija y muy legible.
Además se propuso escribir artículos para los diarios acerca del Hospital y su futuro como Escuela de Medicina.
Sería interminable contar todos los detalles de lo vivido algunos pocos de los cuales pude relatar aquí. Pero hechos coincidentes y posteriores evidenciaron muchos de ellos, dejando datos que me permiten confirmar que no fue algo ficticio o soñado sino muy real.
Joel, el chico que Daniel presintió en Terapia, estuvo luego en la cama vecina a la suya en la sala general. Y así el joven y su padre conocieron de boca de él un suceso vivido cuando no estaban conscientes.
Al estar junto a Dios - relata Dany - y atravesar un pasaje hacia “el otro lado”, le pidió que hiciera lo que quisiera con él pero que cuidara a Joel porque era un muchacho que todavía debía vivir mucho de la vida. Probablemente ni Joel ni su padre, pese a ser creyentes, tomaron esta historia como algo real y no como otra locura del extraño paciente de la cama de al lado.
Mi sueño se hizo realidad. Subí las escaleras otra vez pero tomada no de una mano imaginaria de Dany sino de su mano real.
Y el día exacto en que dijo que volvería a dar clases estaba allí, en su aula casera, con un tubo y un colector de bilis amarrados a su pierna derecha bajo sus pantalones. Algo más había permitido Dios que pudiera cumplirse.
Luego de un tiempo pudimos comprobar investigando que los datos que él mencionaba acerca de la genética y la epigenética modernas eran reales aunque él no los conocía antes de ser internado.
Que el secreto descubierto gracias a esa computadora quizá imaginaria con respecto a sus padres adoptivo y biológico quizá sea lo que una prima que tiene una enfermedad terminal desea comunicarle a Daniel personalmente antes de morir y que ella considera como un “secreto de familia” que va a ser muy duro para él cuando lo conozca.
Que el lugar en el que Daniel cuenta que fue donde Dios lo hizo atravesar el umbral para encontrar el mensaje con el apellido de mi madre coincidía con el lugar donde se encuentra instalada la morgue del Hospital.
Y tantas otras cosas que no menciono por no hacer interminable este relato que cierro con versos tomados de un poema escrito por un amigo ya citado de algún modo en esta historia y en los que expresa bien lo que supo que ocurrió.
Quise hacerlo como un regalo de corazón a Daniel en su cumpleaños cronológico número sesenta y seis, pero cuando también festeja un año, siete meses y algunos días de su renacimiento.
Y juntos dedicamos estos recuerdos al personal del Hospital Municipal de Esquel, absolutamente a todos ellos, porque nos permitieron con sus cuidados fruto de sus conocimientos pero también de su amor por la labor que desarrollan, no solamente sentirnos esquelenses por adopción sino también nacer ambos nuevamente aquí como otra primera vez.
Pero el agradecimiento mayor queremos hacerlo juntos al principal protagonista de esta historia. A ese Dios siempre presente en nuestros pensamientos y acciones, gestor de la cadena de milagros que posibilitaron que hoy, un año, siete meses y algo más de esos días que marcaron nuestras vidas, sigamos estando juntos, en Esquel, contemplando maravillados las montañas, los alerces y la nieve, esperando de la mano la llegada de una nueva primavera.
Porque gracias a Dios veremos florecer juntos el ciruelo morado que nos recibe desde su lugar en la plazoleta cada vez que nos asomamos para mirar hacia la calle.
Un ciruelo que en estos días se llenará de flores, también gracias a Dios.
( la que nunca estará preparada para su ausencia)
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Olga I. Román