¡SOY BOHEMIA ! ¿Y QUÉ?

Siempre me preguntan ¿que es ser Bohemio? les respondo : El Bohemio vive por vivir , se llena de angustia sin tener por qué, pero está alegre cuando otros no están.

El Bohemio vive su vida incansable de ideas ,algunas creativas y otras filosóficas, todas para hacer de su vida un paraíso. El Bohemio no teme, solo porque él vive su vida como quiere, ahora sin causarles daños a sus semejantes. Vive la vida con principios y hasta con responsibilidad pero hace lo que quiere cuando quiere. En la música encuentra pinturas, en las poesías encuentra música, y en las pinturas encuentra versos ...es así mientras que se bebe su copa y sin faltar un café en un bar escondido adonde solo se lee por la media luz y la atmósfera del tabaco. La noche es su tarima....ahi baila, canta, bebe, conversa y admira a otros como él. Se proclama el duende de la noche. Ve el mundo con otros ojos ...él ve colores en el cielo nublado, ve la melancolía en una rosa brillante en su esplendor.

Gracias a todos que entienden estas breves letras. ¡SÍIIIIIII!!!! ¡Soy una Bohemia !!! ¿y Qué?

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Parábola de la tierra negra y de la tierra roja



  
PARÁBOLA
DE LA TIERRA NEGRA
Y DE LA TIERRA ROJA

Daniel Aníbal Galatro

Nueva versión:
Octubre de 2011
Esquel – Chubut – Argentina



JUAN MOLINA S.A.
Administración Central
Av. Medrano 657 – Buenos Aires

Buenos Aires, Julio 22 de 1994.-

Sr. Director  del Diario INFORMACIONES
Acuña Ruiz 1233 – Buenos Aires

De mi mayor estima:

Por la presente me dijo a Ud. y por su intermedio a todos quienes componen el Directorio de esa Empresa periodística, a los efectos de hacer llegar a sus manos una copia fiel del testamento de nuestro superior y  amigo, el lamentablemente fallecido Don Juan Molina.-
Dicho documento es el que Uds. daban como en poder del juez francés interviniente en la causa pero que en realidad se me hizo llegar inmediatamente después de lo sucedido vía INTERPOL en razón de su especialísimo contenido.-
Interpretando la voluntad del occiso he resuelto, utilizando los poderes que mi cargo me confiere, destinar el importe por los derechos legales que correspondieren a nuestra participación en la publicación de estos papeles, a UNICEF ARGENTINA, debiendo ustedes remitir el giro de práctica directamente a esa organización.
Me he permitido agregar a modo de epílogo un par de reflexiones personales, dejando a criterio de Uds. la decisión de incluirlas o no en la edición especial que estimo hará de la última voluntad del conocido y ahora recordado hombre público.
Sin otro particular, saludo a Ud. muy atte.

Dr. Marcos Sisneski
Abogado
Asesor Letrado
---

Enero 25 de 1994.-

            A los cuarenta y tres años siento que se me va la vida. Una vida que se extingue por  mi propia voluntad. Una vida que solamente sirvió para causar daño y dolor.
Pudo haber sido muy diferente. En mis manos estaba la felicidad del mundo pero no supe o no quise procurarla.

Vida extraña, mi vida. Por envida, temor o simplemente curiosidad, gobernantes y gobernados, historiadores y filósofos, investigaron con persistencia las causas verdaderas de mi poder. Afortunadamente no llegaron a conocerlas, por lo que ese poder muere hoy conmigo.
Este es mi testamento para ellos. Mi legado principal es esta misma carta y un pequeño frasco, lleno hasta su mitad con una extraña tierra negra. 
La herencia más importante que jamás hombre alguno haya dejado. La increíble historia de mi vida y ese pequeño frasco, lleno hasta su mitad con una extraña tierra negra.

Veinte años antes todo era muy distinto.  Mi casa, ni siquiera en algo comparable a la más pequeña de las mansiones que hoy poseo, ni a la más modesta vivienda del más modesto de mis servidores. Apenas una cabaña de carcomidas maderas sostenida como por milagro sobre desgarbados postes. Junto al río marrón de espaciadas márgenes sufría yo la cotidiana miseria del pescador con redes remendadas que colaban unas aguas vacías de riquezas, asesinadas por petróleo y residuos industriales.
Pobre de todas las pobrezas. Sin un espíritu avisado, sin un amor, sin hijos, sin pescados.
Resignado a vivir así para siempre, sumergía mi pena ya en el río marrón vacío de vida ya en la oscuridad del vino más barato.

Sentado sobre la rugosidad incomodante  de un tronco con el que compartía una noche cualquiera de otoño, sentía cómo se iban esfumando de mi cerebro los últimos vapores del cotidiano consuelo. Vagaba mi mirada oteando la creciente que se iba viniendo, como siempre, inevitable. La sudestada encrespaba el lomo del líquido felino que preparaba sus garras.
Trepaban las aguas con cortos empellones, jadeando en un brazo fecundo en destrucción. Lamían en su ida troncos verdes  y secos tocones, buscando en su regreso arrastrarlos consigo hacia las profundidades bravas de su bullente interior.

Latía el río con pulsación creciente. Cabeceaba insistentemente contra el temeroso murallón incapaz de contener la furia desatada.
Yo solamente atinaba a mirar ese enemigo terrible, a mirarlo como implorando sin fe con un malestar interior muchas veces sentido antes.

Crecía sin pausa aunque sin prisa. Algunas veces el chapoteo de un tronco engullido por sus fauces cortaba la sinfonía rugiente. Mi casa en la ribera aguardaba el juicio de la naturaleza hirviente.

Hasta que al fin llegó la hora de los camalotes. Arrancados de su transitorio reposo en las orillas reiniciaban su  viaje marcado desde siempre. Hacia el mar, río abajo, donde quisiera llevarlos la impiadosa correntada entre remolinos alocados, hasta otro puerto vegetal, hasta otra playa, transitorio refugio donde aguardar en calma la siguiente sudestada.

Uno de esos camalotes, ni grande ni  pequeño, encalló a pocos metros del tronco sobre el que me hallaba. Se agitó unos momentos como tratando de zafar del abrazo múltiple de la orilla, se aquietó al fin como resignándose, y allí quedó, ascendiendo con el río que aún bramaba.
Con el tenue reflejo de una luna que ocultaba parcialmente su rostro entre las nubes bajas para no ver el daño que el agua inclemente causaba en la indefensa ribera, noté que sobre el camalote algo brillaba. Un trozo de  metal, pensé, resto de algún naufragio sin importancia, o tan sólo una lata de gaseosas. En suma, nada.
No me moví siquiera del lugar desde  donde observaba el río en acecho que continuaba, aunque más lento, su marcha creciente hacia la orilla de los troncos, las casas y mi cabaña.

Seguía buscando entre la espuma la señal del indulto, la postergación del drama. Que, como muchas otras veces ocurriera, el abultado vientre de pronto se deshinchara ante un cambio en el viento, de ese modo retornara la calma a la ribera, y desapareciera lo que dentro de mí atenaceaba entrañas.
Pero la bestia marrón tan sólo reposaba preparando la próxima arremetida, quizá la final, la apocalíptica.

Fue entonces que pensé en el camalote y en el objeto que sobre él brillaba reflejando la luna semioculta. ¿Y si fuese valioso? Averiguar-lo ahora no significaba demasiado peligro, pero si el río seguía creciendo ya no me sería posible. ¿Qué podía perder más de lo que la creciente amenazaba?
Me deslicé lentamente por el tronco húmedo, tratando de hacer pie en la tierra cada vez menos tierra y más barro. Tambaleando me acerqué al camalote. Cuando sentí que mis pies se hundían en el fango, dudé.
Ya emprendía el camino de regreso. De pronto la luna se desprendió de sus velos nubosos y asomó su rostro iluminando la batalla del río contra la orilla. Miré, como despidiéndome, la isla vegetal con su tesoro. Y la vi claramente.

Era una esfera brillante, acerada, pulida y repulida, hermosa bajo su maquillaje de río y rayos de luna. Apenas tendría cinco dedos de  diámetro y mi mano abierta sería capaz de contenerla con facilidad. 
Me sedujo al instante y me di cuenta  de que debía hacerla mía. Aunque el río bramara nuevamente, aunque mi cabaña estuviese irremediablemente perdida.
Olvidé mis temores, la creciente, la miseria, la pobreza y mis redes vacías. Tan sólo existía esa esfera brillante, pulida y repulida.

Luchando contra el barro me fui acercando al camalote, tomándome con fuerza de los troncos humedecidos, cayendo por momentos, asido de unas matas, arrastrándome como un loco hacia la esfera metálica.
Cuando estuve a un paso y ya mi brazo iba a arrojar su mano sobre el objeto ansiado, sentí frotarse algo contra las hojas. La luna iluminó una húmeda cabeza de serpiente.
Di un salto hacia atrás, cayendo sobre la orilla fangosa, resbalando. No sin dificultad logré reincorporarme al tiempo que observaba el camalote con su preciada carga custodiada por el reptil artero.
Una rama pasó flotando junto a mi pierna, arrastrada por la corriente implacable. La tomé entre mis manos, la alcé por encima  de mi cabeza y, mirando fijamente los ojos amarillos que brillaban destacándose en la noche, descargué un golpe terrible sobre quien se interponía entre la esférica joya y mi ambición desatada.
Un ruido sordo como el de una lamparilla eléctrica al quebrarse se sumó a los fragores de esa noche extraña. Los dos puntos amarillos que casi adivinara en las sombras se apagaron para siempre entre las hojas.

Entonces la esfera me entregó su  cuerpo. La tomé entre mis manos como adorándola, la acerqué a mi pecho y, entre  río y viento, luna y sudestada, la llevé dificultosamente a tierra firme.
No quise regresar a mi cabaña por temor a que la creciente la abatiera. Preferí un camino más seguro, más apartado de la furia desatada.
El cansancio me condujo a una vivienda deshabitada de la que forcé sin dificultad la puerta. Me arrojé sobre una de las camas quedándome dormido en ese instante, abrazado a la esfera, a la preciada esfera metálica.
No me importó más nada.

Un rayo de sol que se filtraba por el corazón calado en el postigo de la ventana dio sobre mi rostro. Al principio no recordaba nada, pero luego reparé en la esfera que con rara fuerza mantenía apretada contra el pecho.
La acaricié muy lentamente mientras en mi mente se iban aclarando una a una las imágenes. La noche… la creciente… el camalote… la serpiente… mi cabaña… ¡Mi cabaña! ¿Estaría aún en pie?

Dejé con cuidado la esfera bajo la cama, oculta tras los pliegues de la manta.
Caminando al principio, corriendo luego, crucé  el camino. Del otro lado, nada. Tan sólo árboles de troncos desgajados, camalotes cubriendo la ribera y flotando sobre las aguas que se retiraban lentamente saboreando una victoria más, los restos de mi casa. Si hasta un día antes poseyera muy poco, hoy ya no tenía nada.
Recordé la esfera rescatada de las garras de mi atroz enemigo. Regresé a la casa deshabitada, busqué bajo el lecho y allí estaba. La esfera pulida y repulida, la joya de metal, lo único en el mundo que era mío.

Allí estaba. Hermosa sobre el raído cobertor del lecho. Hermética, sin bordes ni cisuras, cabía perfecta en el hueco de mi mano que a ella se aferraba.
Decidí quedarme en esa casa que seguramente sus dueños no ocuparían hasta el próximo verano, si es que dueños tenía. Era una única habitación muy amplia, con dos camas y una repisa. Tal vez alguna vez hubo una cocina pequeña en uno de los rincones, pero ya no estaba. Tenía dos ventanas. Una de ellas, por carecer de postigo, con los vidrios rotos a pedradas.
Arreglé un poco el lugar como para habitar allí sin sufrir demasiado lo poco que quedaba del otoño y todo el invierno ya pronto a llegar.

En cada pausa que hacía en mi tarea me sentaba sobre la cama, adorando  la esfera metálica que lucía cada vez más hermosa y más compacta.
En uno de esos homenajes que de rato en rato le brindaba, quizá por la emoción que me embargaba o quizá solamente por torpeza la redonda diosa cayó de entre mis manos y dio contra el suelo de mosaicos.
Sonó hueca. Ni por una vez pensada así por mí hasta ese momento, hueca. Una esfera de interior vacío, una cáscara metálica, hueca.

No me apresuré a levantarla. En mi cerebro se mezclaban las ideas. Si esa cosa era ya extraña por su origen, por su brillo, por  su pulida superficie hermética, cuánto más extraña se me hacía al comprobar que, además, sonaba hueca.
Entonces, ¿tendría alma? ¿Albergaría algún objeto sorprendente, más sorprendente que la propia esfera? ¿Un mensaje, quizá?
Detrás de su apariencia tan perfecta su oquedad abría un mundo nuevo, mucho más inquietante. Mí único bien, lo único mío, podía contener tal vez la nada. Pero la forma de saberlo era luchar contra la corteza de metal  y penetrarla, hender su superficie, violar su secreto y hacerlo mío.
Esa fue mi próxima tarea.

La tragedia del río y la creciente fue  un sábado a la noche. El domingo siguiente descubrí que mi esfera era hueca. Y ese lunes me busqué trabajo.
Encontré uno sencillo, provisorio, de peón de albañil. Pagaban poco, pero eso no me interesaba. No necesitaba mucho dinero para sobrevivir y conseguir algunas herramientas para mi intento de penetrar la esfera.

El primer día traje de la obra, escondidos entre mi piel y la camisa, un martillo y un cortafrío que me pareció afilado. En cuanto oscureció, agachado en un ángulo de la habitación, iluminado apenas por una tenue  vela, temiendo que me vieran y pudiesen descubrir mi joya, que intentasen robarla y lo lograsen, comencé mi labor.
Coloqué la esfera contra el piso, apoyé el cortafrío sobre ella, lo sujeté firmemente y, trabando entre mis piernas la aún no hollada para evitar que rodase, descargué un primer golpe de martillo.
La pulida y repulida superficie ni se inmutó. Siguió tan bella y lustrosa como siempre.
Golpeé y golpeé ese cortafrío y con él la corteza de la esfera. El amanecer me sorprendió golpeando como un enloquecido, perdida la noción del tiempo y del espacio, consumiendo mis fuerzas y mis velas, desgastando el que en un principio fuera aguzado filo de herramienta que ni entonces ni después cumpliera su misión. 
Cuando fuerzas y filo se agotaron me dejé caer por un momento, quizá toda una hora, junto a las velas y la esfera. Recobré mis sentidos justo a tiempo para  partir rumbo al trabajo, no sin antes ocultar debajo de la cama mi redonda amiga, cuya superficie pulida y repulida se burlaba de todo mi esfuerzo de la noche anterior. 

Martes. Fue esa noche cuando robé un taladro de mecha dura para intentar, en vano, perforar la esfera. El miércoles, tras desmayar a un guardia, me introduje en un taller lejano para usar entre las sombras fresadoras y sierras, escapando después sin ser descubierto. La del jueves fue la noche de los ácidos y la potasa cáustica.

La esfera seguía imperturbable. Su superficie pulida y repulida devolvía la imagen de mi rostro ojeroso con barba ya crecida y angustia en la mirada.

Durante el día trabajaba entre los gritos de un capataz que recriminaba, entre bromas soeces y malas palabras, mi falta de entusiasmo en la tarea, mi cansancio permanente, mis errores. Al caer el sol, mis manos recobraban de su escondite la obsesionante compañera. Y reiniciaba alucinado mi labor. Apenas si comía. Estaba loco. El único objetivo de mi vida, mi único anhelo, perforar la esfera.

Viernes y sábado fueron de desesperación y llanto. Probé ya sin fe ni esperanza los más insólitos métodos, desde calentarla hasta hacerla rodar horas enteras. Sólo abandonaba mis intentos cuando el sueño me vencía sin remedio.
Me dormía llorando y al despertar llorando retornaba a la tarea.
Luego de una semana de sobriedad perfecta, solamente borracho de locura y de cansancio, la noche del sábado conseguí una botella. No sé a  qué hora de mi angustia la bebí entera. En la paz del alcohol por  primera vez en seis días,  me arrojé sobre el lecho olvidando esconder la maldecida bienamada esfera.


Los rayos del sol de esa clara mañana de domingo se filtraban iluminando la escena de una habitación de pintura surrealista. Se entremezclaban una cama con un hombre – o lo que de él quedaba – durmiendo sobre ella, herramientas, frascos, velas consumidas, una botella vacía y, en el centro de la escena, presidiendo el caos, una esfera. Una esfera pulida y repulida, tan brillante y lustrosa como si en lugar de tratar de perforarla alguien hubiese pasado todas esas noches puliendo el espejo de su rostro.

Cuando abrí los ojos, incapaz aún de levantarme, la busqué con la mirada entre frascos y herramientas. Precisamente en ese instante, un rayo de sol lamía su contorno. Me embelesé son los reflejos tornasolados que la joya redonda producía al derivar la luz hacia los rincones más recónditos de  la habitación a medida que el sol continuaba su camino ascendente.
En el momento en que un haz de forma  romboidal, pues así era el recorte del postigo por el que la luz se filtraba, daba de lleno sobre la esfera, ocurrió lo más extraño de esta extraña historia. La hermética, la imperturbable superficie que resistiera golpes, ácidos,  calor y filos sin siquiera inmutarse, se hendió de pronto en todo su contorno, naciendo en ella un ecuador perfecto.
Y en dos mitades iguales y simétricas apoyadas sobre sus convexidades hemisféricas, como si así hubiese sido prescripto desde siempre, se fracturó mi compañera.

Desde el lugar en el que me hallaba no alcanzaba a distinguir su contenido, aunque pude notar que no estaba vacía. De pronto, desde algún lugar del  fondo de una de las semiesferas surgió un zumbido tenue que no  duró más de un instante. Inmediatamente después una voz metálica, tan acerada como su continente, pronunció un nombre.
- Marcos. Marcos. – dijo y repitió.
Mi nombre no es Marcos ni lo fue nunca, pero la voz volvió a llamar.
- Marcos. Marcos.
Venciendo el nuevo temor que experimentaba saqué de no sé donde algunas fuerzas y, entre gateando y arrastrándome, me acerqué al cadáver parlante de mi esfera.
La voz prosiguió:
- Tú has sido elegido desde siempre amo  y señor de lo que aquí se encierra. Acerca tu mano, no temas. Recoge  las mitades de la cápsula, aguarda y observa.

Aunque mis piernas pedían cien huidas, mis manos recogieron los restos de la que fuera mi joya más preciada. Observé la mitad a mi derecha. En su interior vi algo así como una antigua radio de transistores, aunque muy pequeña, de la que supuse había surgido la extraña voz. A mi izquierda, en la concavidad de la semiesfera, dos frascos de pulgada y media de alto, perfectamente calzados en hendiduras paralelas.

Desde mi mano derecha, confirmando mi sospecha, dijo la voz: 
- No temas, Marcos, y escucha atentamente. ¿Has visto los dos pequeños frascos? Uno de ellos está lleno con una tierra  muy negra, negra y fértil. Donde esa tierra caiga surgirá la vida, fuerte y vigorosa. Vida en las plantas,  en los animales y hasta es capaz de infundir un aliento vital en ciertas cosas. El otro de los frascos está lleno con una tierra muy roja y destructora. Donde ella caiga, reinará la muerte. La muerte de los pájaros, la muerte de las rosas, de los seres humanos y sus obras. Podrás utilizar de ambas como prefiera hacerlo tu conciencia: sólo la tierra negra, sólo la tierra roja, o una parte de una y una parte de otra.

Finalmente la voz me instruyó acerca de qué hacer con las mitades de la esfera, con la extraña radio y con los pequeños frascos llenos de sus tierras.

Sentí que de pronto había perdido todo  temor, como si desde siempre hubiese conocido el acerado objeto y las propiedades de su contenido.
Aguardé a que anocheciera. Caminé hasta la orilla del río y casi en el lugar exacto en que el camalote con la joya metálica y el reptil artero aparecieran siete días antes, arrojé uno tras otro los plateados hemisferios. Al tocar la superficie del agua, cada uno produjo un sonido como de aceite hirviendo, luego una  luz enceguecedora y por fin se disolvió, integrándose al líquido circundante en forma total, absoluta y definitiva. Con una de las semiesferas se fue también el trasmisor extraño.

Retorné a la casa. Ya no resistía el deseo de comprobar las propiedades que la misteriosa voz asignara a la tierra negra y a la tierra roja.
Retiré ambos frascos de un hueco en la pared en el que los había ocultado. Crucé nuevamente el ancho camino, me guarecí tras un par de árboles añosos de la vista de cualquiera que pasara y allí me puse en cuclillas.
Temblaba de frío pues esa noche umbrosa era atravesada por una brisa gélida y monótona.

Busqué con la mirada un paño de suelo sin vida vegetal, el más árido que por allí pude encontrar. El recipiente con la tierra negra estaba cerrado con un tapón ajustado hecho de un material muy raro de color verde azulado.
Reteniendo en mi otra mano el frasco intacto con su tierra roja, incliné el que acababa de destapar. Unos pocos gránulos oscuros cayeron sobre el suelo desnudo. Unos escasos gránulos muy negros apenas algo más grandes de partículas de azúcar o de arena.
Un momento después, ese pequeño paño de árida tierra se transformó en un mundo. Bajo un manto de césped muy tupido que cubrió de repente la superficie donde cayeran los gránulos negros pude apreciar, aguzando los  sentidos, un ejército  de hormigas laboriosas ignorantes de la hora y de la época. Iban y venían junto a ellas decenas de bichitos de las más curiosas formas, desbrozando las pequeñas matas y horadando con prolijidad la tierra.
Aunque estaba oscuro y la brisa fría seguía  hendiendo el aire para recordar que no era primavera, adiviné que hasta algunas flores tiernas había allí vertiendo su belleza.
En dos palmos por tres la tierra negra del frasco había creado un nuevo paraíso, sin Adán ni Eva.  ¿Era entonces yo Dios desde ese día?

Busqué la respuesta en el otro frasco. Cerré con cuidado el uno y abrí el restante con igual cautela. Dejé caer sobre ese pequeño paño de suelo ahora fértil unos pocos minúsculos gránulos rojizos que como gotas de sangre fueron absorbidos por la tierra.
Fue otro instante breve el de la espera. El manto de césped muy tupido que hasta hacía un momento guareciera las hormigas laboriosas y los bichitos que iban y venían junto a ellas, se esfumó con todo sin un ruido. Quedó solamente la anterior aridez, o ni siquiera.

El asombro ante esas maravillas ya no cabía en mi mente confundida. Me latía el corazón con tanta fuerza que no quise pensar ni ver más nada. Cerré el segundo frasco y apretando ambos en mi mano crucé el camino a la carrera, entré en la casa, oculté mis tesoros nuevos en el hueco del muro y me arrojé sobre la cama revuelta.


No sé si me quedé dormido o si me desmayé de alguna forma. Sólo sé que esa noche soñé con tierras, tierras negras y rojas que creaban y destruían mundos. Y por encima de planetas y de estrellas me veía yo, con una larga barba, amo y señor, dictando órdenes y reglas. Fui muy feliz cuando en el sueño eché las redes al río marrón de mis miserias y luego casi no podía levantarlas por estar tan repletas de peces.

No sé cuánto dormí o estuve desmayado. Al despertarme, el sol surcaba su ruta cenital. Mediodía. Tajo radiante en el exacto centro de un día que olvidaba su carácter invernal.
Me sentía bien, tranquilo, sin angustias. Hice un repaso veloz de los sueños que por primera vez no fueron pesadillas.
Yo, Juan Molina, ayer sumido en la miseria más profunda, ahora poseedor de una riqueza que de conocerla envidiarían quienes reinan en el mundo. La tierra negra, maternal vientre engendrador de todas las vidas. La tierra roja, fosa carmín señora de la muerte. Y decidiendo sobre la vida y la muerte  yo, Juan Molina, el pescador cansado de colar aguas vacías.

Dejé que transcurriera todo el día sin salir del lecho revuelto.  Ordené lentamente mis ideas, tratando de acostumbrarme a mi fortuna. Formulé planes. Imaginé aventuras.
De rato en rato un tropel de pensamientos confusos me invadía. La pregunta dominante era cuál de las dos tierras usaría.
Después de mucho y mucho meditarlo decidí utilizar el frasco de la vida. Lo haría con mesura, sin despertar sospechas, bebiendo gota a gota ese tesoro nuevo como no supe beber el vino en las cantinas.

Salí de la casa con los frascos ocultos  en mi mano cuando ya la noche se cernía sobre mí, sobre la pala y sobre la linterna.  Al pie de un árbol que recortaba su silueta antigua contra el claro cielo de la noche hice un pozo profundo, profundo y misterioso. En su fondo de lombrices y humedad deposité la mitad más terrible de mi tesoro: el hermético frasco de tierra roja, muy roja y destructora.
Cubrí la fosa, angosta sepultura de la porción asesina de nuevos poderes, hice una marca profunda en la corteza del árbol inmediato y, apretando con fuerza el otro frasco, retorné a mi morada transitoria.

Detrás de la casa que ocupaba había un huerto no muy grande, abandonado. Decidí iniciar allí mis experiencias agrícolas, aunque el suelo se viese tosco y poco apropiado.
Eran quizá las seis de la mañana cuando provisto apenas con el pequeño frasco de la muy negra tierra poderosa caminé con sigilo, vigilante, desde la casa hacia los fondos del terreno.
Nadie me observaba. Entre la bruma helada y el rocío del amanecer, sólo el aullido de algún perro lejano, cantos de gallos, y Juan Molina temblando de frío y emoción.


Dejé caer una pizca del polvillo oscuro al tiempo que pensaba en los hermosos tomates que había visto en el huerto de un amigo algunas primaveras antes. Al momento, una docena o dos de los tomates más rojos y más bellos vi surgir de ese suelo.
Cuando pensé naranjas rozagantes, tuve jugosas naranjas ya maduras pendiendo de las ramas de fornidas plantas. Si pensaba ajíes, ajíes; si pensaba uvas, vides; si pensaba flores, alelíes; si en maníes pensaba, maníes.
Después de haber llenado a pensamientos y pizcas de tierra negra casi invisibles todo el huerto de que disponía, pensé un perro, y lo llamé Tobías.



Esa tarde fue tarde de cosecha. Varios cajones de verduras frescas y tiernas, de hojas enormes y carnosas como nunca había visto antes, se entremezclaban con las hortalizas más apetitosas y las frutas más apetecibles.
Desbordante de júbilo, contraté un furgón ni muy pequeño ni muy grande, cargamos los cajones y los transportamos al mercado del pueblo. El conductor preguntaba y preguntaba cómo en esa época del año y en un lugar tan poco aconsejable… pero yo respondía poco o nada, hablando del esfuerzo  y del trabajo. Como al pasar mencioné un abono comprado en la Capital, un producto cuya marca no recordaba bien, pero que me habían aconsejado como algo milagroso, y así lo había sido. Cuidé que el hombre no notase que al fondo de la casa había nuevamente una huerta desolada.

Me pagaron el precio acostumbrado, tan bajo como estaba estipulado, al tiempo que los ojos del intermediario recorrían con avidez la excelente mercadería.
- Siga trayendo siempre, si es buena como ésta.

Volví a la costa en ómnibus, con la mano apoyada en el bolsillo y en los billetes que albergaba en su interior. Me parecía imposible. Tanto dinero en un solo día. Tanto. Mañana habría otra siembra, otra cosecha y más dinero.

Así ocurrió. Sembraba en las mañanas, escondido entre penumbras y cantos de gallos, acompañado sólo por Tobías. Por las tardes recogía la cosecha más diversa y exultante, luego viajaba hasta el mercado, retornaba contando y recontando el dinero producido, recordaba el provecho pasado, evaluaba el presente, proyectaba el de mañana y el siguiente, y el siguiente…
Ocultaba celosamente mis haberes junto al pequeño frasco de la tierra negra, en un escondite casi perfecto practicado en el piso, debajo de la cama.

Otro día, otra siembra, otra cosecha,  otra ganancia. Más días, más siembras, más cosechas, más ganancias.
Pronto había reunido lo suficiente como para rehacer mi cabaña sobre troncos pero preferí seguir utilizando la casa que había ocupado, al menos hasta el fin de ese invierno. Consideré inútil invertir algo en reconstruir mi vieja casa. Ahora ya era un potentado, podía aspirar a vivir mucho mejor. 

Mi creciente emprendimiento requería más comodidades, más tierras, un depósito en el que almacenar lo que recogía durante los días en que el mercado no operaba. Además era hora de utilizar mi propio vehículo para el transporte de las maravillas vegetales, herencia viva de aquella esfera pulida y repulida hallada sobre el camalote que la creciente me trajera un par de meses atrás.

El invierno llegaba a su fin y también mi tiempo de miserias y sufrimientos. Con la primavera todo sería distinto. Por ese tiempo ya tenía ocultos en el escondrijo del piso de la habitación muchos billetes de colores que antes ni sabía que existieran. Tantos que ya ni los contaba porque sabía que eran suficientes para cualquier cosa que pensase hacer. Las cosas que ambiciona quien ha sido muy pobre no son tan costosas como las que ambicionan los ricos.
Adquirí un terreno ni pequeño ni grande en una zona elevada, lejos del río marrón desprovisto de peces, del puerto ocasional del camalote, del árbol marcado que amparaba la oculta tierra roja destructora.
Levanté una vivienda suficientemente amplia para un solo morador dueño de un perro, lujosa en comparación con mis moradas anteriores. Y edifiqué el galpón para guardar mis recolecciones en días feriados a la espera de la siguiente apertura del mercado.

Proseguía sembrando y cosechando, usando apenas pizcas de la tierra negra que parecía inacabable. Sin más compañía que Tobías, quien junto a mí observaba cada noche cómo seguía creciendo la pila de billetes en su nuevo escondite compartido con el pequeño frasco.

Poco antes del verano compré una camioneta nueva de caja amplia, suficiente para contener los productos que enviaba al mercado cada día. Ya no debería recurrir a fleteros preguntones.

Seguía siendo yo moderado y cauto. Podía haber duplicado mis beneficios pero preferí no despertar demasiadas sospechas realizando más de un viaje en la misma jornada.


Una tarde, regresando a mi pequeña chacra acerté a encontrar en el camino uno de aquellos consuetudinarios que  perdían sus noches junto al estaño por la misma época en que yo lo hacía. Abrió tamaños ojos sorprendidos al ver mi aspecto cansado pero limpio, con ropas buenas, y sentado al volante de una camioneta.
Conversamos poco. No creyó en un principio que el vehículo pudiese ser del todo mío, ni que tuviese chacra con casa y galpón. Hasta me costó lograr convencerlo de que tenía perro.
Entre los vapores de su última borrachera observaba de reojo y escuchaba dudando. Lo dejé sin que supiera realmente si era a mí o a su recuerdo de mí a quien había encontrado.
Tiempo después de enteré de que mi ex 0compañero de vino y jaranas se había reunido con el resto de los integrantes de aquel grupo. Les comentó la conversación que ese día mantuvo conmigo. Otro de ellos confirmó mis habituales envíos al mercado. Mi éxito repentino los asombró.
- ¿Juan Molina, el pescador? ¿El pobre entre pobres? ¿Dueño de qué?
- ¿Juan Molina, colador de aguas vacías, rico, che?
Atribuyeron mi rápida fortuna unos al juego, otros a una herencia, otros al robo.  Todos sabían que de mi trabajo, de mi pesca o de mi pequeña huerta no podía haber surgido tanto dinero en apenas cuatro o cinco meses.
En oportunidad de acercarme al boliche a pagar un resto que había quedado pendiente me enteré de la reunión que habían mantenido, aunque no le di mayor importancia. Quizá ese fue el primer error que cometí. De tener más cuidado desde un principio, la tierra roja nunca hubiese salido de su sepulcro de humedad y lombrices junto al árbol marcado y al río color de león.


Pocos días después compré tierras vecinas y hasta un tractor de segunda mano para cosechar con más rapidez y menos esfuerzo. Alguna vez pensé en tomar un ayudante, pero eso pondría en peligro mi secreto. Prefería no cosechar tanto y que fuera sólo para mí todo lo producido.

No eran solamente los clientes del  boliche los que murmuraban sobre mis ganancias. En el mercado, desde el intermediario hasta el más astroso peón de limpieza se asombraron a su tiempo de la cantidad y calidad de lo que yo enviaba.
- De algún lado ajeno se lo debe apropiar – comentaron a su vez.
Otros notaron que frutas y verduras no  correspondían frecuentemente con la estación del año.
- Debe tener poderes misteriosos  – me asignaron, creyentes en luces malas y lobisones.
Pero en lo que todos coincidían cada vez más era en que quizá fuese yo un sujeto peligroso.
Quienes también llevaban sus productos al mercado veían en mí a un competidor que en ya demasiadas oportunidades les  había ganado en una oferta. Aquellos que solamente vivían de su trabajo allí, masticaban por dentro sus envidias.

Lo que en un principio fue solamente una murmuración de beodos y luego de peones de mercado, de transformó, como todo rumor, en comidilla de vecinos, carne de jubilados.
Quizá fueron esos productores, casi desalojados del mercado por la cantidad y calidad de mis envíos que sin embargo no costaban más caros al intermediario, los que llevaron el rumor a la Cámara de Comercio. Tal vez fue sólo un comentario entre miembros de la comisión directiva en uno de esos ratos muertos que inevitablemente se generan entre la hora a la que se convoca una reunión y la hora en que realmente comienza. Es probable que alguna vez haya llegado a ser un punto secundario del temario de una asamblea.
Pero hubo un momento en el que el asunto, por su importancia y trascendencia para la salud de la población en general y para la economía del presidente de la Cámara en particular, se trató en una asamblea extraordinaria convocada a tal efecto.
No asistí, y ese fue sin duda mi segundo error. No tuve defensa. Leyendo el acta después de algunos días conocí cómo se había desarrollado el debate.
El señor presidente, que alguna vez fuera el principal productor de hortalizas de la región y que al tiempo de la asamblea por mis envíos estuviese relegado al segundo puesto, inició la guerra. Unos más, otros menos, adhirieron al desigual combate: todos contra uno solo, que estaba ausente.
Llegaron a decir cosas terribles. Presentaron “testigos presenciales” que, excepto el borracho que encontré en el camino hoy transformado en principal elemento de la acusación, mintieron declaraciones imaginadas. Pero el ambiente estaba al rojo, y cualquier cosa que pudiera demostrar aún de modo ambiguo, tangencial o aparente, que Juan Molina no era más que un ladrón, un embustero, un aprovechador, un enemigo de los productores y, por qué no, de los consumidores, era recibida con fervorosos aplausos.
El tesorero era también vocal segundo de la comisión del Círculo de Básquet, la entidad cultural y deportiva más conspicua de la localidad. Con tales pergaminos pudo intervenir diciendo:
- En nombre del Círculo al que represento – por su propia e instantánea decisión –  propongo que se plantee el caso Molina ante la Mesa Coordinadora de Entidades de Bien Público a reunirse el próximo lunes.
Según decía el acta, aprobación unánime. Quizá hasta aplausos.
La bola de nieve ya tenía el tamaño de un puño, y seguía creciendo.

Llegó el lunes. Un viejo conocido mío me hizo luego un detallado y condimentado relato de la reunión.
Se sentaron alrededor de la enorme mesa los señores coordinadores representando las fuerzas vivas de la ciudad. Como se había corrido la noticia de que se trataría la cuestión Molina no faltó nadie.
Estaba el vicepresidente del Club Ribereño, cuya actividad náutica no pasaba de un pequeño chinchorro que hacía agua, cuatro canoas y uno que otro remo. A veces la entidad competía en regatas con la suerte más lamentable, aunque después de las pruebas en el río no faltaba un suculento asado para festejar un “inmerecido último puesto” debido casi siempre a que el cuatro con timonel que utilizaban les había sido prestado por el club adversario, y “seguramente algo raro le habrían hecho”.
A su lado, aunque no cercano, el joven presidente de la Asociación de la Cultura.  Mirado en un principio con ojos no del todo propicios por tener ideas demasiado modernas, había ido ascendiendo en el estatus de la confianza de sus pares merced a su participación cada vez más frecuente en actos oficiales y cenas de camaradería.
La representación del gobierno municipal era ejercida por un concejal de la minoría, no muy brillante en política pero sí con muchos amigos en el pueblo. Su actividad comunal era prácticamente nula salvo en eso de ocuparse de las relaciones públicas. Cuando que hubo que elegir representante municipal para  la mesa coordinadora, su nombre surgió naturalmente y fue aprobado sin discusión alguna.
Desde un rincón, sentado sobre una silla rota, alguien miraba con aires de extrañeza el desarrollo de los múltiples debates. Era Villita, el ayudante de limpieza del encargado del bar del Club Social y de Fomento Barrio General Merino, principal cliente del buffet de la entidad. De tanto en tanto bostezaba y se rascaba la nariz enrojecida, maldiciendo para sus adentros al que siempre lo proponía como representante de ese Club que poco tenía de social y si algo fomentaba era la vinicultura.
El viejo conocido mío, quien me relató la reunión con pelos y señales, pues era un verdadero maestro para transmitir historias, actuó allí como delegado del Vecinal, una institución cuyo principal patrimonio eran un terreno baldío, cuatro tablones y un cajón con bochas.
Y, por supuesto, el citado tesorero de la Cámara de Comercio, vocal segundo del Círculo y gestor de la modificación del temario de la reunión para incluir como tema principal el que ya todos conocían como  “el caso Molina”. Este hombre abrió las discusiones, condujo los  debates, hizo las veces de juez,  fiscal y tribunal, y fue quien por lógica dictara la sentencia.

Fiel a mi costumbre, mala costumbre,  no me inquieté por todos estos tejes y manejes. Seguí cosechando y cultivando, vendiendo en el mercado e incrementando mis bienes. Supuse que esa ola de rumores se apagaría como se había iniciado.
Así se lo comenté a mi conocido cuando me trajo la versión oral de lo tratado.  El buen hombre se atrevió a darme un consejo:
- ¡Cuidado, don Molina! Es peligroso cuando un par de figurones de esos se ensaña con alguien de este pueblo.
Y hasta me dio el ejemplo de un suceso no muy distinto ocurrido hacía algún tiempo. Pero mi ceguera de inexperto no veía la bola de nieve que continuaba creciendo. 
“Se elevará el asunto al Honorable Concejo Deliberante”, había resuelto la Mesa Coordinadora por decisión unánime del representante del Círculo. Se aprobó la moción y fue el concejal de la minoría comisionado para presentar el caso y pedir la inclusión del tema con carácter de urgente.

Así mientras crecía mi fortuna poco a poco merced a mis cosechas milagrosas, la cizaña que otros sembraban en las mentes crecía a la par.

Lo trató el Concejo y más tarde el Intendente. La unánime opinión se endurecía. Las fieras se cebaban cada día.
Se completó el camino del rumor cuando, después de ser comentado sin demasiado entusiasmo en las dependencias de la comisaría del pueblo, llegó a los eminentes oídos del cura párroco de la iglesia principal.
Sin que yo supiera demasiado cómo estaban las cosas, mi destino futuro se sellaba. El resto era cuestión de tiempo.


En medio del mayor secreto, aunque por supuesto todo el pueblo lo sabía, se formó algo así como una “comisión investigadora” que analizó el caso “seriamente”.
Juan Molina, antes pescador y ahora agricultor, ya casi rico, era un hombre extraño y peligroso. Pero no se lo podía condenar por cosechar tomates excelentes, ni por llevar todas las tardes al mercado  naranjas de dulzura incomparable, exquisitos melones, las legumbres más coloridas. Eso no era delito  ni pecado. Pero quien cultivara en pleno invierno dátiles del trópico debía tener sin duda poderes misteriosos. Quizá hasta fuese un endemoniado. O algo peor, innombrable y tenebroso.

Necesitaban pruebas, testigos, todo eso. La  únicas “evidencias” que tenían eran el desconocido origen de mi buena fortuna, alguno que otro ají de tamaño sorprendente y las historias que circulaban de boca en boca, de esquina en esquina, de estaño en estaño.
En procura de tales pruebas  y de tales testigos se designó un “espía oficial”, cuya tarea sería vigilarme día y noche hasta obtener un elemento de juicio que permitiera emplear luego la fuerza pública para expulsarme  de la zona. No faltaba quien tuviese la secreta esperanza de verme encarcelado.
Recayeron honores y peligros del citado cargo en Aurelio, sacristán ayudante, quien por las funciones que a partir de ese momento cumpliría entró en la historia del pueblo para siempre por las mismas puertas por las que el vituperado Juan Molina para siempre salió.

Aurelio era un hombre de pocas luces, voluntarioso y honrado por sobre todas las cosas. En la quietud de la iglesia se sentía protegido y necesario. Ni siquiera él recordaba desde cuándo estaba allí. La gente ya madura  del pueblo asociaba su imagen a todos los bautismos, casamientos y responsos que  en su familia hubo. Cuando el párroco se ausentaba, era el amo y señor de esos dominios.
- ¡Esas velas se prenden! ¡Esas se apagan! ¡Cuidado con la alfombra, que es la nueva! No hay turnos de bautismo hasta la otra semana.
Fuera del ámbito del templo, el sufrimiento. Desde el bar los muchachotes le gritaban las cosas más soeces, se burlaban de él, y hasta los niños pequeños le arrojaban una que otra piedra algunas veces.
Por eso regresaba a la nave y al silencio imponente de la iglesia, huyendo casi a la carrera. Allí la paz de Dios lo confortaba. Allí Aurelio era alguien.

Al enterarse del delicado cargo que por unánime decisión le fuera encomendado dudó un instante. Pero siendo el propio párroco quien se lo pedía, finalmente aceptó.
Cumplió esa tarde sus obligaciones habituales ayudando en la misa vespertina. Acompañó hasta el portal a la última anciana, la ayudó a bajar la escalinata, y procedió con su acostumbrada maestría no carente de orgullo a entornar los antiguos artísticos portones de la casa del Señor.
En la penumbra del lugar vacío se arrodilló en uno de los bancos y entornó los párpados. Su rústico cerebro estaba tratando de hilvanar ideas, de comprender el porqué de aquel extraño encargo. Y sin estar seguro de haber obrado bien al aceptarlo se fue quedando dormido poco a poco así, arrodillado.
Esto lo sé porque el propio Aurelio, tiempo después de haber sido yo expulsado del pueblo, vino hasta mí confuso, arrepentido, a pedirme perdón por su pecado. Y así también pude enterarme de que al romper la luz del alba el sacristán despertó de pronto recordando la misión que le habían confiado.


Esa misma mañana me levanté muy temprano. Con el agua fresca de la bomba lavé mi cara, enjuagué mis manos y llené un jarro para prepararme un poco de café fuerte.
En tanto el fuego calentaba el líquido fui hasta una pequeña caja fuerte que yo mismo había empotrado en el muro de la sencilla casa.  Como lo hacía todas las mañanas, retiré el pequeño frasco de la tierra negra que dormitaba ahora sus descansos entre el dinero que sus poderes me producía. En poco más  de un año, su contenido había descendido apenas unos pocos milímetros, algo así como  la décima parte de lo que había en un comienzo. Iba aprendiendo poco a poco a calcular con mayor exactitud lo que debía dejar caer sobre los campos para obtener cultivos que pudiese cosechar sin más ayuda que mi tractor, mis zapas y mis manos.
El silbido de la caliente cafetera despertó a Tobías que, tambaleante, aún medio dormido, se llegó hasta mi lado. Bebí sin prisa la reconfortante taza, arrojé unas galletas al perro que se había echado ahora debajo de la mesa y salí al campo.
Era una típica mañana primaveral, en  mi segunda primavera como agricultor. Aunque temprano, el sol ya había despegado del horizonte y viajaba su habitual trayecto celestial.
Como lo hacía todas las mañanas, salvo en un par de feriados que mensualmente respetaba, comencé a caminar los surcos desgranando a cada paso minúsculas partículas del oscuro polvillo milagroso.
Recuerdo que pensaba hermosas cerezas ese día. Cerezas rojas de pulpa como néctar. Paso que daba, polvillo que caía. Paso que daba, cerezo que surgía.
Cumplí en no mucho tiempo la faena. El campo refulgía como un par de labios de morena temblando con la brisa. Ornado de cerezas era todo el contorno una roja poesía.
Retorné a mi vivienda satisfecho, sin haber notado que detrás de unos arbustos, junto al alambrado, un par de ojos absortos me seguían. Eran los ojos desmesuradamente abiertos de Aurelio, el sacristán-espía.

Como me confesara luego, se fue arrastrando hacia un bosquecillo cercano. Oculto allí quedó reponiéndose de la  impresión, temblando de miedo. Aguardó a que pasara el mediodía y me vio así cosechar tantas cerezas como cabían en la caja de mi camioneta. Sin perder detalle observó mi rutina de cerrar la casa y luego la tranquera, arrancar el vehículo y perderme camino al pueblo, al mercado, con mi carga de roja maravilla.

Regresó Aurelio a la iglesia a toda carrera de su destartalada bicicleta. Entró jadeando a la oficina del párroco y le contó con voz entrecortada lo que ese día sus ojos habían visto.
Temblaba, sollozaba, lloriqueaba, reía sin razón, estaba enloquecido.
- ¡Es Dios, Padre, se lo juro!
- ¡Aurelio! ¡No seas hereje!
- ¡Entonces es el Diablo, padrecito!
- ¿El Diablo? ¡Virgen Santa!

Enterado que estuvo el cura párroco, sin perder tiempo se sentó al teléfono. Uno a uno llamó a los integrantes de la algo así como “comisión investigadora”. Aurelio, el agente 007 de aquellas latitudes, había obtenido la evidencia. Molina era un demonio, un ser  terrible, capaz de sembrar sus campos sin semillas, hacer crecer sus plantas en instantes, cosechar horas después todo lo que quería. Molina era un peligro para las almas piadosas. Se hacía indispensable que a la brevedad posible fuese detenido por la policía y lo enviaran muy lejos, a una cárcel donde le tuvieran encerrado para siempre y no pudiese ya causar más daños a la feligresía.

El presidente de la Cámara se frotó las manos, satisfecho. Por fin volvería a ser el productor número uno de la zona y sus ganancias serían las que ahora percibía Molina. 
No estaba menos contento el tesorero, principal organizador de la campaña, para quien éste se convertía en un triunfo político.
Sólo el comisario pareció no estar convencido. Seguramente se resistía a creer en el testimonio de alguien como Aurelio. Si no resultaba cierto, ¿con qué cara miraría luego a sus superiores de la repartición después de haber encerrado por tener “poderes misteriosos” a uno de los más prósperos productores de la región y fuerte colaborador de la cooperadora policial, basado únicamente en la declaración de un pobre tonto?
Decidió no intervenir, y así lo comunicó a los demás integrantes de la comisión durante el transcurso del áspero debate que mantuvieron a las pocas horas. Fue acusado de cobarde, inepto, coimero y otros vituperios,  pero se mantuvo en sus trece. Él no iría, y mucho menos en función de comisario. Asimismo informaba a todos que no permitiría que sus agentes fueran a la chacra del acusado Molina.
Estaba muy avanzada la noche cuando  terminó la reunión. Finalmente se había decidido que por la mañana todos los miembros, Excepción hecha del policía, se constituirían en el bosquecillo cercano al alambrado para ser testigos de la herejía o como se llamara el poder sembrar sin semilla y cosechar en el día. Seguramente se acostaron tan ansiosos que no pudieron dormir el par de horas que restaban hasta el alba y la hora señalada.

Minutos después de salir el sol, presididos por el ya famoso y admirado Aurelio, se dirigieron en un par automóviles los honorables miembros de la algo así como “comisión investigadora” hacia el bosquecillo cercano a mi alambrado.
El de las cerezas había sido un día fructífero no sólo en rojas maravillas. Los intermediarios del mercado se disputaban los cajones y pagaban por ellos precios más que buenos. Volví a la chacra con bastante dinero y ganas de disfrutar un poco de la vida.
Dejé la mitad de los billetes en la caja fuerte empotrada en el muro, comprobé que el frasquito estuviera en ese lugar seguro, subí a la camioneta y mientras el sol se zambullía en el ocaso cotidiano partí hacia la Capital. 
Empalmé con la ruta principal quizá en el preciso momento en que el cura párroco se ocupaba de sus llamados telefónicos. 
Dos horas demoré en llegar al centro de la gran ciudad. Así se reunieron los grandes edificios, las marquesinas iluminadas y Juan Molina dispuesto a tirarse unos cuantos billetes.
Cada tanto me tomaba una de estas licencias. Tenía un recorrido fijo, que comenzaba en un bar de la Avenida con un par de ginebras como para entonarme. De allí, tras dejar mi camioneta en un  garaje por horas, caminaba cinco o seis cuadras hasta los teatros y cines más distinguidos. Elegía tranquilo alguna obra, una película o algún espectáculo de los que por esos tiempos me interesaban, siendo como aún era un ex pescador inculto.
Al salir ya casi a medianoche, buscaba mi vehículo y me dirigía sin prisa rumbo al bajo, las fondas del puerto y un cabaret de mala muerte. 
Comía sin apuro, disfrutando de ser atendido, de no tener que cocinarme ni lavar los platos. Saboreaba chupines y escuchaba la música selecta producida por una conversación en una mesa cercana. El resto de las noches mi única compañía eran la radio, la televisión o el rítmico respirar del perro que dormía.
Esas veladas especiales las terminaba tirado en una cama revuelta de hotel barato, junto a una mujer de maquillaje estropeado que ni recordaba haber conocido.
Esas eran mis fiestas. No me hacían feliz ni me entristecían demasiado. Eran la rutina que aprendiera en mis días de juventud, de colador de aguas vacías de peces. Todavía mis noches no se habían gastado en la Vía Appia o en alguna playa de Montecarlo.


Era un poco rico de bolsillo pero la pobreza continuaba invadiendo hasta los más recónditos rincones de mi cuerpo y de mi espíritu.
Así fue mi noche el día de las rojas cerezas. Por eso cuando los investigadores de la comisión con Aurelio a la cabeza llegaron hasta el bosquecito junto al alambrado debieron asombrarse de que transcurriera toda la mañana y Juan Molina no saliese a sembrar el campo vacío.
Me contó el sacristán-espía cuando años más tarde vino, como dije, a pedirme perdón, que cuando el sol estaba en su punto más alto comenzaron a mirarlo mal y a dudar de sus palabras. Discutieron entre ellos. El párroco intercedió por Aurelio pidiendo que le dieran una nueva oportunidad, quizá mañana… pero el resto de los honorables investigadores temía que todo hubiese sido una patraña. Pensaban en las burlas a las que el pueblo entero podía someterlos si regresaban con las manos vacías.
Justo en el momento en el que la discusión estaba en su punto más álgido pudo oírse el ruido del motor de mi camioneta acercándose. Se ocultaron lo mejor posible entre los árboles.

Llegué junto a la tranquera. Bajé del vehículo y apenas la abrí noté que Tobías, que siempre salía a mi encuentro, torcía su rumbo hacia el bosquecillo y una vez allí ladraba con insistencia.
Regresé a la camioneta y saqué de debajo del asiento la escopeta que solía acompañarme. Con andar sereno y decidido caminé hacia el grupo de árboles al tiempo que Tobías redoblaba sus ladridos.
De pronto apareció entre sus dientes un trapo negro que surgía de la pequeña espesura. Tironeaba gruñendo mientras yo me acercaba empuñando el arma con fuerza.

Cuando estaba yo quizá a cinco metros o un poco más cerca todavía, aparecieron a un tiempo las figuras temblorosas de quienes estaban escondidos en el bosquecillo. Todos excepto aquél a quien Tobías tenía apresado de sus ropas.
Se escuchó un ruido de tela que se rasga y el señor cura se unió a la concurrencia.

Me dieron todo tipo de razones para justificar su extraña presencia en el lugar, a cual más insólita. Finalmente, saludando cada uno  de ellos con increíbles reverencias, se alejaron casi a la carrera hacia los automóviles semiocultos tras una curva del camino.

Regresé a la camioneta. Llamé a Tobías, quien aún mantenía apretado entre sus dientes un trozo de sotana muy nueva, y entramos a la chacra.
Recostado sobre el lecho que esa noche no había albergado a su dueño comencé a pensar en lo sucedido. Relacioné fácilmente la visita misteriosa de aquel selecto grupo de destacados vecinos con el consejo que me diera mi amigo. Seguramente sólo sospecharían algo pues de haber tenido alguna certeza contra mí la hubieran esgrimido y ya estaría preso o muerto.
Decidí marcharme. Probablemente esa misma noche o a la mañana siguiente regresaran. Hice un paquete con mis ropas pues nunca había tenido una maleta. Abrí la caja fuerte. Tomé el dinero y el frasco con la tierra negra. Cargué ropas, perro, frasco y dinero sobre la camioneta y abandonando casa, tractor y tierras, me marché hacia otro pueblo donde nadie pudiera conocer las extrañas historias que se contaban sobre mí.

El periódico del pueblo que acababa de abandonar quizá para siempre, reflejó al día siguiente este histórico suceso. Su director  era, por supuesto, el propio tesorero de la Cámara, representante del Círculo en la Mesa Coordinadora, y todo eso. Cuando meses más tarde llegó a mis manos por una cuestión de azar, pude leer sus rumbosos titulares.
Importante victoria de las fuerzas vivas de nuestra población”.
Un delicado problema que afectaba la salud moral y la estabilidad económica del pueblo ha sido solucionado con justicia y valentía”.
Intervención de nuestro Director”.
Tendrá lugar esta tarde el solemne acto de exorcismo en los campos del ‘Fausto’ del pueblo”.
 “Aurelio, el sacristán héroe”.
Una fotografía no demasiado nítida de los honorables miembros de la  comisión investigadora – sin el comisario, por supuesto -, otra de Aurelio luciendo su “cara de nada”, y el ya habitual
Inmerecida  derrota de nuestro combinado de remo”.
Completaban la primera plana algunos antecedentes y detalles de los hechos, surgidos de la  creativa mente del señor Director del semanario. 

Pude leer en la mañana inmediata a mi partida un diario de la Capital que, en su página 14, señalaba:
 “Extraño suceso en un pueblo del interior. Un sujeto fue acusado de endemoniado y expulsado del pueblo por sus principales autoridades…”.
Mencionaba mi nombre y un par de poderes mágicos que se me atribuían, aunque el carecer de información oficial por no haber tomado intervención la policía quitaba verdadera repercusión al hecho.


Casi dos días viajé rumbo al oeste.  Los mismos días que duró el incendio que consumió mis posesiones y que, según el cura párroco, ayudó definitivamente a ahuyentar los malos espíritus, demonios o engendros semejantes.
Cambié la costa fangosa y el aire pestilente por una cordillera de ápices muy blancos y una brisa pura con olor a uvas verdes. 
Con algo del dinero que llevaba, bastante más que el suficiente, adquirí un campo no muy grande, herramientas de labranza y  algunos otros bienes. Reiniciaría el proceso nuevamente.  Estaba en un pueblo muy distante, con gente simple, gente diferente. Quizá en este lugar paradisíaco podría disfrutar mi buena suerte.

Septiembre terminaba, mas no la tierra negra, la que parecía que fuese a durarme para siempre. Sembraba, por supuesto, si era sembrar el echar el polvillo oscuro y pensar cuál sería el fruto de la naturaleza que podría recoger horas más tarde. Esta vez tenía otros cuidados. Aprendía los cultivos de la época, pensaba frutos menos suculentos, hortalizas grandes y también pequeñas. Espaciaba los viajes al mercado. Ganaba menos, pero con prudencia.
El tema en el lugar eran las vides. De vez en cuando yo pensaba uvas como un producto más de mis cosechas. Y estaba muy atento a los rumores. Tres años me llevó duplicar el patrimonio que en pocos meses había logrado en las afueras de mi pueblo.

Alguno que otro hacía comentarios:
- ¡Qué buena fortuna en la cosecha!
- Aunque llegó la época de la helada, la uva de Molina sigue viniendo como en primavera.
Pero ahora, cuando me enteraba de que por las esquinas se corrían bolas de ese cariz pensaba uvas algo chamuscadas, como si  hubiesen recibido el frío, mezcladas con las buenas. Y aunque esos días mermaban mis ingresos, acallaba los rumores y renacía la calma dentro de mi pecho.

Mi pecho, una vez lleno de angustias frente a la miseria, albergaba ahora un sentimiento muy diferente, algo así como un odio sordo a los tipos infames de mi propio pueblo y hasta una inquina por los Aurelios,  idiotas útiles de los  menos tontos.
Era una sensación incómoda que sin llegar a causarme dolor intenso me reaparecía de tanto en tanto haciéndome sentir molesto.

De no ser por el alud maldito sería aún  hoy un agricultor honesto, de muy buen pasar, dueño de vastos viñedos y tal vez de alguna bodega importante. De no ser por el alud maldito quizá mañana no estaría muerto.

El alud. Masa de fango que cayó del cielo llorando lágrimas pastosas por las laderas de piedra de la cordillera. Castigo de lodo que arrastró viviendas construidas con trabajos y sufrimientos de años. Barro  impiadoso que sumergió cosechas, hundiendo las estacas y sarmientos en una nauseabunda marea negra.
Arrasó con mis cultivos como arrasó con todos los del valle. Nadie obtendría en los meses sucesivos ni siquiera una uva en la comarca. Salvo que pudiese disponer de lo que disponía Juan Molina.

Durante los primeros tiempos pude contenerme. No sembraba del frasco milagroso por temor a delatar mis poderes, es decir, los de su contenido. Pero los días pasaban y las ansias por seguir multiplicando bienes iban creciendo dentro de mí. 
Cuando fui todo yo ambición, embriagado del anhelo del dinero que ya era parte de mí mismo como mis manos o mi perro, abrí la puerta de la casa con violencia y, acompañado por la tierra negra, salí a recorrer hileras.
Mientras los demás viticultores no lograban aún volver a erguir sus plantas sobre la greda seca, Juan Molina en apenas un día pudo obtener una magnífica cosecha. 

El Semanario “La Voz de los Viñedos” dio las noticias. Una información refería que en todos los establecimientos de la región continuarían al menos por un mes más las tareas de reconstrucción de hileras,  que las pérdidas fueron cuantiosas y que resultaría a los productores muy difícil lograr recuperarse.  Pero otra nota señalaba que el convecino Juan Molina había tenido el orgullo y la satisfacción de obtener la primera cosecha de uvas luego del desgraciado alud, con un producto de calidad inmejorable, seguramente utilizando algún procedimiento especial que los demás ignoraban. Y se convocaba a una urgente reunión de viticultores. 
Por la mañana dos delegados se presentaron en mi propiedad pidiendo una explicación con respecto a la poco común recuperación del área devastada de mis viñedos. Dijeron que, en el caso de existir algún tipo de procedimiento o sustancia que lo había permitido, era mi obligación moral y comunitaria el compartirlo con los demás. Me dieron un plazo de tres días para presentar un informe técnico satisfactorio junto con una descripción detallada de las operaciones realizadas.
Esta vez había caído por mi propia falta de cautela. No podía culpar a nadie.

Transcurridos los tres días, al no haberme presentado en la sede de la Cooperativa, los dos delegados regresaron a mi finca para pedirme explicaciones y hacerme entrega de una intimación oficial rubricada por un secretario del gobierno. Golpearon las manos, aguardaron unos minutos y al ver que nadie salía a recibirlos se introdujeron en la casa.
Desde una colina observé sus movimientos. Antes de que reaparecieran desde el interior de mi vivienda, subí a la camioneta, acaricié a Tobías y con mis ropas, dinero y lo de siempre tomé el rumbo del sur.


La ruta 40 era una serpiente. Se enroscaba alrededor de las montañas y se estiraba como un latigazo para atravesar algún pequeño arroyo, casi siempre el mismo una y otra vez. De trecho en trecho, aisladas casuchas  que no llegaban a conformar un pueblo interrumpían la soledad agobiante. Cada varios caseríos similares esparcidos por la precordillera se aparecía una ciudad pequeña, con una única calle asfaltada junto a la que bostezaban aburridas las bocas abiertas de  una comisaría, una intendencia y un correo.
Parecían desiertas. La calma provinciana era una anestesia contagiosa que invitaba a la pereza somnolienta bajo el sol caliente del verano.

Más de un día entero fatigué el camino, sin hacer noche en ninguno de los albergues que se me ofrecían. Recordaba mi estupidez  pasada, mi falta de prudencia, y maldecía.
Maldije a los tipos infames de mi pueblo, maldije a los productores de la Cooperativa, y por fin me maldije a mí mismo e hice justicia.
En uno de esos raptos de profunda ira  que me acometían comencé a vituperar al pobre perro echado en el piso de mi camioneta que aunque me miraba no me comprendía. Vi sus ojos tristes y asustados ante los gritos que mi enojo desmedido me hacía proferir como nunca él había sido testigo antes. Me pareció tonto, inútil.
Detuve la carrera, bajé la ventanilla y alzando el perro con furia desmedida lo arrojé a la vera del camino. Volví a subir el vidrio y sin mirar atrás seguí mi huída.
Ese acto de crueldad innecesaria fue un escape a mi angustia, una salida para la desesperación que me embargaba. Diez minutos más tarde estaba más calmado.
Nuevamente hice un alto en el camino, di la vuelta y regresé a buscar a quien era mi única compañía. Al llegar al lugar en el que creía haber arrojado el perro detuve la camioneta, bajé de ella, y caminando llamaba a cada instante: “¡Tobías! ¡Tobías!”
Quizá no fuera realmente ése el mismo lugar en el que abandoné mi perro. Tal vez Tobías, escondido tras algún arbusto, me observaba temblando sin responder a mis gritos. Mucho tiempo estuve dando vueltas por aquel paraje desolado, subiendo y bajando laderas, clamando desesperado. Creo que hasta lloré, cosa que hoy no sé si haría. Así rumbo al sur, hacia el tercer intento, perdí el único amigo que tenía.

Horas después de proseguir mi viaje, un valle fértil y amplio se abrió como un milagro ante mi vista. Manzanas y peras de exquisita apariencia recordaban las que con la todopoderosa tierra negra obtenía en  mis primeros tiempos. Un río muy azul desperezaba sus curvas líquidas por entre las colinas. Era un Edén. Me quedaría allí.
Busqué un erial no demasiado cercano a la ciudad que me pareció más tranquila. Me lo vendieron con el alivio de poder desprenderse de ese terreno rudo y áspero, donde los frutos nunca se darían sin tremendos esfuerzos y trabajos. Un lugar poco accesible, casi una fortaleza. 

Esta vez no debería escapar huyendo de  la gente, de sus envidias, de sus supersticiones, de sus habladurías. Esta vez podría cultivar tanto como quisiera, sin tener que limitar cosechas por temor a que descubrieran mi secreto. Era ya un hombre endurecido, dispuesto a enriquecerme como fuera. Sin los restos de antiguos escrúpulos, tendría las manzanas más rojas y las más jugosas peras. Sería yo alguien poderoso defendiendo sus pertenencias sin temor.

Apenas construí la casa que habitaría en ese valle, cargué un poco de ropa en la camioneta, tomé algo de dinero y partí raudamente hacia el este.
Hacia el este, hacia la costa del barro y de los camalotes, de la cabaña destrozada por la creciente, del árbol de las marcas y del oculto frasco de tierra destructora.
Tres días más tarde estaba de regreso junto al río azul que desperezaba sus curvas entre las colinas de perales y manzanos. Entonces comencé como alienado mi tarea.
En la costa de barro, camalotes, cabaña destrozada y árbol con marcas, la oscura boca de una fosa abierta denunciaba la ausencia del frasco de la tierra roja.

Recordando las pasadas experiencias, poco a poco repetí el proceso. Un primer año de cultivo cauto, aparentando un esfuerzo inusitado, bajando cada semana al pueblo para maldecir públicamente mi suerte desgraciada, mi falta de habilidad para elegir el terreno.
Junto al mostrador del almacén antiguo provocaba comentarios entre los que se sabían expertos. Con sorna mal disimulada en su voz me consolaban:
- ¡Pero, Molina, usted también…! ¡Meterse en ese yermo! Sin embargo, insistiendo, insistiendo, quizá el año que viene…
Se fueron convenciendo de que yo era un poco tonto, bastante seco, de gesto hosco y costumbres algo extrañas.
- Tipo raro, Molina, ¿cierto?
- ¿Vive solo? ¿No tiene ni siquiera un perro?
- ¿Para qué será ese muro tan alto que pasa construyendo en torno de su mala tierra?
El muro alto. Una pared de piedras y cemento rodeando el suelo rudo, áspero, que apenas daba frutos insulsos, casi secos. Lentamente se iba formando el anillo impenetrable, el alto muro de piedras y cemento.

Un día estuvo terminado. Era una fortaleza sobre la ladera, un lugar misterioso e imponente, como un castillo de los viejos tiempos de caballeros feudales en el medioevo.
- Este Molina enloqueció de pronto. ¿Pensará que es un rey de los de antes y que sus malas tierras son su reino?
Exactamente eso pensaba. Me preparaba sin ninguna prisa para el gran momento.

Fue justamente el día en que comenzaba un otoño malo, de fríos, lluvias y vientos, cuando eché una mirada al frasco de la tierra roja. Sonreí seguro de mis fuerzas invencibles. Luego tomé el recipiente de contenido negro y salí al erial, al campo yermo.
Ese año, el siguiente y el siguiente, mis terrenos se inundaron de manzanas carmesí. Y peras jugosas de tamaño increíble producidas en mi reino  recorrían el país entero sembrando la dulzura y el asombro.

Mi  riqueza crecía, mi capital iba en aumento. Por primera vez era la verdadera fortuna, mucho, mucho dinero. Pasó luego lo de siempre, pero esta  vez no tenía miedo. Las murmuraciones, la envidia, los temores ajenos y luego, la visita de la comisión de productores, primero con sus amenazas veladas y poco tiempo después con la agresión sin tapujos.
Hablaran o gritaran, procuraran convencerme o me acosaran con promesas de denuncias al gobierno, los atendía sin permitir que penetraran la segura defensa del muro de cemento. Nunca pudieron saber qué había del otro lado, ni cómo un terreno yermo se había convertido en asombrosamente productivo, capaz de brindar en cualquier época una riqueza frutal digna de un cuento mágico.


Eran dos los principales enemigos que mi fortuna increíble me creó en el pueblo. Raúl Otero, dueño de un criadero de pollos bastante importante que surtía todo el valle con aves y huevos, y Hermann Fenster, un alemán inmenso que poseía más tierras que todos los demás productores juntos. Eran quienes dictaban normas y regulaban precios.
Por supuesto, nunca su influencia pudo ejercer control sobre mis peras y mis manzanas, que embarcadas en mis propios camiones viajaban ya sin escalas a un puerto del este para ser cargadas en bodegas de barcos gigantescos, surcadores de mares azules.
Sabía que Otero me envidiaba, pero también que Fenster me odiaba profundamente. 

Una tarde de invierno inclemente, el alemán y Otero, seguidos por un par de cosecheros, algunos curiosos y el comisario  del pueblo, se presentaron junto al muro de cemento.
- ¡Molina! ¡Abra la puerta! – ordenó el policía.
- No quiero. – respondí desde el interior.
- ¡Molina! ¡Que es la autoridad! – insistió con más fuerza.
- ¡Qué autoridad ni qué ocho cuartos! Mis puertas se abren solamente cuando yo quiero. Hablen desde allí. – les dije en su mismo tono.
Se consultaron unos momentos. Finalmente tomó la  voz cantante el dueño del criadero.
- ¡Molina! Tenemos una orden para entrar a sus tierras. Queremos investigar cómo produce en este suelo malo. No tenga miedo. Nos explica y nos vamos. No tenga miedo.
Trataba de que sus palabras sonaran convincentes.
- ¿Miedo? ¿De quién? ¿De ustedes? No me haga reír, Otero. Váyanse de una vez. Vuélvanse al pueblo que ya estoy perdiendo la paciencia. Hace demasiado frío para estar afuera. Me vuelvo adentro. 
Con voz burlona procuraba exasperarlos.
- ¡Escuche, Molina! – intervino fuera de sí Fenster, el alemán inmenso. - ¿Quién cree usted que es? ¿El dueño de este pueblo?
No puede evitar una sonrisa.
- ¿Por qué? ¿Es usted acaso el dueño? ¡Váyanse de acá, todos! ¡Y usted también, gringo del infierno!
Adiviné que su rostro enrojecía ante  el insulto. Quizá iba a responderme pero proseguí, ya no hablando fuerte sino a los gritos.
- ¡Yo no hago mal a nadie! ¡Yo produzco mejores manzanas que las suyas en este asqueroso terreno que me vendió su amigo! ¿Por qué dejaron todos que aquél tipo me timara creyendo engañarme? ¡Yo no hago mal a nadie! ¡Pero cuidado, mucho cuidado conmigo!
El comisario debió llamarlo aparte, seguramente para convencerlo de que no había nada ilegal en lo que yo hacía. Si mi tierra producía mucho era cosa que estaba permitida. No iba a apoyar la autoridad algo sobre lo que no había leyes establecidas.
Fenster se quedó en silencio. Fue entonces que Otero gritó:
- ¡Molina! ¡Abra la puerta o la tiro abajo!
- ¡Mejor no se acerque! ¡Usted no sabe quién es Juan Molina! – lo amenacé.
- ¡Le digo que entro! – respondió sin amilanarse.
Me paré entonces en lo alto de la  pared de piedras y cemento. Como un nuevo Moisés ante el becerro de oro pronuncié con voz terrible las palabras malditas:
- ¡Otero! ¡Fenster! ¡Escuchen esto! ¡Si uno de ustedes se atreve a acercarse a la puerta, juro que lo reviento!
El alemán, el comisario, todos menos Otero dieron un paso atrás, algo asustados por el tono de mi áspera amenaza. Pero el dueño del criadero lanzó una carcajada en voz muy alta.
- ¡Qué susto, Molina! ¡Estoy temblando!  No sea infeliz. ¿Se cree que le tengo miedo?
Dio dos pasos adelante y se apoyó en la puerta.
- Hoy no entro porque no me da la gana. Le prometo que mañana vuelvo.
No respondí. Volvieron a agruparse y sin agregar nada emprendieron el regreso al pueblo.
En cuanto oscureció salí en la camioneta, con una idea jugando en mi cerebro y un pequeño frasco de rojo contenido apretado contra el pecho.

La noticia de la súbita muerte de la totalidad de los preciados pollos que Otero engordaba celosamente en su criadero corrió de boca en boca por el pueblo. Descubiertos los emplumados cadáveres casi al amanecer por el sereno del establecimiento, fue cosa de unos pocos minutos poner al tanto de la infausta noticia al irascible patrón. Ver su capital esparcido por el suelo de los galpones, amontonado cerca de bebederos y comederos, debe  haber sido un fortísimo impacto para él. Y relacionar lo sucedido con mi maldición terrible, un asunto de apenas instantes.
Luego supe que cerca de la media mañana Otero entraba como una tromba en el hospital del pueblo. Llevaba en una mano un pollo muerto y en la otra unas muestras de agua y de alimento. Sin llamar se introdujo a través de una de las puertas del laboratorio.
Treinta minutos después regresó a la sala principal para hacer varias llamadas telefónicas, reingresando luego al pequeño cuarto de microscopios, tubos y matraces aforados.
Casi a las doce se detuvo una pick-up muy amplia y moderna en la puerta del nosocomio. Con el rostro demudado, sin saludar siquiera a un practicante amigo que se cruzó en su camino, Hermann Fenster dio tres golpes en la puerta del laboratorio y se unió a quienes investigaban en su interior.
Una enfermera también me dijo luego que estuvieron allí dentro hasta la noche de ese mismo día. Rabia y preocupación podían leerse en las facciones de los dos poderosos de la zona cuando abandonaron su búsqueda infructuosa. Era tan minúscula la porción de tierra roja que yo había empleado que jamás podrían detectarla en un análisis.

Otero partió horas después hacia la capital de la provincia en su enorme automóvil importado. Al llegar allí, abordó una avioneta contratada que lo llevó a toda prisa hasta la capital del país. Llevaba en una bolsa plástica muy bien cerrada y refrigerada un par de frascos de boca ancha y el cadáver de otro de sus pollos. Retornó al pueblo dos días después.  Mal dormido, nervioso, con su fortuna disminuida en forma más que apreciable, maldecía su afán de economizar que le hizo suponer un gasto innecesario el asegurar sus aves.
Aunque el alemán inmenso trató de instigarlo a la venganza, no quiso Otero llegarse nuevamente hasta el muro de piedras y cemento. Estaba cansado, muy cansado. Quizá más adelante… Además, ¿habría sido Molina o algún virus? En los múltiples análisis los químicos no hallaron ningún veneno.
De mis dos principales enemigos, la tierra roja ya me había liberado de uno.

Fue a la mañana siguiente cuando Fenster y cinco de sus hombres más fornidos golpearon las puertas de mi fortaleza. Los seis venían armados.
Trepé a la pared y desde lo alto, mostrando apenas parte de mi rostro, le espeté:
- ¿No le dije que no apareciera por aquí? ¿Qué diablos quiere ahora?
- ¡Criminal desgraciado! Mañana no reirá más, se lo aseguro. Hice llamar a un amigo que está metido en el gobierno. Es amigo del ministro y con él lo hundiremos, Molina, verá que lo hundiremos.
- ¡No podrá contra mí, gringo del diablo! ¡Mejor desaparezca de este pueblo!
- ¿Cree usted que soy Otero? ¡Soy Hermann Fenster, nacido en Alemania y criado en medio de los bombardeos! Yo no tengo pollos que mueran echándoles un poco de veneno. ¿O piensa acaso envenenar mis campos y secar mis manzanos y mis peras? ¿Ve que no  puede? ¡Se acaba su tiempo, Molina! ¡Mañana haré las cosas a mi modo y aunque tenga que repartir plata a manos llenas a la noche estará preso, o mejor, muerto!
El alemán gritaba furioso, descontrolado como quizá nunca lo había estado. ¡Cómo iba a permitir que un tipo bruto, un rústico cualquiera, se burlara de él!
Ya iba a alejarse cuando, como si recordara algo, se acercó nuevamente al muro de piedra y cemento en cuyo tope seguía yo apenas asomado.
- ¡Y no crea que podrá dañar mis bienes incendiando mis árboles frutales! ¡Jamás podría hacerlo solo! ¡Además pondré todos mis hombres cerca de los alambrados! ¡Hasta mañana, Molina! ¡Dentro de veinticuatro horas, si aún respira, estará lamentando haber tratado de reírse de Hermann Fenster!
Subieron sus hombres a la pick-up amplia y moderna, se sentó el alemán junto al volante y partió el grupo hacia el pueblo casi a la carrera.

Dejé que transcurriera el día. No sentía ganas de realizar ningún tipo de tarea excepto consultar un mapa pequeño de la región. Podía verse el pueblo, la carretera, los cerros con sus nombres araucanos cuando tenían algún nombre, el río de aguas muy azules que serpenteaba entre las colinas y muchos  pequeños arroyos provenientes de diversos manantiales situados en lugares casi siempre ocultos.
Estudié la región con mucha calma, atentamente, hasta que al fin encontré lo que quería.
Esa noche salí en mi camioneta llevando en el bolsillo derecho de mi campera abierta el frasco con la tierra roja. Llegué a la ruta y doblé hacia el oeste, hacia el horizonte oculto tras la adivinada mole de la cordillera.
Después de haber viajado un trecho no demasiado largo, los  faros iluminaron un indicador que señalaba: “Estancia Frida – de H. Fenster – 3 Km.”. Un angosto camino polvoriento se abría a la derecha.
Haciendo caso omiso de lo sugerido por la flecha seguí rodando por la carretera. Diez minutos más tarde otro camino, tan angosto y polvoriento como el anterior, apareció partiendo en igual dirección. Una madera clavada en un poste mostraba unas letras pintadas con algo que parecía brea: “Cerro Negro”.
Giré el volante y comencé a recorrer un  tortuoso surco en la tierra estropeada. Ascendía al principio lentamente, luego de modo cada vez más notorio. Llegaba casi a la cumbre del cerro cuando las luces de mi camioneta iluminaron las aguas espumosas de un arroyo.
Me detuve a su lado y descendí del vehículo. Arrodillándome sobre la dura orilla, dejé caer en el pequeño torrente unos gránulos pequeños color sangre. Los recibieron las aguas de su seno, incorporándolos de modo irreversible a su loca carrera hacia los valles, a morir absorbidas por un terreno sediento no lejano. Era un pequeño arroyo de montaña que recorría apenas una franja de esa región paradisíaca, una nervadura líquida que atravesaba de extremo a extremo, dando vida a sus peras y manzanas, la poderosa y dilatada Estancia Frida.

El amanecer iluminó una inesperada escena. Junto a la tranquera abierta de unos campos terriblemente devastados en los  que parecía nunca haberse cultivado nada, atravesados de extremo a extremo por un fresco arroyo de montaña, yacía sin vida el cuerpo de Hermann Fenster con su rubia cabeza abierta por un escopetazo que él mismo se había disparado.
La tierra roja me había liberado de mis dos principales enemigos.


Desde ese día cultivé y coseché frutos perfectos, dominando poco a poco el mercado de toda la región. Pero por más que me esforzaba mis manos no eran capaces de recoger todas las doradas y rojas maravillas que ambicionaba. Había llegado al límite de lo que Juan Molina podía obtener de su propio trabajo.
Era miles de veces más rico que en los tiempos en que colaba las aguas vacías de pescados, pero los misterios de las tierras ocultas en  los pequeños frascos podían convertirme en alguien mucho, muchísimo más poderoso y envidiado. 

Cavilaba en eso cada noche al regresar a mi vivienda rústica ubicada en el centro exacto del campo cercado por el alto muro de piedra y de cemento. Me iba desesperando.
Mi mente de poca inteligencia percibía, presentía, que debía haber un modo de lograrlo. Pero rumiaba pensamientos sin encontrar  una salida, una forma menos trabajosa de enriquecimiento, una vía más simple para llegar a ser realmente un potentado.
La solución llegó imprevistamente acompañando el comienzo del verano.

El intendente del pueblo había accedido a  ese cargo por pertenecer a un partido  político llamado “Nacional”, ampliamente mayoritario no solamente allí sino en casi toda la provincia. Sólo existía una fuerza opositora formada por varios pequeños productores, dos o tres comerciantes y unos pocos vecinos. Se trataba de gente perjudicada por diversas ordenanzas municipales.
Una tarde calurosa de Diciembre se presentaron a las puertas de mi fortaleza los dirigentes más conspicuos de ese partido por esos tiempos irrelevante. Me comentaron que en el próximo Marzo debían realizarse nuevas elecciones y que habían pensado algo.
- Un productor tan rico e influyente como usted, el valiente que nos libró de las garras del alemán que nos tenía oprimidos y asustados…
El camino que yo buscaba. El modo fácil que no había hallado en mis cavilaciones angustiadas. El poder.

No acepté de inmediato. Quería obligarlos a insistir un poco. Finalmente, en Marzo aparecí postulado para el cargo de Intendente, ostentando la boleta electoral mi nombre en el lugar más destacado.
Después usé la poderosa tierra roja de  modos muy diversos que prefiero hoy no recordar y así ganó las elecciones el partido ya nunca más irrelevante. 
Juan Molina, ex pescador, ex agricultor, ex viñatero, actual productor de incomparables frutos, fue entonces el señor Intendente de esa región del valle.

Descubrí entonces la importancia del poder, del dominio sobre voluntades y conciencias. Las de algunos por  las ventajas que les significaba estar al servicio de un hombre rico, influyente no solamente en los medios locales sino aún en la capital de la Provincia. Las de otros por terror, por miedo a mis miradas torvas y amenazadoras, por las historias que corrían sobre mí después de la ruina de Otero y del suicidio de Fenster.
Desde mi puesto de privilegio político pude obtener enormes beneficios de operaciones comerciales en las que compraba y vendía como gobierno los productos y tierras de las que era dueño como ciudadano.
Porque desde el día en que di campos en arriendo aprendí que podía enriquecerme sin necesidad de ser yo mismo, como lo hacía antes, el que cosechara lo que con el polvillo negro iba obteniendo. Había encontrado algo mejor que esa tierra oscura, heredada ya hacía mucho tiempo de la esfera pulida y repulida, pasajera de camalotes, cuya memoria se iba perdiendo en el tiempo y el espacio.
El terror era el mejor de los abonos. Mis anteriores milagros matutinos no requerían esfuerzo de siembra o de cultivo, pero sí de cosecha sin ayuda. Con el poder, mi trabajo solamente consistía en recoger una parte de ganancias, producto del cansancio de otros  cuerpos y de lágrimas vertidas por otros ojos. Y en usar el polvillo carmín que, ahora no tan lentamente, iba disminuyendo dentro del pequeño frasco.


Mi influencia, en cambio, continuaba creciendo. Comencé a vincularme con otros niveles sociales y políticos, ingresando al gran mundo. Me llamaban todos “don Molina” por delante, y a mis espaldas “Mandinga”, “El buitre” y apelativos de esa especie.
En las elecciones siguientes el gobernador triunfante llegó a serlo gracias al rojo contenido del frasco misterioso, ayuda que compensó en efectivo y en ventajas. Aproveché la oportunidad para hacer ganar a otro el cargo de Intendente y transformarme en el hombre que, a partir de entonces, pondría y quitaría  gobernantes en esos pueblos del valle del río azul que serpenteaba entre los cerros.
Era ya influyente en las decisiones provinciales, dictando órdenes desde oficinas instaladas en modernos edificios, manipulando diputados a mi antojo.
Tiempo después, un golpe de Estado destituyó al presidente del país electo democráticamente apenas un año antes. De esa revolución fui factor fundamental mediante el uso de mi mágico poder, aunque su costo en partículas de polvillo rojo resultó muy elevado pues muchas vidas debieron ser segadas sin dejar huella alguna.
Era ya monarca de un extenso reino sin  fronteras, determinado solamente por los mercados a los que llegaba mi influencia económica. Mantenerlo era difícil y requería del uso permanente e inescrupuloso del contenido terrible del frasco de la muerte.

Del polvo negro que recibiera como un don  sobrenatural siendo el más mísero de los pescadores en la costa del río sin peces, quedaba aún casi la mitad, durmiendo largo sueño en el oscuro rincón de alguna de mis cajas fuertes. En cambio del polvo rojo había ya consumido casi todo.


A los cuarenta y tres años siento que se me va la vida, extinguiéndose por mi propia voluntad. Una vida que solamente sirvió para causar daño y dolor.
Pudo quizá haber sido muy diferente. Tuve en mis manos la felicidad del mundo pero no supe o no quise procurarla.
Escribo y el pulso no me tiembla demasiado aunque siento mi pecho destrozado por angustias y remordimientos. En mi mano izquierda aprieto fuertemente el pequeño frasco que sólo guarda en su interior unas pocas minúsculas partículas rojizas, casi nada.

Estoy solo, ahogado en mis recuerdos, perdido en la vastedad de un desierto cuyos oasis forman posesiones y dinero. Esos bienes hoy los dejo, a través de este testamento, “en pleno ejercicio de mis facultades mentales” indudablemente, a quienes trabajan mis tierras, levantan mis cosechas, conducen mis camiones, navegan mis barcos. Para que cada uno sea dueño y señor de lo que provenga de su esfuerzo, pero que ni él, ni sus hijos, ni los hijos de sus hijos puedan transformar en dinero lo que hoy heredan. Que la ambición no destruya sus almas rústicas y sencillas. Que no puedan convertirse en otro Juan Molina.

A quienes nunca estuvieron cerca de mí y apenas alcanzaron a conocer mi vida a través de fotografías e historias en notas periodísticas, o quizá solamente por leer estas líneas, dejo este pequeño frasco lleno a medias con la extraña tierra negra, y este relato.

Abandono la lapicera un instante sobre la mesa.

La retomo. Acabo de verter sobre mi piel cansada, sobre mi alma tan sola y destrozada por el remordimiento de una vida hueca, el último  resto de una tierra roja que junto con su negra compañera, viajando sobre un camalote hasta la or

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ADJUNTOS

(Se adjunta trascripción de página principal del Diario Informaciones del 26/1/1994)

*DEJÓ DE EXISTIR EN PARÍS EL MAGNATE SUDAMERICANO JUAN MOLINA.
Víctima de un mal  desconocido falleció en la capital francesa el magnate sudamericano, argentino según unas fuentes, chileno según otras, Juan Molina. Se informó que el famoso empresario, propietario de viñedos, bodegas, grandes extensiones de cultivos frutales, barcos de transporte intercontinentales y de otras industrias dejó escritos dos testamentos. El primero de ellos estaba depositado en la oficina de su abogado personal en tanto que el restante fue hallado junto al occiso e incautado por el juez interviniente, desconociéndose su contenido en razón del secreto del sumario.
Juan Molina comenzó a aparecer en el jet set internacional hace apenas seis años, siendo así el constructor de fortunas que más rápidamente alcanzó la suya. (Continúa en páginas interiores)

*EL MILLONARIO DESAPARECIDO POSEÍA MÚLTIPLES EMPRESAS.
Se dio a conocer en la administración central de Juan Molina S.A. la nómina de empresas que el grupo poseía o controlaba. Es una larga lista que incluye Aceitera del Río Paraná, Petro-química Wells S.A., TESA do Brazil, Aerovías Centroamericanas, Bodegas y Viñedos Molina S.A., etc.

*MOLINA NO TUVO NUNCA ESPOSA NI HIJOS.
Se informó que el fallecido empresario nunca llegó a casarse ni a tener  hijos conocidos. Se le atribuyeron algunos publicitados romances en los últimos tiempos con deslumbrantes  modelos pero nunca fueron confirmados oficialmente.

*LOS BIENES DE MOLINA.
Según expresiones vertidas en su círculo íntimo, se prevé que los bienes del industrial fallecido pasarán a poder de aquellos que están a cargo de su desarrollo. Esto convierte a los obreros y empleados de sus múltiples empresas en nuevos millonarios. 

*LOS RESTOS DEL INDUSTRIAL SERÁN SEPULTADOS EN PARÍS.

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A ti que piensas que carece de lógica el hecho de que Juan Molina  haya dejado como herencia una larga historia referida a una tierra negra y otra roja pero solamente un frasco:
¿Es que entonces no tendrás la libertad de escoger por ti mismo si usarás la destructiva o usarás la engendradora?
Medita bien, caro destinatario de tal vez el único acto de amor de Juan Molina. Verás entonces que, sin saberlo, ya traías en el fondo del morral donde transportas cosas importantes de la vida un par de recipientes similares cargando en su interior idéntico contenido.
Desde que naces te acompaña la esfera pulida y repulida: tu alma. Y una mañana, sin que tú puedas procurarlo antes ni evitar que suceda entonces, se fractura en dos mitades.
Así ese día tomas conciencia primera de que hay un bien y hay un mal, de que sobre ambos dispondrás de una cierta licencia y podrás decidir cuál prefieres utilizar.
Será después asunto de tu propia conciencia.
Así este testamento de la extraña vida de un hombre singular permitirá que conozcas otra experiencia.
Tienes este relato, tienes la tierra roja y tienes la tierra negra.
Ahora haz lo que prefieras.

Marcos Sisneski



FIN


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