¡SOY BOHEMIA ! ¿Y QUÉ?

Siempre me preguntan ¿que es ser Bohemio? les respondo : El Bohemio vive por vivir , se llena de angustia sin tener por qué, pero está alegre cuando otros no están.

El Bohemio vive su vida incansable de ideas ,algunas creativas y otras filosóficas, todas para hacer de su vida un paraíso. El Bohemio no teme, solo porque él vive su vida como quiere, ahora sin causarles daños a sus semejantes. Vive la vida con principios y hasta con responsibilidad pero hace lo que quiere cuando quiere. En la música encuentra pinturas, en las poesías encuentra música, y en las pinturas encuentra versos ...es así mientras que se bebe su copa y sin faltar un café en un bar escondido adonde solo se lee por la media luz y la atmósfera del tabaco. La noche es su tarima....ahi baila, canta, bebe, conversa y admira a otros como él. Se proclama el duende de la noche. Ve el mundo con otros ojos ...él ve colores en el cielo nublado, ve la melancolía en una rosa brillante en su esplendor.

Gracias a todos que entienden estas breves letras. ¡SÍIIIIIII!!!! ¡Soy una Bohemia !!! ¿y Qué?

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Otro Génesis posible



  
OTRO GÉNESIS POSIBLE
 De Daniel Aníbal Galatro

Creación: Ensenada - Septiembre/2006
Última revisión: Esquel – Octubre/2011
República Argentina



 Este es un relato de ficción. Todo lo que aquí se menciona o postula no es real. No existen los zetarreticulianos, ni esa estrella en la Constelación de Orión, ni mi sitio en Internet, ni la Biblia, ni Darwin, ni el Museo de Ciencias Naturales de South Kensington, ni siquiera Londres, ni, mucho menos, Inglaterra.
 Esta recomendación previene situaciones tales como las acontecidas a muchos otros escritores que han fusionado la realidad con la ficción, y luego se han visto sometidos a profundas y sesudas investigaciones de esa ficción desde un mundo supuestamente real.
 Decía Jorge Luis Borges que nunca hay que referirse a lugares que aún existen. Si se ambienta una situación en un escenario que nunca existió o que ya ha desaparecido, puede decirse de él lo que uno desee, ya que nadie podrá contrastar sus descripciones con el escenario real.
 Por otra parte, ¿quién puede marcar definidamente un límite entre la realidad y la ficción? El propio Borges creó la suya tan cuidadosamente que pudo luego irse a vivir en ella, dejando al resto de la Humanidad en el mundo real.
 Este relato está instalado en tiempo y espacio en esa zona borrosa, indefinida en sus tres, cuatro o más dimensiones, que se genera entre realidad y ficción. Una historia que pudo o no sucederme, buscando explicaciones a los orígenes y la evolución de seres como usted y como yo.
 Prevenido debidamente, y sabiendo el lector desde ya que no agregará ningún elemento preciso fundamental a su conocimiento de las ciencias sociales ni naturales, si aún está deseoso de compartir la búsqueda más importante de mi vida, sea bienvenido.

Daniel Aníbal Galatro
Esquel – Chubut – Argentina
Última revisión:
Octubre de 2011

Desde el año 2003, mi esposa Olga y yo tenemos un sitio en Internet. Abarca múltiples temas de nuestro interés, aunque resulta insuficiente, pues, en realidad, nos apasiona todo lo humano.
Frecuentemente recibimos e-mails desde muy variados lugares del mundo referidos a cada uno de los temas allí albergados. Nos llegó hace unos meses uno muy especial. Lo enviaba alguien que firmaba “Álvaro Fernández Ribas” y decía muy poco sobre su lugar de origen. En un castellano - persisto en llamar así al idioma “español” - muy particular, plagado de errores ortográficos, y contaminado con el nuevo lenguaje de Internet que reemplaza palabras por extrañas abreviaturas fónicas.
Trascripto a una escritura más normal, expresaba lo que sigue:

“Estimado Profesor: Estuve recorriendo su sitio en la red y me sorprendió que tratara temas tan diversos. Especialmente me disgustó que se expusiesen en igual forma asuntos no solamente dispares sino antagónicos. Por ejemplo, y esto lo deseo destacar pues me afectó notablemente, hablan allí del origen del hombre según la Biblia, del origen del hombre según los paleontólogos, del origen del hombre según los metafísicos, todo en un mismo nivel, sin opiniones favorables ni desfavorables para cada posición teórica.
Sería importante que usted mismo me explique por qué están así presentados y cuál es su posición personal.”

           Acostumbrado a recibir este tipo de críticas, le respondí:

“Estimado Álvaro: Nuestra política es mostrar todo el espectro de opiniones sobre cada tema pero no asumir la defensa de ninguna en particular. Creemos que eso, de alguna forma, es mostrar objetividad, aunque sé que no es aplicable en la práctica ese concepto teórico, y que, de una u otra forma, siempre somos inevitablemente subjetivos. Te invito a participar de este ámbito y expresar tus propias opiniones. Seguramente todos saldremos enriquecidos con ello.”

            Pasaron unos cuantos días antes de que nos llegara otro mail de este desconocido visitante de nuestro sitio. Ya casi lo había olvidado pues el tiempo lo había convertido en un correo más de un Álvaro más, de los que teníamos bastantes. Debí abrirlo y comenzar a leerlo para recordar a qué tema se referían sus cuestionamientos.
Esta vez aceptaba nuestra posición neutral de no expresión de opinión, convenía en participar del sitio de tanto en tanto, cuando lo creyera importante, y enviaba a modo de primera colaboración una pregunta:
“¿Qué sabe usted acerca de los zetarreticulianos”?
Inmediatamente le envié mi respuesta, que condensaba en forma clara, correcta, concisa y completa - como aconsejan deben ser las comunicaciones - todo mi conocimiento sobre ese tema: “Nada. Absolutamente nada.”
Su siguiente e-mail contenía un adjunto que tenía asegurado su destino en nuestro sitio. Lo firmaba él mismo, aunque seguramente había bebido de numerosas fuentes informativas.


El misterioso Álvaro, quien quizá ni siquiera se llamaba así, expresaba en su informe todo lo básico que cualquier ser normalmente inteligente debía saber acerca de los “zetarreticulianos”. Entre esos seres normalmente inteligentes, obviamente, no me encontraba yo, pero percibí en mi escribiente interlocutor más una cierta pena que un abierto desprecio por mi ignorancia. Quizá solamente lo intuí, pero creía ya entonces
firmemente que la intuición es una forma de conocimiento. Sin más, trascribo aquí su trabajo, esta vez escrito tan correctamente que supuse que alguien lo había ayudado a redactarlo.

 2

“Los seres extraterrestres y nosotros”
por Álvaro Fernández Ribas
 “Un contacto extraterrestre es la experiencia de entablar algún tipo de comunicación con seres de otros mundos evidentemente más avanzados que nosotros. Este contacto puede ser del Primero, Segundo, Tercero, Cuarto o Quinto Tipo, dependiendo de la intensidad, cercanía y grado de interacción con el testigo.”
Cualquier persona puede tener un contacto con extraterrestres, tanto si está preparada para que ocurra como si no. En realidad, los propios extraterrestres eligen a quienes serán sus contactados.
Existen testimonios de contactos entre extraterrestres y nosotros desde el principio de la Humanidad: patriarcas bíblicos, sacerdotes sumerios, escritores visionarios, y, mucho más habitualmente, personas comunes, cultas o ignorantes, con una preferencia evidente por aquellos limpios de mente y de corazón.
A veces los extraterrestres han hecho más que contactarnos, participando activamente de hechos de nuestra historia. Somos quizá para ellos algo más que un simple objeto de estudio.
Según algunos especialistas, los extraterrestres están cuidándonos para que no desaparezcamos por nuestra incapacidad, nuestra ambición desmedida, nuestros impulsos que a veces parecen irrefrenables.
Hay quienes creen firmemente en la existencia de esos extraterrestres pero también hay quienes la niegan. Depende de su amplitud de criterio, del grado de sus temores innatos o adquiridos, de su estructura síquica más o menos sólida.
También están aquellos que no dudan acerca de la factibilidad de la presencia de esos seres de otros mundos e incluso tienen evidencias fuertes de su realidad, pero que públicamente lo niegan por la posibilidad de ver afectada su posición social o laboral.
Los contactos pueden realizarse en muy variadas formas: por telepatía, psicografías, fenómenos extraños, etc.
Esos seres extraterrestres pueden llegar hasta nosotros desde los más variados y remotos confines del espacio. Adoptan diversos aspectos, utilizan diferentes medios para trasladarse, se comunican, como vimos, en las formas más simples o complejas.
Suelen presentarse con un aspecto humanoide, más o menos parecido al nuestro.
Quizá lo hacen para causar menos temor, para facilitar el contacto.
También es lógico pensar que son superiores a nosotros, no solamente en sus avances tecnológicos sino también en sus dotes espirituales y morales, pues no hay evidencias de que alguna vez hayan intentado dañarnos.
De todas las tipologías que han elaborado los considerados como expertos en el tema, voy a destacar una que me resulta fundamental, no solamente por la cantidad de veces que se han presentado sino por la calidad de sus contactos: los zetarreticulianos o tipo II.
Son de baja estatura, midiendo entre 0.90 y 1.20 metros, su cabeza con forma de triángulo invertido es relativamente grande, no tienen pelo, y sus ojos se aprecian también de gran tamaño, generalmente rasgados. Su nariz y su boca son pequeñas. Su piel puede verse gris, verdosa o blanca. Están vestidos con uniformes enterizos – a veces metálicos – con o sin capucha. Sus brazos son largos y tienen cuatro dedos en cada mano.
Los zetarreticulianos son los que imaginamos cuando hablamos de “marcianos”.
Hay miles de historias vinculadas con ellos, no solamente realizando contactos – lo que no parece interesarles como única actividad – sino también secuestros, teletransportaciones, etc.
Pese a la enorme cantidad de evidencias, la presencia de los zetarreticulianos entre nosotros parece estar protegida por humanos poderosos, quienes pueden manipular a su gusto y conveniencia la información de modo de que nuevos casos no exciten el interés del público por querer conocer más acerca de ellos.
Se ha creado una sólida cortina que los esconde, envolviéndolos en un halo de ficción que lleva a los humanos pragmáticos, o que se jactan de serlo, a negar toda realidad y a considerar como crédulos o tontos a quienes declaran –o apenas insinúan que los seres extraterrestres existen o podrían existir.
Hasta hemos capturado realmente sus naves (UFOs u OVNIs) en 1939 en Alemania, en 1946 en Noruega, y en muchas otras oportunidades.
¿Lo saben los gobernantes de nuestro mundo? Por supuesto que sí, y ellos mismos han tenido, quizá, contactos directos o indirectos con estos seres venidos desde muy lejos.
Entre los grupos extraterrestres que más frecuentemente han participado de esos contactos están los “zetarreticulianos”, llamados así por asegurar muchos investigadores que provienen de una estrella llamada “Zeta Retículi”.
Luego de años de estudiar estos seres en particular, sus apariciones a lo largo de toda la historia de la Humanidad, los contactos que han realizado, sus secuestros de hombres, mujeres y niños, las extracciones de sangre y de órganos que se han relatado, y una suma de fenómenos que nadie ha podido explicar prescindiendo de su presencia, me permito cerrar la nota planteando, con absoluta certeza de que no es más ni menos fundamentada que las otras existentes, mi teoría de que los zetarreticulianos han sido los principales responsables de la aparición de la vida en la Tierra y de la evolución de ella hasta la conformación de los homínidos (nuestra especie), y, más aún, del mantenimiento y cuidado de todo nuestro sistema viviente en procura de fines que puedo suponer pero no asegurar.”

            La nota enviada por Álvaro no decía, en realidad, nada nuevo, excepción hecha del término “zetarreticuliano”.
           Desde hace décadas he venido siguiendo el tema de los extraterrestres y sus supuestas o probadas apariciones. Muchos años atrás tuve oportunidad de verificar la realidad de sus huellas – eran miles y de hasta 12 metros de diámetro – en las sólidas cuchillas rocosas de Pueblo Achar, localidad vecina a Tacuarembó, casi en el centro de la República Oriental del Uruguay.
A partir de entonces, o quizá desde antes, no tengo duda de que algo hay, aunque nunca pude convencerme de cuál era su verdadera naturaleza. Mi formación me ha permitido aceptar todas las posibilidades, sin angustiarme ni preocuparme por cada una de ellas.
Por eso publiqué el adjunto de Álvaro con mi “bendición”, esperando que alguien reaccionara para confirmar o para negar. Por supuesto, una catarata de e-mails llegó en los días siguientes, pero no los respondí personalmente. Se los reenvié a Álvaro para que él hiciera lo que deseara con ellos.
La “inseminación por extraterrestres” como teoría de la aparición del hombre en nuestro planeta era ya un tema muy conocido y, me permito decirlo, algo gastado.
           Confrontándolo con la teoría de la evolución defendida por la ciencia, y la teoría de la creación respaldada por las religiones prevalentes, y teniendo siempre presente que “es más fácil creer una mentira creíble que una verdad increíble”, retorné a mi protección agnóstica que siempre me ha dado excelentes resultados: “estos temas exceden mi capacidad de comprensión, por tanto, son circunstancias, no problemas en mi vida”.
Asunto archivado, creía yo.


Pero mi agnosticismo fue reforzado por una situación posterior, muy cercana en el tiempo a esa publicación de la nota sobre los “zetarreticulianos” y demás seres extraños al mundo cotidiano de los sufrientes humanos.
Nunca supuse que sería, por ejemplo, un primer paso en mi camino hacia el famoso Puente Matemático del Queen’s College de Cambridge allá en la lejana y aún desconocida para mí Inglaterra, y hacia la tumba de Darwin en la Abadía de Westminster.

 3
Mi amigo Clemente es alguien a quien aprecio desde hace tiempo. Pese a que no tenemos contacto frecuente aunque compartimos un año de trabajo hace mucho, se tejió entre nosotros una relación que casi siempre se alimenta sólo de un saludo al pasar o un par de palabras intercambiadas al coincidir en algún lugar.
Pero no fue así esta vez. Visitaba yo a otro estimado amigo que se encontraba atravesando una delicada situación de salud cuando encuentro allí, sentado a su mesa, a Clemente. No sabíamos, ni él ni yo, que ese amigo enfermo lo era de ambos. Y ese encuentro confirmó, como dije, mi agnosticimo: creía que el asunto del origen y evolución del hombre, por un tiempo no me ocuparían, pero lo que yo creía no tenía mayor importancia pues Clemente reavivó la cuestión.
¿Casualidad? Si existe, quizá lo fue. Pero me dio la impresión de que me estaba esperando como si lo hubiera planificado previamente con mucho cuidado.
Conversamos sobre un par de temas diversos pero ambos fuimos derivando la densa corriente de nuestras palabras hacia la cuestión de la vida espiritual del hombre. Densa corriente, dije, y siempre con Clemente es así. Tanto él como yo nos enfervorizamos y lanzamos una idea tras otra como si quisiésemos expresar algo verdaderamente trascendente. Para nosotros lo es, por supuesto, y quizá eso justifique que hasta nos superpongamos en forma tal que, para quien nos observe como lo estaba haciendo nuestro común amigo enfermo en esos momentos, daría toda la impresión de que formábamos una especie de dúo.
Ese día me habló de que tenía algo para mí. Algo que yo iba a disfrutar y aprovechar mucho. Un libro muy especial que trataba acerca de todo eso.

- No tengo ninguna copia aquí en este momento, – me señaló. – pero voy a dejar uno en tu casa. Tiene un precio de venta porque así se decidió. Es muy bajo, pero sirve para que quien lo recibe lo valorice un poco más antes de leerlo y no lo acepte solamente por ser gratuito. A vos te lo voy a regalar.

Acepté. Luego nos dedicamos a conversar con nuestro amigo, a quien habíamos ido a visitar y acompañar en su enfermedad pero que durante un largo rato quedó como un simple espectador del agitado y entusiasta ping-pong, contemplando desde la ribera el paso de esa densa corriente de nuestras palabras.


Clemente se retiró de la casa una hora antes de que yo lo hiciera. Por eso, al regresar a mi hogar, el libro ya estaba allí. Olga, asombrada porque no conocía al portador, me dijo que al principio la había asustado un poco su aspecto misterioso, pero cuando él le dijo que me conocía y que acabábamos de estar juntos en lo de nuestro común amigo, se tranquilizó y recibió el blanco volumen.
Un hecho que algún desprevenido podía haber considerado “casual”. Quizá no hubiese estado demasiado equivocado si se refería a esa casualidad que el diccionario define como “la combinación de circunstancias que no se pueden prever ni evitar”. Desde ese punto de vista, todo es casual en nuestra existencia, al menos en relación a nuestras posibilidades. No podemos prever ni evitar nada de lo que nos sucede. Para ese Dios en el que tantos creen firmemente, y solamente para Él, nada es “casual”. Él puede preverlo todo y evitar lo que desee que sea evitado. Está implícito en la misma definición de “Dios”. O, para los que se consideran ateos, es el Destino el que dispone, “un encadenamiento de los sucesos considerado como necesario y fatal”, también según definición de diccionario.
En las más de doscientas páginas del libro el autor planteaba, de alguna manera, toda la temática básica de las preocupaciones del alma humana: las creencias, los
comportamientos, los estímulos y las respuestas. Para cada una de esas cuestiones tenía una explicación, una recomendación, un ejemplo. Aseguraba que ese conocimiento provenía de mensajes, numerosos mensajes que él había ido recibiendo de alguien que se encontraba en un plano muy superior y que, las más de las veces, firmaba como “Sananda”, quien no era otro que el propio Jesucristo.
En ese momento Olga y yo leímos con interés cada punto. El libro nos atrapó por estar escrito en forma suficientemente clara. Por supuesto, no compartíamos con el autor todo lo que él planteaba. Mi esposa me expresaba sus no pocas objeciones a algunos conceptos y yo callaba las mías, que eran también numerosas. Pero hubo ideas que nos llamaron la atención, y que justificaron plenamente el tiempo que dedicamos a leerlo.
Ahora, mientras repaso las anotaciones y marcas que realicé entonces en las mismas páginas del libro y en algunos papeles sueltos que luego dejé colocados entre ellas, decidí transcribir solamente aquí las que demostraron en el transcurso de mi aventura, aún no comenzada entonces, que serían plenamente relevantes, sin incluir siquiera todas ellas sino apenas algunas pocas que servirán para transmitir aspectos esenciales del contenido del material que, porque debió alguien decidirlo y ordenárselo, me hizo llegar mi amigo Clemente.

“Desde siglos remotos, el hombre habla de que en un tiempo no hubo nada, pero la nada nunca existió, porque todo existe a partir de Dios, y Dios ES”.
“Este Dios gobierna y rige todo el conjunto de cosas que componen el Universo, porque Universo significa eso, conjunto de cosas existentes”.
“Una vez que Dios genera la energía vital comienza el desarrollo de la vida sobre el planeta Tierra a través de los reinos mineral, vegetal y animal”.
“Dios fue dando dones o sentidos para que cada reino genere su proceso evolutivo por medio de las energías que recibe”.
“Dios fue criando y alimentando por medio de las fuentes de vida estos tres reinos inferiores hermanos nuestros, que fueron desarrollando un camino de evolución por la acción lógica del tiempo y en armonía a través de los ángeles del reino de los cielos, dado que no poseían en ese momento libre albedrío”.
“Una vez que el animal llegó a la contextura física del gorila, Dios reunió a los ángeles del reino de los cielos y les dijo: el cuerpo físico del gorila es el que más energía recibe dada su contextura, por lo tanto he decidido darle a este animal el don del razonamiento y el espíritu de guía”.
“Tomó pues Dios una pareja de gorilas y les dio un espíritu de guía, quedando hecho el hombre viviente, porque este ser ya tenía vida pero no razonamiento, que se logra por medio del espíritu”.

Y cuando reproduce el versículo 2 del capítulo sexto del Génesis que habla de que ‘los hijos de Dios vieron la hermosura de las hijas de los hombres, y tomaron de entre todas ellas por mujeres las que más les agradaron’, explica:

“Estos hijos de los hombres eran los gorilas sin razonamiento, y los hijos de Dios eran los gorilas descendientes de Adán y Eva con razonamiento”.


Cosas así ayudan a despertar cualquier espíritu entredormido para poner en su mente ideas que abren ventanas nuevas hacia inquietudes antiguas y permanentes. También hablaba el autor acerca de Darwin y su teoría, algo que se iría convirtiendo en uno de los núcleos principales, si no el principal, de esta historia apenas iniciada.

“Darwin explica en una de sus obras que el ser humano a través de la evolución de las especies desciende del mono, o más bien del gorila. El estudio que realizó durante esos cinco años – los que estuvo a bordo del “Beagle” – le dio el conocimiento de una teoría eslabonada de las especies. Él fue analizando los eslabones de ésta, la cual a través de una evolución en años fue llegando hasta el hombre de las cavernas, pero también explica que entre el hombre y el gorila existe un eslabón que nunca encontró, que sería el eslabón perdido o el Yety. Todo esto es en sí una teoría en la que, lamentablemente, la parte que le faltó a Darwin es la parte que puso Dios. Porque todo está científicamente bien, pero va a estar perfecta si a esta parte científica le agregamos la parte espiritual. Es probable que todo haya sido como dice Darwin hasta el gorila pero no así la parte del ser humano, porque éste viene a través de Dios por medio del don del razonamiento”.

Esto hubiese sido suficiente para incentivarme a investigar algo más acerca del hombre y de las formas posibles en que hubiese podido aparecer sobre la Tierra. Además, en el libro se mencionaban menos obviamente seres superiores preexistentes, mensajes telepáticos, psicografías, viajes astrales. Era un ensayo sincrético no demasiado prolijo pero sí ambicioso que podía haber surgido quizá de la mente de un europeo de los años sesenta o de la de un estadounidense de los setenta, alguien que hubiera accedido en esos tiempos al torrente de la apertura de la Nueva Era. Pero el autor era tan argentino como yo. Había recorrido y seguía recorriendo el país para difundir sus ideas, identificándose con los lugares donde residió, tan disímiles entre sí como la roja tierra misionera en el norte más boreal y la precordillera que rodeaba la Comarca Andina en un sur bastante austral.

Su obra llegó hasta mí a través de Clemente del mismo modo en el que Álvaro me puso en conocimiento de los zetarreticulianos. Algo debería hacer con todo eso. Alguien estaba estimulándome desde algún lugar, como dando golpecitos en el vidrio de una ventanita de mi mente. Decidí abrirla para no quedarme, como otras veces, con la decepcionante sensación de “qué hubiera pasado si…”


4
Para alguien que, como diría Antonio Machado, está “en la segunda inocencia”, la que da en no creer en nada, todo este tema de las teorías que intentan explicar el origen del hombre no debería causar ningún escozor. Sin embargo en mi caso no fue así.
Y fue más que un escozor. Tal vez porque sentía desde tiempo atrás que, al llegar a la tercera edad, entraba en el último movimiento de la sinfonía de mi vida, una vida de intentar mucho y lograr poco. Investigando este asunto, en este momento preciso, podía dar a esa sinfonía hasta ahora poco relevante, un final a toda orquesta.
¿Por dónde comenzar?
Un “crescendo” se inicia bien abajo, por ejemplo cerca de casa, en la iglesia más próxima. Pero preferí hacer unos kilómetros y buscar al Padre Carlos, con quien había tenido un contacto casual años atrás pero que me había impresionado por sus conocimientos y su profundidad en temas de la fe católica. Iba a tener así una opinión, parcial aunque fundamentada.
No fue fácil contactar con él. Finalmente logré concertar una cita que no tuvo lugar en la parroquia en la que habitualmente vivía y actuaba sino en plena Plaza Moreno de La Plata, a pocos metros la imponente catedral.
En mis tiempos de cineasta aficionado hubiese elegido exactamente ese escenario para un encuentro así por el tema a tratar, por el Padre Carlos y por los misterios ocultos que dicen que encierra esa plaza. Punto culminante de toda una urbe que parece diseñada por el demonio, con avenidas cada seis cuadras proponiendo el número de la bestia del Apocalipsis, estatuas poco santas custodiando el centro de la plaza y de la ciudad, todo un mundo que, no desde el vudú como en New Orleáns sino desde la masonería del fundador, se había acumulado a partir de los finales del siglo XIX.
La Plaza Moreno es un sitio de real interés en La Plata. Sus cuatro hectáreas permitieron alternar esas estatuas con fuentes, amplios senderos, añosos árboles, juegos para niños, en fin, un caleidoscopio que reúne con frecuencia cientos de visitantes y miles de transeúntes que la cruzan en todos sus sentidos. No solamente la Catedral, desde su posición en el oeste, crea un marco más que digno; otros edificios públicos importantes vigilan desde su lado este, y numerosos edificios de departamentos completan el recuadro al norte y al sur.


En un lugar cerrado, oscuro y esotérico como la nave de un templo, una oficina parroquial o algo similar, nuestra conversación quizá se hubiera visto teñida por un matiz teológico y el Padre Carlos habría sentido la necesidad de limitarse a lo que su formación católica lo obligaba. Pero en un ambiente abierto, amplio, pleno de vida como la Plaza Moreno, las almas suelen desplegarse, expandirse, iluminarse de tal modo que hasta el Padre Carlos sentiría seguramente que podía ser él mismo y decir cosas que jamás diría en otra circunstancia y, especialmente, en otro lugar. Al menos, eso esperaba yo que ocurriera.

Las campanas de la Catedral habían marcado la diez, hora fijada para el encuentro, de esa luminosa mañana de sábado. Yo estaba allí desde hacía casi media hora, preparando mis preguntas en una página cualquiera de la pequeña agenda alargada que me había obsequiado mi suegra algunos cumpleaños atrás. Sentado en un banco de cemento, observado con atención solamente por una fría estatua representando una mujer virginal que no era ni cercanamente la Virgen María, trataba de aguzar mi ingenio y aplicar mi práctica como entrevistador para hacer pocas preguntas, claras, que produjeran del Padre Carlos respuestas que pudieran serme valiosas.
No encontraba esas preguntas brillantes. Así que anoté un par de ideas, preparé mi pequeña grabadora y me puse de pie para recorrer con la mirada la amplia plaza intentando ver la figura de un sacerdote que, de hallarse cerca, también estaría procurando identificarme como aquél cuya fotografía había visto antes en nuestro sitio de Internet.


Ya eran las diez y diez. Ningún sacerdote a la vista, al menos enfundado en negra sotana, o con algún traje oscuro y cuellito blanco identificatorio. Entre los pocos que en ese momento circulaban por los caminos de la Plaza solamente llamó mi atención un hombre mayor que caminaba lentamente hacia el punto central, hacia la losa bajo la cual se encuentra la piedra fundamental de la ciudad. Vestido con prendas deportivas y calzado con zapatillas daba toda la imagen de un señor de bastante edad que acostumbrara realizar pequeños ejercicios matinales en ese lugar.
Echó un vistazo a su alrededor y al divisarme vino directamente hacia mí.

- ¿El Padre Carlos? – le pregunté poco convencido.
- Así es –respondió con voz suave.

Nos dimos la mano y, luego de acomodar mis cosas en el centro del banco, nos sentamos. Le recordé nuestro anterior contacto y algunas cosas por él expresadas entonces que me habían impresionado. Dijo tener bien presente ese encuentro, afortunadamente para mí en estas circunstancias. Me reprochó sonriendo que nunca hubiera respondido a la invitación que me realizara de visitar su iglesia.

- Y ahora… Daniel, ¿de qué se trata? – me interrogó mirándome a los ojos.

Me sentí algo turbado, hasta un poco tonto. Tenía que justificar ese milagro: el Padre Carlos, el famoso Padre Carlos, había llegado hasta la Plaza Moreno un sábado a las diez de la mañana para encontrarse con alguien casi desconocido que quería saber algunas cosas.
Decidí ir al tema sin dar rodeos.


- Padre…
- Decime solamente Carlos. Te va a resultar más sencillo – me dijo, ayudándome a hacer todo más simple.
- Carlos… el asunto es que desde hace algunos años mis alumnos me consultan acerca del conflicto que les provoca el encuentro de su formación religiosa con la información científica que reciben en su escuela o su universidad acerca del origen del universo, de la vida, del hombre…
- ¿Son católicos? – se interesó.
- No solamente católicos. Los hay evangélicos, judíos, en fin, de todas las religiones. Me dicen con cierta angustia que sienten como si tuvieran que optar por una determinada posición. Que las ideas científicas los atraen pero que les parece que estarían traicionando a sus padres, a su iglesia, a su tradición si se dejaran llevar por ellas.
- Y vos, ¿qué les respondés? – me planteó, sin dejar de mirarme a los ojos.
- En realidad yo tengo las mismas dudas desde siempre, pero no me angustio. Creo que son temas que superan mis posibilidades de comprensión…
- …y por tanto, no son un problema para vos. ¿Así que, agnóstico?
- Creo que sí… agnóstico. Aunque ni en eso me atrevo a creer.

El Padre Carlos me sonrió comprensivamente.

- ¿Sabés qué te pasa? – me explicó. – No sos realmente un agnóstico. Más probablemente sos un inseguro que busca la comodidad de no tener que optar por ninguna idea en particular y se refugia en una posición que titula “agnosticismo” pero que está muy lejos de serlo.
- Es cobardía, ¿verdad? – le pregunté mientras me sentía como un niño al que descubren haciendo una travesura.
- Es la duda. La duda no es cobardía ni valentía. Es una posición ante la vida. Porque seguramente en otras cosas también funcionás así. Aunque en esas otras cosas no podés esconderte tras un rótulo de “agnóstico”.
- Probablemente, Carlos. – reflexioné un momento. - Seguramente.
- Bueno… ¿Daniel era tu nombre? – interrogó para cerciorarse mientras entrecerraba sus ojos.
- Todavía lo es. Como el profeta. – repondí algo incómodo.
- No te sientas mal. Todos pasamos por eso. ¡Si te contara mis propias dudas…! Pero no vinimos a hablar acerca de vos, ¿cierto?

Me sentí aliviado al cambiar de tema. Carlos me había dicho lo que muchas veces pensé de mí. Sabía que siempre había explotado mi habilidad de transformar en preguntas o explicaciones ingeniosas las respuestas que no me animaba a dar. Y casi siempre había salido bien de esas situaciones. Pero ahora, con Carlos, esa habilidad no me iba a servir de nada.

- No. Vinimos… vine… a hablar del Génesis. Con usted, que sabe mucho más que yo. Eso, si le parece bien.
- No sé mucho más que vos. Pero algunas cosas creo saber. Las suficientes como para no basarme en mis propios conocimientos sino en la fe que me lleva a confiar plenamente en eso que está escrito en la Biblia.
- ¿Puedo encender la grabadora? – pregunté casi con timidez.
- Por supuesto. No diré nada inconveniente, al menos no es mi intención. Pero no creas que mis palabras serán tan importantes. Lo que yo considero verdaderamente importante es la fuente de donde las tomé, una fuente que también está a tu alcance.

Encendí el pequeño aparatito, me aseguré de que funcionara correctamente, y sostuvimos una conversación extensa. Carlos comenzó hablando lentamente pero con verdadero interés.

- Hice muchas investigaciones acerca de este tema. También yo estuve al principio preocupado por el asunto, especialmente en mis tiempos de seminarista. Algo llamó mi atención: encontré que el primer dios de la mitología egipcia que decían ellos que llegó a la Tierra se llamaba Atum, el todo, y que su primera esposa, la diosa Tefnut, también surgió de su costilla.
- Como Adán y Eva.- acoté, aunque luego sentí que había interrumpido para señalar una obviedad.
- Así es. El nombre hebreo de Adán significa "hombre rojo.”. Pero cuando Moisés menciona el asunto de la creación de Eva a partir de la costilla de Adán llama a este con otro nombre que significa algo así como “todo”. Luego Adán conoce a Eva, es decir, tiene relaciones con ella, y se convierten en los padres de Caín y Abel.
- ¿Esos son también “hijos de Dios”? – pregunté, intuyendo saber la respuesta que me daría. Esta vez estuve en lo cierto.
- Dios, tal como lo establece el Génesis de Moisés, creó al primer humano a su imagen y semejanza. Hijo de Dios y similar a Él. Y también lo fueron Eva, sus hijos, los hijos de sus hijos, y así hasta llegar a vos y a mí. Y, por supuesto, lo serán los que vengan después, hasta el final de los siglos.
- Pero un hijo de Dios, Caín, hecho a imagen y semejanza de Dios, pudo matar a su hermano menor Abel, hijo de Dios, hecho a imagen y semejanza de Dios. Me parece que ese primer asesinato fue horrible y que no es más que una metáfora de la lucha entre un ganadero como Abel y un agricultor como Caín. – dije convencido.
- Veo que algo has leído – acotó Carlos con una sonrisa. – Finalmente va a resultar que no sos tan agnóstico como pretendés ser. Si lo fueses, no te atreverías a calificar el hecho. Simplemente te hubieses limitado a mencionarlo.
- ¿Aparece el asunto de Caín y Abel en alguna otra cultura antigua? – pregunté realmente interesado en el rumbo que había tomado esta conversación.
- En los hititas. Hay un dios Anu que cumple el papel de Caín, y un Alal que ocupa el lugar de Abel. Y también Anu, como Caín, recibe una lesión en su pene. – añadió Carlos asumiendo que yo conocía la Biblia en profundidad. Pero no era así. Ese detalle me sorprendió.
- Nunca había oído ni leído eso. ¿Está en la Biblia? – pregunté algo asombrado.
- En alguna de sus versiones, Caín mismo lo menciona en Génesis 4:13 cuando dice a Jehová “grande es mi castigo para ser soportado”. Pero eso depende de las interpretaciones. Además fue desterrado, así que sufrió bastante por el crimen que cometió.
- Nunca hubiera relacionado ese versículo con un daño sexual. Pero también dice la Biblia que Jehová protegió a Caín para que no lo mataran.
- Le puso una señal. Según los judíos era un casco con cuernos que lo identificaba como un rey-dios. Eso haría que no lo atacasen. – expresó Carlos, siempre hablando con calma y mostrándose preparado para brindarme una larga explicación.

En el preciso momento en el que las campanas de la Catedral sonaban las diez y media, hice la pregunta que creía fundamental.

- ¿Que no lo atacasen, quiénes? ¿Que no lo matara quién?
- Calma, calma. No te pongas ansioso. Esa cuestión es la que preocupa a muchos desde hace largo tiempo. Si solamente estaban Adán, Eva y Caín, pues Abel había muerto asesinado,… ¿había otros seres humanos que podían castigar o atacar a Caín? Y veo la siguiente pregunta en tus ojos ansiosos: ¿con qué mujer tuvo luego Caín sus hijos? Por supuesto, luego de curar la lastimadura de su pene.

Carlos estaba totalmente en lo cierto. Esa iba a ser inevitablemente mi próxima pregunta. Pero Carlos continuó su explicación con su voz calma, pausada, convincente. Era, por cierto, un verdadero profesional en esto de explicar la Biblia a ignorantes, dubitativos, o “agnósticos” como yo pretendía ser.

- Caín era, como mencionaste, un agricultor. Abel era pastor. En tiempos de Moisés, cuando los nómades fueron reemplazados por los sedentarios, era mucho mejor visto un agricultor que un pastor. Quizá eso movió a Moisés a proponer que el agricultor mató al pastor. Aunque yo me veo obligado a creer que eso fue le inspirado por Dios, porque no dudo de que el propio Jehová dictó la Biblia a quienes la escribieron.

Estábamos entrando en temas que estimaba poder consultar en la Biblia sin necesidad de la intervención de Carlos para darme una primera explicación. Muchos otros suficientemente expertos podrían aclararme según sus conocimientos las cosas que no pudiera yo comprender solo. Preferí dirigir mis preguntas hacia otros aspectos seguramente mucho más lejanos de mi alcance limitado, y más cercanos a su vasto saber.

- En el Génesis, y en muchas otras partes de la Biblia, se ubica a la mujer por debajo del hombre – planteé aún sin haber conocido, como ocurrió después, la historia de Lilith.
- En la mitología griega ocurre lo contrario. La Madre Tierra es una diosa, Gaia. Ella fue la madre de Urano, y con él concibió los primeros dioses. Esto pasa en el mito olímpico y en forma parecida en el mito pelasgo. Pero tanto en el mito pelasgo como en la Biblia aparece la mujer como victoriosa en la lucha contra el mal, en ambos casos representado por una serpiente.

Entonces encontré el momento preciso para insertar una de las ideas que arrastraba desde muchos años atrás. Me daba vueltas en la cabeza desde el principio de la conversación con Carlos. En realidad desde antes, desde que supe que iba a encontrarme con él.

- ¿Por qué alguien inteligente como usted considera un mito la explicación de los griegos, la de los mayas, la de los incas, la de los sumerios,… y considera una verdad revelada la explicación de la Biblia?

La expresión de Carlos cambió. Frunciendo el ceño logró transformar el clima tibio y agradable de la Plaza Moreno en un ambiente algo más tenso y menos confortable. Hasta creí sentir más duro el duro banco de cemento que un momento atrás no me molestaba.
Apretó los labios, entrecerró los ojos, pensó unos momentos y luego, retornando a su calma y a su imagen de paz habituales, dijo:

- Daniel, debo reconocerlo. Tu pregunta ha sido típica de un agnóstico. Algo así como un agnóstico de barrio, pero agnóstico al fin. Entonces permitime preguntarte ¿por qué quisiste hablar conmigo de estos temas si ya sabías que llegaríamos a ese punto? ¿Pensaste que crearías en mí algunas dudas sobre mis convicciones tradicionales?
- No, Carlos, para nada – me disculpé. – Es que no podía dejar pasar esa pregunta cuando usted muestra un conocimiento tan amplio. Realmente supongo que algo lo ha llevado a creer que la Biblia es la voz de Dios, la única verdad revelada.
- Eso se llama fe. Es una sensación que ha ido creciendo dentro de mí a lo largo de los años, más de setenta, para inundar todos y cada uno de los rincones de mi ser, en lo físico y en lo espiritual. He apostado mi vida a esa fe. Tanto creo haber hallado la verdad que he dedicado cincuenta años o más de mi existencia a difundirla.
- ¿Es su forma de sacrificio personal? – pregunté casi aplastado por el peso de esa explicación tan poderosa.
- No es un sacrificio. Para nada. Considero que la fe es una gracia, un regalo de Dios, que me ha permitido transitar la vida apoyado en una seguridad que me liberó de angustias, de dudas, de pesares.
- Pero, ¿no cree que de haber nacido en un hogar judío hubiese ocurrido lo mismo con su fe judía y que hoy sería quizá un rabino absolutamente convencido de que Jesucristo no es el hijo de Dios? ¿O que, de nacer musulmán, estaría defendiendo ardorosamente el Corán y los preceptos de Mahoma? Si la vida lo hubiese puesto en un ambiente de cualquier otra religión o creencia, ¿no sería hoy un luchador permanente por la aplicación y la divulgación de esas ideas? – le solté apasionadamente, elevando mi voz con la seguridad de estar poniendo en la conversación un elemento verdaderamente fundamental.

Carlos me miró algo sorprendido, primero con seriedad y luego retornando a su sonrisa apacible habitual.

- Quizá sí. Quizá no. Pero Dios me puso en el hogar en que debía estar, para aprender lo que debía aprender, para desarrollar precisamente esta fe cristiana, católica. Tanto que siendo apenas un jovencito decidí ingresar a un Seminario y convertirme en el cura que ves aquí, difundiendo mi fe como Dios quiso que lo hiciera. Explicándote lo que vos querés saber a partir de mi punto de vista particular, sometido voluntariamente a las órdenes de mi Santa Madre Iglesia, siguiendo las indicaciones del Papa como representante de Dios en la Tierra, y de sus obispos, y todo eso que vos ya conocés por tu formación católica.

Al terminar su discurso, Carlos parecía mucho más tranquilo, si era posible, que lo tranquilo que antes se veía.

- ¿Cómo sabe que tengo una formación católica? – le pregunté asombrado.
- Porque recurriste a un cura para consultarlo sobre el tema,… porque no te sentís mal cerca de la Catedral- sonrió abiertamente – y porque recordé que cuando nos encontramos hace unos años me dijiste que habías estudiado con los maristas y hasta habías ganado un par de medallas de religión. No sé por que vino a mi mente eso justamente ahora pero así fue. Quizá Dios quiso que lo recordara.

- Entonces no podemos discutir la fe. – agregué algo desesperanzado.
- La fe no se discute. La fe se ejerce. – sentenció.
- Así nacen las guerras religiosas… – aventuré, totalmente sumido por esos días en la guerra en el Oriente Medio que enfrentaba una vez más musulmanes, judíos y cristianos.
- No. Las guerras no son consecuencia de la fe sino de los fanatismos religiosos. Tengo fe suficiente como para dar mi vida por ella, pero no aniquilando a los que no creen lo que yo creo sino procurando mostrarles este camino, el que elegí, para que ellos puedan optar por acompañarme, si lo desean. Los fanáticos de cualquier religión, incluso de la mía, son utilizados por los poderosos que solamente tienen fe en sí mismos para obtener resultados que principalmente o únicamente los benefician a ellos. En todas las religiones, la fe es fuente de paz.
- ¿Y mi agnosticismo? – formulé como pregunta final.
- Tu agnosticismo no es demasiado peligroso. Es una posición personal, individual, relativamente confortable que no causa daño a los demás. Aunque puede convertirse en riesgosamente permisivo ante las barbaridades que otros cometen. Como nadie lucha contra los agnósticos ni los agnósticos luchan contra nadie, pueden tolerar y hasta comprender que los otros se maten entre sí.

Observé mi pequeña grabadora. Con mi entusiasmo por la conversación, hacía varios minutos se había consumido la cinta sin que lo notase. Mucho de lo que acabo de referir lo tomé de las anotaciones que hice luego de que el Padre Carlos, tras abrazarme fuertemente y bendecirme, se fuera alejando por el sendero principal de la Plaza Moreno rumbo a la Catedral.

Eran casi las once de la mañana y el día no me parecía tan maravilloso. Estaba extenuado por los últimos minutos de nuestra conversación. Miré el rostro de la estatua que seguía observándome desde su frialdad de piedra y de metal. Parecía decirme que mi búsqueda era inútil, que nunca encontraría verdades sino muros de fe. Y en un muro de fe, uno puede estar a un lado o a otro, tener fe o no tenerla, pero no puede caminar por lo alto del muro pretendiendo equidistar de ambos lados. El tope del muro de la fe es rígido pero angosto, tan angosto que simula un filo sobre el que nadie puede intentar transitar.

5
Después de la conversación con el Padre Carlos, en la que había depositado tantas expectativas, sentía que había avanzado poco, casi nada. El muro de la fe se había erguido entre él y mis preguntas. Todo iba a estar en la Biblia, y la Biblia estaba siempre cerca de mí, como también lo estaban muchos otros libros: las publicaciones de los Testigos de Jehová, el Libro del Mormón, reflexiones de Krisnamurti... Debía intentar caminos diferentes.
Siempre estuve muy vinculado con los médicos, pese a que en su gran mayoría no me simpatizan demasiado ni yo a ellos. Salvo unos cuantos que la vida puso en mi ruta con los que realmente establecí una relación de amistad o, en otros casos, de algo muy semejante.
Siempre esta diferenciación nació de mi admiración por sus conocimientos, por su personalidad o por su capacidad ética.

Mi reunión con el Padre Carlos no había resuelto el tema que planteamos en un momento, luego arrastrado por las aguas de nuestra discusión acerca de la fe. Discusión desigual entre alguien que tenía fundamentos para él inamovibles sobre la existencia de su sólida fe y otro, en este caso yo, que no podía fundamentar demasiado su carencia de fe, por no estar siquiera convencido de no tenerla.
Había quedado el temita pendiente: cómo se concretó que Caín tuviese descendencia. Leí el Génesis, y varias interpretaciones sobre él realizadas por escritores provenientes de muchas religiones, sectas y centros de estudio. O Caín había tenido relaciones son sus hermanas o, lo que suena bastante terrible, con su propia madre. ¡Horror para un genetista!

Los genes. Pensé que era una buena oportunidad para consultar a alguno que supiese realmente sobre eso. Me comuniqué con Federico, un amigo ginecólogo que atiende en una de las Clínicas cercanas a casa, y que se encuentra en el reducido grupo de médicos que yo admiro. Por supuesto, no es especialista en Genética, pero supuse que debía conocer varios realmente expertos. Así resultó ser.
Uno de ellos había sido su profesor en un curso de postgrado dictado tiempo atrás en Buenos Aires. Lo llamó por teléfono y concertó una entrevista para mí en su consultorio, casi frente al Obelisco, el martes siguiente a las 18 horas. Su nombre era Fridman, Doctor Saúl Fridman, una verdadera eminencia en la especialidad.

- ¿Es judío? – pregunté, temiendo que todo terminara otra vez en una discusión relativa a la fe.
- Creo que sí, pero no sé si practicante. – me indicó Federico. – Además, si lo es, te va a resultar interesante enfrentarte a alguien que navega los dos mares.
- ¿Qué mares? – me asombré.
- La ciencia y la religión, que para muchos son antagónicas. Aunque hay una tendencia en estos días a considerarlas con puntos de contacto suficientes como para que sus diferencias no sean insalvables.
- Fridman sería, entonces, uno de esos puntos de contacto. – propuse.
- Si se da que es un científico y, al mismo tiempo, un judío creyente. – completó, planteando las premisas necesarias y suficientes que harían verdadera mi proposición.

Una cita en Buenos Aires me significaba salir de casa no menos de dos horas antes, tomar un ómnibus que me llevase hasta La Plata, y allí otro hasta el lugar de la reunión. Pero creía que valdría la pena. Al menos para obtener un par de gotas más para la botella de datos que pretendía llenar.

A las cinco y media de la tarde descendí justo frente al Obelisco. Era temprano aún para presentarme en el consultorio de Fridman, situado a pocos metros del lugar, en el séptimo piso de un edificio enorme.
Decidí esperar que se hiciese la hora convenida tomando un café con crema en uno de los bares de las cercanías. Aproximándome a una mesita colocada en la vereda me senté junto a ella. Hice mi pedido que prontamente fue cumplido por uno de los mozos. Un café con crema y un par de medialunas dulces.
Pensaba qué preguntarle al genetista. Quizá cuando le planteara el tema de Caín y su posible esposa me miraría como a un loco, echándome de su consultorio sin contemplaciones. Si hubiese ido a consultarlo por algún problema genético más o menos habitual todo sería más fácil, pero hablarle acerca de Caín y sus inconvenientes reproductivos sonaba gracioso, ridículo, irrespetuoso.
¿Cómo presentarme y cómo plantearle el motivo de la entrevista? Me arrepentí de haberle pedido a Federico que me vinculara con un experto, una eminencia, un sabio, para gastar su tiempo en una idiotez.
Saqué la agenda que me regalara mi suegra pero no supe qué pregunta posible anotar allí. El ruido ensordecedor del intenso tránsito permitió disimular los insultos que recité cuando descubrí que había olvidado la grabadora sobre mi escritorio, allá lejos, a kilómetros de donde estaba. Tampoco tenía dinero suficiente para comprar otra en algún comercio cercano. Tendría que utilizar una vez más mi memoria.


Diez minutos antes de las seis llamé al mozo para pagar lo consumido. Se acercó, me sonrió, recibió el dinero, agradeció la propina y, agachándose para hablarme casi al oído, dijo:

- Un hombre bajito, algo extraño, me pidió que le aconsejara que deje las cosas como están.
- ¿Qué hombre bajito? – pregunté asombrado.
- Uno medio raro. Me indicó que se lo dijera justamente cuando estuviera por irse.
- ¿Dónde está el tipo ese? – lo interrogué, ahora preocupado.
- Se fue hace unos minutos. Nunca lo había visto antes pero no me pareció mal transmitirle su consejo, especialmente porque me dio cinco pesos por hacerlo.
- ¿Cómo le dijo? – quise saber.
- Solamente eso. Que deje las cosas como están.
- ¿Y era un tipo raro? ¿Raro cómo?
- Si creyera en esas cosas, diría que era un marciano.
- ¿Un marciano?
- Sí. Petisito, de piel medio oscura, con una especie de sombrero de esos que hace años nadie usa, ojos grandes…

Mi consciente había captado el mensaje. Sabía de dónde podía provenir el hombre o lo que fuera. Ya comprendía qué cosas debía dejar como estaban. Cartón lleno. Tiempo de hacer caso al consejo, cruzar la Nueve de Julio y tomar el ómnibus de regreso a casa. Le di las gracias al mozo, guardé mi agenda, me puse de pie y me acerqué a la esquina.

Mi reloj indicaba que eran casi las seis de la tarde. El Doctor Fridman estaría esperándome. Federico se iba a enojar mucho si lo hacía quedar mal con su profesor. De todos modos, ¿cuál iba a ser mi explicación para no entrevistarlo? ¿Que un ser extraterrestre proveniente de la estrella Zeta retículi me había aconsejado que dejara las cosas como estaban? ¿Y que por eso había desistido de la entrevista? Ambos me recomendarían no consultar a un genetista sino a un siquiatra, y de los mejores.
En fin. Ya estaba allí. Eran las seis en punto de la tarde, y el consultorio de Fridman se hallaba demasiado cercano. Trataría justificar la entrevista, la haría muy breve, daría las gracias y, entonces sí, volvería a casa.

En el hall del amplio edificio, un indicador identificaba a quienes ocupaban cada departamento. “Dr. Fridman Saúl, genetista, 7º C”. Durante el viaje en ascensor traté de tranquilizarme. No era un tema tan grave, procuraba autoconvencerme. Lo del hombre pequeño o lo que fuera, había sido solamente una casualidad. Quizá el mozo había equivocado el destinatario del mensaje. Me miré al espejo, acomodé mi corbata y una vez más en mi vida salí al encuentro de lo desconocido.
El timbre del departamento C hizo sonar en el interior un agradable “din-don”. Oí unos pasos acercarse y la puerta se abrió. Me recibió una jovencita con chaqueta blanca y anteojos.
- ¿El doctor Fridman? – pregunté.
- A esta hora ya no atiende pacientes. Tiene que regresar mañana o, a lo sumo, puedo reservarle un turno para otro día. – respondió profesionalmente.
- No. No soy un paciente. Teníamos una cita personal a las 18. – le expliqué.
- ¿Su nombre? – quiso saber.
- No importa. No me conoce. Dígale que soy el que envió Federico, su alumno de La Plata.
- Espere un momento. – me indicó mientras cerraba la puerta. Muy poco después regresó, abrió y con un gesto me invitó a entrar.
- Discúlpeme. No lo tenía en la agenda. Dice el doctor que lo aguarde un minuto.

Le agradecí y algo inquieto me senté en uno de los sillones. Recorrí con la mirada el living destinado a sala de espera. Sencillo pero elegantemente decorado, con un par de reproducciones de obras famosas. Traté de no pensar en el zetarreticuliano ni en su mensaje. Ya estaba dentro del consultorio. Ahora el verdadero problema era Fridman, qué le iba a preguntar, cómo se lo iba a preguntar y qué pasaría después. Tanto si obtenía de él alguna información como si no, todo terminaría aquí. A pesar de Álvaro, a pesar de Clemente, a pesar de mi instinto de curiosidad causante de situaciones muy complicadas a lo largo de toda mi vida. Había decidido que esta vez no lo sería.

Recordé una vez más, allá por la década del 70, cuando participaba de un grupo investigador de fenómenos “anormales”, tema de moda entonces. Y el viaje hasta Tacuarembó para verificar huellas de extraterrestres. Tenía treinta y pico de años, ganas de comprobar personalmente lo que aparecía por todas partes, de desmentir a Fabio Zerpa, a Antonio Las Heras, a los que nos querían hacer creer que los OVNIs existían. Pero volví más convencido que antes de que todo era posible en nuestro universo, “inquieto universo” según Max Born.
Por esos tiempos alguien me conectó con una psicógrafa, sujeto femenino de un fenómeno llamado “escritura automática”. Parecía haber ella establecido contacto con el comandante de una nave espacial que, según decía, sobrevolaba la región. Le hice solicitarme una cita con él. Según la psicógrafa, el comandante respondió aceptando e indicándome que estuviese un determinado día, a las 10 de la noche, en un
preciso lugar. Entonces podría verlo personalmente.
El sitio elegido era sobre uno de los caminos que unen Ensenada con La Plata, más exactamente en el conocido como “Camino Rivadavia”, en el punto en el que se encuentra un transformador eléctrico de alta tensión. De allí parte una línea que alimenta la planta industrial de una empresa entonces llamada “Propulsora Siderúrgica” y hoy “Siderar”.
Era una oportunidad maravillosa. Tenía yo automóvil por esos tiempos y el lugar no estaba a más de tres o cuatro kilómetros de mi casa.
            Pero no concurrí.

¿Por qué? Todos me preguntan lo mismo desde aquel día. ¿Por qué no me presenté a la cita? El Padre Carlos diría “porque sos un agnóstico de barrio”, quizá su forma de llamarme “cobarde”. Si veía lo que supuestamente quería ver ya no podría seguir siendo ese “agnóstico de barrio”. Después de ese contacto vendrían otras cosas, quién sabe cuáles, y yo sentía miedo de vivirlas.
Falté a la cita con el comandante de la nave. Ese hecho quedó como una mancha en mi expediente de investigador. Podía haber escrito una página importante de la historia moderna, al menos de la ovnilogía, pero no lo hice.

¿Qué me hizo no ir? Quizá lo mismo que varias décadas después evitó que me escapara de Buenos Aires para no concurrir a la cita con el doctor Fridman. Lo que me condujo a estar allí sentado, esperando… ¿Lo que llaman “Destino”?

Se abrió la puerta del consultorio y apareció Sigmund Freud. No era Freud, pero sí alguien bastante parecido a las imágenes que uno conoce del padre del sicoanálisis. Hubiera preferido que fuera Freud o algún otro sicólogo o siquiatra. Entonces le contaría libremente acerca de los zetarreticulianos, del Edipo de Caín con Eva y de sus celos hacia el padre Adán, de la afición del primer asesino de la historia por violar a sus hermanas una tras otra a medida que iban llegando a la pubertad.
Freud o quien fuese me hubiera escuchado, respondiéndome con preguntas tales como “¿A usted le parece un hecho grave tener relaciones con su madre?” o “Si usted hubiese tenido hermanas, ¿las hubiese respetado?” o “¿No cree usted que todo este problema que tiene con los extraterrestres deriva realmente de su incapacidad para afrontar lo desconocido?”. En suma, un arsenal de preguntas tales como las que formulan los sicólogos y siquiatras para ganarse la vida. Un par de pastillitas para calmar mi angustia, una cita para la semana próxima, y así durante algunos años. Si mis síntomas se aplacaban, mérito del profesional. Si no resultaba así, culpa mía.

Entonces Freud, perdón, el doctor Saúl Fridman, me invitó a pasar al consultorio. Relativamente pequeño, paredes recubiertas con diplomas, un escritorio importante sobre el cual se apilaban papeles y carpetas, nada especial. Salvo una reproducción de esa pintura en la que Adán estira su mano…
Fridman lucía como un hombre calmo, de rostro pacífico y barba notable. Como esperaba yo en un científico eminente, anteojos de marco grueso con cristales de muchas dioptrías. “Cara de saber mucho”. Me inspiró la confianza suficiente para, luego de sentarnos uno a cada lado del escritorio, iniciar la conversación.

- Doctor Fridman. Ante todo, muchas gracias por recibirme.
- Su amigo Federico, mi ex alumno Federico, es una excelente persona y un excelente profesional. Pese a que no nos vemos con frecuencia, siento por él un afecto especial y una admiración por sus notables trabajos en ginecología. Si él recomienda que conversemos acerca de algo, creo que debemos hacerlo.
- Doctor, – dije más tranquilo – el asunto que me trae es algo extraño. Estoy realizando una investigación y pienso escribir una novela acerca de ella.

Lo de escribir una novela se me ocurrió en ese momento. Supongo que surgió como pantalla para protegerme en caso de decir demasiadas tonterías. No podía decirle que escribiría un informe científico, algo serio y académico. Una novela aguanta casi cualquier cosa. Lo más insólito cabe en ella sin que nadie sospeche de la cordura de su autor. Es más, cuanto más insólita sea la novela, más creativo será considerado quien la escribió. Y de creativo a loco hay una diferencia, ¿verdad?

- Me apasionan las novelas. En realidad, soy un lector empedernido de todos los géneros. ¿Usted ya ha publicado alguna? – se interesó por saber.
- No – dije sin falsear la verdad. – Esta será mi primera y quizá única novela.
- ¿De qué trata? – prosiguió averiguando el doctor.
- Del origen del hombre en la tierra, de Adán, Eva y su descendencia… en realidad, la novela cuenta la historia de alguien que está investigando eso y…
- ¿Ya la lleva avanzada? – me interrumpió.
- No. Estoy en los comienzos, revisando el Génesis, relatos de otras religiones, de otras culturas… ¿Es usted creyente, doctor?
- Lo era, y quizá vuelva a serlo. En estos momentos, soy un mal judío desde el punto de vista religioso. Hace años que no me acerco a la sinagoga, no respeto el Sabath como debiera. Mi padre, un buen rabino, me hubiese recriminado mucho si lo tuviésemos aún con nosotros. Y mi madre, como siempre lo hacía, hubiera clamado al cielo  preguntándose qué hizo ella tan mal como para que su hijo se alejara de la fe. Pero es así. Hoy estoy en un punto fuera del círculo, aunque creo que poco a poco voy retornando a él. Quizá porque me voy haciendo viejo y con eso, como suelen decir, me voy haciendo un poco más sabio.
- Mi problema concreto – remarqué – es la descendencia de Caín. Con quién tuvo sus relaciones sexuales para que nacieran sus muchos hijos. Y cuál es el motivo de que hoy las relaciones entre familiares cercanos estén prohibidas por cuestiones no solamente morales sino también médicas.
- ¿Sabe… - comenzó a preguntar Fridman con una mirada que me pareció sumamente interesada en el asunto.
- Daniel. Daniel es mi nombre. Como el profeta. – le hice notar.
- Daniel es un nombre judío. ¿Es usted de la colectividad?
- No, doctor. Provengo de una familia cristiana, católica, y recibí educación en un colegio católico. Pero también estoy alejado de mi Iglesia original desde hace años, quizá, como usted, regresando poco a poco, o buscando a través de intentar escribir esta novela encontrar mi lugar espiritual.
- Entonces, ¿la novela es sobre usted y su búsqueda? – aventuró el doctor.
- Posiblemente. Es una forma. ¿No dicen que los caminos de Dios son infinitos? – respondí sonriendo.
- ¿Sabe, Daniel? - recomenzó Fridman – Hace años, cuando ingresé a la Facultad, me hice miles de preguntas acerca de lo que mis padres, especialmente mi padre, me habían dicho acerca de Dios, del origen del universo, del origen de la vida, del origen del hombre, de la historia de nuestro pueblo que decimos es el elegido de Jehová. Así que permítame contarle un par de cosas, conclusiones a las que llegué luego de combinar mi formación judía con mi formación profesional.

Saqué mi agenda para tomar algunos apuntes.

- Espere, Daniel. Le presto mi grabadora para que no se distraiga tratando de anotar. Luego le obsequiaré la cinta y así podremos conversar más tranquilos.

Abriendo uno de los cajones del escritorio tomó un aparato similar al mío y me lo alcanzó. Cuando tuve todo listo le hice una seña para que comenzara a hablar.

- Para los hebreos, el varón y la hembra originales no son creados al mismo tiempo. Adán es producido antes que Eva, lo que lo hace más importante. Además Eva es creada tomando una costilla de Adán, lo quela coloca en posición de sometida. Pero esta situación fue, en definitiva,beneficiosa para la humanidad. Decimos los genetistas que todo ser tiene un sistema inmunológico que depende de sus antepasados. Adán no tenía antepasados, pero, gracias a lo de la costilla, Eva tiene como antepasado cercano al propio Adán. Como ahora se sabe gracias a los mapas genéticos, la clonación y todo eso que suena tan moderno, Jehová hizo a Eva como clon de Adán, recibiendo una estructura genética que la haría a ella y haría a sus descendientes más aptos para sobrevivir.

Estaba yo escuchando con suma atención al doctor Fridman. Cada cosa que él decía incrementaba mi asombro. Si Eva no hubiese sido producida desde Adán, quizá la raza humana hubiese fracasado. Agradecí no haber huido para evitar esta entrevista. El sabio que tenía delante de mí estaba logrando abrirme los ojos, cosa que realmente ocurría a nivel físico con cada una de sus palabras, pero también estaba proveyendo a mi conocimiento de elementos que nunca hubiera supuesto posibles.

- Respondiendo a su pregunta inicial, Daniel – prosiguió Fridman – una vez presentes Adán y Eva en el escenario del mundo, ése que la Biblia muestra como “el paraíso”, Caín, primer hijo y sobreviviente, es expulsado por su crimen. Pero la Biblia lo lleva por otras tierras, al Este de ese paraíso, a un lugar llamado Nod. O quizá “Nod”, que significa “errante”, sea una denominación aplicable a Caín yendo de un lugar a otro.  
-Entonces Caín no pudo engendrar hijos de su madre pues estaba lejos, ni de sus hermanas que nacieron mucho después – expresé deduciendo de sus palabras.
- Quizá no. Probablemente no. En la Biblia dice que Caín conoció a su mujer, la cual concibió y dio a luz un hijo al que llamaron Enoc, edificó una ciudad a la que puso ese mismo nombre, etcétera, etcétera.
- Tiempo después, - agregué - Eva tuvo un tercer hijo con Adán, según la Biblia, y le puso de nombre Set, algo así como “sustituto” porque vino a reemplazar a Abel, el que había sido asesinado.
- Eso dice la Biblia que conocemos. Eso creí yo a pie juntillas desde mi más tierna infancia hasta que un día se me ocurrió dudarlo. Y sigo dudando, aunque cada vez menos, porque la ciencia no me da mejores explicaciones sobre el asunto.

Quise sacar de ese tema a Fridman porque veía en su rostro algo como una profunda tristeza, una especie de decepción que me hizo recordar la que se repetía en las caras de mis alumnos cuando se enfrentaban a ese mismo problema, esa divergencia profunda entre la ciencia que estudian y la religión que profesan.

- Volvamos a la genética, por favor, doctor – propuse. - ¿Hay más que deba saber?
- Por supuesto. No demasiado, pero creo que le resultará interesante. Alguien realizó un estudio, digamos “retrospectivo”, sobre el tema de los cromosomas. Usted sabe, seguramente, que el hombre tiene dos variedades de cromosomas sexuales, el X y el Y, mientras que la mujer tiene dos copias de un mismo tipo, el X. Para que se forme un varón, en la división celular inicial tiene que quedar un X y un Y. Hay muchas variedades de combinación pero estas dos son las más importantes: XX, para una mujer y XY para un hombre. Investigando estos cromosomas como término de un proceso evolutivo, que no tiene por qué estar relacionado con la teoría que se atribuye a Darwin, se ha concluido que el primer Y y el primer X deben tener una antigüedad de unos cincuenta mil años.
- ¿De dónde sacan eso? – pregunté a Fridman, percibiendo al mismo tiempo que repetía una conocida frase típica de un ex presidente del país.
- De las investigaciones actuales – respondió el doctor. – Pero esas investigaciones tienen, como usted sabe, un valor relativo. Son espectaculares para primeras planas de los periódicos pero a veces no son tan bien recibidas en el medio científico. Aunque en este caso tienen elementos que pueden hacerlas una explicación posible y bastante bien fundamentada. Va a encontrar muchos artículos acerca de este tema en Internet. Ninguno es mío, lamentablemente. Nuestra tecnología no nos permite investigaciones tan complejas, al menos por ahora.

Sentí que Fridman ya estaba algo cansado y que había yo obtenido suficiente nueva información para mi novela. Porque había decidido que esto lo iba a escribir en algún lado, después de tanto esfuerzo.

- Unas últimas preguntas, doctor. ¿Pudo el Adán de la Biblia tener un código genético inicial propio y diferenciado? ¿Pudo ser un modelo nuevo y diferente de los existentes?
- Creo que no. Al menos no totalmente. Es más, le diría que el noventa y cinco por ciento, o más, es similar al de los chimpancés. Las diferencias son mínimas. Cuando Dios creó a Adán, no hizo un ser absolutamente nuevo. Adaptó a sus fines un cuerpo existente y le agregó algún tipo de elemento fundamental. Quizá fue la capacidad de razonar. – El doctor Fridman especulaba como dejando salir ideas que ya había concebido pero que nunca había podido expresar a otro. Y ese otro era ahora, afortunadamente, yo. – Pero esa capacidad de razonar o lo que sea que haya agregado al modelo animal fue fundamental, y debió plasmarla genéticamente en Adán para que esa aptitud se transmitiera primero a Eva a través de la clonación y luego a sus hijos por herencia.
- ¿Me permite un par de preguntas más, Doctor? – insinué.
- Bien, pero que sean las últimas, Daniel. Ya me siento algo cansado – me pidió.
- Serán solamente dos para que las responda sintéticamente. La primera es si Caín pudo haberse reproducido con una mona. – le solté como si lanzara una bomba. Pero no fue así. No le sorprendió en modo alguno.
- Posiblemente. La mona carecía de razonamiento pero los hijos que nacieron de su unión con Caín tenían el gen necesario. Caín, hombre, y esa mona, no tuvieron hijos monos sino hijos hombres. – respondió lentamente el doctor.
- “Los hijos de Dios” y “los hijos de los hombres”, como alguna vez leí por allí. – completé satisfecho. – Y la segunda y última: ¿pudo el Dios de la Biblia ser un extraterrestre venido a sembrar o generar aquí la que llamamos “especie humana”?
- Daniel, - me respondió – por supuesto Dios creador no es terrestre. Pero entiendo hacia dónde se dirige tu pregunta. Sólo te diré que hay más cosas en el Cielo y en la Tierra que en nuestra filosofía.
- Hamlet. Shakespeare. Un poquito adaptado pero válido. – expresé a modo de cierre.

Agradecí al doctor su atención tan especial, tomé la cinta con la grabación que tan importante presentí me sería en el futuro y salí de su consultorio. Fui acompañado por su secretaria hasta la puerta, bajé por el ascensor y volví a la realidad de la avenida más ancha del mundo, según dicen.
No suponía que alguien me estuviese esperando muy cerca.

6
Caminé hacia la esquina. Ahora sí cruzaría la Avenida, aguardaría el gran ómnibus blanco, ascendería, y emprendería el regreso a casa. Solamente deseaba encontrar un asiento desocupado para poder dormitar una horita mientras las sombras iban cayendo en ese atardecer. Estaba realmente muy cansado por la tensión que me había producido el suceso del hombre pequeño con su mensaje y por la cantidad de nueva información que había recibido del doctor Fridman. Pero antes de que el semáforo me habilitara a iniciar la primera etapa del largo cruce de la Nueve de Julio alguien detrás de mí apoyó su mano en mi hombro derecho.

- ¡Daniel! – pronunció mi nombre con fuerza suficiente como para que pudiese oírlo por encima del bullicio del tránsito.

Me di vuelta. Allí estaba Federico, con una media sonrisa esbozada en su rostro que noté empañado tras un velo de preocupación.

- ¿Qué hacés aquí? – le pregunté realmente sorprendido.
- Quería hablar con vos. Necesitaba hablar con vos. – me aclaró – Y recordé que te había arreglado para hoy la cita con Fridman. Vine a esperarte cuando salieras de su consultorio.
- ¿Era tan urgente?
- Sí. Ya vas a comprenderlo cuando te cuente por qué. – Comenzamos a caminar juntos por la Avenida Corrientes hacia el río aún lejano. - ¿Cómo te fue con mi profesor?
- Muy bien. Mucho mejor de lo que esperaba. – le confesé. – Es un tipo que sabe mucho realmente y me quedaron ganas de seguir haciéndole preguntas. Pero creo que lo dejé agotado. Gracias por organizar esta cita.
- Sabía que te sería útil. Cuando me planteaste el tema de Adán, Eva, Caín y la genética, estaba seguro de que Fridman iba a ser el tipo justo.

Nos detuvimos ante un pequeño bar. Federico me hizo una seña con la cabeza invitándome a entrar. Ambos necesitábamos tomar algo, al menos yo lo necesitaba con urgencia.

- ¿Viniste en tu auto?
- Sí. Lo dejé en un estacionamiento a tres o cuatro cuadras de aquí. Tomamos algo, conversamos un rato y después volvemos juntos. – me tranquilizó.

Buscamos una mesita situada bien al fondo del local. No había demasiada gente allí, seguramente sólo los clientes habituales. Ninguno nos prestó demasiada atención. No nos dijimos nada hasta que una jovencita depositara ante nosotros una botella de cerveza bien helada y un par de enormes sándwiches de milanesa completos.

- ¿Vos tampoco almorzaste hoy? – le pregunté.

En ese momento, frente a los que me parecían suculentos manjares, recordé que a mediodía, intentando prepararme para la entrevista con Fridman, había dedicado mi tiempo a leer una vez más los primeros capítulos del Génesis, mis apuntes, alguna Atalaya,… hasta que se me hizo la hora de tomar el ómnibus hacia La Plata para luego seguir viaje a la Capital.

- No. - me confirmó. – Tuve que estar presente en un parto difícil. Una paciente mía, una chica de quince años. El asunto venía muy mal.
- Pero vos no sos obstetra.
- No. El parto lo hizo Domínguez, ese alto, canoso que una vez te presenté. Pero me pidió que estuviera allí para darle una mano si hacía falta. – aclaró. – Todo terminó bastante bien, pero la cesárea fue larga, la chica no soportaba bien la anestesia, el bebé era demasiado chiquito… Estuve allí hasta más de las cuatro de la tarde. Domínguez me invitó después a comer algo pero me encontré con alguien en la puerta de la Clínica y nos quedamos conversando unos minutos.

Sería quizá porque esta pausa nos había tranquilizado que nuestro apetito requirió otro par de sándwiches.

- ¿Y por qué querías hablar conmigo? Me dijiste algo así como que “necesitabas” hablar conmigo. – le dije, tratando de hablarle con calma aunque estaba todavía bastante agitado.
- Te conté que encontré a alguien en la puerta de la Clínica. – me recordó.

Lo miré resignado y traté de poner un rostro amable mientras intentaba anticiparme a su relato.

- Era un pequeño hombrecito gris, de rostro triangular, grandes ojos rasgados… - comencé a recitar, marcando bien cada palabra.
- ¿Qué? ¿Un qué? – preguntó con verdadera sorpresa.
- Nada, nada, no me hagas caso – dije, simulando haber iniciado una pequeña broma. - ¿Quién era?
- Gustavo Ríos. El padre de la chica que tuvo el bebé hoy – aclaró. – Quería saber cómo estaban su hija y su nietito.
- No sé quién es – le confesé. Conocía en mi ciudad a varios de apellido Ríos, pero Gustavo… ninguno.
- Es, o era, pastor de una iglesia evangélica en Brandsen donde vivían hace años. Le comenté al momento de despedirnos que tenía un amigo que andaba investigando la Biblia. ¿Hice mal? – me preguntó algo preocupado.
- No… no… para nada. – respondí dudando.

No me gustaba mucho que la gente se enterara de lo que estaba haciendo. No era nada malo pero era un tema mío. Aunque ya que había decidido escribirlo todos podrían saberlo, todos deberían saberlo y esos comentarios previos podían ayudarme. Como sucedió con esa charla entre Federico y el pastor o ex pastor.

- Me aconsejó que echáramos un vistazo en Internet a un sitio que a él lo apasionaba. Tiene que ver con una Asociación Científica que da explicaciones sobre los temas de la Biblia. En cuanto volví a casa, busqué esa página. No fue fácil. Había muchísimas parecidas pero, cuando recordé que tu tema era Caín y con quién había tenido hijos, encontré una que trataba exactamente sobre ese asunto. En realidad, fueron dos.

Entreabrió su saco, y del bolsillo interior extrajo unos papeles.

- Te las traje impresas. Seguramente van a servirte para algo. – me explicó.
- ¿Y por qué la urgencia? – pregunté interesado. – Me las podías haber alcanzado en cualquier momento, sin necesidad de que te vinieras como loco hasta Buenos Aires.
- No lo sé. El asunto me comenzó a interesar mucho – me confesó. – Antes todo me parecía una gran patraña, un engañabobos, algo que los curas habían inventado para vivir de eso y vivir bien. Pero cuando veo ahora que tanta gente en el mundo se ocupa de temas así, me despertó curiosidad. Más aún cuando mi amigo Daniel, al que siempre consideré un tipo inteligente y hasta medio sabio, anda hurgando en esas cuestiones. Por algo será.
- La verdad – le dije complacido por sus halagos – es que ni yo sé por qué ando en este asunto. Se fueron sucediendo muchas cositas, y se siguen sucediendo. Quiero darle una puntada final al tema pero no puedo Todavía no cierra. Cada vez la pelota es más grande. Y quiero ver en qué termina, si es que termina.

No sabía yo que esto recién estaba comenzando. Todavía deberían ocurrir sucesos mucho más importantes y esta pequeña investigación a la que me había conducido mi propia curiosidad inicial podía convertirse en el buscado movimiento final brillante para la sinfonía de mi nunca plenamente realizada vida.

- ¿Qué pasó con el viejo? ¿Te sirvió hablar con Fridman?

Le hice un pequeño relato de lo conversado con el genetista. Resalté que el hecho de Eva surgir de la costilla de Adán podía tener connotaciones fundamentales con la supervivencia de la raza humana. Federico me escuchaba con atención, con mucha atención, asintiendo con su cabeza cada vez que yo mencionaba un punto que tenía que ver con sus no pocos conocimientos científicos.
Por supuesto omití lo del mensaje del hombre raro porque, de todos modos, tampoco le había contado antes sobre el mail de Álvaro y casi nada le había dicho sobre el libro de Clemente.

- ¿Querés algo como postre? – le insinué al notar que esta iba a ser realmente nuestra cena de ese día.

La noche había caído sobre Buenos Aires. El lugar se había ido llenando de nuevos clientes que ya no tomaban apenas un cafecito sino se hacían traer por las chicas que atendían, platos rebosantes de tallarines con tuco, bifes a la criolla, salchichas con chucrut.
Después de un par de cafés - el mío con crema, por supuesto – caminamos las que en realidad fueron cinco cuadras hasta el estacionamiento, subimos al automóvil de Federico y regresamos a casa.
Durante el viaje casi no hablamos. Eché hacia atrás mi cabeza y me entredormí lo suficiente como para solamente recobrar algo la conciencia cuando Federico se detenía a abonar un peaje de la autopista.
Al llegar a casa me di una ducha con mucha agua bien caliente. Poco a poco iba retornando a la realidad. ¿La realidad? ¿Cuál era en ese momento mi realidad? Se me mezclaban imágenes todo el tiempo: el pequeño extraterrestre de Nuevo México sostenido por dos fornidos agentes del FBI, cuadros representando a Adán con Jehová o con Eva en el Paraíso, el rostro apacible de Fridman, mi amigo Rubén intentando convencerme de que solamente los Testigos de Jehová tenían la verdad sobre la Creación del hombre, el Obelisco, en fin, un verdadero caos. Quizá ese caos era mi realidad.
Debía “parar la pelota”, como dicen en el fútbol. Porque si no ordenaba ese caos no podría ordenar mi realidad actual.
Me sentí mucho mejor luego de tomar ese baño prolongado. Me puse mi bata roja. Cada vez que la usaba me sentía como “Sandro de América”, el Elvis Presley que pudo conseguir una Latinoamérica subdesarrollada. Pero como Sandro siempre me cayó bien, también esa bata roja me hacía sentir cómodo.


Desparramé sobre mi escritorio las hojas impresas que Federico me había alcanzado.
“¿De dónde apareció la ‘esposa de Caín’?”, señalaba el primer título, y “La caída de la humanidad”, el otro.
Demoré solamente unos minutos en leer ambos. Al terminar me sentía menos extraño investigando estos temas. No era el único que lo hacía. Es más, los autores parecían haber dedicado sus vidas a estudiarlos.

7
A las ocho de la mañana siguiente llamó Federico. Había concertado una cita con el ex pastor para el domingo. Le parecía interesante que estuviéramos con él analizando un poco la información que había impreso. ¡Ah! La hija y su bebé ya estaban fuera de peligro.
Federico hablaba en plural. “Nosotros”, “sepamos”, “hablemos”, analicemos”,… No estaba ya solo en esta investigación pese a que él no sabía nada acerca de los zetarreticulianos. No había decidido si contárselo o no. Vería cómo proceder según continuaran desarrollándose los acontecimientos.


El domingo poco antes del mediodía nos encontramos en casa de Federico. Era pequeña pero muy cómoda y como en la mía había libros y papeles encima de todo lugar posible. Y como en la mía la computadora presidía el lugar de trabajo.
Luego de haber sido presentados Ríos y yo, Federico hizo un espacio apropiado quitando libros y papeles de encima de la mesa trasladándolos a una silla cercana. Los tres nos sentamos a conversar.

- ¿Usted es pastor evangélico o lo era? – dije para abrir el fuego.
- Lo soy, aunque ahora no estoy en actividad – respondió Ríos. – Seguramente, cuando pase esto de mi hija, volveré a acercarme a alguna iglesia y trataré de continuar cumpliendo mi vocación. ¿Qué le parecieron los trabajos que encontró Federico?
- No lo sé todavía. Pero le agradezco mucho su recomendación. No dude de que les sacaré mucho provecho. – le expresé con seriedad.
- ¿Y qué le llamó la atención? – preguntó Ríos interesado.
- Me sorprendió siempre, y ahora también, - terció Federico - eso de que todos vivían setecientos, ochocientos, novecientos años. Los tiempos de la Biblia no me convencen.
- Es un problema de traducciones e interpretaciones. Quizá los días no fueran días de los nuestros sino otras formas de medir el tiempo. O a lo mejor eran días de los nuestros y Dios les permitía vivir tanto. Porque más adelante en la Biblia Dios castiga a los hombres y solamente pueden vivir el tiempo que nosotros vivimos ahora. – explicó el pastor. – De todos modos no me parece que ese sea un asunto importante en lo que ustedes están investigando.

¡Ustedes! ¡Hasta el pastor había notado que Federico estaba metido en esto como yo!
Decidí intervenir para que la conversación no se desviara hacia elementos tan periféricos como si Matusalén vivió casi mil años o si fueron solamente cien.

- Tomé algunas notas sobre los puntos que me llamaron la atención en cada uno de esos trabajos.

Extraje la ya famosa agenda que me acompañaba, y leí:

- Según la Biblia, Caín fue el primer hijo de Adán y Eva. Luego tuvieron a Abel, Caín mató a Abel, y huyó del lugar hacia Nod. Finalmente la Biblia dice que después de cierto tiempo nació Set, y Adán siguió viviendo ochocientos años y engendrando hijos e hijas.

Ríos me miraba y a cada referencia mía asentía con su cabeza.

- La Biblia no dice cuántos hijos e hijas tuvieron. Solamente nos dice que tuvieron "hijos e hijas". Pero el autor del artículo indica que un historiador judío llamado Flavio Josefo llegó a la conclusión de que fueron 32 hijos y 23 hijas. Evidentemente Adán y Eva hicieron caso a eso de “creced y multiplicaos”. Según ese mismo pastor que investigó el tema, la única conclusión posible que puede extraerse de la Biblia para lo que siguió fue que Caín y sus demás hermanos, tanto Set como los otros hijos e hijas de Adán, tuvieron que necesariamente que casarse con sus hermanas y hermanos, y con sus sobrinas y sobrinos.
- ¿Qué pensaba Fridman con respecto a esto? – me preguntó Federico.
- Fridman estaba, creo, perdido “como turco… como judío en la neblina” – dije sonriendo. – Se le mezclaba todo el tiempo la ciencia con la religión aunque se decía apartado de ella. Pero tiene una formación tan fuerte desde niño, la que le dio su padre rabino, que no siempre piensa lo mismo que dice, ni dice lo mismo que piensa. Y usted, pastor Ríos, ¿qué dice? ¿Qué piensa? ¿O le pasa lo mismo que a Fridman?
- No conozco a Fridman, pero en mi caso no confundo de ningún modo lo científico con lo religioso. Tengo todo bien claro en lo religioso y no pude estudiar lo suficiente sobre lo que creen los científicos. Es más. Me enseñaron que eso que ellos dicen puede ser obra del Demonio. – expresó Ríos convencido.

¿Otra vez el muro de la fe? ¿Qué esperaba obtener de un pastor evangélico? ¿Una declaración herética? Con aire de resignación quise avanzar lo más rápidamente posible en esta conversación. Sentía que sería totalmente inútil para mis propósitos. No agregaría ninguna gota a la botella. Federico me ayudó con una pregunta concreta.

- ¿Tener hijos entre hermanos no es pecado? – dijo mirando a la cara al pastor.

Este quedó algo confundido, como no sabiendo qué responderle. Me dio pena. Seguramente nos veía como a un par de empecinados, un par de piedras en las que no le iba a ser sencillo sembrar ningún concepto espiritual. Quise ayudarlo.

- El pastor que escribió esa nota dice que… espere que lo leo, porque lo copié textual: “En la actualidad las relaciones entre familiares cercanos no es aceptable, ya que ha habido degradación en los genes humanos y cuando los hijos, quienes tienden a heredar el mismo juego de genes defectuosos de sus padres, se casan entre sí, esos defectos genéticos tienden a ser excesivamente pronunciados.” Y más adelante acota: “No obstante, en el principio no fue así, pues los humanos eran perfectos, por lo que no era necesario que Dios proporcionara otro medio para que se cumpliera la orden de multiplicación de los seres humanos.”
- Sí, lo leí – acotó Federico. – Parece que para la Biblia esa es la única posibilidad.

El pastor Ríos, que se había sentido innecesario durante esta explicación, encontró una oportunidad para participar activamente.

- Para judíos y cristianos, la Biblia es la palabra del Señor. Entonces, – dijo muy solemnemente – Jehová dispuso que así fuera, y así fue. Ya que les interesan tanto los números, más que lo que les interesa la Creación, los fines que Dios perseguía al crear a los hombres, y todo eso que para mí es lo verdaderamente importante, fíjense que Adán y Eva tuvieron a  Set cuando Adán ya había cumplido 130 años. Hace notar mi colega en su nota que pudieron haber otros hijos entre Abel y Set. Porque Set, el sustituto, nació después de la muerte de Abel y por eso lo reemplazó de alguna manera. Pero otros hijos pudieron nacer mientras Abel todavía vivía. También fueron engendrados, aunque no para reemplazar a nadie.
- Entonces usted coincide con su colega pastor en que, según anoté aquí, “Caín debió casarse con alguna de sus hermanas menores. Sus hijos e hijas debieron haberse casado con los demás hijos e hijas de sus hermanos y en poco tiempo debió haber en la tierra miles de personas.” Y que esta situación se mantuvo unos 2500 años hasta que llegó Moisés, recibió las tablas de la Ley, y todo eso. ¿Es así? – expresé para cerrar el tema.
- Así es como Dios lo dispuso. Y fue sabio. – reflexionó en voz alta Ríos, con una convicción profunda, una certidumbre total.

Lo miré con algo de admiración pero también de envidia. Si yo tuviera una fe así no estaría complicándome la vida tratando de ver si la verdad fue esa o cualquier otra. Mis únicas excusas en ese momento eran los zetarreticulianos, el mail de Álvaro, el libro que me había regalado Clemente… en realidad, mis excusas eran, al menos para mí, lo suficientemente convincentes como para hacerme dudar.


Ríos miró su reloj.

- ¡Las doce y cuarto! – exclamó sorprendido. – Tengo que volver a mi casa.
- Un momento más, pastor – le supliqué. – Anoté un par de cosas sobre el otro artículo.
- Espere, Ríos, que le sirvo un cafecito de despedida – ayudó Federico, marchándose rápidamente hacia la cocina para prepararlo.

Evidentemente no quería que el hombre se fuera sin sacar algún otro dato para satisfacer su naciente curiosidad sobre la cuestión del Génesis. El pastor puso cara de resignación y me hizo una seña con su cabeza para que siguiera leyendo.

- Esperemos un minuto hasta que regrese Federico. No nos va a perdonar si continuamos sin él. – le propuse.

Me causó la impresión de que este tema lo apasionaba, pero no discutirlo con nosotros.
Federico volvió con tres cafés y una azucarera, todo prolijamente acomodado sobreuna bandeja. Desde que se separara de su esposa había ido aprendiendo a vivir solo. Al menos había aprendido a servir café, porque mantener la casa ordenada era evidentemente una materia pendiente para él.

- El artículo sobre “La caída de la humanidad” habla del Paraíso, de Satanás que aparece como una serpiente, de la tentación de Eva primero y luego, a través de ella, de Adán… - retorné a leer desde la agenda – Luego dice el autor, seguramente tomándolo de la Biblia, que “sus ojos fueron abiertos y sus espíritus murieron”, descubrieron que estaban desnudos…
- Entonces, – interrumpió Federico – el pudor no es cosa de Dios sino cosa del Demonio. Es decir, el pecado hizo que nos avergonzara estar desnudos… ¿O no, pastor?

Ríos lo miró inexpresivamente, quizá soportando esta nueva pregunta de uno de los tontos con la única esperanza de que la conversación concluyera pronto.

- Sí. La desnudez puede incitarnos a pecar porque después de Adán y de Eva, y de que comieran el fruto del árbol del bien y del mal, todos nacemos pecadores y herederos de sus consecuencias. – predicó. – Afortunadamente luego Dios envió a su Hijo para que nos redimiera de ese pecado original y nos permitiera elegir nuestro camino y así poder retomar la posibilidad del Paraíso.
- Amén. – dijo Federico.

Creí que lo hacía como broma, pero parecía muy serio e inspirado. Decidí no agregar nada en ese momento. Preferí proseguir leyendo mis notas en voz alta.

- Después Dios los descubrió, maldijo la serpiente y expulsó a Adán y a Eva del Paraíso. Con eso los condenó también a muerte. A ellos y a su descendencia, es decir, a nosotros también.

Intenté proseguir rápidamente para terminar la reunión. Nada me había sido útil de ella hasta entonces. Pero Federico me cortó bruscamente con una pregunta. Creo que también quería que esto concluyera.

- ¿Y qué dice de Caín y de su descendencia? – inquirió buscando llegar al punto que le interesaba, es decir, que nos interesaba, porque en eso estábamos de acuerdo.
- Después de asegurar el autor que “sin derramamiento de sangre no se obtiene perdón de los pecados”, una expresión que realmente me asustó, cuenta que Dios no aceptó el sacrificio de Caín porque eran frutos y no animales vivos como los que le presentaba Abel. Caín se enojó, asesinó a Abel, huyó hacia Nod. Recién entonces se pregunta “¿Con quién se casó Caín?”, es decir, ¿con quién tuvo hijos e hijas? Marca claramente el hecho de que Moisés no habla mucho de Caín y de su descendencia, sino que sigue la línea de Set. Llega a la conclusión de que Caín se reprodujo con una de las muchas hijas que Adán y Eva tuvieron. Es decir, es otro que está seguro de que se  reprodujeron entre ellos. Pero aclara que el matrimonio de ese tiempo no es el matrimonio de ahora, las relaciones entre hombres y mujeres han cambiado, y todo se hizo tan especial que necesitamos que alguien nos lo explique. Si leemos solos la Biblia podemos no comprender demasiado y nos perderemos en caminos que no nos llevarán a la verdad. – Miré a Ríos – Es decir, pastor, que solamente nos pueden ayudar rabinos, curas y pastores como usted.

Ríos sonrió.

- Es así. Parece que es así. Estoy seguro de que es así. – dijo mientras se ponía de pie. – Quizá hoy hayan comenzado un camino de aprendizaje nuevo. Quizá comiencen a encontrar una explicación acerca del porqué siempre ha habido personas que explicaban y personas que escuchaban estas cosas, porqué hay iglesias y todo eso. Afortunadamente la Biblia y los libros sagrados de otras religiones nos congregan para buscar nuestras propias respuestas. Si la Biblia hubiese sido más clara y comprensible, nada de esto sería necesario.
- Gracias, pastor. Lo pensaré. Otra vez me he topado con el muro de la fe, parece. – expresé bajando la cabeza.
- Así es. – confirmó Ríos mientras Federico lo acompañaba hasta la puerta de calle. – Quizá sea hora de que estudie la posibilidad de pasarse al otro lado de ese muro. Yo lo hice hace mucho tiempo y por eso no tengo esa angustia que usted tiene. Que Dios los bendiga. Y gracias por invitarme. – dijo, mientras se alejaba para ser bañado por el fuerte sol de un mediodía hermoso.

8
Un cura católico, el hijo de un rabino, un pastor evangélico. ¿Cómo se me había ocurrido discutir nada menos que el primer libro de la Biblia, el famoso Génesis, con tres convencidos defensores de las Escrituras, para ellos “Sagradas Escrituras”? ¿Cómo les iba a decir que alguien me había sugerido que los seres humanos habían sido sembrados por extraterrestres provenientes de una estrella más que lejana? ¿Cómo podía pensar que aceptarían que el hombre era, apenas, un mono inteligente?
“Son verdades reveladas que hay un Dios Creador“, inicia un himno religioso que además agrega: “que a los buenos dará el Cielo y el infierno al pecador”. El Credo que la Iglesia Católica produjo en el concilio de Nicea obliga a sus fieles a creer en “Dios Padre todopoderoso, creador del Cielo y de la Tierra…”. ¿Está mal que sea así?


Una religión se basa en la fe. Es un conjunto de creencias en cosas que no se han visto personalmente. La fe, como todos mis interlocutores religiosos habían estado de acuerdo, es un don, una gracia del propio Dios. Es la vida del creyente, su soporte espiritual, su esperanza de supervivencia en un Más Allá.
Las religiones bíblicas retornan continuamente a su Libro para nutrirse y reforzarse. Y las religiones o creencias que se han alejado de sus fuentes han perecido. Así es para este grupo de creyentes, así es para los musulmanes que se aferran al Corán sin desvalorizar la Biblia, así es para los que han permanecido. Quienes han pretendido en los últimos siglos crear nuevos sistemas de vida no fundamentados en una fuerte creencia religiosa han fracasado.
El muro de la fe tiene bases sólidas y paredes fuertes. Un puente entre el interior y el exterior de cada ser humano. “En algo hay que creer”, suelen decir. Apuestan a una religión que los contenga, que les explique todo lo que no alcanzan a comprender. Un Padre protector, amoroso, justo. Quizá un psicólogo pueda explicar las razones por las que el hombre necesita tener fe. Y es posible que todas las creencias sean, de una u otra forma, la misma creencia.
Entonces, los Zetarreticulianos que me hizo conocer Álvaro son también hijos de ese Dios, el único. Tendrán una religión, creencias. “Debería entrevistar a alguno de ellos”, pensaba en aquellos momentos de reflexión. No sabía que un día no muy lejano podría establecer un contacto, extraño contacto con extraños seres pero contacto al fin.


Era la mañana siguiente a la reunión con el pastor Ríos. Lunes claro y transparente.
Pensaba todo esto mientras decidía si seguiría o no con el asunto, sentado ante una humeante taza de chocolate con leche, flanqueada por un par de sándwiches que Olga me había dejado preparados para que no tuviese que despertarla temprano. Ella sabía lo que estaba haciendo, compartía algunos de mis hallazgos, sacaba sus propias conclusiones y se ocupaba de que nuestro trabajo no se resintiera con mis idas y venidas.
Sobre la computadora había dejado un mensaje: “Te llamó León. Quiere que le hables por teléfono. Urgente.”

León era un tipo muy particular. Un investigador librepensador. Nunca supe si realmente creía o no en algo. Supongo que sí, pero también que nunca se lo diría a nadie si así fuera.
Me había enseñado muchas cosas a lo largo de muchos años. En todo o casi todo sabía más que yo. También en el tema de los extraterrestres, sus visitas, su tecnología, todo eso.
Hablando con León nunca chocaría con ningún muro de la fe. Siempre mantenía abiertas las puertas de su mente a todo tipo de conocimiento, antiguo o nuevo. Por eso, y siendo mayor que yo, nunca había envejecido. Era como un niño disfrutando de la vida, capaz hasta de divertirse luchando contra los enemigos más terribles, enfrentando situaciones imposibles, poniendo a los demás ante acertijos que los confundían y los hacían manifestarse realmente como eran y no como pretendían ser.


Llegó la hora de telefonear a León.

- ¿León? Daniel. ¿Me llamó? – pregunté aparentando tranquilidad.
- Sí. ¿Andás bien? – respondió.
- ¿Quería hablar conmigo? – continué averiguando.
- Sí. Es necesario y urgente que hablemos. – dijo con una seriedad en él no demasiado frecuente.
- Voy para su casa, si quiere. – le propuse.
- Venite. Si podés ya mismo, mejor. Te espero.

Me terminé de vestir, me peiné un poco los cabellos, – “cuando andás con los pelos parados parecés un sabio loco”, solía decir Olga – y recorrí rápidamente las pocas cuadras que me separaban de su casa. Toqué uno de los dos timbres que encontré junto a la puerta. El otro indicaba “no funciona” desde, creo, hace unos veinte años. Eran cosas de León. Siempre supe que lo hacía a propósito. Uno más de sus juegos.

- Pasá – me dijo cuando abrió la puerta. – Ocurrió algo tremendo. No me vas a creer lo que pasó. Por eso te llamé.

Mucho no le creí. Siempre dice que todo es tremendo e increíble. Eso hace que sus relatos se vean a priori mucho más interesantes de lo que luego suelen resultar. Lo mismo hace otro de mis amigos, Adolfo, cuando relata hechos históricos. Son habilidosos ambos para hacer que sus interlocutores queden atrapados, no por lo que dicen sino por lo que parecen ocultar. Esta vez estaba equivocado. Había pasado algo tremendo, algo increíble, y tenía que ver conmigo.

- ¿Y? ¿De qué se trata? – le pregunté, procurando saber si el asunto era tan importante y urgente como él me lo había presentado.

Si era tan necesario que habláramos sobre eso. Qué esperaba de mí o qué tenía yo que esperar de él. León y Adolfo comparten también otro elemento de su magia oratoria: el manejo de los silencios. Se quedan callados cuando uno está esperando que digan algo y comienzan a hablar cuando uno ya cree que no dirán nada.
Esta vez León utilizó ese silencio. Me iba poniendo progresivamente más tenso. Él actuaba como si en realidad no tuviera nada que decirme, al menos, nada importante. Hizo que me sentase, mientras buscaba en su nutrida biblioteca un libro que, como casi todos los que allí podían encontrarse, contendría probablemente cosas que pocos sabían. Y como muchos que él poseía, sería un libro agotado, imposible de conseguir en estos días ni por mí ni por nadie. Al menos, eso era lo que decía cuando presentaba alguno de sus tesoros bibliográficos.


No quise darle el gusto de preguntarle otra vez acerca del porqué de su convocatoria. Yo también sabía hacerlo sufrir un poquito. Puse cara de “no sé si me va a interesar” y seguí esperando.
Encontró el libro, del que asomaba un papel acomodado como al descuido entre sus páginas.

- Mirá esto. ¿Lo conocías? – dijo, aunque sabía positivamente que no, que no conocía ese libro, ni su existencia, ni nada que tuviera que ver con su contenido.

Siempre me hacía lo mismo. Esta vez, como las más de las veces, le seguiría el juego.

- No. – Aproximé el libro que él había apoyado sobre la mesa lo suficientemente lejos como para que yo tuviese que demostrar mi interés estirando mi brazo. – “Los extraterrestres y los hombres”. Muy apasionante.
- Lo tengo desde hace años. Nunca te lo había mostrado porque no venía al caso. – aclaró para justificarse, aunque no era necesario.
- Y, ahora, ¿por qué? – pregunté como si no supiera por qué.
- Sacá el papel que hay ahí – me indicó – y leelo en voz alta.

Parecía arrancado de un libro muy antiguo. Arrugado, amarillento. Manuscrito con una letra prolija y ordenada, como la de un dibujante de planos.

- “Somos desde antes que los hombres y seremos después de los hombres. No nos busques. Te buscaremos cuando convenga hacerlo.” –leí. - ¿Cómo apareció este papel?
- No te voy a decir que lo dejaron usando un correo privado. Apareció ahí, en el libro. Un día no estaba y de pronto estaba.

Hizo una de sus extensas pausas mientras yo abría el libro para saber de qué trataba realmente. Había sido escrito por un tal Josiah Wedgwood y publicado en Staffordshire, Inglaterra, en 1801. Eché un vistazo al índice. Su tercer capítulo estaba dedicado a los seres extraterrestres. “Página 46”, decía junto a ese título. Por supuesto, busqué rápidamente la página 46.

- Esperá – me interrumpió León. – Yo te cuento de qué se trata. Pero antes tenés que saber por qué te llamé para que lo vieras justamente hoy. Lo tengo desde hace más de cuarenta años. Lo compré en una librería de viejos en la Avenida Corrientes, en Buenos Aires, cuando trabajaba allá. En ese tiempo lo leí, me pareció un libro más, y lo puse en la biblioteca. Hacía meses que no lo repasaba, cosa que suelo hacer con los demás libros. El martes pasado estaba buscando algo sobre los extraterrestres para unos chicos que querían saber cosas. Me llamó la atención porque en estos días nadie se ocupa mucho de eso, pero dijeron que desde que vieron esa película… “Hombres de negro”… les interesaba conocer más sobre esos seres, si existían, de dónde venían y cosas así.
- Y alguien les dijo que usted sabía sobre esos temas. – acoté.
- Sí. – confirmó. – Alguien les dijo. Tocaron timbre y me preguntaron si tenía algo relacionado con eso. Aquí hay mil libros sobre el tema. Vine hasta la biblioteca y encontré este, que ni me acordaba ya que había comprado. Pero no les presté este sino cualquier otro… uno de Ángel Polo, ¿te acordás?
- Me acuerdo. Ángel y yo compartimos algunos trabajos en una editorial de La Plata. La de los gallegos, en 49. – dije para demostrarle que recordaba a Polo, sin agregar más.
- Cuando los chicos se fueron con el libro, volví a acercarme a la biblioteca, saqué el de Wedgwood y lo repasé un poco. Como la primera vez que lo había leído, me pareció que no era nada especial.
- ¿Y el papel? – pregunté interesado.
- No había ningún papel. Nada. Cero papel. – respondió telegráficamente, haciendo pausas breves pero profundas entre cada frase.

Puso la cara misteriosa que le conocía, esta vez más misteriosa que otras veces. Maestro del suspenso. Un par de minutos de su silencio más expresivo y luego:

- Ayer volvieron los chicos a traerme el libro. – continuó pausadamente. – Vengo a la biblioteca para reponerlo en su lugar ¿y qué encuentro?
- Que en el libro de Wedgwood había un papel. Éste. – aventuré al mejor estilo Sherlock Holmes.
- ¡Ese mismo! Y decía lo que vos acabás de leer. ¿No es tremendo e increíble? – dijo con voz dramática y estremecedora.
- Mire, León. – le respondí, intentando ocultar todo síntoma de asombro. - A esta altura de nuestras vidas ya no nos sorprendemos demasiado. Y menos usted, que sabe que es muy poco lo que conocemos acerca de lo que nos rodea. – le expliqué con mi mejor postura de maestro.
- Puede ser – respondió León. – Pero todavía no te dije qué tiene que ver esto con vos. Por qué te llamé. Por qué era urgente. No era para contarte que había aparecido un extraño papel en un antiguo libro de mi biblioteca… - Hizo una prolongada pausa para crear un adecuado clima de suspenso. - ¿No querés saber?

Toda la calma que yo había podido aparentar hasta ese momento se borró con su pregunta.

- ¿Cómo no voy a querer saber? – respondí. - ¿Qué tiene que ver todo esto conmigo?
- Hoy por la mañana sonó el timbre. Al abrir la puerta, encuentro a uno de los chicos a los que les presté el libro de Polo. Estaba muy asustado. Me dijo que un hombre parecido a uno de los dibujos de ese libro le había dado un mensaje para mí. – dijo León con una voz extraña, desacostumbrada en él.

Había perdido algo de su capacidad para mantener el control que siempre le admiré.

- ¡Otra vez esos tipos! – solté sin poder contenerme.

Relaté a León lo sucedido en el bar de Buenos Aires. También le revelé qué estaba investigando, y hasta le hablé sobre el e-mail de Álvaro y del libro de Clemente. Escuchó con cuidado mi extensa explicación. Creí que su preocupación iría en aumento pero ocurrió todo lo contrario. Cada nuevo dato que yo le agregaba parecía tranquilizarlo más.
Al terminar hizo un largo silencio. Dirigió la mirada hacia arriba como pretendiendo leer su propia mente, buscando acomodar ordenadamente cada nuevo dato en su metódico cerebro. Se rascó el bigote en su extremo derecho al tiempo que sacaba conclusiones.

- ¡Ahora comprendo por qué el mensaje que me trajo el chico tenía que ver con vos! – comentó muy pausadamente.
- ¿Qué decía el mensaje? – pregunté con toda mi ansiedad liberada.
- No decía. Dice. También está escrito, en un papel muy similar al de la nota que tenés ahí.

Llevó su mano al bolsillo trasero de su pantalón. Extrajo un papel amarillento y arrugado, tal como el que tenía delante de mí sobre la mesa descansando en la tapa del libro. Me lo alcanzó. También la letra parecía haber salido de la misma mano en ambos mensajes.

“Dígale a Daniel que deje las cosas como están.” La misma recomendación que el anterior. Proveniente de la misma fuente: los zetarreticulianos, o al menos uno de ellos.

- No sé qué hacer, León. – le confesé. – Por un lado tengo la curiosidad por saber más de todo esto y por el otro…
- Tenés miedo. Como lo tuviste hace años, ese día en que el comandante de la nave extraterrestre te citó y no fuiste. Como tantas otras veces en las que te di pistas sobre algunos asuntos vinculados con ellos y no te animaste a seguirlas. – me reconvino. – Y ahora no sabés qué hacer. Sí que lo sabés, pero tenés miedo. Esta es una decisión crucial en tu vida. O te asustás tanto que te paralizás y dejás todo aquí, como otras veces, o tomás coraje y enfrentás lo que venga para llegar hasta el fin. – me dijo, retándome como nunca lo había hecho en tantos años de amistad.
- Usted, ¿qué haría? – le pregunté después de un pesado silencio alimentado por ambos.
- ¿Importa lo que yo haría? Importa lo que vas a hacer vos. Me dijiste que querías escribir una novela sobre todo esto. Que iba a ser el movimiento final de no sé cuál sinfonía. ¿La vas a dejar inconclusa? Vos y yo sabemos cosas que muchos no saben. Hemos investigado asuntos por los que los demás nos creían locos o algo tontos. ¿Sabés lo que yo daría por estar en tu lugar? A mis setenta y pico de años poder emprender una aventura así. Es un premio que muy pocos reciben. ¡Y vos querés
desperdiciarlo porque sentís miedo! ¿Te asusta que se te vengan encima los defensores de cualquier religión? No va a pasar. Dirán que es solamente una novela, que el autor es muy imaginativo, o que sos un escritor mediocre que buscó tratar este tema para llamar la atención. ¿Quién más puede atacarte? ¿Los zetarreticulianos? Nunca atacan a nadie. Tratan de mantenerse ocultos y manifestarse solamente a través de sus acciones, pero procuran que nunca se puedan relacionar con ellos. ¿O realmente no sos tan librepensador como siempre me dijiste que eras? ¿Es que te asusta buscar una verdad tan importante? ¿Pensás que por qué vos? ¿Y por qué no?

Yo estaba realmente tirado sobre la silla. Desarmado. Desvencijado. León me había arrojado toda su artillería pesada y me iba demoliendo con cada nueva recriminación.
Después de casi tres horas de conversación – o de lo que eso hubiera sido – quería desaparecer, esconderme en algún lado, borrarme de la faz de la Tierra. Sentía como si no me animase a rendir el examen final de mi vida.
Cuando pensaba todo esto también me daba cuenta de que era realmente una cursilería digna de una telenovela del más bajo nivel. “Borrarme de la faz de la Tierra”. Eso lo deben haber escrito y dicho millones de veces millones de personas. León estaba equivocado. Yo no era ni tan inteligente como él pensó muchas veces y me lo dijo. Era un tipo cualquiera, un simulador, un cobarde escondido tras un torrente de palabras elegantes y aparentemente ingeniosas. Pero no sabía tanto como hacía creer que sabía. Ni era el sabio que a veces suponían ver en mí. Era una mentira.

León dejó pasar unos minutos para que me repusiera. Se dio perfectamente cuenta de que había dicho cosas muy fuertes, a mí por primera vez en nuestra historia común. Y observaba los resultados. Él sabía que si alguien podría infundirme el valor suficiente para continuar esto era solamente él. Yo también sabía eso.
Si lo pensaba mucho, no lo haría. “Parálisis por análisis” dicen que tenemos los virginianos como defecto más notorio. Hacía años que yo venía combatiendo este mal. Ya había logrado algunas victorias. Esta vez…

- Lo voy a hacer. – dije con una calma que me sorprendió. Me acomodé en la silla en una posición más erguida. – Es una oportunidad. Es mi oportunidad. Y además, ¿qué puedo perder?

León sonrió tan ampliamente como pudo.

- Lo sabía. Solamente necesitabas que te sacudiera un poco. – me dijo tranquilamente.
- ¿Un poco? – le recriminé. – Me dio la paliza de mi vida. Pero sirvió.

Mi amigo tomó el libro que estaba junto a mí sobre la mesa.

- Entonces voy a decirte algunas cosas más que vas a necesitar. Será mi manera de participar, ya que no voy a poder acompañarte.

Abrió en libro y me mostró la portada interior.

- ¿Quién es el autor? – me preguntó, obligándome a leerlo nuevamente por ser un nombre tan difícil acompañado de un peor apellido.
- Josiah Wedgwood – pronuncié en mi mejor inglés.
- ¡Qué pronunciación! Yo le digo Josia Güeguod o algo así, porque de inglés, como sabés, nada. – me dijo entre risas. – En realidad, ¿qué es lo que estás investigando? La verdad, decime. La esencia de la cuestión.
- Quiero saber… – inicié, mientras trataba de definir coherentemente qué estaba investigando. ¿Realmente comprendía yo mismo qué estaba investigando? –… quiero saber… si es verdad que el hombre desciende del mono. O si fue creado por Dios como algo único y primero en su especie. O cualquier otro origen posible.
- Es decir, querés saber cuál es más creíble, si la teoría creacionista o la evolucionista. – acotó León a modo de resumen.
- O conocer cualquier otra teoría que pueda parecerme tan válida como alguna de esas. – agregué.
- Y seguramente relacionás el tema de la evolución con el famoso Darwin. ¿Ya investigaste por ese lado? – preguntó.
-  Todavía no. Empecé con los zetarreticulianos por casualidad, por el email de Álvaro y el trabajo posterior que me envió. Pero después vino el libro ese del Arco Iris que me hizo revisar la Biblia, especialmente el Génesis, como nunca lo había hecho antes. Y los libros de los Testigos de Jehová, de los mormones, de la historia de los aztecas, los incas, los mayas, los sumerios, los egipcios, los griegos… - enumeré ardorosamente.
- Daniel… - dijo León sonriendo – debés tener en tu cabeza una mezcla imposible de soportar. Mucho más después de hablar con el cura, con el genetista judío y con el pastor evangélico. Pero debo decirte que, en realidad, esto recién comienza para vos. Te falta mucho por conocer y tenés que averiguar lo más posible mientras te lo permitan.
- ¿Me lo permitan quiénes? – pregunté inocentemente.
- Los zetarreticulianos. – me informó como sorprendido por mi lentitud de razonamiento lógico. – Va a llegar un momento en el que vas a estar muy cerca de saber algo fundamental. Entonces ellos intervendrán y te harán dar por terminada tu extraordinaria investigación. Quieras o no. Queramos o no.
- ¿Entonces para qué seguir ahora? – le dije con expresión de decepción en mi rostro.
- Ese poco que avances será mucho. Y si escribís una novela, puede hacer que otros abran su mente a nuevas posibilidades. Pero nunca digas que los hechos que presentás son reales. Siempre hacé notar que son inventados por vos. – me advirtió. Asentí con la cabeza para asegurarle comprender que esa condición era necesaria. - Bueno, volvamos al tema principal – prosiguió - porque ya se está haciendo demasiado largo. No tendremos otro día para hablar sobre esto. Vos no vas a tener tiempo. Vas a estar muy ocupado, verdaderamente ocupado. Y quizá lejos de aquí. – puntualizó, mostrándome que sabía más que yo acerca de mis futuros pasos, pero también dándome a entender con el tono empleado que eso sería todo lo que diría al respecto.

Este León siempre supo sacarme de mis casillas diciendo cosas a medias. Como acostumbraba, iba a ser imposible obtener de él explicaciones que no quería dar. Me miró, estoy seguro, apuntando a mi epífisis. Ambos conocíamos la importancia fundamental de esta glándula en nuestra vida “paranormal”. Me iba a hacer imprescindible ponerla a funcionar a pleno en estas circunstancias. Debe haber aprovechado para leer mis pensamientos, porque no dudé nunca de que él pudiera hacerlo.

- Estábamos con Darwin y su teoría – le recordé. - ¿Es lo que sigue?
- Es lo que te acaba de llegar. El Josia ese autor del libro era ceramista, no escritor. Era hermano de Susana, la madre de Carlos Darwin. Hizo muchas cosas diferentes, tales como ser el promotor de la construcción de un canal para unir la región con las costas, y además fue miembro de la Royal Society. – dijo León, demostrando conocer bien al que él llamaba “el Josia ese”. - Como si esto fuera poco, cuando Carlos quiso embarcarse a bordo del Beagle para trabajar como naturalista a las órdenes del capitán Fitzroy y así recorrer el mundo, su padre se opuso, pero Josia, tío y futuro suegro del muchacho, lo pudo convencer de que se lo permitiera. ¿Sabías que Darwin hablaba bastante bien el castellano? Lo aprendió en Tenerife, antes de iniciar el viaje.
- ¿Y qué hizo que Josiah se interesara tanto por ayudar a Carlos?... Nome diga. ¿Algo relacionado con los zetarreticulianos? – aventuré.
- Esa es una de las muchas cosas que vas a tener que averiguar por tu cuenta. – respondió mi amigo.

Obsequiándome el libro y los dos mensajes me deseó suerte al tiempo que íbamos hasta la puerta de calle. Me sentía raro. No mal ni bien, solamente raro. Como si fuese el protagonista de una película de aventuras. Era protagonista, eran aventuras, pero, lamentablemente o no, estaba lejos de ser una película. Era la realidad.

9
Tuve una larga conversación con Olga. Comenzó esa misma noche y se extendió por varios días.
Ella es un ser muy especial. Algo así como mi complemento, mi otra parte, yo en otra persona. Siempre nos apoyamos en nuestras mutuas locuras y esta no fue la excepción. Si yo creía que debía hacer esto, ella estaría apoyándome en lo que pudiera.
Nada la asustaba de todo lo que le conté que había averiguado. Es más, algunas cosas la divertían mucho, como el asunto de los zetareticulianos. No solamente no les temía sino que, además, dijo desear conocerlos personalmente.
No era así en el tema religioso. Creía firmemente que lo que decía la Biblia era la verdad de Dios, y que quizá lo que yo pretendía hacer era un pecado, una obra del Demonio. La convencí con sus propios argumentos. Si Dios quería que investigara, Él iba a protegerme y me dejaría llegar hasta el punto que creyera conveniente. Algo así como lo que León me dijo que harían con mi aventura los propios zetarreticulianos.
“Voy a orar mucho por vos”, me dijo. Seguramente iba a necesitar de sus oraciones, de las mías, de las de todos.

Durante varios días solamente me dediqué a hacer un resumen de las cosas que me habían sucedido. Eran muchas y algunas me costaba recordarlas en detalle. Pero la agenda mágica funcionó y lo que allí había anotado me ayudó a revivir algunas situaciones.
Tenía que hacerme un plan de acción. Hasta ese momento, las cosas se habían ido sucediendo como por azar. Un virginiano tiene que saber planificar sus acciones. Por supuesto, sin exagerar. Debía evitar la “parálisis por análisis” tan temida.
Recorrí la Internet de norte a sur y de este a oeste, si es que pueden aplicársele puntos cardinales. El objetivo era ahora Charles Darwin. Reuní muchos datos sobre él, algunos sorprendentes, pero no quiero anticiparme. Ya daré cuenta de esa parte de mi investigación al relatar la entrevista que mantuve con el Doctor Raúl Gallardo, un paleontólogo muy joven a quien encontré casi casualmente – palabra que a estas alturas ya no me atrevo a usar en su sentido lato – en la sala de los fósiles del Museo de La Plata.
¿Por qué no escribo ahora acerca de eso? Porque varios días antes ese encuentro recibí una llamada telefónica inesperada.

- ¿Daniel? Soy Mariana. Tengo un problemita con mi computadora. Sabés que la uso para trabajar, especialmente con los tipos de Tarot. Algo le pasa que no me permite ver bien la pantalla. – dijo en un pedido de auxilio como el que de tanto en tanto recibía de ella.

Mariana se dedicaba al Tarot, al Reiki, a todas esas cosas que le llegaron con la New Age y se le quedaron pegadas. Afortunadamente supo convertirlas en su fuente de trabajo y, gracias a eso, vive bastante bien. Los que saben de terapias alternativas dicen que es buena y tiene muchos pacientes, consultantes, clientes, o como se llamen.
Ese mismo día fui hasta su casa. Atendía a las personas en un garage sabiamente decorado para ambientar su labor. Infinidad de imágenes, fotografías, extraños elementos y velas de todos colores, rodeaban a la que seguramente era protagonista fundamental de sus sesiones: la computadora. Pero a este aparato no podía mejorarlo ella con el Tarot, el Reiki ni nada parecido. Por eso tenía que llamarme ante cualquier problema técnico.
Mientras probaba el equipo y detectaba la falla, me preguntó en qué andaba.

- Estoy haciendo un estudio acerca del origen del hombre y su evolución – le resumí.
- ¿Para alguno de tus alumnos? – preguntó, sabiendo que muchas veces me encargaban ese tipo de trabajos.
- No, es para mí. Quiero saber de dónde apareció Adán. – le precisé.

¡Para qué lo hice! Mariana comenzó a explicarme una serie muy variada de teorías que combinaban en forma muy conveniente elementos de todas las culturas prehistóricas e históricas, la astrología, la metafísica, la parapsicología, los sabores, los colores y los olores. Consideraba yo que cada uno de esos elementos podía tener un valor propio, a veces importante para explicar las cosas. Lo que no me convencía era la mezcla que ella hacía de todos esos ingredientes.

- Y por eso, Dios creó a Adán y a Lilith, según los viejos libros hebreos. – concluyó.
- Lilith era Eva – acoté, suponiendo que se trataba de una simple diferencia de nomenclatura.
- ¡No! Eva no fue la primera mujer de Adán sino la segunda. – me aclaró compadeciéndose de mi ignorancia. – Terminá con la computadora así te cuento un poco más sobre ella.

¡Éramos pocos y ahora aparece Lilith! La primera mujer. La primera esposa de Adán. Con lo que teníamos ahora a Adán, Eva, Caín, Abel, Set,… y Lilith.


Finalicé mi solución del problema, probé la computadora y Mariana la utilizó unos minutos para verificar que todo funcionaba a su gusto y placer. Apagó el equipo, fue hasta la cocina y volvió con un par de tazas con sus platitos y cucharitas, una tetera y un frasco con miel.


- ¡Té… de rosas! ¿Lo probaste alguna vez? – me preguntó.

En esos precisos momentos de mi vida, té de rosas, kerosén o veneno me daban lo mismo. Negué con la cabeza. Llenó las dos tazas con el líquido humeante, echó un poco de miel en cada una y me alcanzó la que me correspondía.

- Revolvé bien. La miel debe disolverse perfectamente para que el efecto sea mayor. Vas a ver que te tranquiliza. Te hace sentir como flotando en el aire. – me indicó.

Si eso realmente tranquilizaba, para soportar a Mariana iba a tener que tomar unas cuantas tazas, pensé.

- Te cuento quién fue esta Lilith. Según la literatura hebrea, como te dije, Dios creó un varón y una mujer. Eran Adán y Lilith. Ambos fueron hechos de barro, es decir, de arcilla que tomó Dios del suelo. Dicen que esa primera mujer era muy hermosa, curiosa, inquieta y se reía de los errores que Adán cometía. Eso al tipo no le gustaba mucho… vos sabés cómo eran, son y serán los tipos.

Yo seguía su relato mientras bebía mi té. No estaba nada mal. Era suave, perfumado, y transmitía verdaderamente una sensación de placidez que parecía inundar mi cuerpo. La voz de Mariana resonaba en el garage como una letanía.

- Adán se quejaba mucho a Dios respecto de los problemas que Lilith le causaba. El Creador trataba de convencerlo de que ella iba a ir aprendiendo a convivir. Al mismo tiempo, procuraba persuadir a Lilita haciéndole ver que, como no había ningún otro tipo en el mundo, tenía que tenerle paciencia y no darle tantos disgustos. Eran iguales en derechos y obligaciones. Adán no toleraba que le dieran indicaciones ni que Lilith no cumpliera las suyas. Lilith no quería subordinarse a Adán, porque era igual a él. Según algunos relatos, lo que más molestaba a Lilith era que Adán siempre quisiera ponerse sobre ella cuando mantenían relaciones sexuales. Por esto, y por muchas cosas parecidas, Lilith se cansó, tomó sus cosas que no serían muchas porque vestidos no usaba, y se fue del Paraíso. Adán se quedó solo, como merecía, hasta que Dios se apiadó de él y le creó otra esposa, esta vez tomándola de su costilla para que fuera obediente, inferior y todo eso. Lo demás, ya lo conocés.

Justamente en ese momento, cuando Mariana terminaba su breve historia, yo acababa mi taza de té. El asunto sonaba increíble pero interesante. Todo se presentaba así en estas historias. Adán, Eva, ahora Lilith, la Creación, todo era increíble y, a la vez, apasionante.

- ¿Vos creés realmente todo eso? – me atreví a preguntarle a Mariana. – ¿No te suena a tontería gigantesca? ¿No se te ocurre que se trate solamente de historias inventadas?

Recordé las palabras de Olga. ¿Estaría hablando el Demonio por mi boca? Decidí no ser tan ácido en mis evaluaciones. Tampoco yo tenía ninguna verdad para oponer a esas historias, ni a las bíblicas ni a las extrabíblicas. Quizá lo de la evolución de las especies también fuera una tontería gigantesca, solamente invenciones. ¡Cómo me hubiese gustado que León estuviera allí! Porque quizá reiría mucho con la historia de Lilith, o tal vez se pondría serio, diría que podía ser verdadera y hasta aseguraría que lo era. Con León, nunca podía aventurarse nada.

- No son inventos ni tonterías. Tenés que leer el “Alfabeto de Ben Sirah”. Son historias que nos han llegado desde el fondo de los tiempos. – me respondió Mariana poniéndose seria. Creo que había ofendido su sensibilidad, lo que ocurre con las mujeres cuando se defienden si alguien expresa una opinión que no les gusta. – Los relatos sobre Lilith son muy antiguos. Para los sumerios era un espíritu morador del viento nocturno que cuidaba las puertas que separan lo espiritual de lo físico. Era la que acompañaba a los hombres al templo de Ishtar para realizar ritos sexuales. Dicen que tenía el cabello rojo, y algunos creen que eso la hacía peligrosa.

Olga es pelirroja, y doy fe de que es peligrosa. Esto hacía para mí algo más creíble la historia de Lilith.
Luego Mariana me habló de ella en la tradición de la Mesopotamia, de Gilgamesh y la muerte del dragón, de la transformación de una Lilith en un demonio. Eso también había ocurrido en Grecia, con una tal Lamia, las estriges y las empusas, generalmente vampiros.
Pasaron por su relato las arpías, los búhos, el verdadero primer hombre llamado Adán Kadmon, una larga lista de extraños nombres asociados a extrañas historias que, por si no bastaran, Mariana mezclaba en desorden haciendo imposible que pudiera yo organizar más de dos ideas en secuencia.

- ¿Tomás otro té? – dijo de pronto, interrumpiendo su tediosa enumeración.

Le agradecí su té, sus informaciones acerca de Lilith, y hasta creo que le dejé saludos para Adán Kadmon, por si lo veía. Todo eso al tiempo que reunía mis cosas y las iba acercando a la puerta del garage.

- Gracias por arreglarme la computadora – dijo como despedida.

Creo que expresé un “no es nada” ya casi llegando a la esquina. Pero la historia de Lilith no había estado mal. Que Eva fuese la segunda esposa de Adán, la sometida, era una curiosidad. Tenía poco que ver con mi investigación pero seguramente sería una nota de color en mi novela.

El próximo paso sería ocuparme el tema Darwin. Algo tranquilo. ¿Qué novedad podía encontrar en una historia tan estudiada y prolija? Sin embargo, el famoso naturalista y su apasionante vida iban a crearme muchos problemas en las subsiguientes semanas.
Darwin, desde su tumba en la Abadía, iba a conducirme a todo un mundo de cuestiones complejas e inesperadas.

Al regresar a casa me esperaba mi amada Lilith, colorada y, sin duda, peligrosa.

10
“Charles Robert Darwin nació en Sherewsbury el 12 de febrero de 1809. Fue el segundo hijo varón de Robert Waring Darwin, médico de fama en la localidad, y de Susannah Wedgwood, hija de un célebre ceramista del Staffordshire. Su abuelo paterno, Erasmus Darwin, fue también un conocido médico e importante naturalista. …”

La historia oficial de Darwin estaba por todas partes. Hasta en las revistas femeninas sobre modas. Algunas biografías relataban detalles muy precisos sobre variados aspectos: un hermano y cuatro hermanas, madre fallecida cuando él tenía apenas 8 años, mala formación escolar, interesado desde pequeño en la historia natural – seguramente por influencia de su abuelo - , coleccionista politemático,...
Llamaron más mi atención ciertos puntos específicos. Su padre decidió que debía ser médico y así, con apenas 16 años de edad, ingresó en la Universidad de Edimburgo. Pero a Carlos no le gustó esa carrera. Una profunda repulsión por las cirugías, la sensación permanente de que los profesores no se interesaban por responder sus preguntas y la seguridad de poder vivir un futuro tranquilo sin necesitar trabajar de nada – mucho menos de médico – pues heredaría una fortuna de su famoso progenitor, lo llevaron a alejarse de la Universidad y retornar al hogar.
“Yo no mantengo vagos”, debe haber dicho el padre cuando Carlos le comunicó la decisión. “Si no querés ser médico, entonces serás clérigo.” Antes de cumplir los 20 ingresó en el Christ's College de Cambridge. La idea de ser pastor en algún pueblito no le disgustaba.
Sin embargo, el jovencito tenía algunos intereses que perturbaban su contracción al estudio: las cacerías, las cabalgatas, y las fiestitas con sus amigos. Además, por encima de los asuntos religiosos comenzó a desarrollar un antes ignorado gusto por la música y por la pintura.
Conoció al Reverendo Henslow, un profesor de botánica y entomología quien logró interesarlo en la geología. Fue así que cuando a los 22 años terminó sus estudios religiosos se unió a una expedición dirigida por Adam Sedgwick para realizar investigaciones en el norte de Gales.
Evidentemente, Carlos estaba buscando su lugar en la vida. El mismo Reverendo Henslow le consiguió la posibilidad de embarcarse en el “Beagle”, con la oposición de su padre pero apoyado por su tío Josiah, como me había hecho notar León.
La salud del muchachito nunca había sido demasiado buena y empeoró antes de comenzar el viaje alrededor del mundo. Quizá por su extremo nerviosismo sufría con frecuencia de palpitaciones y dolores en el corazón. De todos modos, luego de algunas dudas por esta circunstancia negativa, Fitzroy lo aceptó como naturalista de la expedición.

Me estaba gustando bastante este joven inquieto, seguramente por algún parecido conmigo a los 20 años. No tuve la posibilidad de sumarme a ninguna expedición fabulosa, pero, por ejemplo, si debía cumplir con el servicio militar bligatorio pediría ser enviado a la Antártida. En el sorteo previo quedé exento de la obligación y nunca pude llegar a saber personalmente cómo eran las vecindades del Polo Sur.
Tal como León también me había comentado, Carlos aprendió bastante castellano – o “español”, como ahora se dice – en Tenerife antes de embarcar, al mismo tiempo que leía los libros de Sir Alexander Humboldt.
Toda la noche había pasado informándome en Internet acerca de Darwin. Decidí dormir unas horas y por la tarde darme una vuelta por el Museo de Ciencias Naturales de La Plata para ver qué encontraba sobre el tema. Tenía la vista muy dañada por tanto fijarla en la pantalla del monitor. Un poco de exteriores me haría bien.

Cuando llegué a las escaleras de acceso al hermoso edificio, me acerqué a uno de los esmilodontes que cuidan la entrada. La estatua del tigre dientes de sable me trajo recuerdos de otra locura de mi vida: la filmación nunca concluida de “Las ruinas circulares”, el cuento de Borges que marcó un punto importante en mi historia. Fue una de las aventuras que sí pude disfrutar. Vino acompañada de tantos sucesos que merecerá algún día, quizá, su relato propio.
Habían transcurrido muchos años desde mi última visita al Museo. Recorrí algunas salas descubriendo nuevos elementos y una decoración de ambientes más cuidada que la que observara en anteriores oportunidades. Pero, como otras veces me ocurriera, encontré tanta información posible allí que me invadió la sensación de estar perdido en mi ignorancia. Para hacer verdaderamente valiosa una experiencia así, debe alguien prepararse antes conociendo algo más acerca de lo que verá.

Transitando uno de los enormes pasillos dirigí mi vista a la sala de los fósiles. Sonreí como en oportunidades anteriores imaginando qué ocurriría si yo fuese un perro y me encontrase ante tantos huesos.
Junto al dinosaurio más grande, el que ocupa el centro de la sala y cuyo nombre jamás recuerdo sin leer el cartelito que tiene a su lado, un hombre joven, de pelo negro y lentes de marco también negro, vistiendo un blanco guardapolvo, observaba ese rompecabezas de hueso mientras tomaba notas en un cuaderno.
¿Y si le preguntaba a él sobre Darwin? Tenía “cara de saber mucho”, o seguramente me lo pareció, ya que ese tipo de rostro no existe realmente. Conozco varias personas con cara de poco lúcidos que son realmente unos genios, y otros con cara de genios que…
Me acerqué a él.

- Perdón. Buenas tardes. – le dije, agregando luego mi nombre a modo de presentación formal.
- Excúseme. No soy de aquí. Si desea saber algo acerca de esto, le aconsejo que busque a alguien del Museo. – respondió con seriedad al tiempo que me echaba un rápido vistazo.
- No. No es sobre un tema específicamente del Museo. ¿A qué te dedicás?– le pregunté, tuteándolo sin sentimiento de culpa en razón de nuestra marcada diferencia de edades.
- Paleontología. Me llamo Gallardo, Raúl Gallardo. Soy argentino, de San Isidro, pero desde hace unos años vivo en México con mi familia. – me relató, ya resignado a hacer una pausa en su trabajo. – Allí hice la carrera.
- ¿En la Universidad Autónoma? – aventuré para demostrarle algún conocimiento sobre ese país.
- Sí. En el Distrito Federal. – me confirmó, sonriendo. - ¿Y qué es lo que querés saber? Si puedo ayudarte… - ofreció, compartiendo mi tratamiento informal.
- Darwin y su teoría de la evolución – le precisé. – Tengo algunas dudas…  En realidad sé muy poco acerca de eso.
- Mi sensación actual es que nadie sabe mucho. A mí me interesó porque, en su momento, fue una posición revolucionaria y muy discutida. – aclaró – Aunque durante casi todo el siglo veinte fue lo que se enseñó como la mejor explicación del origen de las especies.
- Entonces, ¿todos venimos de bichos como este? – le pregunté señalando el dinosaurio.
- No de éste, precisamente, pero sí de otro que andaba por allí en esos tiempos. Al menos, eso dijo Darwin, aunque ahora parece que en los Estados Unidos se pretende volver al creacionismo. – dijo con rostro algo apenado.

Como presentí que no íbamos a tener una conversación breve, y deseaba realmente que así ocurriera, lo invité a tomar algo para discutir el asunto con tranquilidad. Por supuesto, si él quería y tenía tiempo suficiente para dedicarme.

- Acepto. Estoy haciendo un trabajo para presentarme como profesor adjunto en una cátedra de la UNAM. Vine a San Isidro a visitar a mis abuelos y aproveché para llegarme hasta La Plata a ver estos ejemplares y completar algunos datos que me sirvieran. Pero el tema Darwin me interesa más, y un café no me va a venir mal.

Fuimos hasta el pequeño bar que utilizan los alumnos de las carreras universitarias que se dictan en el Museo. Nos sentamos y, por supuesto, puse sobre la mesa mi agenda. Ya quedaba poco lugar en ella para seguir reuniendo anotaciones. Tendría que insinuar a mi suegra la necesidad urgente de otra para mi próximo cumpleaños.

Informé a Raúl mi interés por escribir algo acerca de las teorías sobre la aparición del hombre en la Tierra. Por supuesto no entré en demasiados detalles, pero sí le hice notar el conflicto que crean en los estudiantes que tienen alguna formación religiosa.

- Por supuesto, también me ocurrió. – confesó. – Y me sigue preocupando el tema. Pero, por ahora, me quedo con la teoría de la evolución. Al menos para no desentonar en el ambiente en el que trabajo. – terminó, acompañando su expresión con una sonrisa.

Estábamos sentados junto a la barra, y allí nos sirvieron las tacitas de café, el mío con crema. Nunca había tomado tanto café en mi vida como en estos meses, cuando me reunía para conversar con alguien, cuando me quedaba solo frente a la computadora o a los libros.

- ¿Sabés, Raúl? – le dije. – No sé si hoy me interesa más la teoría de Darwin o lo concerniente al propio Darwin. Su vida se asemeja algo, al menos en su etapa juvenil, a mi vida.
- Quizá a la vida de no pocos – señaló, probablemente incluyéndose. - Entonces ya habrás aprendido unas cuantas cosas sobre él. Hace tiempo que no leo nada pero un par de años atrás tuve que presentar un trabajo especial sobre él para un curso sobre Historia de la Ciencia al que asistí. Algo me debe haber quedado porque en ese momento estaba muy metido en el tema.
- Estoy en el punto en el que se embarca con Fitzroy en el “Beagle”. – precisé, al tiempo que Raúl bebía su café con expresión de intentar ubicar información en alguna circunvolución apropiada de su base de datos personal
- Todo comenzó con un tema topográfico, es decir, reconocer el suelo, el relieve y todo eso de la Patagonia, Tierra del Fuego, las costas de Chile y de Perú, algunas islas... Anduvieron viajando como cinco años. Iban de un lado hacia otro: Tahití, Australia, Sudáfrica… - puntualizó. – Pero Darwin era un muchacho al que esas cuestiones al principio no le interesaban demasiado.
- Parece que se ocupaba de las cosas un tiempo y después se aburría. – planteé. – Era lo que hoy llamarían “un disperso”.
- Sí. Entre las cosas que en ese momento lo apasionaban estaba la caza. Aprovechó el viaje para dedicarse a matar cuanto bicho encontraba, embalsamarlo y ponerlo en su colección. En realidad fue durante los primeros meses, ya que después encargó a otro que lo hiciera para él y se comenzó a ocupar con más seriedad del trabajo científico para el que Fitzroy lo había embarcado.

             Raúl sabía mucho más sobre Darwin que lo que él mismo creía. Al menos, mucho más que yo.

- ¿Y cuál era ese trabajo? – pregunté.
- La geología. Fitzroy sabía que Carlos había estado en una expedición de Sedgwick y que había aprendido mucho con él. Una cosa destacable en Darwin siempre fue su capacidad para absorber información sobre temas nuevos. Cuando se metía en algo lo hacía con todo. Había leído un libro de un tal Lyell, al que después conoció bien. En su viaje, pudo comprobar que sobre la Tierra todo cambia, que una cosa es siempre consecuencia de otra anterior. – expresó totalmente convencido de que eso era una verdad irrefutable para cualquier científico.
- ¿Lo conversaba con Fitzroy? – pregunté.
- No solamente con él. Escribía cartas al Reverendo Henslow… ¿sabés quién era? – dijo, tratando de precisar qué conocía yo y qué no conocía acerca de la vida de Darwin.
- Sí, por supuesto. El botánico. ¡Seguí! ¡Seguí! – lo apuré. Nos estábamos acercando al punto al que yo quería llegar.
- Henslow leía las cartas de Carlos en las reuniones de los miembros de la Sociedad Filosófica de Cambridge. Es decir, cuando Carlos volvió a Inglaterra ya era considerado un tipo importante en la ciencia. Y pudo publicar su primer libro a los 30 años.
- ¿Pero no se ocupó demasiado de los animales durante el viaje? – quise saber, poco interesado en minerales y vegetales.
- Sí. Se fijaba en todo. Especialmente en las semejanzas y diferencias entre animales y plantas de un mismo lugar y de distintos lugares. Hubiera descubierto quizá más cosas si la salud lo hubiese ayudado. ¿Sabías que era bastante enfermizo? – preguntó.
- Sí. Del corazón. – respondí mostrando algo más de lo relativamente poco que había leído sobre Darwin.
- Creo que era un muchacho histérico. Ahora, después de muerto, lo vemos como inquieto, curioso, hiperactivo y todo eso, pero en realidad debía ser un tipo insoportable. Aunque no tengo muchos fundamentos para esta opinión. Pero por eso de que se mareaba mucho sobre el barco, se agitaba, en fin, me parece que hoy diríamos que era un histérico. – expresó con la seguridad que suelen demostrar los jóvenes científicos novatos. Miró su reloj. – Lo lamento. Tengo que irme. Esta noche ceno con mis abuelos y ya mañana volvemos a México. ¿Te sirvió lo que te dije? No fue mucho, ¿no?
- Me resultó muy útil. Te agradezco. – dije convencido.

Intercambiamos nuestras direcciones de e-mail. Raúl quería que lo mantuviera al tanto de mis avances y me prometió que, al llegar al D.F., buscaría en su Facultad algún profesor realmente conocedor de Darwin para lograr que le contara algo diferente a lo que la mayoría sabía sobre él.

Nos despedimos y salí caminando rápidamente del Museo. Había quedado muy entusiasmado con la conversación. Pero al volver a casa me di cuenta de que, en realidad, no había encontrado nada especial para anotar en la agenda. Los temas que tratamos sobre Darwin podía haberlos encontrado en Internet. Sin embargo, había hecho un nuevo amigo, interesado en el asunto, y con posibilidades de conseguirme alguna información “que no todos supieran”, como prometió.
Y cumplió su promesa.

11
Esa misma noche continué mis lecturas sobre Darwin, al menos para completar algo más su ficha biográfica. Siempre creí que uno hace lo que es y uno es lo que hace. Este personaje confirmaba mi creencia.
Anoté los libros que había publicado, los cargos que había ido ocupando, su lectura sobre el trabajo de Malthus. Me resultaba interesante ir confirmando cómo las circunstancias van modelando a una persona. A veces, las más, es el azar quien decide si alguien va a llegar a algo o quedará en el camino. Los lugares que conoce, las personas que se cruzan en su vida, sus lecturas, sus experiencias. Es como si alguien o algo decidieran qué será de él o de ella sin que el interesado pueda tener demasiada influencia sobre los factores definirán su destino. Es más, parecería no ejercer ninguna influencia.
“El hombre propone y Dios dispone”, diría mi madre quien todo lo resumía en algún refrán popular. Tal vez tenía razón. Eso también regía mi vida, tanto en lo que me había ocurrido hasta entonces como en lo que me sucedería después. Justamente por tratar de investigar los núcleos del sujeto de ambas oraciones del refrán: “hombre” y “Dios”.

También me informé de que Darwin se casó con su prima Emma unos días antes de cumplir los 30. Vivieron primero en Londres y después en Kent, mudándose por los problemas de salud de Carlos. A pesar de esos problemas tuvieron diez hijos.

Por todas partes estaba desarrollada su teoría sobre la evolución de las especies. Pero también muchos decían que no era realmente un trabajo original de Darwin. En realidad, yo no quería profundizar tanto en el tema científico. Iba a ser algo pesado para incluir en una novela. Lo único que podría hacerlo más potable era que tuviese alguna connotación erótica, violenta o misteriosa. Pero dudaba de que un sesudo trabajo de un sesudo científico presentara esos aspectos, ni siquiera lejanamente.


Como para desmentir a Raúl y su teoría sobre la histeria de Darwin, Carlos murió a los 73 años de un ataque al corazón, después de haber sufrido graves problemas con ese órgano durante muchos meses.


No había pasado una semana desde mi visita al Museo cuando recibí el primer correo electrónico de mi nuevo amigo en México. Me enviaba sus saludos, había llegado bien, se había puesto a leer mucho acerca de Darwin y sus investigaciones, y había encontrado al profesor que sabía realmente sobre el tema. Me adjuntaba un resumen de su conversación con él.

“Le dije al Profesor Jiménez de Hoyos, quien ya está retirado pero fue un notable Rector de la Facultad durante muchos años, que querías saber algo sobre Darwin y su teoría, pero algo que pocos supiesen. Se sonrió y me dijo que a él también le gustaría saber algo así, pero que iba a hacer lo posible por satisfacerte.
Te cuento que la charla fue apasionante. El viejo conoce a Darwin como si hubiese sido un familiar de él. Me confirmó que era un hombre algo complicado, tan histérico como yo suponía, y que sus problemas del corazón eran consecuencia de su carácter algo alterado. Pero que eso, en realidad, se había ido corrigiendo con los años, más cuando se dedicó a estudiarse y publicar notas acerca del desarrollo de su propia mente y de su propia personalidad. Que luego de ser cosas muy variadas había ido convirtiéndose en un verdadero naturalista.
Me dijo que ibas a poder encontrar sus trabajos por todas partes, tanto escritos por científicos que los compartían plenamente como por fundamentalistas religiosos que los negaban de plano. Así los llamó, “fundamentalistas religiosos”, con lo que podrás darte cuenta de qué es lo que Jiménez piensa sobre el tema.
Sugirió que debías buscar información acerca de Alfred Russell Wallace. Este científico envió a Darwin un manuscrito con casi lo mismo que el libro que Carlos estaba por publicar. Eso produjo en él temor de darlo a conocer. Todos seguramente dirían que se había copiado de Wallace, que lo había plagiado o, al menos, que Darwin no era el primero en proponer esta teoría. Pero lo convencieron de que lo publicara al menos como un resumen.
Jiménez me contó muchas otras cosas sobre los trabajos de Darwin, pero creo que lo que a vos te puede interesar es que publicó su libro sobre el origen de las especies el 24 de noviembre de 1859, se imprimieron 1.250 ejemplares y se vendieron todos ese mismo día. Un verdadero éxito editorial.
Allí comenzaron los problemas. Darwin explicaba como un proceso natural lo que la mayoría consideraba una creación de Dios. Lo que Darwin decía iba en contra de lo que la Biblia decía. ¿Imaginás lo que debe haber sido en esos tiempos?
Me dijo el viejo que buscaras datos sobre un paleontólogo llamado Owen y un obispo Wilberforce, que fueron los principales opositores.
Pero Darwin no arrugó sino todo lo contrario. No respondió directamente pero luego, después de pasar unos diez años de debates y discusiones entre los sostenedores y los denigradores de su teoría, hizo explotar otra bomba. Publicó un libro llamado “La descendencia humana y la selección en relación con el sexo”. Allí decía que el hombre había aparecido sobre la Tierra solamente por un proceso de evolución natural.
¿Recordás que Darwin era un pastor ordenado en la Iglesia Anglicana? Y él fue quien pudo escribir que lo que decía la Biblia no era real. “¡Cómo nos cambia la vida!”, suele decir mi viejo, recordando un tango que me canta de vez en cuando.
Hay más, porque hay quienes opinan que no solamente Wallace fue precursor de Darwin en esta teoría. Erasmus Darwin, el abuelo de Carlos, ya había estudiado eso y había publicado un libro en 1794, antes de que su nieto naciera. Critican que en “El Origen de las Especies” Carlos usa todo lo que había escrito su abuelo, casi palabra por palabra y ejemplo por ejemplo. Recuerdan además que en ese mismo año un geólogo escocés llamado Hutton proponía que el hombre estaba sobre la Tierra no desde hacía miles de años sino desde hacía mucho más, negando también que hubiese habido un diluvio ni ninguna otra catástrofe. Por supuesto estas últimas aseveraciones de Hutton fueron pronto desmentidas por los descubrimientos de los científicos, pero no sucedió lo mismo con la primera que presentó.
Parece que 1794 fue un año propicio para que salieran a la luz estas cuestiones sobre el hombre y su origen, la evolución y la selección natural. Fíjate – ya me salió el mexicano, pero lo dejo así – que Hutton escribía que los perros lentos perecen y los más rápidos son preservados para continuar la raza. Así fundamentaba la supervivencia de los que poseen propiedades ventajosas tales como olfato y oído muy desarrollados, y la desaparición de los que carecen de ellas. Decía que el mismo principio de variación debía influenciar a cada especie de planta, “tanto fuera de un bosque como de una pradera”.
Muchos otros escribieron sobre todo esto, según me informó Jiménez. Un tal William Wells, por 1813, hacía notar que en el África Central algunos habitantes soportaban mejor que otros una determinada enfermedad. Hasta postulaba que los negros eran, en su capacidad de adaptación, superiores a los blancos. También un escocés llamado Matthew publicó su libro casi al mismo tiempo que Darwin y se llamó a sí mismo “descubridor del principio de la selección natural”.
Como ves, Daniel, te has metido en un berenjenal. Pero todavía te queda el mayor precursor de las teorías de Darwin, alguien que publicó sus libros antes que Carlos. Se llamaba Edward Blyth.
Nuestro héroe – permitime llamar así a Darwin – lo conocía bien, porque sus trabajos estaban muy difundidos. Carlos tenía muchos de sus artículos e incluso hacía anotaciones en sus márgenes.
Por eso, y dando por sentado que un tipo como Darwin no podía ignorar a todos estos colegas que antes que él o al mismo tiempo que él escribieron sobre el tema, le echaron en cara que no les agradeciera o al menos los mencionara. Quiso hacerlo o tuvo que hacerlo en la tercera edición del “Origen”, en 1861. Pero muchos siguieron considerando que era solamente un ladrón de ideas, un “tipo rápido” que había sabido usufructuar lo que otros científicos de perfil más bajo mantenían reducido a comunicaciones científicas o publicaban en libros que pocos leían.
No sé si estos temas te van a servir para tu investigación. Personalmente, me parecieron interesantes.
Jiménez me dijo que hasta hoy siguen apareciendo acusaciones de plagio contra Darwin y se publican análisis bastante convincentes que permiten concluir que su teoría no puede demostrarse en la práctica. Lo acusan de solamente dar a conocer los hechos que le convenían y ocultar todos los que podían ser usados contra su opinión.
El viejo cree que Darwin era un tipo muy inteligente, que había desarrollado muy bien su estrategia, que sabía mucho sobre la naturaleza y que más que un científico profundo era un brillante escritor de best-sellers.
Según él, tuvo la habilidad de presentar a sus competidores en sus trabajos reduciendo su importancia a simples investigadores de fenómenos puntuales pero haciéndolos ver como incapaces de producir una teoría general sobre la cuestión. Esto me recuerda la entrega de los Oscars en el momento en el que el elegido agradece el premio y, como si les tirara los restos de un delicioso manjar, dice querer compartirlo con los que han estado con él en la terna de posibles, que seguramente también lo merecían, y todas esas frases hechas que en realidad no siente. Darwin ganó algo semejante a un Oscar en el rubro “Inventores de la teoría del origen de las especies”, pero no compartió esa posibilidad con una simple terna sino con una cantidad mucho mayor de postulantes que quizá realmente lo merecían tanto o más que él.
Para Jiménez, Darwin llevó un concepto posible, la selección natural, es decir, la supervivencia del más apto, a un enorme globo que incluía una pretendida explicación del origen de las especies.
Espero que esta vez sí te haya sido de utilidad pues lo que hablamos en el Museo fue poco en extensión y escasamente valioso en contenido.
No dejés de informarme acerca de tus avances. Comenté a varios colegas y alumnos lo que hacés y creo que estás creando una especie de “nueva onda de revisionismo de la teoría de Darwin”. Seguramente servirá para algo, al menos para que volvamos a los libros que, como decía alguien cuando yo era pequeño, “no muerden”.
Un abrazo
Raúl G.

¿Darwin, plagiario? ¿Un tipo que para subir podía hacerlo pisando las cabezas de otros sin que se le moviera un pelo? Raúl había cumplido su promesa. Me había hecho llegar información que seguramente muy pocos tenían. Al menos, un lector común no conocería hechos de este tipo.

Ahora sí podía incluir la historia de Darwin en la novela. Con mucho argumento para los defensores del creacionismo pero por el momento sin relación directa con mis zetarreticulianos. Esos seres venidos de allá lejos estaban seguramente siguiendo con atención mis idas y venidas, y no me habían puesto hasta ahora ninguna traba visible.
Estimaban, pensé entonces, que estas informaciones sobre Darwin y su teoría no me iban a llevar a nada importante que pudiera involucrarlos o perjudicarlos, que condujera a suponer su existencia o a ponerlos en evidencia.
Hoy, habiendo regresado de toda esta sucesión de acontecimientos que viví como protagonista principal, me doy perfectamente cuenta de que sí sabían que Darwin me iba a conducir a algo importante, a algo que tenía mucho que ver con ellos. Y que me dejarían proseguir mi camino y hasta me cuidarían durante el trayecto para que conociera lo que luego conocí, para que supiera lo que luego supe, y para que, finalmente, escribiera lo que estoy escribiendo.

12
“¡Si Álvaro supiera en qué me metió!”, pensé más de una vez, quizá en oportunidad de cada nuevo paso que daba. Pero también me surgían extrañas dudas. “¿Y si Álvaro me hubiese metido en esto intencionalmente? En Internet, cualquiera puede pretender ser cualquier otro. ¿Si Álvaro fuera un zetarreticuliano que dio el primer paso para interesarme en el tema del origen de todo?”
“Somos marionetas que Dios maneja a su antojo.”, había dicho Olga luego de leer anotaciones en mi agenda. ¿Dios o los zetarreticulianos? ¿O los zetarreticulianos siguiendo las indicaciones de Dios? ¿Dios sería un zetarreticuliano? Por lo menos estaba seguro de que el Dios de la Biblia era un extraterrestre. No era de la Tierra, pues según el Génesis, Él la creó. Mi amigo Adolfo me lo recordó hace un par de días.
Entonces, ¿qué significarían los mensajes que me fueron haciendo llegar los hombrecitos raros? ¿No decían que no me metiera en lo que no me importaba? Uno fue utilizando al mozo de un bar, un testigo que era fácil de sacar de circulación simplemente haciéndole conseguir un trabajo mejor en cualquier otra parte, sin necesidad de causarle daño alguno. El otro mensaje lo dejaron en casa de León, sabiendo que mi amigo iba a impulsarme a seguir buscando para que mi cobardía no hiciera quedar en blanco una página de alguna historia. León no era un zetarreticuliano. No creía que lo fuese. Me hubiese dado cuenta antes. ¿O no? Medía más de un metro veinte. Aunque sólo algo más, como treinta y cinco centímetros más. Tenía cabeza algo triangular pero sus ojos eran pequeños, o parecían pequeños porque la mayor parte del tiempo los entrecerraba. En todo caso, no se correspondía con la tipología II sino con alguna otra que permita que sean algo más altos.
Álvaro mencionó que a veces adoptan forma humana. León hacía más de setenta años que tenía esa forma. Aunque, ¿qué serán setenta años para un zetarreticuliano? Quizá solamente un par de minutos de nuestra vida, o tal vez menos.

¿Me estaría volviendo loco? Los que se metieron con cosas como éstas no terminaron bien. Newton era un apropiado ejemplo. Yo iba a convertirme en apenas uno más.
Seguí avanzando en este razonamiento poco racionalista. El papel que estaba dentro del libro y el que dijo haber recibido después los había escrito León, o los había hecho escribir por alguien. Tendría que buscar un perito calígrafo que evaluara si era posible que esa letra hubiese salido de la mano de León.
Pero, ¿por qué? Era obvio. Para empujarme a seguir investigando. Inventar una traba, un obstáculo, y luego darme una patada en el trasero para que continuara. Era la persona indicada para hacerlo. Y si no era él un zetarreticuliano entonces ellos lo convencieron de hacerlo. Como impulsaron a Álvaro a escribirme, en caso de que Álvaro tampoco fuese un zetarreticuliano.
¡Qué cosa de locos! Y yo, el principal. El que andaba de un lado para otro buscando datos para demostrar algo que en realidad no sabía bien qué era. ¿Con quién había tenido hijos Caín? Ya no importaba. Podía haber sido con su hermana o con la mía, si yo tuviera alguna. El tema era de dónde había salido Caín, si es que existió, y sus padres Adán y Eva, si es que existieron. Por no mencionar a Lilith.
¡Lilith! La imagen de ella se me aparecía firmemente unida a la de mi amiga Mariana, la de las ciencias ocultas, de la New Age, de todo eso. Seguramente Mariana había comenzado investigando a Lilith y había terminado tan desequilibrada como me pareció desde que la conocí. ¿Sería ese mi destino? Ya me veía en algún garage decorado con objetos extraños, mezcla de cristianismo, budismo, umbandismo y promociones de Pepsi, adivinando el porvenir de algún desgraciado. “Hermano Daniel. Consultas sobre su futuro. Reserve turno con anticipación. Veinte pesos la sesión.”
Me causaban gracia mis propios pensamientos. Dando rienda suelta al ingenio que me caracterizaba y me caracteriza, resumí todo en una conclusión tipo “soplo de aire fresco”: “Debe ser verdad lo de Dios y no la teoría de Darwin, porque la gente suele exclamar ¡Dios mío! y no ¡Darwin mío!” .


Estaba sentado delante de la computadora, como lo hacía horas y horas de cada día desde muchos años atrás. Pero no la había encendido. Pensaba. Tonterías, pero pensaba. Concluí que debía continuar reuniendo información que pudiese serme útil, en lugar de especular acerca de la naturaleza de León, el desequilibrio de Mariana y mi propia locura.
Con un par de inspiraciones profundas, cada una seguida por una larga retención de aire y una espiración muy lenta, recuperé la calma. Al menos la necesaria para encender la computadora, lo que me dispuse a hacer.
No llegué a concretarlo. Sonó uno de los timbres. En casa hay dos puertas que dan a la calle. Tiene su razón de ser pero no es relevante para esta historia. Me levanté y fui a ver de quién se trataba.
Podía ser cualquiera pero era Federico.

- ¡Hola! – me dijo a través de la ventanita que me permite saber quién llama aún cuando, como es notorio que la he abierto, no me libera de atender a quien sea.
- ¡Hola! – le respondí, mientras ejecutaba las complicadas maniobras conducentes a posibilitar la apertura de una puerta con ya demasiados años de antigüedad, siempre con la misma cerradura.

Federico entró como a su casa, con la confianza mutua que nos dispensábamos desde mucho tiempo atrás. Preguntó cómo estaba Olga y, sin esperar respuesta, se coló en nuestra oficina. Traía nuevos papeles impresos en su mano derecha. Parecía entusiasmado y hasta feliz.

- ¡Tengo otra bomba! - me dijo. – Pese a que vos ni me llamaste para contarme las novedades de nuestra investigación.

“¡Nuestra!” En fin, daba lo mismo.

- Te juro que no tuve tiempo. – me justifiqué sin mentirle ni un poquito. – Pero estaba por llamarte en cualquier momento.
- Decí que tu amigo Federico, de experto ginecólogo ha ampliado su área de influencia a experto en ciencias naturales, en especial a la teoría del origen de las especies. – me dijo sonriendo con un aire de suficiencia.
- ¿Cuál es la bomba? – le pregunté.
- ¡Darwin, tu querido Darwin, tu admirado Darwin, es una enorme mentira! – me soltó, esperando seguramente que cayera de espaldas. Al ver que mi rostro quedaba impasible, agregó: - ¿Ya lo sabías?

Asentí con la cabeza.

- Me enteré de muchas cosas. Pero no saques conclusiones tan rápidamente. – lo contuve colocando mi mano derecha como para indicar “stop”. – No te dejes llevar por los rumores. Eso dicen de él los que lo combaten. Lo vienen diciendo desde hace ciento cincuenta años. Pero Carlos Darwin está ahí, tranquilo en su nicho, posicionado notablemente en la historia de la ciencia, firme como el bigote de una estatua.
- Pero… ¿no leíste en Internet? – me preguntó asombrado. - ¿Wallace, Blyth…
- …Hutton, su propio abuelo, etcétera, etcétera – lo interrumpí mientras él seguía con los ojos muy abiertos. - ¿Y?
- ¿Cómo, y? – me miraba sin comprender nada. – ¡Eso cambia todo!
- Eso no cambia nada, - le repliqué. – Puede darse cualquier nombre a la teoría, el de Darwin, el de Blyth, el que quieras. La cuestión es que parece que lo que no funciona es la teoría.
- ¿No descendemos de los monos? – preguntó algo más calmado.
- ¡Qué sé yo! –respondí con sinceridad. - Según la teoría de Darwin somos un mono mejorado por evolución, según otros somos un mono mejorado por adaptación.
- Esto se está poniendo muy difícil. – me dijo desalentado.
- Es difícil. Y yo abandono aquí. – le mentí para sacarlo del asunto. No quería compañía en mi investigación. Solamente yo conmigo ya éramos demasiados.
- Entonces… ¿qué hago con estos papeles? ¡Y no me digas ninguna barbaridad! – se atajó.
- Dejámelos. Quizá los lea, quizá no. Veremos. – le dije procurando hacerle perder todo su interés en la cuestión.
- ¿No te cuento nada? – preguntó.
- Si está en los papeles, no hace falta. Por lo menos dejame unos días para reorganizar mi trabajo normal que lo tengo muy abandonado. Olga sola no puede con todo. – le pedí.
- Como quieras – dijo mientras se volvía a levantar. – Aquí te los dejo. Pero llamame pronto, especialmente si cambiás de idea.
- No voy a cambiar. – le aseguré.

Lo acompañé hasta la puerta, lo saludé y cerré lentamente, como con desgano. En cuanto ya no pudo verme corrí hasta el escritorio para leer los papeles. Muchos tenían la copia de cosas que yo ya había visto en Internet. Pero había algunos más. Trataban principalmente el tema de la diferencia entre la teoría de Darwin de la evolución y las teorías sobre la adaptación y la selección natural.
Curiosamente, creer en la teoría de Darwin se había ido convirtiendo en un asunto de fe. ¡Qué divertido! Era como pensar que Darwin había creado una nueva religión.
Pude agregar algunas ideas interesantes a mi colección. Si el hombre fue el resultado de una variación genética aplicada a un mono que andaba por allí, entonces Eva, clon de Adán, también podía manifestarla, y transferirla a su descendencia. Si se trataba de un carácter adquirido, no la hubieran podido transmitir a Caín, Abel y demás familiares.
Seguí leyendo los papeles impresos por Federico. Era más de lo mismo. Mucho más. Extremadamente más. Planteaba postulados tales como “la especialización es siempre la pérdida permanente de parte de la información genética”, “toda adaptación es una pérdida de propiedades y no se transmite hereditariamente”, “como la pérdida de propiedades no puede ser demasiado prolongada porque se perderían los caracteres esenciales de la especie, entonces todo proceso de adaptación debe tener un límite”.


Todo esto parecía posible para Darwin y para sus críticos. En cambio, el hombre descendiendo del mono resultaba solamente una exageración darwiniana. Si el hombre no desciende del mono, entonces pudo haber sido creado, implantado en la Tierra por alguien exterior. Ese alguien pudo ser, como la Biblia asegura, Dios, el que no solamente creó al hombre sino a todos los minerales, vegetales y animales que estuvieron, están y estarán.
¿Puede seguir todavía ese proceso creativo? Otra vez según la Biblia, no. Porque estamos en el séptimo día o séptima etapa: Dios descansa. Solamente dejó funcionando las mutaciones genéticas para que el sistema se automantenga corrigiéndose permanentemente.
Si dejásemos fuera los zetarreticulianos todo estaría redondeándose bien. Darwin solamente habría exagerado sus conclusiones, la ciencia no se opondría a la Biblia, ambas se explicarían mutuamente y todos felices. Pero los zetarreticulianos estaban ahí, quizá para provocar lo que ocurrió inmediatamente.

Una de las hojas que había dejado Federico sobre mi mesa estaba escrita con otra tipografía, algo más pequeña. Describía los últimos meses de la vida de Darwin y los homenajes que recibió luego de su muerte. De esas pocas líneas me interesó solamente la que decía: “En diciembre de 1881 viajó a Londres a visitar a una de sus hijas y sufrió un desvanecimiento en la calle.” Sin saber bien por qué, copié eso en mi agenda. Ni siquiera analicé si podía o no ser relevante. Era un dato diferente, un detalle.
Ese simple detalle me haría viajar miles de kilómetros en un tiempo nada lejano del momento de anotarlo. Todo lo contrario.

13
Lo que había dicho a Federico respecto de mi intención de abandonar todo esto me estaba retornando como un bumerang. Transcurrían los días y al no ocurrir nada nuevo mi interés iba disminuyendo, se debilitaba como un fuego mal alimentado, se marchitaba como una flor separada de su planta.
Había recomenzado a ocuparme del sitio en Internet. Era un trabajo intenso procesar información todos los días, responder consultas, enviar e-mails de promoción. Iban alejándose de mi mente las duras palabras de León, los mensajes extraños, las incertidumbres acerca de la credibilidad de Darwin.
De vez en cuando alguna imagen se cruzaba en mi mente pero como algo ocurrido a otra persona. Eso es olvidar. Lo que mi ARN había registrado en largas cadenas de aminoácidos se reemplazaba por nuevas informaciones. Las relaciones establecidas entre esos sucesos anteriores hacían lugar a los datos que llegaban, abundantes, cada minuto de cada nuevo día. No reforzaba todas esas estructuras aprendidas haciendo los necesarios “repasos”. En poco tiempo iban a quedar almacenados unos pocos elementos significativos que ya no serían capaces de provocar en mí respuestas activas con solamente presentarse en mi conciente. Tenía que ocurrir algo importante para traer del depósito los archivos producidos en mis investigaciones.

Y sucedió. Iba siendo tiempo de que algún zetarreticuliano se decidiera a comunicarse directamente conmigo.

- ¿Es la casa del profesor? – preguntó secamente una voz femenina a través del teléfono.
- Sí. – respondí de igual modo.

No había recibido ni el “buenos días” que habitualmente abre los diálogos entre gente bien educada. Por tanto, tampoco tendría ella mi deseo que sus días fueran buenos.

- Necesitaría hablar con usted. – dijo bajando algo su voz.
- ¿Es por algún tema de estudio? ¿Clases de alguna materia? – le expresé.

Cada vez que una voz nueva aparece en el teléfono, suele ser para concertar algun turno. Afortunadamente para nuestra supervivencia.

- Sí y no. – Parecía jugar al misterio.
- No te comprendo bien. – Mi mensaje era en realidad doble: por una parte seguía su juego y por otra la tuteaba para demostrarle que avanzaba sobre su confianza.
- Se trata de algo que no puedo explicarle por teléfono. – declaró. – Prefiero hacerlo personalmente.
- Está bien. ¿Dentro de media hora? ¿Sabés dónde vivo? – Treinta minutos me darían tiempo para despertar a Olga, lo que no es sencillo, lograr que saliera de la cama, se vistiera y fuese a recibir a la mujer del llamado.
- Sí. Queda a pocas cuadras de mi casa. En media hora estoy allí. Muchas gracias. – concluyó, demostrando que había recuperado algo de su buena educación.

Procedí inmediatamente a realizar el complejo ritual de preparar el mate, acercarme hasta nuestro lecho conyugal, despertar tres veces a mi esposa con diferencia de tres minutos entre cada intento, lograr que se sentara en la cama y comenzara su retorno a este mundo saboreando la infusión caliente. Tenía solamente quince minutos más para lograr que completara el proceso de vestirse y demás. Afortunadamente, cuando sonó el timbre de la puerta del frente ella misma, todavía no demasiado afirmada sobre el suelo, pudo atender a la visitante.
Ya le había hecho yo una síntesis de lo poco que con ella había hablado media hora antes. Esta prevención de que Olga estuviese presente hacía la entrevista no demasiado privada. Tenemos mucha experiencia en el trato con conocidos y con desconocidos.

- Daniel – dijo al entrar a la oficina, seguida por la otra persona. – Esta chica quiere hablar con vos. No es un tema de clases. – aclaró, poniendo su mejor expresión de desconocimiento del asunto y reflejo de la verdad.

Se puso a un lado de la puerta e hizo pasar a una mujer de alrededor de treinta años y rostro común, sin nada en su aspecto que hubiese llamado mi atención al cruzarme con ella en cualquier calle.

- Disculpe, profesor, pero mi amiga Pilar me aseguró que usted iba a poder ayudarme. – realmente parecía algo turbada por estar causándome una molestia.
- ¿Pilar? ¿Cuál Pilar? – le pedí que precisara.
- La chica que está estudiando periodismo. – aclaró. Entonces recordé a Pilar. Había sido mi alumna durante bastante tiempo mientras cursaba su último año de secundaria, unos meses antes. Asentí con la cabeza. Ella prosiguió. - ¿Puedo sentarme?
- Por supuesto. – intervino Olga. – Sentate. ¿Les traigo café?

Ambos aceptamos el ofrecimiento inmediatamente. Quedamos solos por unos momentos.

- ¿De qué se trata? –pregunté realmente interesado. 


           Realmente no podía imaginar el motivo de su consulta. La joven no aparentaba ser estudiante, ni alguien que quisiera entrevistarme para algún periódico o programa de radio, como otras veces había sucedido.

- Pilar me dijo que usted investiga los OVNIs. ¿Es verdad? –Me miraba con mezcla de curiosidad y esperanza.
- Investigaba. Hace muchos años. – expresé lentamente. Yo le había contado a Pilar sobre mis aventuras más de una vez. – Pero no soy realmente un experto – le aclaré. – Solamente un aficionado.
- En mi casa pasan algunas cosas extrañas. – comenzó a explicarme. – Se mueven libros, platos, cuadros, sin que nadie los toque. – Su voz se hizo más misteriosa pero hablaba con toda simpleza y convicción. – A veces se corta la luz durante un par de minutos para luego volver a encenderse sola. Y durante el tiempo en que la luz está apagada se oyen unos jadeos y ruidos que no se sabe de dónde provienen. Estamos todos muy asustados.
- ¿Por qué creés que eso tiene que ver con los OVNIs? – inquirí mirándola directamente a los ojos para detectar alguna posibilidad de mentira o alteración mental.
- Mi vecina dijo haber visto algo sobre mi casa una de las veces en que esas cosas raras pasaron. Una esfera que reflejaba las luces de la calle. – me indicó con rostro dubitativo.

Este último dato no era para ella tan seguro como los anteriores.

¡OVNIs y fenómenos extraños! Tema para León. Me hubiesen interesado más en otra oportunidad. Con el asunto en el que estaba en esos momentos no tenía espacio vital para contener ninguna otra historia, ni real ni ficticia.

- Te voy a dar el teléfono de un amigo que sabe mucho más que yo sobre el tema. Tiene experiencia en casos como este y seguramente va a poder dedicarse más que yo a tu problema. – Busqué un papel que pudiera servirme para anotarle esa información y algun elemento para hacerlo.
- ¡No! No quiero hablar con su amigo de esto. – me interrumpió dejándome a mitad de camino en mi propósito. – Me da miedo, vergüenza, no sé. Vine a verlo a usted porque Pilar me dijo pero no sé ni de dónde saqué la fuerza para hacerlo. Si no quiere ayudarme…
- Está bien. – acepté. - ¿Y qué pensás que puedo hacer yo en esto? – pregunté sin demasiado entusiasmo.
- ¿Usted cree que pueden ser extraterrestres? – dijo mirándome con angustia.
- Si lo fueran no te preocupes. Harán un poco de ruido, jueguitos de luces y luego se irán a molestar a otro lado. – la tranquilicé. – Lo que ocurre en tu casa ha sucedido, sucede y continuará sucediendo muchas veces en muchos diferentes lugares. Pero nunca supe que alguien hubiera salido lastimado. No son agresivos.
- Entonces, ¿usted cree realmente que existen? – Sus ojos mostraban un dejo de duda.
- ¿Vos qué pensás ahora? – respondí con otra pregunta como un analista avezado. - ¿No te convenciste con todo el espectáculo que te están brindando? ¿O tenés otra explicación posible? Bueno. Ahora calmá tus nervios, hacé que tu familia no se altere demasiado, esperá unos días y si ocurre algo nuevo llamame. – le dije con extremada calma. Transmitir paz es otra de mis habilidades como interlocutor. – Lo más probable es que todo termine aquí y no recibas otra visita. Recordá de todos modos que son inofensivos. Quizá lo único que pueda pasar es que se rompa algún plato por esos movimientos.
- Ya ocurrió. Dos platos, un florero y el vidrio de un cuadro. – Había logrado que sonriera, al menos levemente. – Muchas gracias, profesor.

Olga entró con los dos cafés. La joven y yo bebimos sin hablarnos, mientras ella paseaba su vista por los dibujos, recortes pegados y escritos que adornan las paredes de la oficina, entremezclados al azar y colocados en posiciones diversas procurando   reproducir el efecto de un tsunami.
Había confeccionado esa decoración en el 2004, pocos días después del verdadero que devastó las costas asiáticas. Entre lo que podía verse había palabras como “OVNI” y “UFOS”, e imágenes de supuestos extraterrestres y de sus naves, todo recortado de revistas de los años sesenta. Eso pareció tranquilizarla. Creo que sentía que había venido al lugar correcto.
Tras terminar su café se puso de pie, nos agradeció que la hubiésemos atendido con tanta calidez y Olga la acompañó hasta la calle.

- Demoré con los cafés porque me había quedado escuchando detrás de la puerta. – confesó al volver. – Me dio un poco de miedo eso que contó.
- No te asustes. No pasa nada. – le aseguré. – Además, ¿no decías que querías encontrarte con algún zetarreticuliano o con cualquier otro extraterrestre? Quizá la chica llame otra vez y podamos ir a su casa para conocerlos personalmente – le dije bromeando.
- No lo decía seriamente. Creía que nunca iba a tenerlos tan cerca – me aclaró.
- Andan circulando por esta zona, parece. – dije con tranquilidad. – Pero no es la primera ni será la última vez. No te preocupes. Si quieren algo de nosotros, que nos llamen. – terminé con una sonrisa.

Querían algo de nosotros, o más precisamente de mí. Porque nos llamaron. No directamente sino a través de la chica que había venido a consultarme.

Habían pasado dos días de su visita. Eran las dos de la mañana cuando el teléfono sonó.

- ¿Profesor? Habla Marta, la chica que estuvo con usted el otro día hablando sobre los OVNIs. – dijo en cuanto atendí la llamada.

Su voz sonaba tranquila.

Usted tenía razón. Son buena gente.
- No son gente. – le corregí. – Pero tampoco son malos. ¿Qué pasó? – pregunté interesado.
- Hace una hora estuvieron encima de casa. Esta vez pude ver la esfera, la luz y todo eso porque salí al patio del fondo para saber por qué ladraba tanto mi perro. Primero me asusté pero luego recordé lo que usted me había dicho y me quedé allí, simplemente mirando hacia arriba. – relató.
- ¿En el fondo de tu casa hay alguna planta de laurel? – quise saber para confirmar una sospecha que me estaba naciendo.
- Sí. Hay una muy grande que mis abuelos plantaron hace como sesenta años. –  respondió.
- Eso buscaban. Están reponiendo energía. Pero si se fueron tan rápidamente es porque ya no necesitarán volver – aseguré. – Un día, si querés, te explico porqué buscan agua, plantas de laurel y todas esas cosas.
- Dejaron algo. – me informó luego de una pausa algo prolongada. – Algo para usted.
- ¿Para mí? – pregunté verdaderamente interesado.
- Sí. Es un papel que de un lado tiene su nombre y apellido, y del otro un mensaje, todo escrito con una letra muy clara. Son solamente tres palabras pero no se las puedo leer por teléfono porque no están en castellano. – detalló.
- ¿Un papel medio arrugado y amarillento? – Estaba casi seguro de que sería así. Acerté.
- Sí. ¿Cómo sabe? – preguntó con curiosidad pero al mismo tiempo sospechando que yo sabía más de lo que decía.
- No te preocupes. ¿Me lo alcanzás mañana temprano? – le pedí.
- Sí, profesor. Mañana a las 8, ¿está bien?

El horario estaba bien. Yo no. El cuarto mensaje. ¿Qué diría?

- Era la chica esa de los OVNIs, ¿no? ¿Ahora qué quiere? – preguntó Olga.

Se había despertado con el llamado telefónico y, ¡milagro!, había sido impulsada a levantarse por la curiosidad de saber quién podría ser a las dos de la mañana.

- Sí. Ella no quiere nada. Tus amigos, los zetarreticulianos, quieren algo. – le informé. - Debe ser algo importante porque se expusieron a que los vieran.
- ¿Y los vieron? – se asombró ella.
- No a ellos pero sí a su nave y al mensaje que dejaron. – le confirmé.
- ¿Un mensaje para la Humanidad? – siguió inquiriendo mi esposa, entredormida pero comprendiendo perfectamente nuestra conversación.
- No para la Humanidad. Para mí solito, con nombre y apellido. Y lo dejaron en la casa de Marta, la chica esa. – puntualicé. – Mañana…, mejor dicho dentro de unas horas, me lo traerá. A las 8. Ahora volvete a la cama.
- ¡Ni loca! Ya estoy bien despierta y no me voy a poder dormir otra vez después de lo que me contaste. – dijo mientras iba rumbo a la cocina para preparar algo.

Yo tampoco lograría dormirme después de eso. Nos quedamos conversando entre mate y mate hasta que amaneció. Aproveché para ponerla al tanto de muchas cosas que había aprendido años atrás sobre este tipo de fenómenos. Le dí detalles que nunca le había dado sobre lo que había leído y comprobado personalmente. Quería que se tranquilizara totalmente, que no tuviera ningún temor ni con los extraterrestes ni con sus manifiestaciones algo espectaculares. Después de tantos años de andar tras sus huellas allá por los años 70 y 80 nada me había sucedido.
En realidad la estaba preparando porque en cualquier momento un zetarreticuliano o cualquier ser extraño de otra tipología podía estar tocando el timbre de nuestra puerta. Y quizá compartiendo unos mates con nosotros. Nunca se sabe.


14
Ocho en punto, Olga y yo estábamos sentados uno a cada lado del escritorio de nuestra oficina. En los últimos diez minutos habíamos ido una docena de veces hasta la puerta, juntos o separadamente, para echar un vistazo procurando confirmar la llegada de Marta. Pero nada.
Pasaron cinco, diez, quince minutos más.

- ¿Vendrá? – preguntó Olga.
- No sé – respondí sinceramente - Esperemos un poco más.

No fue necesario hacerlo. Exactamente a las 8.15 sonó el timbre. Ya habíamos dejado de acercarnos a la puerta para comprobar si la chica llegaba. Esta vez fui yo a abrirle.

- Entrá. – la invité a pasar. 


           Afuera estaba lloviznando con alguna fuerza.

- No, profesor. Vuelvo en otro momento para conversar. – me rechazó el ofrecimiento como con algo de temor. – Aquí está el papel.

Lo había puesto dentro de una bolsita transparente para que no se mojase con la lluvia. Extendí mi brazo y lo tomé con cuidado. Ella dio un paso atrás para que no pudiese rozarla ni casualmente. La miré con un poco de extrañeza. Sus ojos muy abiertos me observaban con demasiado detalle.

- ¿Pasa algo malo? – dije extrañado.
- No… no… - dudó, no atreviéndose a expresar algo que pensaba.

Finalmente se animó.

Dígame, profesor. ¿usted también es extraterrestre? – soltó, temiendo una respuesta afirmativa.

Me causó mucha gracia su pregunta. No la esperaba. Evidentemente había llegado a la conclusión de que entre esos seres raros y yo había algo en común. No estaba equivocada. Lo había. Pero yo no era extraterrestre sino tan terrestre como ella. Cuando vio que me reía abiertamente pareció tranquilizarse.

- No que yo sepa. – le respondí divertido.

Me saludó agitando su mano, dijo que un día de estos se iba a comunicar conmigo para que le contara más cosas sobre “esos tipos” – así los llamó – y se alejó bajo la llovizna. Sin saberlo había utilizado una palabra apropiada: “tipo”. Esta vez eran tipo II. La miré irse mientras recorría los pocos metros que la separaban de la esquina, desapareciendo tras ella.


Ahora lo importante era leer el mensaje. Abrí la bolsita y extraje el papel, amarillento y arrugado como había supuesto acertadamente. Parecía que arrancaban hojas siempre del mismo cuaderno o las compraban siempre en la misma librería. También yo venía anotando siempre las novedades en la misma agenda.

Volví a la oficina.

- ¿Qué dice? ¿Qué dice? – preguntó ansiosamente mi ansiosa esposa.

Esa ansiedad es una de sus características, a veces un defecto pero otras una virtud. Dice que yo soy demasiado tranquilo. Que mi mamá, al concebirme, se olvidó de ponerme nervios.

- Todavía no sé. Esperá. No lo leí. – le dije con exagerada calma.
- ¿Ves que no tenés sangre en las venas? Recibís un mensaje extraterrestre y sos capaz de guardarlo para leerlo otro día. – Estaba en el límite de su excitación. - ¿Qué dice? ¡Fijate!

Me senté en mi lugar junto al escritorio y puse la nota sobre la mesa. La misma letra de siempre. Evidentemente las anteriores no podían haber salido de la mano de León, de no ser que León anduviese paseando por la ciudad dentro de una esfera que emitía luz, asustando a las pobres personas. Parecía poco probable aunque, conociéndolo a León, no era imposible.

- De este lado escribieron mi nombre y apellido. – lo di vuelta. – Y de éste, solamente tres palabras… ¡Qué raro! – dije poniéndome serio y observando nuevamente el papel por ambos lados.
- ¡¿Qué pasa?! ¡¿Qué tiene de raro?! – Olga estaba, entre sentada y de pie, tratando de ver la nota al mismo tiempo que yo.
- Vino sin estampilla – le hice saber, para después sonreir abiertamente.
- ¡Qué gracioso! – me dijo como para que notara que mi observación había sido cualquier cosa menos graciosa.
- London. Queen’s. Bridge. – leí.
- ¿Qué? – Olga me miraba extrañada. - ¿Qué dice?
- Londres. De la Reina. Puente – traduje.
- ¿Y eso qué significa? – preguntó.
- No sé. Habrá que buscar una relación entre las tres palabras. – propuse. – Al menos no me dicen que me deje de seguir metiendo en lo que no me importa. Ahora estamos todos juntos.
- Todos… ¿quiénes? – Su cerebro funcionaba a toda velocidad. – Vos, los zetareticulianos, ¿y quién más?
- También vos, León, Federico... hasta Darwin. Sabiéndolo o no, todos estamos en la misma bolsa. – saqué como primera conclusión. - ¿Te asusta?
- No mucho. Desde que vivimos juntos sé que pueden pasarme las cosas más locas. – Ahora sonreía. – Además, ya estamos viejitos. – Siempre insistía con eso. – No tenemos mucho para perder.

           Omití responderle. Estaba muy ocupado con las tres palabras de la nota. ¿Cómo podría relacionarlas?

- ¿Y? – me preguntó.
- No encuentro demasiada relación… o sí. Londres es la ciudad donde está sepultado Darwin. Queen’s no sé qué es pero debe tener que ver con Inglaterra, obviamente. Y en Londres hay puentes por todas partes, especialmente cruzando el Támesis. – deduje sin mucha convicción.
- Dejame a mí. – propuso. – Busco en Internet sobre los tres asuntos, guardo lo que encuentre y después vos sacás las conclusiones tranquilamente.

¿Tranquilamente? ¿Cómo iba a estar calmado con estas novedades? Porque no es verdad que mi madre se olvidó de ponerme nervios. Siempre trato de controlarlos lo mejor posible pero esta vez me estaba costando más que de costumbre, bastante más.


Olga estuvo varias horas sentada frente a la computadora mientras yo aprovechaba para dormir un poco. Me sentía muy cansado. Durante los momentos previos a conciliar el sueño traté de no pensar en nada de lo mucho sucedido, evitando así soñarlo luego.
Al despertar volví a la oficina. Mi esposa parecía satisfecha con lo que había encontrado.

- Aquí te dejé guardados todos los archivos que seleccioné. – me dijo. – Encontré demasiados pero elegí los que me parecieron importantes, aunque mucho no los entendí porque casi todos estaban en inglés.
- Andá a dormir un rato – le recomendé. - Ya los reviso.

Trataba de poner mi mente en calma, alcanzar el estado de relajación adecuado para poder establecer buenas relaciones lógicas entre esas tres palabras. “London. Queen’s. Bridge.”
Estuve leyendo varias horas todo el material. Seguía sin encontrar nada que las ligara satisfactoriamente. Podía relacionar “London” con varios “Queen’s”, pero si metía además “Bridge” era un caos. Demasiadas vinculaciones posibles. Hubiese sido más sencillo, quizá, estando en Londres.

La sola idea de viajar a Londres me hacía sonreír, aunque sin felicidad. Costaba una fortuna. Y nosotros estábamos atravesando una crisis económica más de nuestra vida juntos, caracterizada por frecuentes crisis económicas. Trabajábamos mucho pero nunca habíamos podido ahorrar nada. Realizar en esos momentos un viaje así sonaba como una locura hasta para mí, optimista consuetudinario que siempre pensaba que no era tan difícil lograr lo difícil.
Ir a Londres no era difícil para mí. Era imposible.


15
Desde hacía más de treinta años tenía guardado un mapa de Londres. Ni recuerdo dónde lo había conseguido pero ahí estaba. Lamentablemente había dibujado sobre él todo un juego que compartía con mis hijas cuando eran pequeñas, un “juego de la oca” pero sobre las calles de Londres. Quería que, al tiempo que se entretenían, aprendieran algo nuevo. Resultaba bastante divertido en aquellos tiempos.
Ahora, los recuadros que había adicionado al mapa lo hacían casi ilegible. Me senté a tratar de hallar en él algo que me sirviera para encontrar la bendita relación entre los tres nombres. No fue del todo inútil. Pude ver dónde quedaba la Abadía de  Westminster en la que estaba el sepulcro de Darwin, la zona de South Kensington en la que quizá había pasado sus últimos tiempos, los museos, los recorridos del subte (el “transport underground system”), y también muchas otras cosas interesantes que no tenían nada que ver con mi investigación. “Bridge” encontré docenas. “Queen’s” no vi en ninguna parte aunque quizá estuviese tapado por alguno de los dibujos que agregara para el juego.
Durante su búsqueda en Internet Olga había guardado otros planos de Londres, pero no agregaron nada a la cuestión. Iba a ser un asunto difícil y sin sentido. De todos modos, nunca podría viajar a Londres para averiguar nada. Parecía que los zetarreticulianos no tenían idea sobre mis problemas económicos. Pero en esto también me equivoqué.


Pasé casi todo ese día dando vueltas, tratando de encontrar alguna solución al asunto del viaje. Estábamos desconsolados. ¡Siempre los malditos problemas de dinero!

- ¿Daniel? – era Federico. – No me llamaste. ¿Abandonaste todo?
- ¿Todo qué? – le respondí tratando de estirar el comienzo de la conversación. Se me había ocurrido una idea en cuanto escuché la voz de mi amigo. - ¿La verdad? No abandoné nada. Estoy metido hasta el cuello en esto.
- ¿Nos reunimos mañana por la tarde? –propuso. – Puedo hacerlo nada más esta semana porque… ¿a que no sabés adónde viajo?
- A Londres – dije, deseando de todo corazón acertar la apuesta.
- ¿Cómo sabías? ¿Viste en Internet lo del Congreso de Ginecología? – aventuró.
- – le mentí. – Pensé que vos no te lo ibas a perder. Mañana te cuento, ¿dale? Mañana a las cinco de la tarde en mi casa. – le propuse.
- ¿No puede ser en la mía? – sugirió.
- No. Tengo muchas cosas que mostrarte. Preparate, porque la reunión va a ser larga. – lo alerté.
- ¿Hay muchas novedades? – quiso saber.
- Más que muchas. Y otras que habían pasado antes pero que nunca te las dije.

           Necesitaba a Federico o, mejor dicho, su chequera. Tenía que acompañarlo a Londres. Más exactamente, él me tenía que acompañar a mí.

- Ahora tengo más ganas que nunca de saber en qué anduviste – me aseguró. – Mañana a las cinco en tu casa. Vos poné el mate que yo llevo algo de la confitería.

Ese mediodía Olga y yo nos preparamos un par de sándwiches para no perder tiempo almorzando algo más complicado. Preferimos dedicarnos a acomodar todos los papeles que se habían ido reuniendo sobre el escritorio, la mesa de la cocina, estantes de la biblioteca y todo cualquier otro lugar libre de la casa. Nos sentíamos una vez más como enfrentando una estresante situación de examen, de un examen muy importante para nuestras vidas.
Todo nos había ido llevando poco a poco a un estado quizá parecido a una neurosis obsesiva, si es que existe un estado así. En nuestro caso, y por nuestra permanente identificación espiritual que todos solían notar, se trataría seguramente de una neurosis obsesiva compartida, a punto de convertirse en compulsiva.
Estábamos verificando los beneficios de ese estado transitorio de estrés. Experimentábamos una sensación interior de creciente euforia y nuestro grado de actividad física había ido aumentando ese día con ritmo cada vez mayor a medida de que se iban acercando las cinco de la tarde. Éramos dos jóvenes adolescentes preparándonos para nuestra primera cita amorosa. Pero no una cita entre ella y yo sino entre nosotros y Federico, es decir, entre nosotros y la gran posibilidad.


Si como decía, creo, Henry Ford, “la oportunidad pasa por encima de nuestras cabezas y solamente puede atraparla quien se encuentre saltando todo el tiempo para alcanzarla”, entonces era nuestra. Nunca habíamos saltado tan alto, los dos juntos y con tantas expectativas de concretar un sueño.
¿Estábamos un poco locos? Probablemente. Muchas veces nos hicimos esa pregunta desde que estamos juntos. No nos preocupa demasiado. Jugamos nuestro juego de vivir, y lo hacemos como sentimos que queremos hacerlo. Piensen lo que piensen los demás. No podemos ni deseamos acomodarnos a otra forma de vida. Nadie tiene ninguna verdad existencial aplicable a la generalidad. Cada uno tiene su propia verdad y esa es la nuestra.

Cuatro y media ya teníamos todo preparado para el ataque global contra Federico. Un ataque amistoso pero ataque al fin.
Casi sobre la hora acordada para la reunión sonó el timbre de la puerta auxiliar, la antigua, la tan complicada para abrir. E hicimos entrar a la oportunidad.
Era ya de noche cuando Federico, tan eufórico y entusiasmado como nosotros, volvió a atravesar ese umbral, esta vez rumbo a la calle y a su automóvil estacionado a pocos metros.
Había leído el e-mail de Álvaro, hojeado el libro que me acercara Clemente, las notas de los zetarreticulianos, mis apuntes sobre el Génesis. Se enteró de la visita del OVNI a la casa de Marta, que no había sido reflejada por ningún medio periodístico porque seguramente ni ella ni sus vecinos habían hablado con demasiada gente al respecto.


“London. Queen’s. Bridge.” era una combinación que tampoco tenía sentido concreto para él. Pero estaba convencido de averiguar todo en Londres y encontrar allí la clave que nos conduciría al punto exacto que seguramente indicaba. Iba a ser una “búsqueda del tesoro”, como en las historias de Stevenson, de Salgari y de tantos otros que habíamos leído cuando niños.
Por el dinero no debía preocuparme. Él cubriría los gastos de todos los trámites previos necesarios, los pasajes de avión, el hotel durante los tres días que pasaríamos en Inglaterra y cualquier otra erogación adicional que pudiese surgir. No iba a poder acompañarme en mis investigaciones pues el Congreso ocuparía sus mañanas y sus tardes, y él presentaría un trabajo allí. Pero nos veríamos por las mañanas y por las noches de modo de que él pudiera mantenerse informado de mis adelantos. Ahora era definitivamente “nuestra investigación”. Federico iba a pagar generosamente su participación en ella.


Como suele ocurrir cada vez que alguno de mis proyectos avanza, las dificultades habituales se nutren con dificultades especiales. Una amenaza terrorista recientemente descubierta había convertido en un caos cualquier viaje aéreo normal desde o hacia Londres. Los controles aduaneros eran casi un chequeo médico: radiografías, análisis, estudios de todo tipo. Pero no me importó superarlos aunque eso demorara algunas horas nuestro vuelo. No pensaba en eso. Mentalmente, al entrar al aeropuerto de Ezeiza ya estaba yo en Heathrow, a las puertas de Londres. Y creo que a Federico le pasaba exactamente lo mismo.
“¡Suerte!”, me había deseado Olga. Ella iba a acompañarme en todo esto, al menos con toda su alma.


16
Desde el aire, Londres me pareció algo muy especial. Quizá sean así todas las viejas capitales europeas pero esta era la única que veía personalmente. Tenía una hermosura que la densa niebla de esa madrugada no alcanzaba a disimular. Todo lo antiguo estaba allí para ser conocido y disfrutado, entremezclado con lo nuevo que la mano del hombre continuaba agregando.
El viaje en automóvil entre el aeropuerto de Heathrow y nuestro hotel situado cerca del famoso Piccadilly Circus me permitió ir ingresando a Londres poco a poco. Además, y como todavía Federico tenía unas horas para prepararse para la apertura del Congreso, pedí al conductor que no se apresurara demasiado. Los nombres tantas veces leídos en los libros de Historia y en las historias de los libros se convertían en imágenes concretas. Algunas veces no colmaba su venida a la realidad con lo que yo esperaba de cada lugar pero generalmente lo superaba con creces.

- ¿Podemos desviarnos un poco para conocer el Puente de Putney? – pregunté al taxista. Mis estudios de inglés desde la infancia me permitían comunicarme con fluidez. Mi madre tuvo razón al no permitirme abandonarlos allá muy lejos en el tiempo, cerca de terminar mi escuela primaria.

- “No problem” – respondió simplemente, y luego de bordear el Gardening Centre Syon Park identificado por un enorme cartel colocado allí, torció a la derecha saliendo de la autopista A4 para tomar primero la A406 y luego la A205 rumbo a Putney.

¿Por qué Putney? Porque allí vivían la señora Bond y sus tres hijos. El esposo ya iba a cumplir cuarenta años de fallecido. Michael - el hijo menor - debería tener hoy unos cincuenta, Susan rondaría los 56 y John – el ingeniero – con sus 64 estaría seguramente retirado y disfrutando de alguna buena pensión. Anna, la jovencita alemana que casi a fines de los sesenta se albergara en su casa, también sería hoy una señora mayor, quizá la esposa de John, si todo se dio como aparentaba que iba a ser. Personajes de ficción, una creación de un tal Alan Beesley que utilicé durante muchos años para dar clases de inglés. Aunque después de repetir tantas veces su historia ya eran como parte de mi familia.
El Putney Bridge seguramente no era el puente que debía buscar para mi investigación pero fue mi primer contacto personal con el Támesis.

Omitiré deliberadamente todas las fuertes impresiones que Londres causó en mí desde esa mañana y hasta el momento de abandonarla para retornar a la Argentina. Fueron muchas y muy variadas. Me limitaré a relatar solamente los aspectos vinculados con el asunto que nos había traído, que no fueron pocos, como iría comprobando con el paso de las horas.
Cuando después de desayunar cerca del hotel Federico tomó un taxi rumbo al gran salón en el que se iniciaría su Congreso compré un mapa nuevo de Londres.
Caminé unas cuadras hacia el este buscando un lugar tranquilo en Trafalgar Square para hacer mis primeros planes. Fue una pretensión ridícula que hubiera hecho sonreír a cualquier londinense. El único lugar tranquilo posible estaba allá, muy arriba, junto al Almirante Nelson y las palomas. Había gente por todas partes, yendo y  viniendo, algunos transitando apresuradamente y otros paseando con lentitud. Por supuesto, decenas de familias japonesas cargadas con equipos fotográficos y de filmación registraban todo lo que por allí se moviera o estuviese quieto. Mi imagen debe estar hoy siendo vista en Tokio, Yokohama, en miles de hogares del Imperio.
Yo no había llevado ninguna cámara para documentar mi visita pues no iba a tener tiempo de actuar como turista. Estaba demasiado sumido en el motivo principal del viaje.
Los psicólogos dicen que cuando se sienten perdidas las mujeres suelen consultar a alguien que sepa pero los hombres demoran mucho más en hacerlo para no sentirse disminuidos. La prisa me hizo actuar como una mujer. Busqué un puesto de venta de periódicos y pregunté.

- ¿Westminster Abbey, por favor? – dije con cierta seguridad, aparentando no desconocer demasiado el centro de Londres.
- Por allá – respondió con amabilidad. Notó rápidamente mi ignorancia sobre ese punto pues alguien que conoce al menos un poquito de Londres no puede no saber dónde queda la Abadía más famosa del mundo. – No es lejos. Siga Whitehall hasta la plaza del Parlamento y desde allí la verá.

Era mucho más hermosa de lo que me había parecido a través de las fotografías y del cine. Porque la belleza del antiguo edificio irradiaba una serie de sensaciones que lo convertían en algo trascendental, algo que enlazaba la materia terrenal con un plano superior, invisible pero presente.
Estaba yo frente a una construcción de principios del segundo milenio, fundada por el rey Eduardo el Confesor en 1065. A partir de entonces allí fueron coronados los monarcas ingleses, previo ubicarlos en la Coronation Chair. Era estremecedor.
En su interior me encontré por primera vez con el hombre que había causado que yo viajara tantos kilómetros. Con sus restos, por supuesto. Charles Darwin. Uno de los más famosos británicos de la historia de ese reino que tantos hombres y mujeres notables ha dado al mundo. Algunos lo han sido por sus virtudes, otros por sus aspectos negativos, pero todos figuran en millones de libros que ocupan miles de bibliotecas de todo el planeta.
¿Merecía realmente Darwin tanta fama? Ese era un punto que también quería averiguar. Saludé mentalmente a Carlos y le prometí que trataría de ser justo en mi evaluación, aunque comprendí que a él realmente mucho no le importarían mis opiniones.
Salí de la Abadía luego de recorrer rápidamente algunos de sus lugares más relevantes. Tenía poco tiempo esta vez pero me prometí regresar en un futuro, no sabía si cercano o lejano.
El próximo punto a visitar debería ser South Kensington, en el extremo sudoeste del área central de la ciudad. Pero tenía antes que estar junto al Támesis por primera vez, por lo que tomé rumbo al este, me acerqué a los Victoria Tower Gardens y le brindé mi primera mirada de admiración.
Quería acercarme más. Tuve que caminar hacia el sur por Millbank hasta el puente Lambeth. Desde el sector occidental de Londres pude ver la ribera oriental frente a mí. A mi izquierda el puente Westminster y a mi derecha el puente Vauxhall. Puentes por todas partes se me iban apareciendo esa mañana. ¿Cuál sería el que yo buscaba? ¿Qué hallaría en él?
No suponía ni remotamente que ese puente aún desconocido era pequeño, muy pequeño, apenas un juguete comparado con los que estaba viendo en esos momentos.


Ya era mediodía. Necesitaba comer algo consistente pues mi visita a South Kensington prometía no ser breve. “En esta zona de Londres, - decía detrás del mapa que consultaba a cada paso - uno podría pasarse el día entero visitando cualquiera de sus tres prestigiosos museos: el de Historia Natural, el de Ciencias, el Victoria y Alberto”. Además intentaría averiguar acerca de Darwin en ese lugar en el que transcurrieron sus últimos días.
No podía hacer todo eso con el estómago vacío.


17
Llegué a South Kensington a eso de las dos de la tarde. El sol había hecho que la neblina se fuese disolviendo hasta desaparecer. Era un día apenas tibio pero muy agradable.
Sobre Exhibition Road se apiñaban museos y otros lugares de interés. El de Historia Natural era una maravilla arquitectónica que contenía todo tipo de exposiciones relacionadas, por supuesto, con la naturaleza. Si no recordaba mal se había hecho allí en alguna oportunidadd una muestra de la obra de Darwin.
En el Museo de Ciencias decían que podían encontrarse sorprendentes elementos interactivos para que grandes y pequeños pudieran aprender mientras se divertían experimentando pero además un asombroso comercio que vendía juguetes y juegos referidos a temas científicos.
Finalmente, el arte del mundo estaba en Museo de Victoria y Alberto, desde el más antiguo hasta el más moderno, desarrollado en pinturas, esculturas y hasta instrumentos musicales. Los ingleses habían sabido aprovechar muy bien sus picardías que habían tenido por escenario todos los mares del mundo.


Como los tres cerraban antes de las 18 horas, tuve que optar. Por supuesto, visité las salas del de Historia Natural. Encontré lo que esperaba encontrar pero ninguna información que me sirviera como pista para continuar investigando.
Algo decepcionado me dejé conducir dócilmente por los guardianes del lugar rumbo a las enormes puertas de acceso. Se mostraban amables, quizá porque los últimos visitantes del día íbamos transitando sin problemas en dirección a la calle y todavía restaban diez minutos para que ninguno de nosotros quedara en el interior. Eran suficientemente robustos como para convencernos de eso por las buenas. Nadie quería saber cómo reaccionarían si alguien se empeñara en no salir a tiempo.

Caminé unos cinco minutos hacia el sur hasta llegar a las inmediaciones de una entrada al subterráneo. Cerca del lugar en el que convergen Brompton Road y Fulham Road encontré un bar y cafetería que me pareció adecuado para beber algo caliente y probar algún postre londinense. Para mi sorpresa ostentaba en su frente un nombre francés pero, pese a especializarse en manjares de origen galo, también había allí lo que me interesaba.
Busqué una mesa junto a un amplio ventanal desde donde podía observar la calle. Mientras bebía un café irlandés y lo acompañaba con una torta que me sirvieron como “típica londinense”, recorrí con la vista las mesas más cercanas. Había gente de todos los colores, de todos los orígenes, de todas las edades y de todas las posibles ocupaciones. O eso me pareció.
Hasta pude fijar mi atención en un hombre algo corpulento, bastante calvo pero con larga barba, bebiendo cerveza seguramente a temperatura ambiente. Le noté un parecido con la imagen que yo tenía de Charles Darwin. Pero sabía que Carlos estaba a unas cuantas cuadras de allí, debajo de la blanca losa que tenía su nombre y disfrutando del eterno descanso.
El sabor de la torta me hizo recordar a la ricotta. Cuando la muchacha que atendía las mesas pasó cerca de mí le pregunté si sabía quién podía informarme acerca de lugares de Londres. Me señaló al propio Darwin, es decir al hombre que se parecía un poco a él.

- Buenas tardes. – le dije utilizando el “evening” porque ya eran más de las cinco. - ¿Me permite que le haga un par de preguntas sobre un lugar que estoy buscando?
- Buenas tardes – respondió amablemente. – Tome asiento aquí, a mi lado pero traiga antes lo que aún le queda de la torta. - Eso hice, no sin antes agradecerle con un gesto su atención para conmigo. - ¿De qué se trata? – me preguntó con toda la calma del mundo.
- Busco un lugar llamado Queen’s – puntualicé para iniciar mi consulta.
- Es un nombre bastante generalizado por aquí. Casi todo es del Rey o de la Reina en esta ciudad y en sus alrededores. – me aclaró. - ¿Y qué es lo que pretende encontrar allí?
- No lo sé, todavía. Supongo que algo que tenga relación con Darwin y su vida. – le dije, sintiéndome bastante tonto.
- ¿Darwin? ¿Charles Darwin? – se sorprendió. Luego comenzó a reír abiertamente y me aclaró el motivo de su reacción. - ¿Sabe que a mí muchos amigos me llaman Darwin? Dicen que tengo un notable parecido con él.
- Es verdad. Yo también lo noté. – le confesé. – Y nunca supuse que terminaría yo aquí sentado compartiendo su mesa.
- Pero, mi amigo, lamento desilusionarlo. No soy Charles Darwin ni ninguno de sus descendientes. - dijo sonriendo. – Aunque conozco bastante bien su vida y su teoría. Soy profesor de Ciencias Naturales en un colegio en Oxford. Casualmente ese colegio se llama Queen´s.
- ¿Y tiene un puente? – pregunté esperanzado.
- Todo por aquí tiene cerca al menos un puente. – repuso. – Pero no encuentro demasiada relación entre Darwin y el Queen´s College de Oxford. Sin embargo, si usted está por aquí mañana a eso de las 7 puedo llevarlo hasta allá para que se quite las dudas.
- ¡Por supuesto! Aquí estaré. – le dije agradecido.

No tenía ninguna pista mejor que esa. Era una pista muy pobre pero la única hasta ahora. Al menos me permitía una relación entre “London” y “Queen´s”.
El detective Holmes se hubiese reído mucho con mi manera rústica de establecer vínculos entre ideas. “Londres” era un único dato relativamente consistente pero el Queen’s College no me aseguraba nada concreto como una explicación de “Queen´s”. Y “Bridge” seguía quedando fuera de toda lógica. Todo era “porque sí”. Pero, en la situación en que me encontraba, “¿por qué no?”.

Regresé a nuestro hotel. Federico ya estaba en la habitación. Su día había sido apasionante ya que pudo conocer a un par de famosos expertos en Ginecología, uno de ellos suizo y el otro holandés, de cuyos libros había estudiado muchas veces. Mañana, delante de ellos dos y de otros dos mil setecientos catorce colegas, debería exponer su trabajo.
Solamente pudo dedicar unos minutos a que le contara lo vivido en las últimas horas. Me miró algo desconsolado cuando supo que solamente había encontrado la sepultura de Darwin, cuya ubicación figuraba en cualquier guía turística. Me deseó suerte y después de decirme que prefería no comer nada esa noche se acostó y muy rápidamente se quedó dormido.
Avisé a la recepción del hotel que quería despertarme a las 5.30. Me tiré sobre la cama sin desvestirme y siguiendo la respiración acompasada de Federico también fui adormeciéndome poco a poco.


Un repiqueteo poco estridente alcanzó a volverme a la realidad, aunque a mi amigo solamente le provocó actos reflejos como darse vuelta en su lecho y taparse la cabeza con la sábana.

- ¿Señor? Cinco y treinta, como usted solicitó. – dijo alguien desde el auricular del teléfono de nuestra habitación.

Su voz sonaba totalmente profesional. Agradecí y colgué el tubo. Tras una ducha y ponerme algunas prendas apropiadas, que por supuesto tomé de la parte destinada a Federico en el guardarropas, me dirigí rápidamente hacia la calle. Detuve un taxi y le pedí que me condujera al lugar de Brompton Road donde debía encontrarme con quien me llevaría a Oxford.
Eran casi las 7 de la mañana cuando nos detuvimos a la puerta del bar. El profesor ya estaba allí, en un curioso automóvil que daba la impresión de ser demasiado pequeño para su cuerpo robusto. Me sonrió, abrió la portezuela del lado izquierdo y me invitó a sentarme a su lado.

- ¿Sabe? Después de separarnos ayer estuve averiguando algunas cosas. La relación de Darwin con el Queen’s College parece haber existido en sus últimos años de vida. – me dijo mientras íbamos saliendo de Londres hacia el oeste por una ruta llamada casualmente “Westway” pero que según mi nuevo amigo todos conocían como A40. – Uno de los profesores de aquellos tiempos tuvo relación con él durante unos años. Luego parece que discutieron fuertemente. Todo esto me lo contó un colega muy estudioso que me dio algunos detalles más, quizá significativos para usted.
- ¿Por ejemplo? – lo alenté a continuar su improvisado informe.
- Siempre se discutió mucho acerca de por qué Darwin tuvo el honor de ser sepultado en la Abadía. Eso tuvo lugar el miércoles 26 de abril de 1882, en las últimas horas de la tarde. – puntualizó demostrándome que sabía sobre el asunto. – Cientos de personas notables estaban allí, tanto políticos como religiosos y científicos. Fue enterrado cerca nada menos que del gran Isaac Newton. Pero muchos estuvieron descontentos con eso. Lo consideraban no solamente lejano a ser visto como un cristano creyente sino que algunos estaban seguros de que era ateo, o, peor aún, un agente del demonio. Aunque el propio Darwin negaba permanentemente esa acusación.
- Entonces, ¿cómo llegó a ser sepultado en ese lugar sagrado? – quise saber.
- Porque había muerto, supongo, - dijo sonriendo - y además porque sus amigos y compañeros científicos Hooker, Lyell y Wallace también habían recibido ese honor antes. – justificó, ahora con seriedad. Y agregó: - El tema de la teoría de la evolución de las especies no era solamente científico en esos momentos sino también religioso y político.
- Quizá Darwin muerto resultaba menos peligroso que Darwin vivo. - aventuré. – Había llegado a ser alguien importante en la sociedad inglesa.
- Tanto que podía disculpársele la exageración de confundir la adaptación evolutiva con un proceso de modificación natural progresiva de las especies. – expresó demostrando sus seguramente importantes conocimientos como Profesor de Ciencias Naturales. – Es decir, durante su vida y después de ella fue Darwin causante de muchas conmociones aunque los ingleses victorianos eran muy flexibles en asuntos religiosos. Pero volvamos a Darwin y el profesor del Queen´s College.
- Dijo usted que habían sido amigos o algo así hasta que un día la relación entre ellos se quebró. – le recordé.
- Ese es un dato posible de verificar, pero hay otro que no. Alguien rumoreó entonces, y el comentario sigue dando vueltas en el Queen´s de Oxford, que pocos días antes de morir, Darwin mandó llamar a su ex amigo para que se llegara hasta el que sería su lecho mortuorio. – dijo colocando su voz y hasta su rostro en el mejor estilo de León o de Adolfo, aunque en versión inglesa. – Parece que tenía algo muy importante que comunicarle.
- ¿De qué se trataba? – pregunté con verdadera curiosidad.
- No tome como verdadero nada de lo que sigue en mi relato. Ya le dije que son todos simples rumores sobre hechos que no solamente carecen de algún documento que los pruebe sino de los que hace muchísimos años, digamos ciento cincuenta, ha muerto todo posible testigo. – me previno.
- Continúe, por favor – le rogué. – Lo tomaré así, como simples rumores, como información sin fundamento.
- Gracias. Me tranquiliza. – prosiguió. – Cuando su ex amigo llegó al borde del lecho, Darwin le relató que unas semanas antes, cerca de Navidad, había viajado a Londres a visitar a una de sus hijas. Y que en esa oportunidad perdió el conocimiento en plena calle.
- Pero ese dato podemos considerarlo histórico. Lo mencionan algunos de sus biógrafos. – aclaré.
- Ese puntualmente sí, lo acepto. Pero no lo que relató que le ocurriera en el instante que siguió a su desvanecimiento.- respondió. Luego me miró unos instantes atentamente, apenas durante un par de segundos pues el tránsito en esa ruta era bastante denso, y me formuló una pregunta inesperada: - ¿Usted cree en la existencia de extraterrestres?

Me sorprendió. No esperaba esa pregunta de alguien que daba la impresión de ser tan formal, académico y tradicional. Decidí ser sincero, absolutamente sincero con él. Lo merecía por haberse atrevido a mostrar esa faceta de su personalidad que probablemente ocultaba ante la enorme mayoría de las personas que lo conocían o lo creían conocer.


- Absolutamente sí. Con fundamentos teóricos y prácticos no alejados del rigor científico. – dije con claridad. - ¿Por qué me hace esa pregunta?
- ¿Podría usted creer que un instante después de desvanecerse, Darwin fue secuestrado por seres de otro planeta que lo retornaron a ese mismo lugar de Londres al instante siguiente? – me fue diciendo sin alzar la voz, muy pausadamente, como para asegurarse de que yo estaba comprendiendo exactamente lo que él iba detallando.

Asentí con la cabeza.

- Por lo que a mí respecta, – reflexioné en voz alta – lo único que estimo sorprendente es que el secuestrado haya sido el casi agonizante Carlos Darwin, un científico famoso y reconocido en el mundo. Me sorprende eso porque sé que los extraterrestres tratan de que sus acciones pasen lo más inadvertidas que sea posible y raptar a un personaje así podía haber tenido consecuencias muy graves para ellos por la difusión que merecería el hecho. – agregué. - ¿Y qué pasó en ese instante intermedio?
- El ex amigo, cuyo nombre no recuerdo o tal vez nunca llegué a saber, fue convocado por Darwin para que escribiera un breve resumen de lo que los raptores le habían dicho en ese breve momento, un instante que en la dimensión propia de ellos pudieron extender a varios minutos. – continuó el profesor. – Ese resumen, escrito en un papel por el hasta entonces enemigo de Darwin, fue traído por este al Queen’s College de Oxford y ocultado o perdido quizá para siempre.
- ¿Por qué no fue el mismo Darwin quien escribiera la nota? – le pregunté buscando remarcar algo, a mi entender, más simple y lógico.
- Darwin ya estaba moribundo, prácticamente ciego, y él sabía que sería quizá su última acción en este mundo. Buscó a alguien que no solamente pudiese escribir lo que él le iba dictando sino que también pudiese ocultar la nota en algún lugar seguro. – Me pareció más simple y más lógico este hecho que el que yo había propuesto unos segundos antes cuando no tuve en cuenta la situación terminal del anciano.
- El papel quizá aún esté oculto aquí, en algún lugar ignoto del Queen´s College. – dije lentamente.
- Que casualmente es ese edificio que verá usted a nuestra izquierda si levanta la vista y retorna a la realidad. – manifestó con una sonrisa. – Le recomiendo nuevamente que no haga demasiado caso a todo este cuento. Quizá todo haya sido una invención del profesor enemistado con Carlos Darwin para echar una sombra más sobre su figura, algo que lo pudiera dañar aún después de muerto. La gente hace cosas muy extrañas. O, finalmente, – expresó mientras estacionaba su vehículo en el lugar reservado para los docentes del colegio – talvez nunca existió el llamado del moribundo, ni la confesión escrita en esa nota, y lo único que el ex amigo resentido hizo fue echar a correr un rumor que todavía circula por estas galerías después de ciento cincuenta años. Un simple comentario dañino generado inicialmente por alguien que ni siquiera podemos confirmar que fuese profesor de este instituto.
- ¿Y el puente? – le pregunté mientras ambos descendíamos del vehículo.
- Aquí no hay ningún puente que pueda serle útil. – dijo a modo de despedida. – Además, ¿qué tiene que ver un puente con todo esto?

Sonreí mientras le agradecía sinceramente su extenso y completo relato. Todo comenzaba a tener algo más de sentido, a tomar una forma un poco más definida. Por supuesto, seguía siendo la imagen borrosa de algo desconocido. Pero era más que lo que había logrado conseguir en Londres el día anterior.


Los zetarreticulianos habían secuestrado a Darwin ese día de Diciembre de 1881, seguramente bajo una lluvia, una ventisca o una nevada invernal. No tenía ninguna evidencia del clima reinante en ese preciso momento pero me gustaba imaginar una escena así. Los extraterrestres tuvieron una conversación con el científico. Le habían dejado un mensaje tan importante que eligió a alguien que nadie hubiese supuesto que llamaría para dictárselo y pedirle que lo ocultara. Ahora me habían enviado a mí a encontrar ese documento escondido en algún recoveco de un puente que no existía.


Ingresando por un acceso que luego supe que llamaban “cuadrángulo frontal”, me mezclé con una enorme cantidad de estudiantes de todas las edades que circulaban por patios, corredores y aulas. Una placa informaba que este era uno de los más antiguos colegios pertenecientes a la Universidad de Oxford y que el lema de la institución era algo así como “las reinas serán tus nodrizas”. El “Colegio de la Reina”, nombrado así en honor a Filipa, la esposa de Eduardo III, cuyo capellán lo fundó en 1341. A partir de entonces, varias Reinas se ocuparon de mantenerlo y de hacerlo crecer.
Un edificio magnífico, una atmósfera especial, numerosos estudiantes, excelentes profesores, realmente lo mejor de lo mejor como institución educativa. Con un rumor que lo unía a Darwin desde hacía un siglo y medio pero sin un puente significativo en sus inmediaciones.
Y yo necesitaba un puente.

18
Busqué dentro del College algún lugar en el que pudiera desayunar. Me había levantado muy temprano esa mañana para lograr que el profesor me trajera hasta Oxford y no nos habíamos detenido en ningún punto del camino donde ingerir algo. Ya eran casi las diez. Mi estómago emitía algunos sonidos solicitando alimentos.
Afortunadamente lo encontré. Me senté junto a la barra. Pedí un chocolate bien espeso y bien caliente, y tres pastelitos que lucían sabrosos.

- Usted no es de aquí, ¿verdad? – Una muchacha que no tendría mucho más de quince años se había sentado en la banqueta que estaba a mi lado y me miraba con curiosidad.
- ¿Cómo te diste cuenta? ¿Conocés a todos los del College? – Respondí su pregunta con un par de las mías, mientras le sonreía amistosamente.
- Para ser estudiante es demasiado viejo, y si en realidad fuera un estudiante viejo sería ya famoso por aquí. – comenzó a deducir. – Tampoco un profesor de aquí, porque hubiese sentido por usted el odio que me provoca cualquiera de nuestros maestros en cuanto lo detecto. No es parte del personal administrativo porque está usted vestido demasiado elegantemente. Y ni siquiera es inglés, porque un hombre inglés de su edad no le hubiese sonreído a una jovencita atrevida como yo que le pregunta cosas que no le deberían importar.
- ¡Brillante! ¿Y qué hubiese hecho contigo un hombre inglés de mi edad? – inquirí aparentando estar seriamente interesado en su posible respuesta.
- Me hubiera mirado con ojos recriminadores y una expresión casi de asco.– me explicó. – Luego hubiera vuelto su rostro hacia el frente, y continuado bebiendo su chocolate y comiendo su pastelito. Como si yo fuera solamente un gusano desagradable que lo molestara un poquito al cruzarse en su camino.
- ¡Perfecto! – le dije mientras levantaba el pulgar de mi mano derecha, manteniendo el puño apretado.

Era el gesto internacional de “OK”, por supuesto, y a ella le causó mucha gracia.

- ¿De dónde es usted? – preguntó. – A ver… déjeme adivinar… usted no es europeo. Es español. ¿Tengo razón?
- Los españoles son europeos. – le recordé.
- Eso creen ellos. Pero todavía les falta mucho para alcanzar nuestro nivel – Pareció arrepentirse de lo dicho. – Si usted es español, discúlpeme… “perdón” – agregó pronunciando esta última palabra en perfecto castellano.
- ¿Estudiás español en la escuela? – le pregunté sonriendo. Ella asintió con la cabeza mientras yo la tranquilizaba con ese gesto. – No soy español. Soy argentino.
- ¡Argentino! – dijo asombrada. Luego me miró con expresión burlona. - ¿Vino a reclamar las Falkland?
- Malvinas. –corregí. – No, por ahora no te voy a reclamar nada mío. – le hice notar el posesivo que usé para redondear la oración. – Estoy investigando la vida de Charles Darwin.
- ¿Y qué hay en la vida de Darwin que no se conozca y merezca una investigación especial de su parte? – quiso saber.

Le conté un par de detalles sobre Carlos, su desmayo en la calle pocas semanas antes de morir, la posibilidad de que hubiese descubierto algo más relativo a su famosa teoría, el llamado a su ex amigo, el dictado de la nota y el posible ocultamiento de este mensaje en algún puente cercano al Queen´s. Por supuesto, omití todo lo referido a extraterrestres, otras fuentes que investigaba y todo otro dato anexo que solamente podría asustarla, confundirla, o, lo que hubiese sido peor, divertirla.

- No, señor. Todo eso de la carta escondida es una patraña inventada aquí en Oxford para molestar a los de Cambridge. Esos tontos siempre dijeron que Darwin había dejado en su colegio una información fundamental, y que eso era sabido allí desde muchísimo tiempo atrás. – me expresó con admirable seguridad. – Pero tal vez ellos tengan razón. Porque el profesor aquél que fue amigo y luego enemigo del científico no era de este colegio sino del de ellos.
- ¿Y cómo sabés eso? – me interesé, aunque inmediatamente temí que me estuviese mintiendo, solamente para jugar un poco conmigo. Se veía tan pícara como para hacer algo así.
- Es que mi abuelo y mi padre también fueron primero estudiantes y luego profesores en Cambridge. Eso hizo que recogieran con los años bastante información sobre ese asunto. Especialmente mi abuelo, que conoció a ex alumnos del hombre que llevó allí la carta para ocultarla. – me explicó con calma. – Por eso no dudo mucho de que haya sido verdad.
- ¿Por qué vos estás estudiando aquí en Oxford y no en Cambridge? – dije al parecerme esa una situación poco normal en su caso personal.
- Comencé a estudiar en Cambridge los primeros años. Luego mi padre compró una casa cerca de aquí y toda la familia se mudó, incluida yo. – Parecía algo apenada. – Pero ya me acostumbré. Este es también un colegio maravilloso. Y los chicos de aquí me parecen menos tontos que los de allá.
- Entonces, según tus conclusiones, el mensaje oculto estuvo o está en Cambridge. – le expresé. – Pero eso no coincide con la información que tengo. Alguien me aseguró que estaba en el Queen’s.
- Está en el Queen´s College, por supuesto, pero en el Queen´s de Cambridge, no en el de Oxford. – me aclaró con su pose habitual de total seguridad.
- ¿Así que en Cambridge hay otro Queen´s? – me asombré. - ¡Y no me digas que allí hay un puente importante!
- Hay un puente. No sé si es importante pero sí muy curioso. Lo llaman “el Puente Matemático”. Está allí desde hace muchísimos años. – completó, mientras yo me sentía sorprendido y feliz de haber encontrado a esa niña tan repleta de datos valiosos. En realidad, ella me había encontrado a mí.

- ¿Cómo es tu nombre? – le pregunté algo tardíamente.
- Danielle. Es un nombre francés, ¿vio? – respondió. – Pero no me disgusta.
- También yo me llamo Daniel, ¿no es sorprendente? Aunque no proviene del francés.

Ya había consumido el chocolate y los pastelitos. Pregunté a Danielle si ella deseaba tomar o comer algo pero no aceptó. Estaba cuidando la línea. Además, esa tarde no tenía clases y su padre pasaría a buscarla en unos minutos más.

Miré mi reloj. Mediodía. Debía ir hasta Cambridge lo antes posible. Tenía las tres palabras del mensaje: “London. Queen’s. Bridge.” Podía ser una simple coincidencia irrelevante. Sin embargo sentía que estaba sobre la pista correcta.
La acompañé hasta el frente cuadrangular, como ella me dijo que se llamaba. Unos minutos después llegó su padre en un automóvil enorme y muy nuevo.

- Este hombre está investigando el asunto del mensaje oculto de Darwin – dijo Danielle a su padre luego de saludarlo afectuosamente.
- ¿Y por qué lo busca aquí en Oxford? – El padre de la jovencita se dirigió directamente a mí con curiosidad.
- Porque no sabía que en Cambridge también había un Queen’s College ni que aquel tenía un puente famoso. – procuré justificarme.
- La verdad no le comprendo. – Me miró mejor. – Usted no es británico, ¿verdad?
- No, papá, es argentino. – acotó Danielle. – Pero no vino a reclamar nada. Solamente a buscar el mensaje de Darwin.
- Creo que le hubiese sido más conveniente reclamar las islas. – dijo sonriendo. – La probabilidad de éxito hubiese sido muy superior a la de encontrar esa antigua nota. Porque las islas existen pero acerca de ese papel hay un mar de dudas.
- No pierdo nada con intentarlo – le aseguré. – Ya hice miles de kilómetros tras ese mensaje misterioso, y no voy a abandonar justo ahora. ¿Cómo hago para llegar a Cambridge desde aquí?
- ¡Papá! ¿No podemos llevarlo en el automóvil? – le pidió Danielle haciéndose la mimosa. – No está demasiado lejos y podré pasar por lo de Jeannie a darle un beso. ¡Hace tanto que no la veo!

No tenía idea de quién podía ser esa Jeannie pero yo estaba haciendo fuerza para que Danielle pudiera ir a saludarla ya mismo.

- Está bien. – aceptó el hombre.

Una vez dentro del vehículo, Danielle se sentó junto a su padre y yo me arrellané cómodamente en el amplio asiento trasero.

- No quiero causarle ninguna molestia – me disculpé.
- De ningún modo. Será un placer. – replicó.

Era un hombre tan gentil que en ese momento le hubiese regalado las Malvinas, las Orcadas y las Sándwich, aunque seguramente hoy lo estaría lamentando en el alma.

Antes de las dos de la tarde me dejaron en la puerta del Queen’s. Era una edificación mucho más moderna que la del colegio de Oxford, aunque luego supe que tenía más de 550 años. Daba impresión de más acogedora, menos adusta que la otra. Pero no me detuve demasiado en los detalles.
Lo que yo buscaba era un puente, el “Puente Matemático”. Podía ser el punto culminante de mi extraña misión.


19
No me fue difícil encontrarlo. Totalmente construido en madera, cruzaba un pequeño arroyo y uno de sus extremos terminaba a la entrada de un antiguo edificio. Caminé lentamente hasta detenerme en la casi exacta mitad. Era realmente hermoso.

- ¿Necesita ayuda? – me dijo alguien desde un lugar cercano.

Busqué con la mirada. Era un joven, sentado junto a la ribera desde donde yo había accedido. Mi estado de excitación me hizo pasar junto a él un minuto antes sin notar su presencia.

- Sí, por favor. – le supliqué. – Necesito que alguien me cuente la historia de este puente.
- Justamente ese es mi trabajo. – alardeó. Pero luego adoptó una pose más humilde. – En realidad, va a ser mi trabajo. Estoy preparándome como guía de turistas en Cambridge y este es uno de los puntos de mayor atracción. – Observó mi reacción, que no fue mucha. - ¿Puedo serle útil? En realidad, todavía no he podido memorizar todo pero lo tengo aquí anotado.
- Por supuesto me serás útil. – respondí. – Y te pagaré como si ya estuvieses trabajando oficialmente.

Lo vi sonreír feliz mientras se ponía de pie y se acercaba a mí, aún parado en medio del puente. El muchacho tenía mucha información anotada en una hoja impresa por computadora. Trataba de recordarla de memoria pero muchas veces tuvo que consultar el papel para asegurarse de fechas y de nombres. No me importaba. Solamente lo escuchaba con mucha atención.

Había sido construido en 1749 por un tal James Essex “el menor”, según un diseño realizado por alguien llamado William Etheridge.

- Ese edificio de ladrillos rojos es el President’s Lodge y data de 1460. – dijo feliz de recordar esos datos sin necesidad de leerlos. – Es la construcción más antigua sobre el río en Cambridge. Ese junto a él es el Edificio Essex, pero tiene 300 años menos. Y allá detrás de los árboles está Cripps Court, que fue construido hace poco, en 1974. – Recitaba con voz muy agradable. – No es verdad que hayan seguido indicaciones de Isaac Newton, como dicen algunos guías, porque hacía más de 20 años que había muerto cuando se construyó el puente. Y tampoco es cierto que una vez los alumnos lo desarmaron y después no pudieron rearmarlo.

Yo seguía su explicación con tanta atención que el chico se entusiasmaba cada vez más y continuaba agregando datos.

- Pero fue reconstruido un par de veces a lo largo de los años. En sus primeras versiones las partes estaban unidas con clavos y tornillos. Pero como ve usted ahora está solamente abulonado. – continuaba relatándome mi guía.

Me inundó de información sobre el puente con detalles precisos. Seguramente a otros visitantes resultarían muy interesantes en futuras visitas conducidas por él. Pero culminó con un par de datos fatales para mis intenciones. El puente había sido reconstruido dos veces. La primera en 1866 y la segunda en 1905. En esta última oportunidad fue modificado en forma total por un tal William Sindall, a quien deseé buena y prolongada estadía en lo más profundo del infierno. Había quitado todas las piezas de roble originales reemplazándolas por similares de teca. El tonto había hecho otro puente, muy similar al original, pero otro. Si alguien había escondido un mensaje en el de roble ya no podía hallarse en el nuevo.
Estaba descorazonado. Caminé hacia el extremo más lejano a la edificación. El muchacho me seguía sin dejar de hablar.

- Se le llamó “Puente Matemático” porque, según los expertos, tiene medidas perfectamente calculadas que lo hacen excepcionalmente estable. - continuaba diciendo, aunque notaba que mi atención no estaba ya concentrada en sus palabras.

Me dejé caer sobre el cuidado césped de la ribera. El joven se sentó a mi lado mientras me contemplaba compungido.

- ¿Qué pasó, señor? ¿Dije algo inconveniente? – se preocupó.
- Sí, pero no es tu culpa. El causante de mi tragedia es ese Sindall que destruyó el viejo puente – le aclaré para tranquilizarme, aunque pareció no comprender mis palabras.
- ¿Buscaba algo en el puente que ya no está? ¿Quería verlo como era originalmente? – trataba de adivinar.
- No es lo mismo ver un puente de 1750 que uno de 1900. – mentí. – Me siento muy frustrado.
- Escuche, señor. – me dijo para hacerme sentir mejor. – Todavía puede ver cómo era el puente original, si lo desea. El colegio posee una maqueta del viejo modelo que fue hecha por el diseñador como guía para la construcción de la obra.

Lo logró. Encendió una segunda llamita de esperanza en la oscura noche de mi decepción.

- ¿Y dónde está esa maqueta? – le pregunté.

Era una posibilidad, la última. Si el ex amigo de Darwin había ocultado la nota en el propio puente en 1882, el año de la muerte de Carlos, entonces todo se había perdido en 1905 cuando fue desarmado totalmente. Si había esperado unos años y la había escondido después de la nueva construcción, quizá estuviese todavía allí. Pero también podía haber elegido como lugar ideal la maqueta del puente original.

El muchacho releyó un par de veces la hoja que traía en su mano. No encontraba ese dato. Y la luz del día había comenzado a apagarse lentamente a medida que caían las sombras de la noche sobre Cambridge.

- No te preocupes. Volveré mañana por la mañana. – lo tranquilicé, mientras le alcanzaba un billete de diez libras. – Te agradezco mucho todo lo que me ayudaste. Serás un muy buen guía, el mejor. – Lo vi sonreir. – A propósito, ¿cómo regreso al centro de Londres? A Piccadilly Circus, más exactamente.

Me acompañó hasta donde podría tomar el ómnibus que mejor me dejaría. Debería caminar unas cuadras para llegar al hotel pero eran muy pocas, no más de seis. Así lo hice. Aproveché el viaje de regreso para relajarme y dormitar.

En el hotel, como la noche anterior, me esperaba Federico. Su exposición había sido muy bien recibida. Un poco nervioso al comenzar, se fue calmando a medida que avanzaba la lectura. Luego respondió un par de preguntas de los asistentes y retornó a su asiento entre los demás. No lo habían aplaudido pero tampoco lo habían silbado. No correspondía en un Congreso científico. Su trabajo sería publicado en los Anales. Nada mal, por tratarse de su primera vez en un evento tan importante.
Le conté los aspectos positivos y los negativos de ese segundo día de  investigaciones. Pareció bastante satisfecho. Me deseó suerte y se durmió.
Tenía más que apetito por haber comido los tres pastelitos en Oxford como único sustento en toda esa jornada. Bajé al bar del hotel y me hice preparar un par de suculentos sándwiches. Sin duda Olga hubiese preferido que me alimentase mejor pero, finalmente, yo no había venido a Londres a comer sino a investigar. Y disponía solamente de un día más para hacerlo.
Un día a cara o cruz.

20
Mi último día de estadía en Londres comenzó al despertarme bruscamente un ruido infernal. La causa fue un violento trueno, espectacular, que había superado quizá muchos otros anteriores que no habían tenido fuerza suficiente para interrumpir mi sueño. A la luz de los frecuentes relámpagos que surcaban el cielo descubrí a Federico, sentado en su cama y víctima también de este reloj de alarma activado por la naturaleza.

- ¿Qué hora será? – me preguntó mientras un latigazo luminoso atravesaba la ventana e iluminaba por un segundo su rostro. Tenía los ojos entrecerrados, los cabellos en desorden y un rictus extraño le torcía la boca. No es nada agradable despertar de esa manera. Seguramente también yo daba ese aspecto lamentable.


Encendí el velador luego de algunos tanteos previos, ayudado por la luz de nuevos relámpagos.

- Las seis y veinte. – le respondí luego de averiguarlo en mi reloj pulsera. - ¡Qué día horrible! Ayer estaba tan lindo…
- Tengo que levantarme – interrumpió Federico. – Por la mañana cierra el Congreso. Se hacen los trámites administrativos, comprobantes, certificaciones, todo eso, y después habrá un par de discursos.
- ¿Valió la pena? – me interesé.
- ¡Por supuesto! – confirmó mi amigo. – Pero me está agotando el esfuerzo y agradezco que hoy sea el último día. Y vos… ¿cómo vas a hacer para buscar el mensaje con una tormenta tan terrible?
- No lo sé – dije mientras me vestía. – Pero es hoy o nunca. Supongo que mis amigos extraterrestres me ayudarán a encontrarlo, si eso quieren que suceda, o me dejarán mojarme hasta los huesos para no lograr nada, si lo creen más conveniente.

Luego de esperar que Federico saliera del hotel rumbo al lugar del Congreso consulté cómo podía llegar hasta Cambridge. Protegido por un enorme paraguas prestado por el conserje, atravesé la intensa lluvia en procura del ómnibus que me llevaría hasta muy cerca del Queen’s College. Esperaba uno de dos pisos, como los que había visto en fotografías, en películas y hasta en la historia de la familia Bond. También crucé varios de ellos esos días recorriendo las calles de Londres. Pero no. El que iba hacia Cambridge resultó ser un vehículo grande y confortable pero de un único piso.
Viajábamos lentamente a causa de la fuerte lluvia. El conductor era un hombre mayor que aparentaba tener mucha experiencia y por eso tomaba todas las precauciones para evitar un accidente. En un par de oportunidades detuvo la marcha, esperando unos minutos antes de proseguir viaje. El tránsito era intenso y prefería dejar pasar a pequeñas caravanas de camiones de transporte que iban desde o hasta Cambrige u otro destino posible que mi vecino de asiento me identificó como “King´s Lynn”.
Evidentemente, por estos lugares lo que no era de la reina era del rey.


Casi a las 11 de la mañana descendí en la puerta del colegio. Ya no llovía intensamente pero una garúa pertinaz hacía el día poco propicio para cumplir mi misión. “Es lo que hay”, hubiera dicho mi amigo Ricardo, el director del noticiero de la televisión, de estar cerca en esos momentos. Era verdad, era lo que había. La única opción. Debía soportar los inconvenientes que fuesen apareciendo si pretendía tener éxito.

Mientras me dirigía al puente de madera cruzaron por mi mente multitud de pensamientos negativos. Quizá había tenido razón el padre de Danielle cuando dijo que era más probable volver a Argentina con la noticia del retiro definitivo de los ingleses de las Islas Malvinas que con el extraño papel supuestamente dictado por Darwin a un supuesto ex amigo que supuestamente lo ocultó en un puente que supuestamente era ese que veía ahora frente a mí.
Volvieron a resonar en mis oídos las palabras que Ricardo hubiese dicho allí y en ese preciso momento: “es lo que hay”. Así que aparté las negras ideas y, a falta de otras más auspiciosas que pudieran alentarme, caminé intentando poner la mente en blanco hacia ese pequeño monumento alrededor del cual se habían tejido tantas falsedades históricas.
¿Por dónde comenzar? Estuve una hora recorriendo cada detalle del puente, buscando fisuras naturales o provocadas en cada una de sus partes de madera, revisando las uniones, deseando tener la vista de rayos X de Súperman para verificar mejor que con mis dedos qué podía haber en el lado inferior de los tirantes del piso.
Afortunadamente nadie circulaba por las cercanías. El clima tan poco amable hacía que las muchas personas que entraban al colegio o salían de él lo hicieran por los accesos principales, lejanos al lugar en el que me encontraba. Sin embargo, cuando ya daba por finalizada la búsqueda allí y decidía ir en busca de la maqueta original, la cual realmente no sabía dónde encontrar, una voz me saludó desde muy cerca.

- ¡Hola! ¿Qué está haciendo en el puente con este día horrible? – dijo quien había sido mi improvisado guía el día anterior.
- Hola – respondí a su saludo. – Solamente estaba mirando. Esta cosa me parece muy atractiva de todos modos, aunque no sea la original.
- Ya averigüé dónde guardan la maqueta de la que hablamos – expresó con un dejo de orgullo. - ¿Quiere ir a echarle un vistazo?

En ese momento era lo único que yo quería.


Caminamos hasta la entrada del colegio. Allí mi acompañante saludó a otro joven que tenía apariencia de estar a cargo de la vigilancia de ese acceso.


- Es John – me comentó. – También él está estudiando para ser guía de turismo. Pero por ahora consiguió solamente ser contratado como guardia de la entrada. En realidad, es más de lo que yo pude lograr hasta ahora.
- A propósito – interrumpí - ¿cuál es tu nombre? El mío es Daniel.
- Me llamo Robert, pero todos me conocen aquí por Bobby. Robert Dawson. No soy de Cambridge sino de Londres. Mi familia vive en Earl’s Court. ¿Conoce usted por allí?
- No. No conozco en realidad casi nada de Londres. Pero ya volveré en otra oportunidad y vos me acompañarás como guía. – prometí.

Cruzamos un par de pasillos enormes, luego un patio, otro enorme pasillo y, al final del mismo, Bobby abrió una antigua puerta de roble y se hizo a un lado,  invitándome a entrar en ese lugar antes que él. Lo hice y él me siguió cerrando la puerta tras de sí.
Mi ansiedad me había hecho no prestar demasiada atención antes de entrar al enorme salón. Seguramente junto a su puerta hubiera visto una placa indicando “Museo”, porque eso era. El lugar en el que la gente vinculada con el colegio había ido almacenando recuerdos de la historia de la institución desde su ya muy lejana fecha de fundación. Lo presidía un cuadro muy grande desde el que la Reina me miraba con ese rostro que ya había visto miles de veces en mi vida.


Casi al fondo del amplio recinto, sobre una mesita tan antigua como casi todo allí, la maqueta del puente parecía esperarme desde hacía muchísimos años.


- Aquí está – dijo Bobby. – Tarea cumplida. Ahora, si me permite, quiero tomar algunas notas de los libros que registran la historia del Queen’s. Mañana tengo que presentar un trabajo acerca de ciertos temas. En realidad a eso vine. Solamente me acerqué hoy al puente por casualidad pero no esperaba encontrarlo allí. Serán algunos minutos, realmente no sé cuántos.
- Tomate tu tiempo – lo tranquilicé. – Me quedaré aquí revisando la maqueta. Quiero comprobar unas medidas que hacen que el puente haya recibido ese nombre de “Matemático”.

Prefería que nadie me observase mientras buscaba el mensaje que quizá estuviera oculto por allí. No había tenido que librarme de la presencia de Bobby pues él estaba ocupado bastante lejos de mí. Nadie más estaba en esos momentos dentro del Museo.
Miré la reproducción desde todos los ángulos posibles. No parecía contener nada diferente a lo que diseñador colocara a mediados del siglo XVIII. Se veía que la mantenían, como a todo lo que estaba allí, perfectamente limpia. Demasiado cuidada para mi gusto en ese momento. Por otra parte, miles de pares de ojos la habían observado repetidamente durante tantos años y nadie, creía yo, había encontrado en ella, por ejemplo, un papel extraño.


Todas mis acciones de los últimos meses habían sido una gran tontería. Una locura rayana en la estupidez, coronada por este insólito viaje a Londres que en otras circunstancias hubiese disfrutado como la concreción de un sueño imposible pero que se había transformado en una verdadera pesadilla, la búsqueda a ciegas de algo que ni siquiera sabía bien qué era ni dónde estaba. Ni siquiera si existía realmente.
Daniel el racional, de pie junto a la maqueta de un antiguo puente, en un rincón apartado del museo del Queen’s College de la famosa Universidad de Cambridge, a no muchos kilómetros de la capital del Reino Unido de la Gran Bretaña. Pero no en cumplimiento de una actividad racional sino como resultado de una aventura más que loca que mezclaba extraterrestres con Darwin en un menjunje que incluía a Adán y a Eva, a los gorilas, a religiones de todo tipo, a mis amigos Federico y León, y a todos esos condimentos que se habían ido agregando en el camino.

Dejé posar mi mirada triste y cansada sobre esa “cosita” que reproducía “la gran cosa”. Recordé que cerca de mi casa hubo una vez un puente de hierro construido a fines del siglo XIX como copia de otro que aún existe en Ámsterdam y que apareciera en algún cuadro de Van Gogh. Un puente que una mente enferma había convertido por mil novecientos setenta y pico en una pila de chatarra para comercializarlo como hierro viejo pero que otro espíritu mucho más fino y sutil había reproducido en una maqueta que hoy se exhibía en una bibloteca de la ciudad. “Nada nuevo bajo el sol”, ¿verdad?

¿Por qué Darwin no habría dictado su supuesto mensaje a alguien que lo ocultara en la maqueta que podía encontrar a doscientos metros de mi hogar, sin necesidad de viajar a Londres, rebotar de un lado a otro como en un “flipper”, ni tratar de responder con evasivas a quienes pedían explicaciones sobre mis actividades?
Daniel el racional, retornando a la racionalidad perdida. A punto de darse por vencido y de aceptar que quien fuese había decidido dar por terminada su expedición. Volvería con las manos vacías, aunque feliz por haber superado mis temores y realizado cosas que jamás creí que haría. Iba a ser, de todos modos, un premio.


En el otro extremo del salón, el ruido apagado pero percibible de la pesada puerta al cerrarse me hizo notar que alguien había entrado. Vi que Bobby levantaba la vista del libro que estaba consultando, observaba al ingresante y luego retornaba a la lectura.
Una mujer de edad, con su pelo recogido formando un rodete y un par de gruesos lentes ocultando la mitad de su rostro pequeño, venía caminando lentamente hacia mí.

- Buenas tardes. – me saludó cuando llegó cerca de donde estaba. Dijo “afternoon” por supuesto, pues eran, según consulté en mi reloj, casi la una y media. - ¿Puedo serle útil, señor? Soy la encargada del Museo. Disculpe mi ausencia pero a esta hora suelo salir unos minutos para beber un café y comer algo liviano. Nunca lo haría dentro del Museo ¿Ha visto qué bien lo tenemos cuidado?

Había yo notado eso, aunque no con felicidad. Estaba todo limpio, demasiado limpio. Ni un papel suelto había por allí, reflexioné con pena.

- He visto ese detalle y muchos otros aquí – le comenté. – Realmente la felicito y felicito a todos los que mantienen impecable este lugar maravilloso.
- Gracias, realmente. – respondió con una amplia sonrisa de satisfacción. – Pero no me ha dicho si necesita alguna ayuda.

“Vengan santos milagrosos, vengan todos en mi ayuda”, recordé los versos del Martín Fierro que me hicieron también sonreír.

- ¿Es usted una santa milagrosa, por casualidad? Porque solamente así podría ayudarme a buscar lo que no encuentro. – dije bromeando.
- No soy una santa milagrosa como la que usted dice necesitar pero si se trata de algo de este museo o del Queen’s, por aquí comentan que lo sé todo. – repuso para continuar el juego iniciado por mí. – Por supuesto, no es verdad que lo sé todo ni, como dicen los chicos del colegio, estoy aquí desde la fundación. Tengo mis años pero no son tantos. – expresó coqueteando un poco.
- Es una pena que no estuviera usted aquí por 1882. – me lamenté sinceramente.
- ¿Qué ocurrió en ese año que a usted le pueda interesar tanto? – preguntó.
- Juan José Dardo de Rocha fundó la ciudad de La Plata, capital de la Provincia de Buenos Aires, República Argentina. – respondí solemnemente.
- ¡Así que es usted argentino! ¿Y qué puedo saber yo sobre esa fundación?¿Debería saber algo? – dijo poniéndose en actitud defensiva.
- Por supuesto que no. No lo dije seriamente. – repliqué. – Pero también en 1882 murió Charles Darwin.
- Hay muchos lugares más adecuados para buscar información acerca de él. Es más, aquí no hay material al respecto excepción hecha del que necesitan los alumnos para sus estudios. Y no está en este museo sino en la biblioteca del colegio. – me explicó. – Excepto… que… - me dijo al tiempo que me miraba con ojos de complicidad, difíciles de apreciar detrás de sus gruesos anteojos.
- ¿Excepto… qué? – la interrogué con un dejo de ansiedad.
- Déjeme deducir. – me propuso. – No es muy difícil comprender qué lo trajo a usted aquí. – Hizo una pausa prolongada mientras paseaba su vista entre mi rostro y la maqueta del puente. – Usted está de pie junto a la reproducción original del Puente Matemático. Usted menciona a Darwin – Otra pausa de meditación hasta que nuevamente una amplia sonrisa llenó su cara pequeña. – Usted busca el mensaje.

La sorpresa cayó sobre mí como si los propios maderos del puente se me hubiesen venido encima. Traté de recomponerme y de ir recuperando la calma, aunque en ese momento solamente la podía aparentar porque mi corazón se había puesto a latir apresuradamente.

- ¿Qué mensaje? – dije fingiendo no saber de qué me estaba hablando.
- No se haga el tonto. Ya noté el efecto que le causó mi conclusión. – me expresó, ahora con verdadera seriedad. – El mensaje final de Darwin. Algunos creen que fue traído a este colegio justamente en el año que usted menciona. ¿Y para qué lo busca?
- Solamente para verlo, si existe, y quizá copiar su texto. – me sinceré. – No puedo explicarle más sobre esto pero le aseguro que ese mensaje es muy importante para mí. Por supuesto, si existe.
- Dediqué muchos años a ese tema. – me confesó. – Cuando entré a trabajar en el colegio alguien insistía en que ese hecho había ocurrido y que debíamos encontrar la nota ocultada por el antiguo profesor amigo del científico. Era una jovencita entonces y el asunto me interesó tanto que también comencé a buscarlo allá por los años sesenta. Pero dejé de hacerlo en 1976. – dijo bajando la voz.
- ¿Por qué hizo eso? ¿Por qué abandonó? – pregunté con todo interés.

Me miró largamente. Estaba quizá analizándome para asegurarse de que podía seguir hablando sobre el tema. Que yo fuese un extraño facilitaba las cosas. Todo terminaría cuando me fuese de Cambridge y me perdiera por los caminos del mundo. No dijo esas cosas, pero me permití suponerlas. Traté de darle la imagen de ser yo el ser más confiable del universo.

- Nunca hablé con nadie desde entonces. Temía que se burlasen de mí o que no le dieran la importancia que yo sentí que tenía. – Su voz era casi un susurro. – No seguí buscando el mensaje… porque lo encontré.

Ahora estaba yo como loco. ¡El mensaje existía! ¡Y tenía delante de mí a la persona que lo había hallado después de cien años de permanecer oculto!

- No estaba en el puente como todos pensaban. Ni en el cuerpo principal de la maqueta original como también me permití suponer. – comentó, siempre musitando las palabras una por una, con pausas interminables entre muchas de ellas. – Pero sí estaba cerca de esa reproducción, muy cerca. Etheridge, el diseñador, había entregado la maqueta junto a un detalle del proyecto. También había adjuntado una hoja con el detalle de lo que presumía iba a ser un costo aproximado de la construcción del puente y que contenía además una recomendación de los posibles constructores. Todo había sido guardado mucho después dentro de una carpeta que tenemos aquí, en el mueble más próximo a ese objeto que usted estuvo observando con tanto detalle. Una carpeta que los alumnos consultan cada vez que algún profesor le pide realizar un estudio sobre el “Puente Matemático”.
- Entonces…, – dije en voz baja y con calma para no interrumpir su confesión - entonces el mensaje tampoco estaba en la carpeta.
- No. Hubiese sido imposible ocultar algo en un elemento que era revisado con frecuencia. – confirmó. – Pero ese antiguo profesor del Queen’s, que obviamente existió y trajo el mensaje de Darwin, lo transcribió a un lugar al que nadie accedió luego por muchos años, casi ochenta.

La mujer se acercó a mí y a la mesa que soportaba la pesada obra.

- Fíjese usted. La maqueta tiene una base. Está hecha también de madera y por el propio Etheridge. Forma un todo con la reproducción del puente.- expresó extendiendo el brazo derecho con el índice extendido. - ¿Ve cómo está armada la base? Son láminas de madera encoladas entre sí. Exactamente seis láminas. Perfectamente unidas casi todas, excepto la tercera con la cuarta. ¿Lo nota?

Me acomodé los lentes y acerqué mi rostro hasta casi tocar con la nariz el lugar que ella señalaba. Era algo imperceptible para quien no le prestara una atención tan enorme como yo lo estaba haciendo ahora. Podía, con esfuerzo, distinguirse una separación entre esas dos láminas apenas una décima de milímetro mayor que la que se observaba en las otras uniones.

- ¿Allí encontró la nota? – pregunté ansioso.
- No. El profesor Dirham Reynolds, Etham Dirham Reynolds, quien tenía el mensaje en su poder desde que lo escribiera junto al lecho de muerte de Darwin, había separado las láminas y colocado entre ellas solamente una plaquita muy delgada de bronce que tenía, burdamente grabados en ella, apenas una palabra y un número. – expresó con voz misteriosa.
- ¿Qué palabra y qué número?

Esto seguía siendo tan complicado como siempre. Pero ya no me sorprendía. Estaba totalmente atento a la explicación de esa mujer.

- Ya le diré. Pero antes permítame detallarle cómo llegué a encontrarla. – me rogó.
- Por supuesto. Nadie hubiese normalmente percibido esa mínima particularidad en las láminas. – le expresé con verdadera admiración.
- Fueron muchos años de mirar y mirar esa maqueta en todos sus detalles, aprovechando las largas horas que compartía con ella en este museo. – dijo mientras observaba una vez más el objeto de sus desvelos. – Cuando noté esa mínima diferencia en la base, esperé un momento oportuno para quedarme a solas aquí, sin correr el riesgo de que alguien pudiera ser testigo de mis movimientos. Fue una tarde de verano, sin alumnos circulando por el colegio, ni profesores, ni muchos de los administrativos. Exactamente cuando la mayoría estaba en vacaciones. Me costó poner de lado la pesada maqueta. Lo hice con el mayor cuidado para evitar que pudiera sufrir algún daño. Seguramente como el profesor Dirham Reynolds había procedido para ocultar la plaquita. Separé la lámina tercera de la cuarta con mayor facilidad que lo que él había podido hacerlo, por ser esta la segunda vez que se practicaba esa operación. Fui despegando poco a poco esa unión. En un determinado instante, el sonido de un pequeño golpe me paralizó el corazón. La plaquita, cuya existencia por supuesto desconocía, se deslizó y dio contra la tapa de la mesa. En el silencio del museo y bajo la tensión en la que yo estaba resonó como el disparo de un cañón.

Yo seguía su relato tratando hasta de contener mi respiración para no molestarla ni distraerla. Revivía realmente con ella ese momento del que no había sido testigo.

- Cuando terminé de separar las láminas, tratando de que no recibiesen ningún daño por alguna torpeza mía, apoyé las que quedaron libres contra las que aún permanecían fijadas a la base. – siguió diciendo mientras con sus manos ilustraba esos movimientos realizados tanto tiempo atrás. – Entonces tomé la plaquita de bronce y leí lo que tenía grabado.
- ¿Qué decía? – le imploré.
- “Annals 80” – pronunció inexpresivamente. Y continuó. – Luego, como hizo el profesor, volví a unir las láminas entre sí. Seguramente él tuvo que preparar algo de cola de carpintero para hacerlo. Yo dispuse de pegamentos mucho más modernos. Una vez que las adherí, enderecé la maqueta y con el propio peso de ella, que no es poco, la unión se fue sellando fuertemente. Creo que hoy sería casi imposible volver a separarlas.
- ¿Y la plaquita? – pregunté ansioso.
- La guardé en mi bolso y al retirarme ese día la llevé a mi casa.

Ella parecía disfrutar de las mil sensaciones que mi rostro, una tras otra, iba reflejando. Ya no tenía dudas de que yo estaba realmente interesado, ni de que no diera a lo que había hecho el valor inmenso que para ella tenía.

- ¿Podemos sentarnos? Usted me ha dejado exhausto con su relato. – le propuse.
- Por supuesto. También yo estoy cansada La emoción de recordar ese día debe haber alterado mi presión sanguínea. – aceptó.

Nos alejamos de la maqueta y fuimos hasta un escritorio que estaba a unos pocos metros de distancia. Era su lugar de trabajo. Una vez sentados allí, mi preocupación volvió a centrarse fuertemente en el mensaje de la plaquita.

- “Annals 80”. – le recordé. - ¿Eso significó algo para usted?
- Nada en ese momento – confesó. – Hasta me llevó a creer que lo que había hallado no tenía relación alguna con Darwin ni con su mensaje. No me parecía nada lógico. Demoré varios días hasta descubrir esa vinculación.
- ¿Y cuál era? – Quise que ya me condujera al final de su historia.
- Comprendo su ansiedad. Usted no es británico, aunque en esa situación de mi vida yo tampoco me comportaba como una señorita inglesa flemática y equilibrada. – dijo sonriendo. Inspiró lenta y profundamente antes de continuar su relato. – Una tarde estaba clasificando material del museo. No dejaba de pensar en la plaquita, especialmente cuando me acercaba a comprobar que la base de la maqueta no denunciara que alguien la hubiera manipulado días atrás. Entonces estaba colocando en su lugar correcto unos elementos que habían pertenecido a alguien que fue profesor y director de este colegio durante muchos años. Fallecido el buen hombre pocos meses antes, su familia los donó para que formaran parte de esta colección. Iba registrando cada nuevo objeto en un libro que utilizamos como inventario. Además lo anotaba también en un volumen más pequeño que contiene los elementos ingresados durante el período. Al terminar el año, ese registro de altas, como lo llamamos, se coloca en aquel estante – me lo señaló – y nunca más se le presta atención. Es una estupidez anotar las cosas dos veces, pero al inaugurarse este museo los elementos que ingresaban eran muy pocos y resultaba sencillo registrarlos de esa forma. Luego fueron aumentando en número pero nadie cambió la metodología.
- ¿Esos son los Annals? – le pregunté buscando su confirmación. Sin esperar respuesta, continué. – Entonces usted buscó el libro correspondiente a 1880 y allí estaba el mensaje. – concluí sonriendo.
- No exactamente. – Me indicó con un gesto que no me apresurara. – El mensaje original nunca lo encontré, y creo que se perdió hace mucho. Quizá el mismo profesor Dirham Reynolds lo destruyó. Pero antes tuvo la inspiración de transcribirlo en el Annals de 1880. Ya entonces los registros de años anteriores no eran consultados por nadie una vez que se colocaban en aquel estante – dijo volviendo a señalarlo con un rápido movimiento de mano. – Busqué el libro, revisé su contenido, hallé la transcripción y la fotocopié para tenerla conmigo. Era mi premio – se justificó.
- Y, si me permite leerla, también el mío. – La miré como confirmando que ahora éramos cómplices en ese descubrimiento suyo.

¿O quizá ella sí habia confiado su hallazgo a otro? Se lo pregunté.

- ¿Alguien más sabe de ésto?
- No. – me aseguró. – Nunca. Usted es el primero en saberlo. Y confío en que no se lo dirá a nadie. Al menos no revelará nunca cómo consiguió ese mensaje.

Le juré y rejuré que no lo haría. Pareció creerme. Lamentablemente no cumplí mi palabra pues hoy estoy delatándola al escribir esta historia.

- ¿A qué conclusiones pudo llegar luego de leer lo que leyó? – Mi curiosidad estaba perfectamente justificada.

Era una medida del valor que podía tener el contenido de ese relato final de Darwin al profesor de Cambridge. ¿Estaría realmente vinculado con el incidente de su desvanecimiento en las calles de Londres? ¿Hablaría de los extraterrestres que según los rumores provocaron o aprovecharon esa circunstancia favorable para alguno de sus planes? ¿Negaría Darwin la validez de su teoría o la refirmaría? No era un escrito más. Podía convertirse en un documento fundamental en la historia de la ciencia en este tema básico.

- La verdad, nunca comprendí demasiado. – confesó. – Confirmé que era de Darwin porque el profesor Dirham Reynolds lo expresaba al comienzo de la transcripción. Además muchos otros conceptos que allí aparecen permitían asegurarlo, en especial los referidos a la teoría de la evolución y a la propia vida del naturalista. Pero menciona también cosas muy extrañas que no explica allí mismo. Hasta creo que quien escuchó sus palabras y las puso en el papel no llegó a comprender su significado. El lenguaje utilizado fue algo críptico, cerrado y hasta confuso en ciertas partes del escrito.

Todo eso que me dijo la amable mujer sólo provocó que mi curiosidad aumentara hasta niveles que no sospechaba pudieran darse en alguien como yo, habitualmente bastante indiferente ante cualquier rumor o hecho no verdaderamente confirmado.

Mi posición ante ese tipo de cosas había ido cambiando, evidentemente, en el transcurso de estos últimos tiempos de mi vida.

- ¿Tiene aquí la fotocopia? – le pregunté.
- No. – me expresó con tranquilidad. – Pero podemos sacar otra en la oficina de la secretaria del colegio. Déjeme que vaya yo. Usted sería muy sospechoso con un libro de registro del Queen’s en sus manos.

Eso hizo. Le agradecí profundamente y me retiré del museo, no sin antes saludar a Bobby que continuaba enfrascado en su trabajo. Eran las 15.35, según mi reloj. Hora de regresar al hotel.

El viaje hasta Londres iba a ser interminable. Lo aprovecharía para leer y tratar de comprender la que según su descubridora era una copia del verdadero mensaje final de Charles Darwin. Eso hice en cuanto ascendí al transporte en la puerta del Queen’s Collage de Cambridge, lugar al cual ya no retornaría.

21

“Este relato me fue realizado en la tarde de ayer, 11 de febrero del año del Señor de 1882, por el naturalista Charles Robert Darwin quien, a pesar de estar ambos distanciados emocionalmente e intelectualmente por divergencias de personalidad y de concepciones filosóficas y científicas, me convocó a la casa de South Kensington en la que estaba residiendo desde hacía un tiempo. Acepté esa invitación que me hiciera a través de su hija unos días antes, más por verdadera curiosidad que por algún sentimiento placentero. Al llegar encontré al hombre mucho más anciano y enfermo que lo que suponía estaría. Me dio verdadera pena verlo así, y decidí dejar de lado mi recuerdo de antiguos rencores y enfrentamientos.
Alegó que me había elegido porque confiaba en mi discreción más que en la de sus propios amigos y familiares. Dijo que si bien no había olvidado nuestras diferencias de años atrás me respetaba por haber comprendido más tarde que había sido siempre sincero con él, aún cuando eso provocara nuestros enfrentamientos.
Me pidió que tomara de su mesa de noche unas hojas de papel, tintero y pluma, hechos preparar por él para esta oportunidad pues eran elementos que ya no utilizaba por estar su vista debilitada en extremo. Indicó que acercara otra pequeña mesa que hallaría en algún lugar de la habitación y dispusiera todo allí para escribir lo que él me dictaría.
Eso hice, sin decir más palabras que las estrictamente necesarias para asegurarle mi permanencia en el lugar y mi disposición para cumplir con sus solicitudes.
Como cierre de esta especie de preámbulo de lo que escribiría por él me pidió que no lo interrumpiera, pues sabía que le costaría mucho hilvanar ideas en la situación en la que se encontraba.
El mensaje que me dictó entonces y que transcribo en este libro para que sea encontrado y leído quizá alguna vez o quizá nunca, decía esto:
“La muerte es algo acerca de lo cual muchas veces he meditado desde niño. También ha sido uno de los componentes fundamentales de la teoría por la que el mundo científico hoy me conoce. Todos los seres vivos luchan permanentemente contra la muerte y eso ha hecho que procuren adaptarse y evolucionar para postergar el inevitable triunfo de su adversaria. Yo ya no tengo fuerzas ni voluntad para continuar viviendo. Siempre ha sido para mí difícil sobrellevar la existencia y diversas enfermedades me han aquejado durante los más de setenta años transcurridos. Me dicen que no lo he hecho mal, en esencia, y que alcancé logros por los que mi nombre permanecerá escrito para siempre en la historia. No lo sé y realmente hoy no me interesa que eso suceda o no suceda.
Algo ha tenido lugar hace pocas semanas, durante un desvanecimiento que sufrí transitando por las calles de mi amada Londres. Quizá fue por el frío intenso que reinaba, pero más probablemente sólo porque debía ocurrirme.
Luego me dijeron que se trató apenas de unos instantes de pérdida del conocimiento hasta que otros transeúntes me socorrieran, pero me pareció entonces que había estado fuera de este mundo durante un tiempo mucho más prolongado.
Hablé con ellos. Creo que me estaban esperando. Se veían algo extraños, pero no sentí ningún temor. Lo sabían todo acerca de mí. Dijeron que me habían estado acompañando durante toda la vida y que muchas veces hasta me habían guiado para que hallara lo que debía hallar. Les pregunté entonces si yo había hecho lo correcto. Me respondieron que la mayor parte de las veces no había sido así pues mi forma de ser interfirió mis pensamientos. El orgullo y la ambición me hicieron decir y escribir
conclusiones que no eran el lógico final del desarrollo de alguna idea fundamentada. Sin embargo en lo relacionado con lo básico había cumplido con lo que ellos esperaban de mí. Había pensado y hecho pensar a otros ideas que debían ser pensadas en ese tiempo.
También me expresaron que no tuviera temor de haber utilizado conocimientos ajenos pues otros habían utilizado los míos. Que, en definitiva, esos conocimientos no tenían dueño. Me explicaron que el trabajo de ellos había sido participar de la instalación del raciocinio en este lugar del universo, de desarrollarlo lo suficiente y a partir de entonces cuidar que fuera progresivamente brindando al hombre respuestas cada vez más verdaderas a sus preguntas acerca de sí mismo. Me dijeron también que su labor sería interminable, tan prolongada como lo fuese la existencia de la Humanidad, pues siempre el hombre avanzaría hacia la verdad final pero nunca lograría alcanzarla.
Finalmente, antes de que retornara mi alma a la calle de Londres sobre la que yacía, me ordenaron, al menos así lo sentí, que antes de morir dejara esto registrado de alguna manera, pero que me asegurara de que estaría oculto hasta un tiempo futuro adecuado. Y eso estoy haciendo en este momento.”
Pregunté a Darwin si deseaba firmar la nota pero me dijo que no le sería posible, pues había quedado agotado por el tremendo esfuerzo. Me agradeció y pocos instantes después se sumió en un profundo sueño. Partí de su casa, regresé aquí a Cambridge y transcribí la nota en este libro, procurando cumplir una de las últimas voluntades de ese hombre. Presiento que no vivirá mucho más. Luego de mi entrevista con él he descubierto que todo esto me ha apenado sobremanera.
E. Dirham Reynolds

22
La fotocopia del mensaje había temblado en mi mano varias veces durante la lectura. Especialmente cuando las palabras me llevaban a pensar que Darwin había dictado eso para que yo lo hallara. La circunstancia de que fuese la encargada del museo quien encontrara el mensaje había sido solamente eso, una circunstancia. También lo había sido el profesor que lo recibiera de labios del propio Carlos para luego transcribirlo y ocultarlo. Ellos fueron simples portadores de esa comunicación que seguramente estaban lejos de poder comprender y mucho menos de utilizar con algún fin concreto. Yo había sido preparado y enviado por los zetarreticulianos para conocer el mensaje, comprenderlo y utilizarlo debidamente.


A través de la ventanilla del ómnibus pude ver el indicador que marcaba la desviación hacia el cercano y nuevo estadio futbolístico del Arsenal. Estábamos entrando en el área central de Londres.
Eran las 18.33, según comprobé en mi reloj mientras descendía del vehículo. Tenía que apurarme. Federico ya estaría en el hotel, casi listo para partir y preocupado por mi demora. Pero pudimos hacerlo todo a tiempo, como dos señoritos ingleses puntuales y responsables, algo esperable estando en plena Londres, capital del imperio.


Heathrow, con la revisación profunda y detallada de nuestros equipajes y de nuestras personas, un vuelo normal pese al nerviosismo de algunos pasajeros que musitaban sobre terroristas, y finalmente Ezeiza.
Durante cada etapa más breve o más prolongada del trayecto el tema de conversación entre Federico y yo fue el mensaje de Darwin. En el cierre del Congreso de Ginecología no había ocurrido nada particular o imprevisible pero mi día había sido riquísimo en acontecimientos fundamentales. Le relaté con todo detalle cada paso que había dado. Leyó la fotocopia con el mismo interés exacerbado con que yo lo había hecho. Había ido ingresando a un estado de asombro en el que se mantuvo sin grandes altibajos hasta seguramente mucho después de haberme depositado con un taxi frente a la puerta de mi casa.


Era pleno mediodía cuando toqué el timbre. Olga se apresuró a abrirme. Estaba muy feliz, como cada vez que yo regreso de pasar algunos días o algunas horas fuera de casa. Mi llegada disuelve los negros pensamientos que se cruzan en su mente durante mi ausencia. Tiene la habilidad innata de pensar siempre lo peor.
No quise almorzar. La cena en el avión había sido lo suficientemente consistente como para que prefiriera tirarme sobre la cama y disfrutar unos mates. ¡Mate! El gran ausente en nuestras vidas durante el tiempo en que Federico y yo estuvimos lejos del país.

Mientras lo compartíamos le fui relatando sin prisa pero sin pausa cada uno de los hechos relevantes de mi aventura en Londres y sus alrededores. Ella seguía atentamente la historia, interrumpiéndome frecuentemente con preguntas breves sobre algunos puntos en los que yo no era suficientemente claro. También debí tranquilizarla acerca de sus habituales cuestiones vinculadas con sucesos que quizá estuviese omitiendo, especialmente en relación con posibles señoritas o señoras que pudiera haber conocido durante esos días. Salvo las que le mencioné, y que estaban plenamente vinculadas con mis investigaciones, no había habido ninguna otra. Era la pura verdad y puso cara de creérmelo, pese a recordarme cuál sería el castigo ejemplar si alguna vez la engañaba aunque fuese con el pensamiento, ilustrando tal amenaza con movimientos de separación y aproximación de los extendidos dedos índice y mayor de su mano derecha.
Le acerqué la fotocopia del mensaje para que la leyera, me acomodé en la cama y me quedé dormido.


Era ya noche cerrada cuando desperté. Olga estaba sentada a mi lado, sosteniendo sobre sus muslos una bastante importante cantidad de papeles impresos con la computadora.

- Estuve trabajando estos días – me dijo, agregando con una sonrisa pícara: – Me vinieron a visitar los zetarreticulianos y me dejaron todo esto.
- ¿Te trataron bien? – le pregunté siguiéndole la broma.
- ¡No te imaginás! – expresó con una amplia sonrisa. – Porque no lo dice en Internet pero esos chiquitos tienen grandes cualidades. Espero que vuelvan a presentarse con bastante frecuencia, especialmente si vas a seguir viajando por allí y por allá.

Me senté en la cama y tomé la pila de papeles impresos. Todos tenían que ver con los zetarreticulianos. Había gente que parecía conocerlos bien, y que escribía mucho sobre ellos en los sitios de Internet.
Entre la enormidad de detalles que allí aparecían había unos cuantos para destacar. En los últimos cientos de años de historia humana, las operaciones de seres extraterrestres integrantes de una llamada “Confederación Galáctica” se habían limitado a observar si conseguíamos lo que ellos no lograron, inspirando nuestros movimientos. Habían trabajado con los Caballeros Templarios, los indios Hopi, el Dalai Lama, en fin, con todos los notables, contribuyendo a proteger lo más sagrado de la Humanidad. Trataban de evitar nuestra autodestrucción, especialmente luego de la Segunda Guerra Mundial. Nuestros principales protectores eran los zetarreticulianos, provenientes de la Osa Mayor, una raza clonada creada por los oriones en tiempos de la Grecia ateniense y espartana. Al terminar la que denominan “Guerra Antigua” fueron, según me pareció comprender, desplazados a la estrella Zeta Retículi. Luego cayeron bajo el control de un tal Satanael, que identifiqué con el demonio, y vienen frecuentemente a nuestro planeta para rescatar a los que el trabajo menciona como “deportados” y proveerse de material genético humano mediante raptos o abducciones. Pero las naves de los hombrecitos grises son muchas veces interceptadas y destruidas en el espacio por los Vigilantes de la Confederación. Por eso se han encontrado en Roswell, Nuevo México, en 1947; en Laredo, Texas, en 1953; en Brighton, Inglaterra, en 1955; en el Sahara, en 1972; en Chihuahua, México, en 1974; en Bolivia, en 1978; en Afganistán, en 1988; y en Sudáfrica, en 1989, por solamente mencionar los casos más notables. En algunas oportunidades se recuperaron cuerpos de zetarreticulianos, y naves a veces casi intactas.

En otro momento hubiera prestado poca o ninguna atención a estos informes, en apariencia tan alocados, fruto de mentes enfermizas y alucinadas. Pero luego de mis experiencias de los últimos meses estaba dispuesto a creer en cualquier cosa relacionada con esos seres. Mi capacidad racional se disolvía ante este mundo que recién estaba conociendo con algo de profundidad.
Quizá estaba cumpliendo con la recomendación de Jesucristo cuando decía: “Sed como niños”.

23
Esa misma noche llamé a Federico para que compartiera el material. Nos reunimos por la mañana muy temprano a eso de las 5, de modo de que luego él pudiese llegar a tiempo a su consultorio en la clínica. Sin poner objeciones aceptó venir a casa. En cuanto estuvimos ambos sentados en la oficina, previos mates preparados por Olga le comenté los hallazgos realizados al revisar los papeles impresos. 


Analizamos el asunto de la Confederación Galáctica, la presencia permanente de los seres extraterrestres participando de nuestras actividades humanas, la historia del origen de los zetareticulianos y sus luchas contra otros grupos provenientes de diferentes constelaciones.
Federico tomaba todos estos datos como difíciles de creer.

- El primer informe aclara que lo que sabemos sobre todo esto es poco, casi nada. – concluí a modo de final de capítulo. E inicié una segunda parte. – Los zetarreticulianos han logrado mantenerse bastante ocultos durante el cumplimiento de sus anteriores misiones. Y lo que nosotros podremos mostrar de nuestros descubrimientos tampoco convencerá a ninguna mente crítica que los analice. Van a quedar como un caso más entre los miles o millones que ya están prácticamente archivados.
- ¿Por qué tantos avistamientos que los humanos han denunciado a lo largo de cientos de años no han tenido la repercusión que debían haber provocado? - formuló Federico como inquietud. – Fijate que aquí menciona a Maeyer, Adamski, Sixto Paz, Mercado, Samuel, Roswell, Benítez, Rivera y miles de testigos, sucesos y libros. Y todo está demasiado callado.
- Los que escribieron el informe en ese sitio aseguran que se ha registrado el primer caso no hace menos de 520.000 años. Naves de todo tipo y forma, transparentes, opacas, aplanadas, alargadas, redondas, triangulares, pequeñas, inmensas, moviéndose a velocidades que pueden superar hasta cien veces la de la luz, con armas capaces de desintegrar o transfigurar la materia, luchando a veces entre ellas en feroces combates… nunca pasaron de convertirse en imágenes de alguna película, informes de algún libro, relatos brindados en algún programa de televisión. – completé de alguna forma su pregunta inicial. – No parece haber nada muy extraño en este proceso permanente de ocultamiento. Los grises de Zeta Retículi vienen, según dice allí, contactando con los gobiernos de los principales países que en cada momento predominan en nuestro planeta, prometiéndoles tecnología a cambio de poder realizar
experimentos genéticos con material humano en ellos y con material de ellos en nosotros.
- Tema para el viejo Fridman – observó mi amigo. - ¿Y cómo funciona ese intercambio de genes?
- Mediante implantes han creado una nueva raza híbrida, mitad humana y mitad gris. Aseguran que la raza de los grises se estaba extinguiendo por carecer de órganos sexuales y de cuerpos emocionales, perdidos por sufrir demasiadas clonaciones. Entonces recurrieron al “alquiler de vientres humanos”, ya que nuestros genes originales fueron provistos por ellos. – le expliqué.

En otro momento, lo que estaba diciendo me hubiese parecido una locura o una estupidez, pero en estas circunstancias, cualquier cosa era aceptable.

Y hay muchos datos más que podés encontrar en Internet con sólo escribir el nombre de esos seres grises en un buscador como lo hizo Olga. Parece que nosotros somos los únicos que no los conocían o, al menos, que sabíamos demasiado poco acerca de ellos.

Ya iba siendo hora de que Federico fuese a cumplir sus obligaciones en la Clínica. Volvimos a calentar el agua, cambiamos la yerba y nos dedicamos unos quince minutos a intercambiar conclusiones.
Si todo esto fuese verdad, entonces nada de lo sucedido resultaría demasiado asombroso. Solamente nos había tocado participar de uno de los proyectos de los zetarreticulianos. Se habían dado las circunstancias adecuadas y me eligieron como podían haberlo hecho con cualquier otro. Como hicieron intervenir a Álvaro, a León, y quizá a Federico, al padre Carlos, a Danielle, al hombre parecido a Darwin que bebía su cerveza en el bar de Brompton Road, a la encargada del museo del Queen´s College de Cambridge y a todo el que había sido útil para el éxito de esta misión. Ciento y pico de años atrás, al propio Charles Darwin para que dictara el mensaje a su ex amigo y este lo ocultara hasta que yo pudiese conocerlo y difundirlo.
Tan sencillo como eso. Dentro de poco tiempo todo pasaría a ser algo más incluido en lo ocultable e indemostrable.

Federico se puso de pie. Luego de hacerme prometer que nos encontraríamos por la noche partió rumbo a la clínica. Me quedé reflexionando unos minutos más. Ya veía la luz al final del túnel, como Víctor Sueyro en sus paseos por los planos dimensionales asomándose sin desearlo a pequeñas ventanitas a través de las cuales presenciaría sucesos que luego analizaría según su leal saber y entender. Exactamente como Darwin, asomado a un ventanal que le mostraba pequeños aspectos de la realidad acerca del origen de las especies para que luego él les diera su propia, humana y limitada interpretación.

Muchas veces los zetarreticulianos parecen no apostar a un único número. Las mismas o parecidas situaciones acontecen a más de un ser humano al mismo tiempo. Por eso suele ocurrir que dos investigadores que no se conocen entre sí lleguen a la misma conclusión hasta en días casi coincidentes. Es que los zetarreticulianos han acertado en ese momento con los dos números a los que apostaron.
En el caso del mensaje lo habían hecho quizá con la mujer del museo y conmigo. Ella salió “a los premios”. Yo debería salir “a la cabeza”.

24
A eso de las diez de la mañana me senté frente a la computadora para verificar mi correo. Acababa de llegar un e-mail de Raúl, el joven paleontólogo que me enviara el informe de su viejo profesor Jiménez “de algo”. Entre otras cosas, decía:

“Seguí investigando sobre el origen del hombre, pero esta vez repasando lo que estudié en los libros de Paleontología durante los últimos años y a los que no había prestado más atención que la necesaria para aprobar un examen.
Encontré cosas que antes había pasado por alto, porque me significaban poco o nada. Especialmente en un trabajo que parecía escrito por un científico que, al mismo tiempo, tenía una fuerte base religiosa.
Decía allí que el primer hombre no había sido solamente uno. Pero que a partir de esos primeros hombres se había llegado hasta nosotros como resultado de largas etapas evolutivas. Y destacaba que el punto clave es el cerebro.
A los paleontólogos nos enseñan que somos descendientes de los primates que aparecieron en la era Terciaria hace unos sesenta millones de años. Hasta que no desaparecieron los grandes dinosaurios, ni los primates ni el resto de los mamíferos pudieron jugar un papel importante en la naturaleza. Pero cuando se les dio la oportunidad de desarrollarse sin la presencia de aquellos temibles competidores, entonces los primates bajaron de las copas de los árboles y aprovecharon dos ventajas que serían fundamentales si se usaban combinadas: las manos prensiles que podían agarrar cosas, y la visión tridimensional que les permitía movimientos coordinados.
Esos pequeños primates comenzaron de dar origen a otros de mayor tamaño, prosimios y simios, catarrinos en Europa y platirrinos en América. Se cree que de los catarrinos surgieron los que conocemos como monos antropoides, algunos que vivían en los árboles y otros que andaban caminando sobre la tierra.
No quiero cansarte con tantos detalles y además preferiría que no supieses lo suficiente como para que tus investigaciones puedan competir con las mías en el futuro.
Para sintetizar lo que los paleontólogos opinan, los monos antropoides que caminaban sobre la tierra evolucionaron para dar forma a otras especies. De una de ellas, el Ramapithecus, surgieron hace unos 14 millones de años los homínidos que se iban pareciendo a los hombres pero todavía no del todo.
Lo que sigue es algo más conocido por la generalidad de los estudiantes. Del Ramapithecus se originó el Australopithecus, y de este el Pithecanthropus, al que solemos llamar Homo Erectus. Finalmente este evolucionó hasta el Homo sapiens. Todo esto nos hace llegar hasta, digamos, un millón de años atrás.
Te transcribo algo que dice el autor y que puede interesarte: ‘Un problema que se presenta actualmente a los científicos es saber si el antepasado directo del Homo habilis es o no el Australopithecus. Tampoco se sabe exactamente si los Pithecanthropus erectus descienden directamente de los Australopithecus o si, por el contrario, descienden de Homo habilis. Es difícil responder este interrogante puesto que sólo se han encontrado pocos cadáveres de Homo habilis. Nuevos descubrimientos arqueológicos podrán proporcionar datos que ayuden a aclarar estos aspectos de la evolución.’
Vamos llegando poco a poco a tu problema porque, y dicho sin ningún doble sentido, a vos te interesan los hombres.
Han ido encontrándose fósiles bastante parecidos a nosotros, unos más otros menos.
Los Pithecanthropus estaban más evolucionados que los Australopithecus. Por ejemplo, el hombre de Java, el hombre de Pekín y el Atlanthropus. Por eso los antropólogos consideran que son los primeros representantes de nuestro género.
Por supuesto, como en todas estas cosas, no todos ellos están de acuerdo. Pero conocían el uso del fuego hace más de un millón de años. Sus cráneos tienen entre 850 y 1200 centímetros cúbicos y sus dientes son muy parecidos a los nuestros.
Aquí podemos estimar entonces que aparecieron los homínidos. Y no fue solamente en un lugar, pero eso podrás encontrarlo en Internet. La lista es larga y complicada.”

Raúl Gallardo se despedía con un “Adiós Homo Sapiens!!!”, y deseos de que este material me sirviese para la investigación. Imprimí su e-mail para compartirlo esa noche con Federico, aunque antes se lo haría ver a Olga.

- ¿Ves, celosa? – le dije con rostro serio. – No te engaño con ninguna mujer. Te engaño con una Pitecántropa Atlántropa. – Le alcancé lo que había impreso hacía unos minutos. – Me escribió. Leé su mail y fijate que me ama más que vos.

Poco después de las 20 sonó el timbre. Era un Federico con rostro mucho más cansado que esa mañana. Había tenido un par de problemas serios con sus pacientes pero los pudo controlar luego de bastantes esfuerzos. Quería saber qué novedades tenía.

Le mostré el mail de Raúl. El ginecólogo sabía bastante de antropología, al menos de los temas que se trataban en ese correo.

- Tenía que haberme dedicado a estudiar restos fósiles. – me dijo con una sonrisa desdibujada por la falta de energías. – Los fósiles no tienen pérdidas ni quistes de ovario. Si los tuvieron cuando estaban vivos ya fueron comida para los gusanos. ¿Averiguaste algo más?
- Encontré un trabajo que había preparado para un alumno hace un par de años. – le informé. – Dice algunas cosas interesantes, para redondear. Lo que nos puede interesar es lo que trata del Homo sapiens sapiens.

Busqué entre los papeles algo arrugados por haber permanecido entre otros cientos de apuntes almacenados para el caso de que otro día alguien necesitara algo sobre esos temas.

- Lo que interesa es determinar lo más finamente posible es cuándo el mono dejó de ser mono para convertirse en ser humano. – dijo, como si estuviese dando su pequeña conferencia en el Congreso de Ginecología de Londres. - Así que vamos a dividir la evolución en etapas. Leé despacio y dejame anotar lo significativo.

Tomó papeles en blanco que estaban sobre mi escritorio y extrajo una lapicera del bolsillo interior de su chaqueta. Aguardé a que estuviese preparado y comencé a leer. Solamente transcribiré aquí las anotaciones de Federico pues contienen lo más importante, lo que hace más directamente a nuestra investigación.

“Hasta la última etapa de la era terciaria, es decir, el mioceno, los monos más desarrollados vivían como los monos de la actualidad. Hace unos 14 millones de años, la superpoblación hizo que muchos bajaran de los árboles y tuvieran que vivir en la llanura. Allí aparecieron los primates Ramapithecus, expulsados del paraíso, es decir, de los bosques con abundantes frutos, para tener que adaptarse a una llanura cubierta de pastos que no podían comer y de animales que no sabían cazar.
Se reunieron en manadas, y comenzaron a erguirse para mejorar su visión periférica, lo que les permitió utilizar mejor sus manos.
Los descendientes que pudieron lograrlo son nuestros conocidos “homínidos”, los Australopithecus, que aparecieron hace unos 6 millones de años.
Los homínidos tenían dificultades para sobrevivir en ese medio pero con sus manos libres podían arrojar piedras a otros animales, matarlos y alimentarse de su carne. Se hicieron ágiles, aprendieron a comunicarse mejor entre sí, mejoraron su capacidad de observación y aumentó el volumen de su cráneo para albergar mayor número de neuronas en su corteza cerebral.
Fueron ocupando toda la región este del África. Apareció en ellos una modificación genética que los hacía nacer prematuramente y crecer con más lentitud. Llegaban al mundo sin pelo, sin dientes, con los huesos del cráneo sin haberse terminado de soldar.
Pero esa larga infancia permitía a sus padres tener un tiempo más prolongado para transmitirles cosas. Por ser evidente la ventaja de la maduración retardada, estos homínidos modificados prevalecieron sobre los otros.
Hace dos millones y medio de años, apareció un Australopithecus diferente, con mayor capacidad creaneana, más inteligente, capaz de tallar la piedra y de fabricar así herramientas. Aquí comienza la Edad de Piedra, en la etapa llamada Paleolítico inferior.
Lo que sigue es Historia, o, mejor dicho, Prehistoria. Apareció el Hombre. No había ocurrido solamente en un lugar preciso del planeta, pero la extinción de los menos adaptados hizo que supervivieran solamente los que hoy llamamos Homo sapiens sapiens.”

Al terminar mi lectura, Federico había registrado todos los datos que creyó importantes.

- Me llevo estos papeles. Voy ordenar todos mis apuntes. – dijo mientras se ponía de pie. – Ya estamos demasiado cansados. Mañana temprano los leo y nos reunimos aquí a las 7, ¿te parece? – me consultó. – Vos tenés el trabajo original, por si querés revisar la información.
- Por supuesto. Además tenés razón. Estamos cansados. – coincidí con él. – Mañana será otro día. Parece que vamos armando el rompecabezas. Todavía faltan partes fundamentales, pero va tomando color.

Nos despedimos hasta el día siguiente. Esa noche me fui a dormir con una extraña tranquilidad. Sentía que estaba a punto de concluir la investigación, usando lo mejor de nuestra mente y hasta algunas dosis de intuición. Teníamos casi todo los elementos.
Nicolás nos hizo llegar el pegamento adecuado esa misma noche, mientras dormíamos. En realidad, lo envió como adjunto de un e-mail que me estaba esperando, almacenado allá lejos en el hemisferio norte, en el súper servidor de Hotmail.

25
Nicolás apareció en mi vida hace ya más de un año. Es uno de mis “alumnos por Internet”, aunque no vive demasiado lejos sino en plena ciudad de Buenos Aires. Fue uno de los no pocos en los que la angustia por el conflicto entre su formación religiosa y sus primeros pasos en los estudios universitarios, de Medicina en este caso, motivó que me escribiera por primera vez.
No nos comunicamos con demasiada frecuencia pero él siempre me envía cualquier trabajo que encuentre por allí que considere relacionado con los temas sobre los que intercambiamos ideas.
Educado en una familia judía muy involucrada con tradiciones y creencias, realmente parecía estar atravesando cuando nos conocimos esa situación de enfrentamiento conceptual que coincidía con el final de su adolescencia. Mi respuesta fue, en síntesis, aconsejarle hacer una pausa en la evaluación, abrir su mente para recibir la mayor y mejor información posible sobre toda explicación que pudiera obtener de cualquier fuente, y dejar para tiempos futuros la elección de su posición personal ante asuntos tan importantes. Lo previne acerca de que esta posición variaría más de una vez durante el transcurso de su vida.
Creo que aceptó la sugerencia pues sus siguientes e-mails evidenciaban mayor tranquilidad y equilibrio en él. Comenzaron a versar sobre temas más amplios aunque en esencia relacionados de alguna manera con la cuestión inicial.

El correo llegado durante esa noche trataba de la interacción entre la mente y la materia. Era una posible explicación de la misma a partir de una partícula fundamental llamada “neutrino” que yo conocía algo desde 1964 cuando me fue presentada por el Doctor Pedro Aymonino en una de sus clases teóricas de Química Inorgánica en la que entonces era aún Facultad de Química y Farmacia de la Universidad de La Plata.
Pero en mis clases a los alumnos de nivel secundario y preuniversitario casi nunca suelen aparecer ya que los más famosos protones, neutrones y electrones siempre resultaron suficientes para explicar la naturaleza de los átomos y su comportamiento en circunstancias normales.
En este preciso momento de mis investigaciones y debiendo compatibilizar el disímil material que se había ido acumulando en mi escritorio y en mi mente, no parecía que el email de Nicolás aportase nada aplicable. Sin embargo algunas ideas que contenía me sirvieron para dar un paso final importante.


Pero vayamos poco a poco. Decía allí que Pauli, el autor del “principio de exclusión” relativo a la ubicación de los electrones alrededor del núcleo, había supuesto y preanunciado la existencia teórica de los neutrinos en 1930, confirmada recién en 1956. La llamaban “partícula fantasma” por no tener masa apreciable, carga eléctrica ni campo magnético. Sólo en ocasiones sumamente raras interactuaba con otras partículas. Daba algunos datos significativos:

“Se dice que miles de millones de ellas bombardean cada centímetro cuadrado de la superficie terrestre por segundo, pero pasan a través de la tierra como si ésta fuese espacio abierto; de hecho interactúan tan poco con los núcleos atómicos que para conseguir el mismo número de interacciones que un electrón cuando pasa a través de una hoja de plomo de un milímetro, un neutrino tendría que pasar a través de una muralla de plomo de quince millones de kilómetros de espesor.”

Hasta aquí, conceptos físicos que pueden hacer ver hoy los neutrinos como apenas una curiosidad de la naturaleza hasta que se sepa más sobre ellos. Pero agregaba algunas especulaciones teóricas que llamaron mucho más intensamente mi atención.

“Sus desusadas propiedades han sugerido a algunos que podría proporcionar el modelo conceptual para una partícula de la mente o “mindon” (en inglés mind=mente) como se la ha llamado, el eslabón que falta entre la materia y la mente.”

Hacía unas semanas había enviado a un club científico de Madrid mi recién terminado audiovisual acerca de “El Universo, la Energía y la Masa”, un material elaborado para Jornadas de Difusión de las Ciencias que preparábamos con Olga desde hacía meses.
En uno de los e-mails que siguieron en mi comunicación con esos inquietos jóvenes les hablé de un concepto que daba vueltas por mi mente desde de los años ochenta: los “pensones”, partículas elementales de pensamiento. Algo así como “núcleos de ideas” que producidos en los cerebros de las personas se integran al cosmos ocupando trayectorias a mayor o menor distancia de nuestro planeta y son pasibles de ser capturados por otros cerebros e integrados a su base de información. No todo aquel que capturaba un “pensón” estaba preparado para comprender su significado conceptual, pero si tenía la información adicional necesaria o la lograba posteriormente podía utilizarlo para generar nuevas ideas, y, por consiguiente, nuevos “pensones” que emitiría para sumarlos a esa “base cósmica de conocimientos”.

León conocía mis teorías desde aquellos tiempos iniciales. Nunca estuvo muy de acuerdo con ellas quizá porque yo pretendía explicar así la intuición, la telepatía y muchos otros fenómenos que nos interesaban a ambos.

El trabajo enviado por Nicolás hablaba de “mindons”, un término derivado de “mente” en inglés, y curiosamente muy similares a mis “pensones”. En teoría, transmitían mensajes hacia el futuro pero si se descubriese que su velocidad superaba la de la luz también podían enviar mensajes hacia el pasado.
“Masa imaginaria”. La posibilidad de salir de esta prisión tridimensional y navegar otros mares en compañía de tantos otros que dijeron haberlo hecho, como mi apreciado Víctor Sueyro o el más que discutido Lobsang Rampa que tanto leí en mis años de juventud. Los neutrinos podían ser la explicación de una enorme cantidad de fenómenos que hoy seguimos llamando “parapsicológicos” o “metafísicos” para reflejar que están más allá de lo que conocemos.

No me pareció que Federico pudiera ayudarme en este campo pues los supuse conocimientos demasiado alejados de los suyos. Ni León, dado que todavía estaba yo dolido por las ácidas críticas con que recibió mi teoría más de veinte años atrás. Debía buscar alguien que pudiese darme alguna pista sobre el tema. 
¿Un físico de la Facultad? No. Definitivamente no. Los que había conocido eran de mente demasiado cerrada, encasillada por lo fáctico, incapaces de aceptar posibilidades que no estuviesen dentro de su limitado campo de acción.
¿Un parapsicólogo? Podría conversar con él acerca de los fenómenos pero seguramente desconocería lo que yo necesitaba analizar dentro del campo de la Física. Por eso, tampoco.
Mis descalificaciones demostraban que a pesar de autoconsiderarme un individuo de mente abierta estaba todavía invadido por los prejuicios que criticaba en el resto de los humanos. Seguramente, pienso hoy, más de un físico es capaz de interesarse por lo metafísico. Quizá muchos. Y algún parapsicólogo había sumado a sus conocimientos específicos un bagaje adicional de información científica suficiente como para comprender y analizar probablemente mejor que yo esta posibilidad de los “pensones” como explicación de, por ejemplo, los fenómenos telepáticos.
Pero esos prejuicios me hicieron tomar una decisión que finalmente resultó la mejor, la definitiva.

26
El informe que recibiera de Nicolás había hecho germinar en mí la idea de que los zetarreticulianos podían comunicarse entre sí y con los humanos a través de la emisión y recepción de cadenas de neutrinos. Y que nosotros, sus descendientes genéticos, a veces lo hacíamos pero sin poder provocarlo ni controlarlo con nuestra voluntad.
Entonces, ¿quién mejor que los propios zetarreticulianos para brindarme los enlaces que me permitieran unificar los elementos sueltos que había ido recogiendo? Era cuestión de conectarme telepáticamente con ellos y pedirles ayuda. Quedaba solamente un problema por resolver: ¿cómo hacía para lograrlo?


Estuve varias horas pensando, revisando posibles caminos que me permitieran entrar en un estado adecuado para emitir y recibir “pensones”, neutrinos o lo que fuesen. Eran ya las 5 de la mañana y Federico vendría a las 7. Debía convencerlo de que dejásemos para más tarde la reunión, quizá para el día siguiente a la misma hora. A las 6.30 lo llamé por teléfono.

- ¿Fede? Daniel. Estaba leyendo todo el material que fuimos reuniendo. Necesito algunas horas adicionales para analizarlo mejor. – alegué. - ¿Me das un día más y después nos reunimos?
- Sí, por supuesto. – respondió con alivio. – Yo también tengo un verdadero matete en la cabeza. Son muchas cosas. ¿Nos encontramos mañana a las 7 en tu casa? – propuso.
- Sí, mejor. – coincidí tranquilizándome. – Y nos tomamos el fin de semana para llegar a alguna conclusión.

Me tiré sobre la cama junto a Olga para pensar acostado, mi posición física ideal para hacerlo. Recordé entonces el asunto de los viajes astrales, los que conocí con Lobsang Rampa y cuya importancia había resaltado el autor del libro que me hizo llegar Clemente.

¡Un viaje astral! Algo había bajado Olga sobre eso desde Internet, pero estaba entre los trabajos que había guardado sin imprimir. Me levanté, lo busqué en la inevitable carpeta “Mis documentos” y al encontrarlo cerré la puerta para no molestar demasiado a esa hora con el agudo ruido de la LX-810 mientras lo pasaba al papel. Luego regresé a la cama con el impreso para leerlo con atención.
Salteé las explicaciones sobre aura, cuerpo astral y cuerpo mental. Sabía lo suficiente sobre esos temas básicos. Me detuve en un párrafo que iniciaba su versión acerca de los “viajes” o desdoblamientos.

“Cuando estamos en el cuerpo astral podemos ir para cualquier lugar y aprender muchas cosas incluso sobre el pasado y el futuro. Esto porque en el mundo astral que es gobernado por otras leyes no existe el tiempo mas si la eternidad. También estando en astral podemos volar y movernos tan rápido como el pensamiento.”

Recordaba más adelante que esos viajes son una función natural del cuerpo. Todas las noches los realizamos mientras dormimos y no involucran ningún riesgo pues nuestro cuerpo astral permanece ligado al cuerpo físico por el cordón de plata o hilo de la vida. Ese “antakarana”, decía, se extiende hasta el infinito, nunca se rompe y nos permite siempre regresar al cuerpo físico con total seguridad.
Leí cuidadosamente las instrucciones para la realización de viajes astrales en forma conciente y voluntaria. Había varias técnicas que mencionaba como “simples y eficientes”. Algunos “mantras” útiles, posiciones adecuadas, trabajos de concentración y orientaciones para poner la mente “en blanco”.
Prevenía acerca de ciertas sensaciones que se iban a percibir, tales como un “hormigueo” generalizado, una parálisis del cuerpo físico y una fuerte vibración. Indicaba la necesidad de prácticas previas hasta la aparición de resultados.
En mis experiencias pasadas, nunca superé esa etapa. Había realizado las prácticas unos días y luego, algo decepcionado, las había dejado para más adelante, cuando me sintiese suficientemente preparado. Eso lo hice en varias oportunidades. Seguí los mismos pasos que para dejar de fumar. Por eso todavía fumo.

El informe terminaba señalando algo que me causó gracia. Para saber si uno está en el mundo físico o en el astral en un determinado momento del día debe darse un “saltito” como para levantar vuelo. Si no se sale flotando es porque se está en el mundo físico, quizá soñando. Si uno vuela, puede estar seguro de que se trata de un viaje astral.
Finalmente, el gnóstico que escribió ese trabajo detallaba una serie de ejemplos o hechos ilustrativos que confirmaban la utilidad de estas experiencias. Me pareció un camino a probar para establecer contacto con los extraterrestres grises, tan relacionados genéticamente con nosotros que podíamos considerarlos nuestros padres y al mismo tiempo nuestros hermanos y nuestros hijos. El procedimiento no me serviría ahora pues llevaba, como había comprobado cuarenta años atrás, demasiados ejercicios de práctica previos, días o quizá semanas. No tenía todo ese tiempo a mi disposición. Necesitaba algo más rápido, con resultados ya mismo.

Viajar a Zeta Retículi me parecía apasionante pero sería en otra oportunidad. Recordé a Edgar, un especialista notable en técnicas de hipnosis además de ser un tipo extraordinario en lo personal. Alguien a quien hacía años que no veía pero que nunca estuvo ausente en mis recuerdos más afectuosos.
Eran las 9 de la mañana. Hora apropiada para llamarlo.

27
- ¿Edgar? – pregunté cuando una voz grave sonó en el teléfono. – Daniel. ¿Se acuerda de mí?

No me pudo identificar con sólo escuchar mi nombre. Debí darle un par de indicios acerca de quién era y en qué circunstancias tuvimos relaciones personales y laborales. Había pasado demasiado tiempo, pensé. Pero no fue así. Una vez que lo hube orientado me recordó perfectamente.

- Gracias por los pacientes que me enviás cada tanto. – dijo alegremente. – Parece que no te hice quedar muy mal con ellos, ¿cierto?

Nuestra vinculación se había alimentado de tanto en tanto con mi derivación de algunos alumnos o familiares de ellos a quienes consideraba que unas sesiones de hipnosis podían ayudar. Edgar era, para mí, el mejor profesional en ese tema. Además no vivía demasiado lejos.

- Por supuesto. – le confirmé. – Yo sabía que usted no me iba a fallar. – Hice una pausa. – Ahora lo necesito para un caso muy difícil. El mío.
- ¿Algo grave? – preguntó preocupado.
- Para nada. Es importante, es urgente, pero no es grave. – Y agregué, sonriendo aunque no pudiera verme: – Usted no podría arreglar mis eternas locuras con unas simples sesiones de hipnosis. Ni usted ni nadie. Es más, necesito un turno para redondear una de esas locuras.

Fijamos una cita para las 2 de la tarde. Diez minutos antes de esa hora estaba yo tocando el timbre de su casa. Abrió la puerta. Lo noté bien, aunque bastante más viejo. Por supuesto él me debe haber notado también así. Habían pasado diez años desde la última vez que nos vimos personalmente. Nos dimos un sincero abrazo. Desde el momento de conocernos se había establecido entre ambos una conexión particular, mezcla de mutua admiración y respeto afectuoso. Por eso, sin contarle toda la historia, le expliqué claramente cuál era el objetivo que quería lograr en esa única sesión. Al menos, qué intentaba conseguir desde un estado hipnótico.

- Necesito conectarme con unos seres extraterrestres muy particulares. – le dije sin titubeos. – Ya tuve algunas formas de vinculación con ellos pero ahora necesito que me den unas instrucciones sin las cuales no puedo terminar una investigación.
- ¿Seres extraterrestres? – Me miró con sorpresa. Pero me conocía lo suficiente como para saber de mis permanentes inquietudes sobre temas poco comunes y mi seriedad para encararlos. Yo había podido comprender también sus trabajos de regresión a vidas pasadas sin dudar nunca de los fundamentos que él me había dado acerca de esa posibilidad ni de los muchos resultados positivos obtenidos por él según sus relatos. Así que éramos un muerto y un degollado que no teníamos razones para asustarnos uno del otro. - ¿Y querés que te ayude a entrar en un trance hipnótico para facilitar las cosas? – simplemente quiso confirmar algo para él evidente.
- Así es, Edgar. – afirmé. - ¿Me da el empujoncito?
- Por supuesto. ¿Recordás cómo es esto? – me preguntó.
- Creo que sí. Puede funcionar, puede no funcionar. – le aseguré. – Pero voy a hacer todo lo posible para que funcione. Por eso vine al mejor.

Entramos a su consultorio. Luego de quitarme el pesado saco que habitualmente uso me acosté sobre la amplia camilla. Aflojé mis ropas de modo de que nada pudiera molestarme ni distraer mi atención durante la sesión. Hubiese preferido estar totalmente desnudo pero hacía demasiado frío ese día y el pequeño calefactor que Edgar había encendido seguramente un par de horas antes no resultó suficiente para templar el aire de la habitación.
La habilidad profesional de mi hipnólogo favorito lo llevó a realizar los pasos más adecuados para lograr que me sumiera en un profundo sueño inducido. Resultó un procedimiento algo más prolongado – me confesó luego – que con la generalidad de sus pacientes. Pero yo estaba bien predispuesto ayudándolo a vencer mis reservas y resistencias. Así fue que media hora después de acostarme sobre la camilla ya estaba fuera de mi cuerpo físico.

Como sabía que me sucedería no perdí la lucidez por haber entrado en ese estado. Edgar se había ocupado de instruirme de modo de no esperar ninguna sugerencia de su parte y se aseguró de que yo pudiera recordar cada situación que viviera durante el trance. Ambos sabíamos que no sería sencillo pues no era nada similar a lo que realizaba él con casos en los que buscaba que el paciente buceara en su propio subconsciente o hasta en su inconsciente. Yo tenía que estar con mi conciencia en plenitud para poder intentar una comunicación con lo que quizá fuese otra dimensión.
Lo logró, o mejor expresado, lo logramos. En un determinado momento me introduje en una región de oscuridad total, la más profunda negrura que jamás había contemplado. Y allí recibí el mensaje.

- Descanse, humano. – dijo una voz en mi mente. No era un sonido sino apenas una sensación. – Déjese estar allí, y solamente perciba. Es sencillo. Cuando desee hacer alguna pregunta, simplemente piénsela. Está usted, Daniel, en un punto del universo en el que muy pocos seres humanos han estado. Es el lugar en el que nos encontramos no con nuestros cuerpos sino con nuestras esencias. Aquí somos lo que verdaderamente somos. Aquí es únicamente posible la verdad.

Me sentía muy bien, invadido por una paz suprema que llenaba todos los espacios posibles, interiores y exteriores a mí.

- Hombre, - continuó la voz – yo sé bien quién es usted pero usted no sabe bien quién soy yo. Le diré solamente que he sido el elegido para acompañarlo desde el principio hasta el final de esta importante misión. Venció sus temores y llegó a obtener el éxito que habíamos previsto. Algunas veces dudamos de que así fuera, pero aquí está, habiendo reunido los elementos que fuimos poniendo a su alcance de una forma o de otra. Álvaro, el padre Carlos, el profesor Fridman, el pastor Ríos, Federico, León, Clemente, el viejo inglés que usted notó parecido a Darwin, la joven Danielle y su padre, el Robert que lo guió en Cambridge, la dama que le resultó tan útil en ese museo, todos, hasta hoy Edgar, han sido herramientas de las que le hemos provisto para que pudiera realizar correctamente el trabajo. Ya su esposa Olga fue colocada mucho tiempo antes en su camino para comenzar a preparar el terreno. Por eso desde el primer momento en que se vieron todo sucedió sencilla y rápidamente entre ustedes. También nosotros somos herramientas para que se cumplan los planes que deben cumplirse.
- ¿Los planes de quién? – pensé.
- No pretenda saberlo. Tampoco nosotros lo sabemos. Solamente cumplimos los planes desde hace mucho tiempo y lo seguiremos haciendo durante mucho tiempo más. Eso es la fe, que usted tanto considera como un muro que impide conocer cosas pero que en realidad es un camino que lo lleva a saber más sobre ellas. Gracias a la fe se pueden superar las limitaciones de la propia naturaleza. Gracias a la fe se trasciende lo pequeño para acceder a lo superior. Todos tenemos alguna forma de fe. Usted tiene mucha fe, tanta que la deposita en diversas cosas en las que realmente cree. Esa fe le ha permitido llegar hasta aquí. Transmitirá mucho de lo que vio durante su trabajo, mucho de lo que aprendió. Reunirá todo lo que ha cosechado en sus conversaciones con los que ha podido hablar y todo lo que ha recogido de lo que ha visto. Lo volcará en un escrito y luego lo dará a conocer. Muchas de las cuestiones que quería develar quedarán ocultas pues aún no es tiempo de que se descubran. Hasta puntos esenciales de lo que halló en su investigación se perderán por su propia incapacidad de comprenderlos y la incapacidad del resto de los humanos con los que comparte esta brevísima etapa de la historia del universo de la que están participando. Agregará usted algunas deducciones propias, fruto de su pequeña habilidad racional, y estarán equivocadas o, al menos, no reflejarán bien alguna verdad. Pero alguien, en algún momento, leerá su escrito y dará un paso más en el progreso del conocimiento humano. Como usted hizo con la información que llevó a Darwin a su experiencia final, a su mensaje oculto durante un período que ustedes consideran prolongado. Si lo desea, puede también transcribir mis palabras. En este tiempo, su tiempo, ya hay muchos capaces de aceptar que este encuentro pudo ser real y de comprender aspectos antes no conocidos del proceso ayudándonos a difundirlos. Otros se convertirán en acérrimos opositores a esta posibilidad que usted planteará y lo considerarán solamente una ficción, una tontería o una obra del Demonio. Pero los actuales sostenedores y los actuales críticos de estas nuevas ideas irán cumpliendo su ciclo vital y dejarán de existir materialmente, haciendo lugar para que nuevos seres humanos, con mayor amplitud mental y con la experiencia dejada por ustedes, irán abriendo nuevos caminos. Esa es la evolución de la raza humana y así es también la nuestra, quizá porque ustedes han sido receptores de nuestra esencia y la esencia de ustedes alimenta la nuestra.

Se hizo un silencio profundo en mi mente. El mensaje había llegado a su fin. Luego de un tiempo, quizá unos minutos apenas, otra voz me llegó pero a través de mis oídos.

- Daniel… Daniel… - musitaba Edgar con infinita suavidad.

Abrí mis ojos. El rostro de mi amigo estaba apenas a unos centímetros del mío. El sentimiento de paz no me había abandonado. Lo miré y traté de hablarle.

- Esperá. – me dijo. – Sin apuro. Tenés que ir regresando a la normalidad poco a poco. Aunque te veo muy tranquilo. – observó. - ¿Lo lograste?

Inspiré profundamente mientras él se alejaba un paso de la camilla. Me senté y asentí con la cabeza.

- Fue maravilloso. – le dije. – Le agradezco enormemente la ayuda que me dio. Sin usted no hubiese podido.
- Soy el mejor. – sonrió. – Vos lo decís y yo me lo creo.

Era el mejor. Nos quedamos conversando sobre varios temas, pero acerca de nada relacionado con mi experiencia hipnótica recién finalizada ni con mi investigación. Hicimos cada uno un resumen condensado acerca de lo sucedido en nuestra vida durante los últimos diez años. Prometimos encontrarnos con más frecuencia, nos despedimos y regresé a casa.

Tenía tarea. Escribir toda la historia. Y lo haría como una novela, estaba convencido. Ya lo había decidido hacía mucho, o me habían sugerido los zetarreticulianos que lo hiciera así. Porque ahora estaba convencido plenamente de era yo apenas un pequeño, un ínfimo elemento participante de un plan superior.


“El arte de vivir con fe y sin saber con fe en qué”, decía la canción de Paralamas. Quien la escribió sabía algo de todo esto o quizá fue apenas una inspiración, resultado de algún “pensón” capturado por allí, quizá una cadena de neutrinos como suponen científicos de avanzada de nuestros días. Neutrinos como los que había recibido a raudales en mi reciente comunicación con el zetarreticuliano.

“Científicos de avanzada”. Me sonaba algo ridículo después de lo que había aprendido en los últimos días. Aristóteles lo fue en su tiempo, Galileo, Laplace, Newton, Darwin, y, ¿por qué no?, Kant, Thales, Moisés mismo, Mahoma, Lao Tsé y miles más que pusieron su pequeña marca para el avance del conocimiento humano. Todos herramientas de un plan superior. Luchando hombro a hombro o enfrentándose entre sí, a lo largo de algunos miles de años hasta hoy. Sabiendo o ignorando que otros hombres elegidos lo seguirán haciendo durante mucho más tiempo mientras esta especie permanezca en el universo. Porque los grises que conocí lo venían haciendo desde antes y lo continuarán haciendo después para el avance de su propio conocimiento. Y quienes los guían. Y los que guían a los que los guían. Por los siglos de los siglos. Amén.

28
Durante los días posteriores, revisando mis apuntes encontré que había escrito datos que en realidad no tenían mucho asidero. Por ejemplo no podía asegurar que Darwin hubiera muerto en South Kensington, en la zona sudeste de Londres. Pero había muchos más que resultaron inconsistentes.
De todos modos, como todo iba a ser almacenado en una novela, un relato planteado como una ficción, no era importante que contuviera algunas inexactitudes. Solucionaría ese problema con un prólogo más o menos ingenioso.
El tema a resolver como escritor de una primera novela, cuento largo o lo que fuese, era cómo darle un final adecuado. Había leído muchas obras que comenzaban bien, seguían maravillosamente y concluían bruscamente y mal, como si el autor ya estuviese cansado de tanto imaginar y escribir, cerrándola como si el final no fuese parte del conjunto. No debía caer en lo mismo. Debía inspirarme en algo bueno.


¿Cuál es “la mejor historia jamás contada” según la opinión más generalizada? “La Biblia”, dirán millones de personas, muchas de las cuales la leen con disímil frecuencia y muchas otras saben que existe pero nunca le han prestado mayor atención.
¿Y cuál es la mejor historia incluida en ese libro? El “Génesis”, sin duda. Había sido mi fuente inicial de inspiración y de soporte para toda esta mal llamada “aventura”, pues su final me había demostrado que no había sucedido todo “a la ventura”, “al azar”, sino siguiendo planes perfectamente trazados. No por mí, por supuesto.
Además terminar con el Génesis, terminar con el principio, llevaría a más de un crítico literario a considerarme un genio de la inventiva, un Shakespeare, un Cervantes o, siendo más moderado, un King o un Spielberg. Otros especialistas lo creerían apenas un detalle irrelevante, y habría algunos otros, quizá los más, instados a pensar que constituía una estupidez fruto de un mediocre escritor.
Pero lo intentaría. Alguna vez, cuando decidiera que era la oportunidad adecuada para cerrar este relato, lo intentaría.

29
El momento ha llegado. Debo dar una conclusión a esta historia. Y será reescribiendo el Génesis de Moisés.
El final de mi trabajo, relato de esta breve pero intensa etapa de mi vida que procuré fuera el movimiento brillante de cierre de la sinfonía de mi existencia.
Busco un ejemplar cualquiera de la Biblia. Todas las versiones son parecidas pero no exactamente iguales entre sí. Seguiré la línea de su redacción. De todos modos, elija la que elija, no faltarán quienes me acusen de hereje por tratar tan displicentemente un libro sagrado. No me defenderé. Porque la Biblia se encuentra entre las cosas que, como bien descubrió el zetarreticuliano con quien tuve el encuentro, son parte de mi conjunto particular de creencias, de las cosas en las que yo tengo depositada alguna porción de mi fe.


De todas las versiones que en casa hay de ella, se me cruza primero en la búsqueda una que tomo sin hesitar. Será esta. Tapas negras con letras doradas: “Santa Biblia. La Liga Bíblica Mundial del Hogar.” A modo de ilustración, un globo terráqueo con su soporte. Hojas de un papel no demasiado fino, con bordes coloreados de rojo, algo despintados por el uso y el tiempo.
En la portada puede leerse: “La Santa Biblia. Antiguo y Nuevo Testamento. Antigua versión de Casiodoro de Reina (1569), revisada por Cipriano de Valera (1602) y cotejada posteriormente con diversas traducciones y con los textos hebreo y griego. Publicado para La Liga Bíblica Mundial del Hogar, fundada en 1938 por WM. A. Chapman.”
Quiero comprobar su fecha de impresión pero faltan las últimas páginas, no sé cuántas. Con ellas se fue el dato buscado. Termina en el Capítulo 21 del Apocalipsis, de lo que deduzco que no debe ser mucho más de una hoja lo que se ha perdido.

Otro Génesis posible. ¿Cómo reescribir tal original? ¿Me atreveré a cometer ese sacrilegio?

Libro Primero de Moisés, comúnmente llamado El Génesis – Versión 2006
Capítulo Primero
1. “En el principio creó Dios el Universo. Y decidió que, en una casi imperceptible partícula de él que se formaría como consecuencia de millones de sucesos previos en el transcurso de millones de años según las humanas medidas, ocurrieran las cosas que por Su voluntad fueron escritas aquí.”
2. “Esa tierra estaba desordenada y vacía. Y la oscuridad reinaba sobre ella. Hasta que por Su voluntad llegaron los primeros rayos de luz desde el Sol. Así ordenó separar la luz de las tinieblas. Vio que la luz era buena, y dio sus nombres al Día y a la Noche.”
3. “Luego ordenó separar las aguas de los gases, dejando debajo esas aguas y por encima de ellas el aire. Y a ese aire y a todo lo que sobre él estuviese llamó Cielos.”
4. “Luego ordenó que las aguas se reuniesen y dejasen expuestas porciones secas. A esas porciones secas llamó Tierra, y a la reunión de las aguas llamó Mares. Y seguía viendo que era bueno.”
5. “Luego Dios ordenó que la tierra produjera hierba verde, y que de esa hierba surgieran semillas que originaran plantas y árboles de muy diversas especies. Y la tierra produjo hierba verde y luego plantas y árboles de toda especie. Y vio que era bueno.”
6. “Y ordenó Dios que fuese posible desde la Tierra ver en los Cielos cuerpos iluminados, para diferenciar el día de la noche, y fuesen útiles para dar señales que permitieran saber de las estaciones, de los días y de los años. E hizo más visibles dos de ellos, uno mayor que se viera durante el día y otro menor que viera durante la noche. Y también hizo visibles las estrellas. Y eso ocurrió. Y vio Dios que era bueno.”
7. “Y ordenó Dios que las aguas produjeran reptiles vivientes, y aves que volasen sobre la tierra surcando los cielos. Y que fueran creadas también las grandes ballenas. Cada uno según su especie. Así ocurrió. Y Dios los bendijo y les dijo que se multiplicaran hasta llenar las aguas de los mares y los lugares de la tierra.”
8. “Y ordenó Dios que la tierra produjera todo tipo de seres vivientes de variados géneros, bestias y serpientes y animales de la tierra. E hiciéronse así animales y ganado y todo animal que se anda arrastrando sobre la tierra, cada uno de su especie. Y vio Dios que era bueno.”
9. “Y decidió Dios hacer al hombre a su imagen y semejanza, para que sea señor sobre los peces del mar, las aves de los cielos, las bestias y todo animal que anda arrastrando sobre la tierra.”
9. “Y Dios eligió el animal que vio más apto y lo hizo ser dotado de lo necesario para que no fuese igual a los otros animales, sino que tuviera la capacidad de razonar, como Él la tenía. Lo hizo crear con un espíritu a su imagen y semejanza. Y del cuerpo de este primer hombre tomó una parte para crear una mujer para que el hombre no estuviese solo.”
10. “Y los bendijo Dios y les ordenó fructificar y multiplicarse hasta llenar la tierra, sojuzgarla, y reinar sobre las especies del mar, sobre las aves de los cielos y sobre todas las bestias que se movían sobre la tierra.”
11. “Y Dios les dijo: Aquí os doy toda hierba que da semilla, que está sobre toda la tierra, y todo árbol que da fruto, los que serán para comer.”
12. “Y a toda bestia de la tiera, y ave del cielo, y a todo lo que se mueve sobre la tierra en que haya vida, toda hierba verde les será para comer.”
13. “Y vio Dios todo lo que había hecho y vio que era bueno. Acabados los cielos y la tierra, Dios descansó.”

Comparo lo escrito en mi versión con lo que Moisés vertiera en sus papiros tantos siglos atrás. Es poco lo que he modificado. El original fue redactado en una forma sumamente especial, totalmente simbólica, con expresiones notablemente particulares y propias.
Así como lo leo en castellano – quizá en su lenguaje primigenio hubiese acrecentado esta impresión – es algo más que un simple escrito. La historia del universo vista por un poeta, no por un científico. Pero no por cualquier poeta.


No pudo haber sido creada por Moisés. Se encuentran allí elementos seguramente observados por él durante sus años de vida pero cuyo origen no tenía posibilidad de conocer con tanta precisión ni mucho menos escribir con tantos giros y detalles que lograron encriptar esa información. Un mensaje que debía perdurar siglos y siglos, milenios y milenios. Algo que cada nuevo lector pudiese ir develando según su mente y su forma de sentir.


Moisés no pudo escribir el Génesis. Alguien debió habérselo inspirado.


Moisés no pudo escribir el Génesis. Careciendo de tal inspirador, tampoco yo podría intentar reescribirlo. De todos modos, no fue la misión que me encomendaron. Ésa creo haberla cumplido.

FIN

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