¡SOY BOHEMIA ! ¿Y QUÉ?

Siempre me preguntan ¿que es ser Bohemio? les respondo : El Bohemio vive por vivir , se llena de angustia sin tener por qué, pero está alegre cuando otros no están.

El Bohemio vive su vida incansable de ideas ,algunas creativas y otras filosóficas, todas para hacer de su vida un paraíso. El Bohemio no teme, solo porque él vive su vida como quiere, ahora sin causarles daños a sus semejantes. Vive la vida con principios y hasta con responsibilidad pero hace lo que quiere cuando quiere. En la música encuentra pinturas, en las poesías encuentra música, y en las pinturas encuentra versos ...es así mientras que se bebe su copa y sin faltar un café en un bar escondido adonde solo se lee por la media luz y la atmósfera del tabaco. La noche es su tarima....ahi baila, canta, bebe, conversa y admira a otros como él. Se proclama el duende de la noche. Ve el mundo con otros ojos ...él ve colores en el cielo nublado, ve la melancolía en una rosa brillante en su esplendor.

Gracias a todos que entienden estas breves letras. ¡SÍIIIIIII!!!! ¡Soy una Bohemia !!! ¿y Qué?

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Las verdaderas razones



LAS
VERDADERAS
RAZONES

Las verdaderas razones por las que Raúl Hugo Morales,
correctísimo empleado del correo de Esmeralda,
puso veinticuatro miligramos de rebelina
en la goma del reverso
de doscientas ocho estampillas postales.

Daniel Aníbal Galatro
Circa 1972


AGENCIA NOTARG-CABLE 112 – 20/DIC/84 – 21.00 – EN LA LOCALIDAD DE ESMERALDA PROV DE BS AS SE PRODUJO HOY EL FALLECIMIENTO DE OCHO PERSONAS APARENTEMENTE POR EXTRAÑA INTOXICACIÓN – INTERVINO POLICÍA LOCAL INICIANDO INVESTIGACIONES-NO SE HALLÓ RELACIÓN ENTRE AFECTADOS-ANALIZARON AGUA, BEBIDAS Y ALIMENTOS- TODOS LOS INTOXICADOS MANIFESTARON SÍNTOMAS PARECIDOS COMENZANDO CON SEQUEDAD EN BOCA, ESPASMOS INTESTINALES Y FALLECIMIENTO DENTRO DE LOS QUINCE MINUTOS DE EVIDENCIADO ENVENENAMIENTO-PROSIGUEN AUTORIDADES PESQUISA BUSCANDO CAUSAS DE LA TRAGEDIA-STOP

Raúl Hugo Morales era hijo del hoy fallecido Don Victoriano Morales, hombre callado y de pequeñas ambiciones que llegara a Esmeralda por 1931. Hasta entonces había dejado deslizar su vida como peón en una chacra de Los Álamos que perteneciera a un tío suyo.
Tenían su historia esas cinco hectáreas de terreno y un rancho sencillo, media legua adentro de una huella casi siempre barro, surcada cotidianamente por el viejo sulki de la chacra y ocasionalmente – no más de una vez por mes – por el Ford destartalado del propietario.
Allí había nacido Don Victoriano, hijo de un criollo rústico de manos callosas y de una italiana sufrida que, por darse en noche de tormenta endemoniada, fue partera de su propio parto.  Hubo infección, y al poco tiempo, muerte.
Así Victoriano quedó al maltrato de su padre, quien nunca le perdonó que su vida hubiese tenido el precio de la de su mujer.  Entre golpes y golpes, insultos y arados, fue creciendo con el siglo el niño callado de mirada hosca, el joven no muy despierto de pequeñas ambiciones.
Llegando el año 30 se dio la mala época, y el tío propietario de la chacra se vio precisado a venderla. Por ese tiempo era Victoriano quien cumplía las tareas rudas, los trabajos pesados, ya que su padre apenas si tenía resuello para chupar mate y escupir maldiciones.
Al  llegar la noticia de la venta del terreno y la necesidad de desocuparlo cuanto antes, el joven comenzó a preocuparse por el futuro del viejo. No quería llevárselo con él para la ciudad, y tampoco podía dejarlo solo. Por muy asqueroso y mala entraña que fuese, era su padre, qué caray.
Afortunadamente para todos, el viejo hizo la primera acción noble y considerada de su vida: se murió.
             Era febrero de 1931 cuando Victoriano dejó definitivamente la chacra y alquiló una pieza en una pensión de Esmeralda, la ciudad-pueblo que se recostaba somnolienta junto al río.
Hombre hecho aunque inculto, aprendió mal que mal lo que le faltaba de lectura y escritura, al tiempo que changueaba un poco de peón de albañil y otro poco de ayudante de feria.
Se casó, después de no mucho noviar, con una chica sencilla, callada como él, nacida y criada en Esmeralda. Y tuvieron dos hijos: Raúl Hugo, en el 36, y Marcial Victoriano, en el 40.
 La llegada del segundo vástago le hizo comprender que no podía seguir viviendo de las changas y los trabajos ocasionales. Por eso, cuando en el Correo hubo una vacante de cartero, se presentó de inmediato.
 Desde ese día, el apellido Morales iba a entroncar firmemente en la vieja oficina postal de Esmeralda.

Raúl Hugo era callado y taciturno como su padre. De mirada huidiza, más que recorrer la ciudad parecía merodearla. Sus amigos eran muy pocos y variables. Se cansaban de preguntar sin obtener respuestas, de sufrir la compañía de un muchacho a quien nada parecía divertir. 
No era malo, no, pero tampoco bueno. Simplemente, ¿cómo decirlo?,  no era.
Hizo la escuela primaria a los tumbos.  Con un cuaderno florecido de cuentas mal hechas y “regulares”, transitó las aulas pasando de grado más por ser un chico “bien educadito y callado” que por haber aprendido siquiera lo elemental.
Leer con poca fluidez, San Martín y los Andes, Sarmiento que fundó escuelas, Mitre, Rivadavia, la Revolución de Mayo, las Malvinas son argentinas, Belgrano y la Bandera, Perón y el Plan Quinquenal, Evita y los niños, las tablas de sumar, las de multiplicar – hasta la del nueve pero con dudas en las del siete y el ocho – sujeto, predicado, amar, temer, partir y basta.
Sin embargo, cosa curiosa, Raúl Hugo Morales poseía una excelente caligrafía – “una letra preciosa, viera qué cuadernos”, ordenada, prolija, simétrica. Daba pena ponerle los “regulares”.
Creo haber dicho que Don Victoriano tuvo otro hijo, cuatro años menor que Raúl. No era muy distinto del primogénito y su vida fue tan gris y opaca como él, o más aún, si tenemos en cuenta que Marcial no asomó nunca a la primera plana periodística como “el envenenador de Esmeralda”.
Al terminar sexto grado, Raúl no quiso empezar el secundario. Esto, más que una desilusión fue un alivio para sus padres, que no sabían de qué forma iban a pagar sus estudios.
Entró de cadete en una farmacia por algunos pocos pesos mensuales – “el nene nos da una mano”, “al menos se paga la ropa”, “con eso se compra la bicicleta nueva… en cuotas, claro”.
Sin nada rescatable, al menos para esta historia, fue pasando el tiempo.

Llegó el 55, y con él la Revolución. Hubo remoción de funcionarios, inclusive en el Correo de Esmeralda. Don Victoriano Morales dejó de ser cartero – figura tradicional la del viejo transitando las calles de la todavía ciudad-pueblo -, cambiando la bolsa de correspondencia por el tranquilo mostrador, del cual no saldría hasta su jubilación.
Unas palabras al jefe, alguna recomendación de un figurón del pueblo, y Raúl ocuparía el cargo vacante, gastando sus zapatos y el escaso orgullo que le quedaba por los mismos adoquines donde zapatos y orgullo paternos también quedaron esparcidos.
Victoriano, callado, de mirada hosca, no muy despierto, cuya única ambición – después de la casita propia que nunca llegó a tener – era la de jubilarse en paz, sin disonancias en la música monótona de su vida conyugal, familiar, laboral, envejecía por fuera, ya que por dentro siempre había sido viejo.
Llegó la hora señalada y el hombre inició los trámites.
A Don Victoriano Morales, que en sus veinte años de empleado correcto supo granjearse el respeto y la admiración…”, decía el pergamino que firmaron todos aquellos que nunca lo habían querido, respetado ni admirado. Una medalla, aplausos, y el nuevo jubilado comenzaba a sufrir la larga espera hasta el primer cobro, las leyes que cambiaban, los problemas de las Cajas. Aprendió a reconocerse como “clase pasiva”, a ser engañado y utilizado mil veces por quienes buscaban especular con sus votos arterioescleróticos.
En la trinchera de madera del Correo de Esmeralda su posición era ahora ocupada por Raúl, un joven que prometía brillante carrera dentro de la repartición – “correcto como Don Victoriano”, “de tal palo…”.
Callado y taciturno, parecía que su propio padre había rejuvenecido cuarenta años y continuaba llenando giros y telegramas, sellando correspondencia, clasificando, vendiendo estampillas rojas, estampillas verdes, estampillas azules. Esas estampillas que años más tarde cobrarían tanta importancia en la vida sin aristas de Raúl Hugo Morales.

AGENCIA NOTARG-CABLE 98-21/DIC/84-11.33-NUEVOS FALLECIMIENTOS POR INTOXICACIÓN EN LA CIUDAD DE ESMERALDA PROV. DE BS AS. A LOS OCHO DE AYER SE SUMAN OTRAS DIECISÉIS PERSONAS CON IDÉNTICOS SÍNTOMAS E IGUALMENTE MUERTOS DENTRO DE LOS POCOS MINUTOS DE MANIFESTARSE LOS MISMOS. LA POLICÍA LOCAL CONTINÚA INVESTIGANDO SIN RESULTADOS CONCRETOS HASTA EL MOMENTO. STOP.-

Concepción Mercedario era aquella primavera de 1957 una rubia espigada que traía enloquecido a todo el barrio. Entre sus muchos fervientes admiradores se destacaban dos: Alberto Ruiz y nuestro conocido Raúl Hugo Morales.
No podían haber sido más diferentes.
Ruiz era audaz, un osado que se jactaba permanentemente de saltar cualquier límite, cualquier barrera. Llegado a Esmeralda como técnico especializado en subproductos del petróleo, había alquilado una coqueta casita en la zona relativamente residencial de la ciudad-pueblo. Enmarcaba sus sonrisas y guiños intencionados en la ventanilla cromada de un interminable automóvil importado.
Raúl era como sabemos, y transitaba su hosquedad sobre su ya desvencijada bicicleta.
Conce, toda encanto para con Alberto, en tanto que honraba a Morales con su más cuidada indiferencia. Se sabían y comentaban con sorna los insistentes embates del ex cartero, que ni siquiera lograban perturbar la altanera belleza de la rubia.
Por eso el día que explotó la noticia del casamiento de Conce con Raúl, “acaecido el 12 de enero de 1958 a las 21 horas, en la Parroquia de Nuestra Señora de los Milagros”, el pueblo entero se cayó de espaldas. El pueblo entero excepto algunos pocos.
Al principio fue un rumor y, siete meses después, el llanto de Marcelo la confirmación definitiva. En aquella primavera del 57, la rubia espigada que traía enloquecido a todo el barrio y el técnico especializado en subproductos del petróleo habían bailado muy apretados, transformándose en el espectáculo más comentado de la Fiesta del Estudiante en el Círculo Esmeraldense de Básquetbol. Se fueron juntos esa noche en el interminable automóvil importado. Así se inició una relación, terminada exactamente – según una vecina que seguía paso a paso las alternativas del demasiado apasionado idilio – un mes antes de “la boda del año” de la ciudad-pueblo.
Decían, y era verdad, que Conce había descubierto el embarazo al faltar su menstruación normal de noviembre. Eso motivó un diálogo acalorado entre “seducida” y “seductor”, que finalizó cuando Alberto descendió del automóvil, fue hasta el costado opuesto y, abriendo la puerta con violencia, tiró fuertemente del brazo de la rubia. Cayó ella fuera del vehículo y – según la vecina-vigía que contó y exageró el suceso – recibió un par de golpes de puño con alguno que otro puntapié. Allí terminó el demasiado apasionado idilio, exactamente un mes antes de la “boda del año” de la ciudad-pueblo.
Era todo tan emocionante y tan diferente del “no pasa nunca nada” habitual de Esmeralda que a quienes se enteraron no se les ocurrió verificar la extraña precisión de muchos detalles aportados por la informante. Sin embargo, con ligeras variantes, era todo verdad.
Y fue cierto también que de alguna forma se enteró Raúl Morales del “accidente” de “la Conce”. Buscó la oportunidad propicia, habló con la rubia – ya no tan altanera ni espigada, aunque no menos bella que antes – y el 12 de enero de 1958, a las 21 horas, en la Parroquia de Nuestra Señora de los Milagros, ligaron sus destinos hasta que la muerte los separase.

Concepción Mercedario había hecho un mal negocio para salvar otro peor. Sus muchas y ambiciosas ilusiones, respaldadas por una figura deslumbrante, caían para siempre por un imperdonable error estratégico.
Ahora era la señora de Morales, el empleado del correo, el callado, el hosco, el taciturno Morales. Y Conce emprendió la nueva tarea de obtener el mayor beneficio posible de esa unión, a pesar de que el recién casado no prometía volar tan alto como su mujer deseaba.
Sin embargo, Concepción Mercedario de Morales iba a ser famosa por unos días, no solamente en Esmeralda sino en el país entero. Aunque para ello debían transcurrir aún veintiséis años.

AGENCIA NOTARG-CABLE 102-21/DIC/84-11.38-LOS LABORATORIOS DE TOXICOLOGÍA DEL INSTITUTO BIOLÓGICO DE LA PLATA INFORMARON HABER RECIBIDO MUESTRAS DE VÍSCERAS DE LOS FALLECIDOS POR LA INTOXICACIÓN EN ESMERALDA PCIA. DE BS AS. SE INICIÓ LA TAREA A LAS 10.30 A FIN DE ANALIZAR LAS MISMAS PARA DETERMINAR LAS CAUSAS DEL ENVENENAMIENTO COLECTIVO. TOMÓ INTERVENCIÓN LA POLICÍA DE LA PROVINCIA. STOP.

Corría ya la segunda mitad de 1974 cuando ocurrió un hecho fundamental en la vida de Raúl Hugo Morales. A los 38 años, continuaba imperturbable su tarea tras el mostrador del correo de Esmeralda, girando, telegrafiando, sellando, clasificando.  Era un poco menos hosco que en sus primeros tiempos, aunque siempre correcto y eficiente.
Estaba inscripto en uno de los planes promocionales del gobierno para los empleados de Encotel, y quizá a mediados del 76 entraría en posesión de su departamento propio. La familia había crecido con la llegada de Alejandro Roberto en marzo del 66 y de Liliana Noemí por septiembre del 69. De común acuerdo, es decir por decisión de la cada vez más avinagrada Conce, ya no habría más hijos. – “¿Y, Morales?” “No, basta. Paramos la fábrica” “Como está la vida, otra boca para alimentar…


Una de las pocas alegrías de Raúl eran sus hijos.
Algunas horas extra permitían sostener el estudio de Marcelo, un muchacho de dieciséis años, desenvuelto e inteligente. Ya cursaba un brillante tercero del Comercial. Había tenido cuatro o cinco “novias”. Era muy popular entre los jóvenes de Esmeralda pues su habilidad basquetbolística lo transformó rápidamente en capitán del seleccionado juvenil. Por supuesto, Marcelo supo obtener infinidad de ventajas de su prestigio deportivo, como sabía usufructuar todas sus otras cualidades. “Tan distinto de su padre” – decían los que no conocían la historia. “Idéntico al padre” – murmuraban los memoriosos. Morales estaba tan orgulloso de los éxitos del muchacho que no cabía en su corazón otro sentimiento hacia él que no fuese el de padre satisfecho. Concepción  ya  no  esgrimía  su  origen  como  arma  decisiva  de  las batallas domésticas, y el asunto estaba casi olvidado. Marcelo no sabía la verdad. Sin embargo, curiosamente, nunca experimentó por su padre adoptivo más que una mezcla de conmiseración y desprecio. A los dieciséis años, su fama pueblerina había convertido al muchacho en el sol de la familia, en tanto que los demás brillaban apenas por reflejo de su luz. Al menos, así pensaba él.
Los ocho años de Alejandro se parecían mucho a los ocho años de Raúl Hugo. El niño, que no reía nunca, luchaba sus primeros grados de primaria en pugna constante por no repetir. Eran inútiles los esfuerzos de madre, maestras y “particulares”. Alejandro era duro. Había heredado el adoquín cerebral paterno, ante la desesperación de Conce que no podía soportar de brazos cruzados las miradas compasivas en las reuniones del Club de Madres. “Por lo menos que le haga hasta séptimo” “Todos no pueden ser como Marcelo, señora”.
Finalmente estaba Lili. Viviendo sus cinco años felices y despreocupados. En el jardín de infantes se comportaba con una más: aprendía lo que le enseñaban, jugaba sus juegos, reía cuando ríen los niños, lloraba cuando deben llorar. Era la predilecta de papá, quien sufría las últimas horas en el Correo ansiando volar a casa para revolcarse por el piso con Lili, leerle cuentos, llevarla a parques y calesitas, liberarse cotidianamente de angustias y tensiones. La habitación de su pequeña era la única porción de hogar en aquella vieja casona alquilada.

           Según consta en los archivos respectivos, en la oficina de Correos de Esmeralda desempeñaban tareas, por agosto del 74, siete empleados. En el Registro de Personal podía leerse:

HERNÁNDEZ, Mario Higinio – jefe de oficina – 52 años – viudo – sin hijos –  antigüedad en el puesto: 9 años – trasladado desde la oficina de Retama (pequeño pueblo no lejano a Esmeralda).
NÚÑEZ, Faustino – empleado mostrador – 49 años – casado – tres hijos – ingresado a la repartición en 1957 como cartero auxiliar – transferido a mostrador en 1969.
MORALES, Raúl Hugo – empleado mostrador – 38 años – casado – tres hijos – ingresado a la repartición en 1955 como cartero – transferido a mostrador en 1960.
FUENTES, María Albarracín de – empleada – 35 años – casada – sin hijos – ingresada a la repartición en 1968 para atención al público y tareas administrativas.
 FUENTES,  Federico  (cuñado  de  María)  –  peón  de  limpieza  –  27  años  – soltero – ingresado en 1970 como personal de maestranza.
 FIGUEROA, Mario – cartero – 19 años – soltero – ingresado a la repartición en enero de 1974.
 ALBERTI, Ramón – cartero – 20 años – soltero – ingresado a la repartición en 1971.

            Era Faustino Núñez un hombre singular. Se había incorporado al plantel de empleados de la oficina de Correos, como figura en su ficha, por 1957, dos años después que Morales. Ocupó la recientemente creada plaza de segundo cartero – o cartero auxiliar - haciendo el recorrido de los “barrios obreros” inaugurados en esos días y que albergaban casi un millar de nuevos habitantes.
Se sentía muy mal transpirando las calles de la ciudad a los treinta y dos años, luego de haber quedado fuera de la petrolera por un problema del cual poco llegó a saberse. Más aún, parece que, al estar involucrado un alto funcionario de la empresa, todo quedó como si Núñez hubiese renunciado, recibiendo por parte de su encumbrado “amigo” unos cuantos pesos que desaparecieron con bastante rapidez de los bolsillos del autocesanteado.
Decidió no ser más el idiota útil de jefes venales y corruptos, sino aprovechar la experiencia pasada para obtener él mismo jugosa tajada de algún asunto no muy claro de ésos que a veces se presentaban.
Cuando se jubiló don Victoriano Morales, pensó Faustino que era él mucho más indicado para reemplazarlo en el mostrador que el tonto del hijo, no sólo por su mayor inteligencia sino también por ser de más edad. Sin embargo, como sabemos, Raúl ocupó el puesto vacante y Núñez siguió sufriendo ser cartero largos nueve años más.
A mediados del 61 falleció en un accidente de tránsito uno de los “atención al público”, y Faustino alcanzó la ansiada banca en la “trinchera de madera”.
Eran tremendas las miradas que se cruzaban, con la inevitabilidad de la proximidad física, los dos compañeros de labor. Como competidores en una línea de largada, nadie allí desconocía que, ante cualquier futuro ascenso, la victoria del uno sería consecuencia de la derrota del otro.
Raúl tenía a su favor la antigüedad y el correcto desempeño tanto suyo como de su padre. Núñez se apoyaba en su mayor edad, su inteligencia y espíritu trepador, fruto este último del resentimiento heredado del asunto de la petrolera. Iba a ser una lucha pareja, demasiado pareja, y Núñez pensaba que en una contienda así cualquiera podía ganar. Incluso Morales. Eso era feo y riesgoso.


El 14 de septiembre de 1974, a las 10.30 aproximadamente, el empleado Faustino Núñez entró sin llamar – “tenía las manos ocupadas con papeles y sellos”  “fue  el  destino,  hermano,  el  destino”  –  en  el  despacho  de  su  jefe.
Parecían haber intentado cerrar la puerta con llave, pero las cerraduras eran antiguas y los marcos apolillados no resistían el menor empellón.
Semiocultos tras una biblioteca con candado pero sin vidrios, un hombre y una mujer jadeaban arrítmicamente. Faustino los vio ridículos, ni vestidos ni desnudos, ni de pie, ni sentados, ni acostados. “¡Qué escena amorosa!” – pensó, reponiéndose con rapidez de la sorpresa inicial.
Mario – “Romeo” – Hernández, con las mejillas enrojecidas, miró atontado hacia la puerta recién abierta, apretando espasmódicamente espalda y brazos de María – “Julieta” – Albarracín de Fuentes. Ésta, menos cerca del éxtasis, trataba desesperadamente con una mano de quitarse de encima  al  pesado  amante  y,  con  la  otra,  de  cubrir  la  desnudez  de  su  pelvis con un slip rojo que persistía en enrollarse sobre sí mismo, más cercano a las rodillas que a su ubicación funcional.
Luego de haberse asegurado de que tanto el jefe como su empleada tomaran conciencia de la identidad del perturbador de tan afectuoso encuentro en ese momento crucial, murmuró un “disculpen” y retrocedió, cerrando al salir la puerta tras de sí.
Ahora Núñez tenía en su poder una carta muy valiosa. Ya la lucha no sería pareja. Solamente debió aguardar dos meses para hacer rendir frutos a su feliz descubrimiento.

La oficina de Correos de Esmeralda había tenido subjefe hasta 1955. En esa oportunidad fue removido del cargo quien lo ocupara, por no aceptar quitarse un escudito políticamente comprometedor. De allí en más, esa función no fue cubierta – y en realidad no se justificaba en una ciudad tan pequeña.
Faustino Núñez estudió cuidadosamente  el  asunto  y,  a  comienzos  del último mes del 74, presentó una bastante bien redactada nota en la cual expresaba:


“Visto que el cargo de Subjefe no ha sido cubierto desde 1855 a la fecha, por una arbitraria medida de dieciocho años de desgobierno, y considerando que la importancia creciente de la oficina postal de Esmeralda hace imprescindible aliviar las funciones del señor Jefe derivando parte de ellas a un colaborador inmediato, considero mi deber como empleado de la Repartición
… Y que no se vea en mi actitud un interés de promoción personal, sino que considero justo el llamado a concurso de antecedentes, a fin de que quien sea más idóneo pueda ascender a la categoría superior.
Sin otro particular…
Faustino Núñez”

            Entregó el papel en propias manos del señor Jefe, acompañándolo con un guiño de complicidad. Se llamó a Concurso, por supuesto, presentándose para optar al cargo los empleados Núñez y Morales.

Unos días después de su nombramiento como subjefe de la oficina de correos de Esmeralda, Faustino discutió con María Albarracín por un problema de licencia por enfermedad de familiar directo. Ni el hombre ni la mujer advirtieron la presencia de Morales, quien buscaba  unos  comprobantes  extraviados,  de  rodillas,  en  pose  de  musulmán hacia La Meca, detrás de su escritorio.
Y no te hagás la loca porque canto todo. Lo revientan a Hernández, te revientan a vos, y encima tu marido les rompe el alma.” – decía Núñez sin gritar pero marcando claramente las palabras.
La mujer bajó la cabeza y comenzó a llorar. El subjefe le echó una mirada victoriosa y retornó a su recientemente inaugurada oficina privada, más decente y equipada que la de su superior.
María se dejó caer en una silla, gimiendo. Cuando se alejó hacia el baño, quizá para recomponer su rostro y proseguir la atención del público, Morales se atrevió a reincorporarse. “Así que era eso. Con razón ese hijo de una gran perra ganó el puesto de subjefe”.

Desde el día del ascenso de Núñez, Concepción no dejaba ocasión de hostigar a su marido. “¡Idiota, cada vez más idiota! Te dejaste ganar por ese tipo que entró en el Correo después que vos. ¿Te das cuenta de que sos un infeliz? Casi veinte años esperando la oportunidad y te la perdés. Por tu estupidez arruinaste mi vida y Marcelo casi no tiene qué ponerse. ¿Sabés cuánto va a ganar ahora Núñez? Casi el doble que vos. Sos un inútil, Raúl, un inútil. Vas a seguir pegado al mostrador hasta que te mueras, como el imbécil de tu padre. No sirven más que para vender estampillas.
A veces Morales pensaba interrumpir a su mujer para recordarle algunas cosas, pero lo razonaba un poco y comprendía que sí, que eso también lo había hecho por infeliz. La Conce era  una víbora, pero lo que decía era verdad.  “Mordete la lengua, bruja, así te morís de una vez” – le decía con la mirada mansa aunque siempre hosca. Pero mantenía la boca cerrada.
Si ahora le contaba cómo había llegado Núñez al cargo de subjefe, se iba a poner inaguantable. Abrió el morral donde colocaba sus sentimientos más profundos y allí, entre otros cuantos, guardó el asunto del concurso, lo que sabía de Hernández y la Albarracín, y algunos detalles más.

AGENCIA NOTARG-CABLE 133-21/DIC/84-14.03-EL HOSPITAL MUNICIPAL DE ESMERALDA INFORMÓ QUE LLEGAN A VEINTITRÉS LOS FALLECIDOS POR LA EXTRAÑA INTOXICACIÓN QUE SE PRODUJO EN ESTA CIUDAD. TODO EL PAÍS ESTÁ ATENTO A LA MARCHA DE LOS ACONTECIMIENTOS. EN DIVERSOS LABORATORIOS OFICIALES Y PRIVADOS CONTINÚAN LOS ANÁLISIS A FIN DE IDENTIFICAR LA SUSTANCIA QUE PRODUCE LA MUERTE EN CONTADOS MINUTOS. LAS INVESTIGACIONES POLICIALES SE CENTRAN AHORA EN BUSCAR UN ELEMENTO COMÚN A TODAS LAS VÍCTIMAS PUESTO QUE VIVEN EN DIFERENTES LUGARES DE LA CIUDAD Y REALIZAN ACTIVIDADES DIFERENTES. SE RECOMIENDA A LOS POBLADORES DE ESMERALDA Y CIUDADES VECINAS NO INGERIR ALIMENTOS O LÍQUIDOS QUE NO SE AUTORICEN EXPRESAMENTE. EL ÁREA HA SIDO DECLARADA EN ESTADO DE ALERTA SANITARIA. STOP.

Marcelo Fabián Morales ingresó a la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional de La Plata en marzo de 1977. Había culminado con calificaciones excelentes su ciclo secundario, y todos estaban absolutamente seguros de que llegaría a ser un abogado de nota.
Creo haber dicho que Marcelo sentía por el que suponía era su padre un rencor sordo que manifestaba exteriormente como desprecio. Raúl Morales era, para él, un  símbolo viviente de  la  forma de  ser y de vivir que consideraba más insignificante. Empleado, o mejor dicho, empleadito, empleaducho. Nadie, sentado detrás de un vetusto mostrador. – “¿De cuánto?” “¿No tiene cambio?” “De cuarenta no hay… ¿le doy dos de veinte?” “Vía aérea simple, tanto; vía aérea certificada, tanto”. Y al cliente no le importaba si era Raúl Morales, Juan Pérez o una máquina quien le entregaba las estampillas.
Raúl Nadie, hijo de Victoriano Nadie.  “Tiene razón mamá cuando dice que solamente sirven para eso”. “Llene el formulario, primero. No, otra lapicera no hay. Sí, ya sé que ésas tienen la pluma rota.”.  Dios, ¡qué estupidez! Ser hijo de Raúl Nadie y nieto de Victoriano Nadie. Desde 1955 vendiendo estampillas, haciendo giros, llenando telegramas. Veintidós años iguales.
En cambio él, brillante. Marcelo Fabián Morales. Triunfador. “¿Morales?... ¿Tu viejo trabaja en el Correo?” “Sí, maldición. Mi viejo es ese tipo de mirada perdida que te vende estampillas. Ese infeliz que cuenta ‘una, dos, tres, cuatro… palabras… es tanto’. Hace veintidós años. Yo nací y él ya estaba ahí, atrás de ese mostrador.” “Pero, ¿quién te paga los estudios?” “Para lo único que sirve. Usted es mi padre. Es su obligación, ¿no? Además, si se viera la jeta que pone cuando dice que tiene un hijo estudiando abogacía… Cuando yo me reciba va a dejar de ser Raúl Nadie para ser el padre del doctor Morales. Y le voy a devolver la guita que me dio. Se la voy a tirar a la cara.
Y así siempre. Recriminándole su quietismo, su falta de ambiciones, su nada de espíritu de lucha. Se iba haciendo hombre, se iba haciendo abogado, se iba haciendo cada vez más hiriente.
Don Raúl Hugo Morales seguía comprando libros, ropa, cosa que el futuro doctor quisiera necesitar. Hubo veces en que pensó tirarle un “Mocosito de miércoles, se acabó. Vas a tener que laburar si querés un mango. Ya que sos tan machito y tan inteligente, y tu viejo es un pobre infeliz, ¿por qué no te vas a vivir solo y te ganás lo que gastás?
Pero Conce adivinaba la tormenta y la disolvía con su gritería alienante.
           “Sos el mismo estúpido de siempre. ¿Querés arruinarle la carrera al nene? ¡Claro! ¡Que sea un nada como vos, eso querés! Si le llegás a decir algo al Marcelo, pobre de vos. Es el único que vale la pena, no como tus hijos que no sirven para nada. El Marcelo va a ser abogado y yo voy a tener en mi hijo, ¡me oís! ¡mi hijo!, lo que no pude tener en el imbécil de mi marido. ¡Ojo con decirle algo al muchacho!
Y Raúl volvía a callarse, abría el morral del que ya hablamos, y guardaba.

Después ocurrió lo definitivo. Fue cuando Marcelo estaba en… ¡cuarto!, Sí, cuarto año. Es decir, a fines del 80. Claro, había cumplido los veintidós y, lo que cada vez era menos infrecuente en él, se había achispado un poco festejando con un par de amigos.
Era la tardecita cuando salieron del Club. En el viejo automóvil de uno de los de la barra, iniciaron la tarea de alborotar Esmeralda a bocinazos y gritos.
En una de sus idas y venidas por las únicas dos calles que constituían el “centro” pasaron por la plaza en la que algunas parejas hacían tiempo esperando que cayesen las sombras. 
Dales  con  esa  luz.  Metésela  en  los  ojos”.  “No,  Marcelo,  que  si  cae  la cana nos llevan a todos”. “Dale, nabo, no  seas  maricón.  Subite  a  la  vereda  y encajales la luz alta”. “No, Marcelo, se va a armar despelote. Mirá que acá nos conocen”. “¡Má! Bajate, idiota. Dejame a mí”.
Manejado por Marcelo, el automóvil trepó a la vereda y se detuvo frente al banco ocupado por una de las parejas. Luz alta, luz baja, apagaba. Otra vez luz alta, luz baja. Y gritaba barbaridades. Todas.
La chica comenzó a llorar y a intentar detener a su acompañante que quería irse hacia el automóvil. Finalmente el muchacho logró zafarse y encaró a quienes seguían escandalizando e insultándolo profusamente. Caminó hacia la ventanilla por la que asomaba la cabeza y casi medio cuerpo de Marcelo Fabián Morales y dijo, sollozando de ira, apenas unas pocas palabras.
No gritó. Solamente pronunció con lentitud aquello que Marcelo siempre había deseado pero jamás creído posible. Escuchó con atención, tratando de despejar los vapores de la pequeña borrachera que lo obnubilaba un poco.
Así que era cierto. Miró al muchacho pero ya no lo vio. Así que era cierto. Hizo retroceder el automóvil y lo regresó a la calle. Dejó el volante a su dueño casi mecánicamente.
Así que era cierto. A los pocos minutos su cerebro, totalmente despejado, había aceptado plenamente la idea. Y sonrió satisfecho. “¡Qué importa que la vieja pudiese haber sido una cualquiera, si gracias a eso él no era hijo del mil veces despreciado Raúl Hugo Morales!
Al llegar a su casa no saludó a nadie.
¿La vieja?
En el patio, lavando”.
Fue allí, en el patiecito, teniendo como acompañamiento el rítmico traqueteo del lavarropas, donde Marcelo Fabián supo toda la historia, en versión libre e interesada de Concepción Mercedario. ¡Su madre no había sido una cualquiera sino una muchacha inexperta caída en un error de juventud! ¡Su verdadero padre, un triunfador! Y Don Raúl Hugo Morales, nadie. ¡Que le dijese algo! ¡Ojalá! Ya le iba a cantar las verdades sin pelos en la lengua, que para algo casi era abogado.
Una tarde Marcelo se cruzó con su… con el marido de su madre. Ocurrió en la puerta del departamento.
¿Dónde vas?
A sacar pasaje para Mar del Plata”.
“¿Te vas?”
¡Claro! ¡No te voy a pedir permiso!
¿Ni plata?
Tirame unos pesos, que después…
¿Después, qué? Además, no tengo.
¿Cómo que no tenés?
No tengo.
Mirá, viejo, mejor me das porque si no…
¿Si no?
Allí fue donde y cuando Marcelo comenzó a escupir lo que sabía. No la verdad, sino la versión que Conce le había brindado entre sollozos de supuesto arrepentimiento. Y lo insultó, lo rebajó, lo hizo pedazos y saltó sobre ellos, pisoteándolos. Raúl Morales llegó a sentirse, él mismo, Raúl Nadie.
Las últimas palabras de Marcelo – “Andate a vender estampillas, viejo infeliz, y no te metás más en mi vida” – resonaban horas después en sus oídos.

Raúl Hugo Morales, vendedor de estampillas. Estampillas azules, estampillas rojas, estampillas verdes.
Raúl Morales y las estampillas. ¡Qué cosa! Si todo eso hubiese ocurrido cuatro años más tarde podía haber llegado a reír como loco de ese simple hiriente insulto.
¡Andate a vender estampillas, viejo infeliz!

AGENCIA NOTARG-CABLE 148-21/DIC/84-16.58-EL LABORATORIO TOXICOLÓGICO DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES DIO A CONOCER UN INFORME EN REFERENCIA A LA SUSTANCIA RESPONSABLE DEL FALLECIMIENTO DE HASTA EL MOMENTO VEINTITRES PERSONAS EN LA CIUDAD DE ESMERALDA PROV DE BS AS. SEGÚN EL DOCTOR RICARDO FABBRI, JEFE DE INVESTIGACIONES TOXICOLÓGICAS, SE TRATARÍA DE UNA DROGA DEL TIPO DE LAS TOXINAS VEGETALES PROVENIENTES DE PLANTAS DEL NORTE DEL PAÍS SIN ANTÍDOTO CONOCIDO. SE INSISTE EN LAS RECOMENDACIONES CON RESPECTO A ALIMENTOS Y LÍQUIDOS QUE PUEDEN INGERIR LOS HABITANTES DEL ÁREA AFECTADA. EL MINISTRO DE BIENESTAR SOCIAL DE LA NACIÓN PARTIÓ HACE UNOS MINUTOS HACIA ESMERALDA. STOP.

Ni Raúl ni su esposa habían depositado un átomo de fe en las escasas condiciones intelectuales de Alejandro Roberto. Hasta aceptaron casi sin sorpresa que finalmente en 1981, a la “venerable” edad de quince años terminase séptimo grado. La Directora  firmó el certificado con una profunda sensación de alivio. Para la institución educacional, más que el egreso de un alumno todo el proceso había sido un verdadero parto, pujando durante nueve interminables años todos menos el interesado.
Éste tenía, sin embargo, algunos  “récords” en especialidades tales como rotura de vidrios, inasistencias escolares injustificadas, plantones bajo la campana, quejas en el barrio, etc.
Excepto cuando provocaba la reacción de sus padres – salvo raras ocasiones, solamente de la madre – ante un llamado de la Dirección de la escuela, la visita de alguna asistente o las lamentaciones de enojados vecinos –  “¡Mire  cómo  me  ha  puesto  el  jardín!”  “¿Por  qué  no  lo  manda  a  jugar  a  la pelota  en  un  club  en  vez  de  patear  en  mi  vereda  a  la  hora  de  la  siesta?” “¡Cada  vez  que  pasa  me  toca  el  timbre!”  “Disculpe,  doña  Conce,  pero  a  ese chico le falla algo. Doce años, tiene, y todavía hace esas pavadas. ¿Por qué no lo hace ver?” – Alejandro Roberto Morales era el ser olvidado de esa familia.
Casi siempre fuera de casa, caminando sin rumbo por las calles de Esmeralda con dos o tres parias de la misma edad, jugando desganadamente en un baldío a patear un fútbol de plástico o una lata o una piedra, asomándose a los “juegos electrónicos”  cuando su insistencia le procuraba algunos pesos – “del viejo, porque la vieja no me da ni la hora”. 
Era uno de los llamados “inadaptados”. Su padre veía en él un reflejo doloroso y agravado de su propia infancia e, incapaz de corregir las fallas, prefería ignorarlo. 
Conce lo odiaba profundamente, intensamente. El día que notó ese sentimiento, su instinto materno se trabó en ardua lucha contra él – “Es mi hijo, también. No puede ser que no lo quiera nada. No puede ser que lo odie”.  Pero, pasando los años y creciendo Alejandro, desapareció totalmente el afecto que se creía obligada a tener por el bebé, por el niño, dejando lugar a un odio por el adolescente que a veces la asustaba.
Se sentía aliviada cuando no lo veía tirado en un sofá mirando televisión o recostado en su cama con la vista clavada en el techo horas y horas.
A veces volvía de la calle para el almuerzo o la cena – “Si querés, comé, y si no, no comas, pero vení a la una en punto que esto no es un restorán”.
Desde pequeño, el tonto no daba más que disgustos – “Me llamó la Directora. ¿Sos idiota, nene?” ”Dijo Doña Lola que le tocaste timbre y saliste corriendo. Otros, a tu edad, ya tienen novia.” “Cuando Marcelo era como vos…” “Todos no pueden ser como Marcelo, señora”. La comparación era un punto doloroso para Alejandro - “¿Por qué no se meterá a Marcelo en el… ?”.
Raúl pensaba hacerlo entrar en el Correo como cartero o algo así, pero no había vacantes. Además el nuevo jefe, Faustino Núñez, le advirtió claramente. – “Mirá, Morales, no es que yo tenga nada contra vos, al contrario. Casi entramos juntos a esta oficina. Pateábamos las calles por la misma época. Yo te estimo, vos sabés. Pero tu pibe, ¡qué sé yo!, es un vaguito, un tiro al aire. Acá no andaría. Disculpame, viejo,  pero aunque hubiera vacantes…” Y el maldito tenía razón. Por eso Raúl no insistió.
Al fin le consiguieron empleo en un taller de bobinados cuyo patrón, rudo y experto en el manejo de los “pibes difíciles”, aprovechaba esa habilidad suya para pagarles suelditos miserables. El lugar se llamaba algo así como “Emporio del bobinado”, pero todos lo conocían como “el reformatorio”, ya que la resaca de la adolescencia esmeraldense pasaba por sus amplios aunque antiguos galpones.
Cuando cumplió los dieciséis, las costumbres de Alejandro cambiaron casi bruscamente. Si antes era poco comunicativo ahora no murmuraba más que monosílabos o casi – “Si” “No” “Me voy” “Chau” – entremezclados con un “¿Qué les importa?” o un “¿Me van a dejar tranquilo?”.
Seguía en el taller, pero en sus horas libres no aparecía por casa. Al principio a nadie le importó mucho, pero después de una semana de no venir a almorzar ni a cenar, llegando con aires misteriosos cerca de la madrugada, Raúl comenzó a inquietarse. “Che, ¿no sabés en qué anda el nene?” “Si no sabés vos. Este sí es hijo tuyo.” (“¡Víbora!”). “Anda raro, ¿no? ¿Vos no sabés nada, Lili?” “¿Qué querés? ¿Que lo ande siguiendo? Tiene dieciséis años, no es un bebe. Andará por ahí, vagueando.
Alguna vez opinó Marcelo.  “Si no fuera tan infeliz, con esa cara de oligo que espanta, podría pensarse que sale a levantar minas… A propósito de infeliz, seguro que tu viejo jamás se encamó con ninguna hasta que se casó con mamá, ¿no, Lili?

Era casi cierto. Una vez Raúl entró – o, mejor dicho, fue introducido por la fuerza entre unos amigos – en el departamento de una piba – “una loquita” – que por unos pesos se hubiera acostado con un camello. Tendría veinte años, bastante bonita, y parecía dulce hasta que abría la boca para dejar salir barbaridades de los calibres más gruesos, salpicadas muy de tanto en tanto por alguna palabra no grosera. Morales sintió una mezcla extraña de miedo, vergüenza, lástima, asco. Ante la mediasonrisa de la acostumbrada mujer quedó  como  un  impotente,  pero  no  haber  podido  lo  dejó  más  satisfecho. Sabía que sus órganos responderían bien en cualquier otra condición, pero con esa criatura monstruosamente dulce y monstruosamente pervertida hubiese sido una ofensa para con él mismo.
Antes de eso, ninguna, y después, solamente Concepción Mercedario.
Tres veces por día pensaba en engañarla, pero no encontraba ninguna apropiada. Salvo María Albarracín, que a pesar de sus cuarenta y pico tenía unas caderas y un busto que lo seguían impresionando. Cuando Raúl apagaba el velador y trepaba humildemente al todavía atrayente cuerpo de su esposa, a veces cerraba los ojos e imaginaba que era María. Nunca le dio calce, y además Morales nunca pasó de insinuaciones tan indirectas que la mujer ni llegaba a darse cuenta del muy especial interés que por ella sentía su compañero de labores. No le hablaba claro por sus propios temores y por Faustino, que desde su nombramiento como jefe había recibido de herencia cargo, oficina y amante. Hasta se decía que el marido ya ni aportaba por la casa y que Núñez sostenía su hogar legítimo y el de María. Pero ésas fueron habladurías de los carteros, que no hacen a nuestra historia - ¿o quizá sí?

Esa semana de la que hablamos, Alejandro había prácticamente desaparecido del café de la plaza, de la barra, de las comidas, de la familia.
“¿Vos no sabés nada, Lili?
Bueno, sí. Ayer lo seguí. No por ustedes sino porque también yo sentía curiosidad. Salió del taller, lavadito y peinadito que ni se dan una idea. Caminó hasta la parada del 207 y se fue?
"¿Adónde?
“¿Y qué sé yo? A La Plata, supongo. ¿Dónde iba a ir en el 207? ¿A Australia?

Pasados esos siete u ocho días, Alejandro se reintegró a sus actividades – o inactividades – habituales. Iba al taller, almorzaba y cenaba en casa, pero estaba raro. Cuando se quedaba mirando el techo horas y horas, no era como antes. Pensaba. Estaba preocupado por algo.
¿Qué tenés, Alex?
Nada, viejo, nada.
Estás raro.”
Marcelo aportaba su dosis, remedando el tono paterno - “Yo también te noto más turbado cada día, nene”, y soltaba una estruendosa carcajada. – “A vos te faltan minas y te sobran dedos.”. Alejandro lo miraba con una mezcla de repugnancia y odio, le contestaba alguna grosería y se refugiaba en su pieza.
"¡Nene! ¡Volvé que te vas a debilitar!” – gritaba su medio hermano desde la cocina. 

Al mes siguiente se repitieron las ausencias del muchacho. Las pocas veces que su padre se cruzaba con él lo notaba ojeroso, pálido, desganado. Cuando estaba en la casa permanecía encerrado en su cuarto.
Una tarde llegó Raúl al departamento y al cerrar la puerta de calle vio que se abría de pronto la de la habitación de Alex. El rostro de su hijo, blanco; sus ojos, demasiado abiertos, y todo su cuerpo temblando.
 “Viejo, necesito guita.
Pará, pará. Serenate.
Guita, viejo, pronto. Si me querés como vos decís, prestame plata.
Sí, nene. Pero, ¿para qué?
No te puedo decir, viejo.
¿En qué cosas raras andás?
Prestame la guita o no me la prestés, pero no me preguntés.
¿Y lo que te pagaron hace unos días en el taller?
No me alcanzó. ¿Me vas a prestar o no?
Tenés líos con alguna mujer?
Alejandro soltó el brazo de su padre. Maldiciendo por lo bajo ya regresaba a su cuarto, más agitado y tembloroso que antes.
¡Nene! Vení. Te presto. Si no querés, no me cuentes. ¿Necesitás mucho?
Alex le dijo cuánto.
¿Sos loco? Es la mitad de mi sueldo. ¿Y cómo llegamos a fin de mes?
En la perra vida te pedí nada, viejo. Pero parece que Marcelo y mamá tienen razón. Para lo único que servís…”
Raúl lo interrumpió.
Está bien, nene, está bien. Te lo doy. Y no te voy a preguntar nada
Entró a su dormitorio. Al salir traía varios billetes de los grandes. No estaba seguro de estar obrando bien. ¿Qué haría Alejandro con ese dinero? Pero peor hubiese sido oírlo, a él también, completar la remanida ofensa – o la verdad – de que sólo servía para vender estampillas.
El  muchacho  casi  le  arrancó  el  dinero  de  las  manos  y  corrió  hasta  su cuarto. Forcejeando para ponerse una campera plástica – lo primero que encontró – pasó de regreso junto a su padre sin mirarlo. En dos zancadas desmesuradas y un manotazo al picaporte estuvo en el pasillo. Un segundo después, la puerta entreabierta mostraba el lugar vacío, en tanto que un ¡clac! seco de puerta de ascensor hacía volver a Raúl a la semirrealidad habitual. 
¿En qué andará éste?” – pensó mientras cerraba lentamente la puerta de  entrada.  Y  con  temor:  “¿No  habré  hecho  otra  de  mis  estupideces  al  darle tanto dinero?
            Hizo mil malabarismos administrativos. La Conce no se enteró de la dramática reducción del presupuesto mensual.

Casi diez días pasaron sin que padre e hijo se volviesen a ver más que de ascensor a pasillo, de cocina a habitación. Si ocurría que coincidían brevemente en algún lugar, Alex dejaba caer un “Hola, papá” tembloroso.
Estaba más pálido y ojeroso cada día.


Era cerca de fin de año de ese 1982 que había sido duro de soportar para Raúl Hugo Morales. El Correo en esos días, como en todos los previos a las fiestas. Una cosa de locos.  Gente con tarjetas, cartas, paquetes.
Telegramas a diestra y siniestra. - Felicidades” … “y un próspero año nuevo”.  
Gente para franqueo – “De tanto, seis, y de cuánto, dos” “No tengo cambio, y no me vaya a dar estampillas como vuelto porque yo quiero monedas” “Expreso” “¿Cuánto vía aérea a Chile?” “¿Llega, diga, o mando certificada?”.
Gente enviando giros salvadores – “…y resulta que no pensaba, vieja, pero el Tito fue al Casino y yo no me iba a quedar solo en el hotel”.
Gente que hacía filas, hileras, colas, frente a las ventanillas, gritando, empujando, transpirando – “¡Eh! ¡A la cola!” ”¡Eh! ¡Usted! ¡Sí, vos, no te hagás el vivo!” ”¡Apurando! ¡Apurando que esto es un horno!” “¿No aprenderán nunca?” “Haga con tiempo sus envíos de fin de año.” “¡Qué van a hacer!” “Siempre a último momento”.

Raúl Hugo Morales permaneció casi una hora más de su jornada obligatoria en la oficina postal para ayudar a clasificar. Cuando se tiró el saco sobre el hombro, buscó un pañuelo para enjugar el abundante sudor que manaba  de  su  frente.  Un  saludo  al  aire  –  “Tá  mañana!”  –  para  quien  quisiera ser el destinatario, y salió del viejo remodelado local.
La calle angosta y sus veredas rotas se veían desiertas bajo el sol que se arrojaba lentamente tras el horizonte luego de una labor de castigo implacable. Rojo infinitamente lejano, a Raúl se le ocurrió que tal vez los antiguos tenían razón y que el Sol era dios.
Llegó a la esquina. Iba a iniciar la travesía, el cotidiano cruce de la avenida, cuando una voz a sus espaldas lo detuvo. 
¡Viejo!
Giró lentamente.
¡Alex! ¿Qué hacés acá?
Viejo, te esperaba. Hace una hora que te esperaba.” – Demacrado. – “¿Qué te pasaba que no salías?” – Palidísimo. – “Una hora. Ya creía que hoy no habías venido al laburo. Pero como vos no faltás nunca…”.
Estás mal, Alejandro. ¿Qué te pasa?
Nada, viejo, no me pasa nada.
Pero si te estás cayendo…”.
Viejo,  te  digo  que  no  pasa  nada.  Es  el  calor.  Este  sol  de  mierda.”  – Temblaba. Hablaba con Raúl pero no lo miró a los ojos ni por un instante.
Viejo, necesito guita.”
¡Otra vez!” 
“Sí, otra vez. Se me acabó y la necesito.
No tengo más. Te di un montón hace diez días, y hasta que no cobre…” .
La necesito, viejo, me la tenés que dar. Conseguila en cualquier lado. Por favor, viejo.”.
No puedo. A mí nadie me presta nada, salvo uno de esos usureros que…
Sí, viejo, claro, un usurero, eso. Necesito la guita, viejo.
Morales se puso serio, muy serio. Miró a Alejandro que como un  enloquecido seguía suplicando, implorando, reclamando, llorando por el dinero. Lo tomó del brazo y lo arrinconó contra la pared.
Me vas a decir para qué lo querés.
Se asustó el mismo de su desacostumbrada reacción. Alejandro también lo miró con sorpresa.
No puedo, viejo, no puedo.
Lo soltó de golpe.
No te doy un mango.
“Mirá que me voy y no me volvés a ver.
Decime para qué es.
Aflojaba.
Me voy, viejo, ¿eh? Para siempre me voy.”  Amenazando.
¡Para qué querés la plata!
Te lo dije. No me preguntés nada.
Jadeaba como un enloquecido. Lloraba.
No te doy nada.
Viejo podrido.
Callate, Alex.
Infeliz, claro que sos un infeliz.
Por favor, Alejandro, no levantés la voz que estamos en la calle.
El muchacho dio media vuelta y salió casi corriendo.

Raúl se quedó tieso, viendo alejarse a su hijo. Casi estaba convencido de haber obrado correctamente. Ya  dudaría dentro de algunos minutos – siempre dudaba de todo lo que hacía y de lo que dejaba de hacer.
Cuando Alex se perdió detrás de una esquina, pareció romperse el hechizo. Raúl Hugo Morales caminó lentamente hacia la casa. En su cerebro lento y poco desarrollado iba creciendo a cada paso una confusión tremenda.
¿Y si el nene no vuelve? Es tan raro el pibe… ¿Para qué querría tanta plata? Debe estar metido con alguna tipa que lo ha enloquecido. Mañana voy a hablar con él y le daré una mano. ¿Y si no vuelve?” 
Seguía aproximándose sin prisa a la entrada del edificio del que su departamento formaba parte.
Adiós, Morales.”
Chau, Luis.
Mientras cruzaba el hall rumbo a los ascensores, cavilaba.
Con chorros no anda, si no le sobraría guita. Además, Alejandro es bueno. Revoltoso, despiolado, como cualquier pibe de su edad, pero jamás hizo cosas graves. No. Alejandro es incapaz de cometer un delito serio como robar.”. 
Llegó el ascensor y Raúl entró acompañado por una vecina del noveno.
Tardes…
Buenas tardes, Marta, ¿Qué tal?”.
Tardó tres pensamientos en llegar al séptimo.
¡Deuda de juego! Capaz que es una deuda de juego. Pero, ¿tanta guita en tan pocos días?”.
Se detuvo la jaulita. Morales abrió la puerta con automatismo robotiano. Sonrió a la vecina que debería recorrer sola el breve trayecto de dos pisos hasta el suyo.
Adiós. Que le vaya bien.
“Adiós, Morales, saludos a la Conce.”. 
Gracias, igualmente.”.
Al terminar de pronunciarla, esta última frase le causó gracia.
¡Igualmente! ¡Como si la vecina también fuese a trasmitirle saludos a la Conce!
Ya  no  tuvo  más  ideas.  Ni  en  el pasillo  –  la cerradura  andaba  mal  y  abrir era una tarea que ocupaba todo su intelecto, - ni en el comedor. Fue a dejar el saco en el placar de su habitación. Abrió la puerta y tomó la percha de siempre. Sin saber por qué, giró la vista hacia su mesa de luz. Quizá para confirmar la hora con el viejo reloj despertador.
Junto al velador sin pantalla estaban las aspirinas. 
¡Esta Conce! Aspirinas a cualquier hora. Que la cabeza, que el reuma… ¿No se da cuenta de que son una droga?
Cuando la palabra final recorrió sistemáticamente los peldaños de su lógica  y  se  alojó  en  su  rudimentario  casillero  cerebral,  Raúl  tiró  el  saco  y  la percha, iniciando una carrera desesperada hasta la habitación de Alejandro. Se arrojó casi sobre la pequeña  cómoda donde su hijo guardaba  desde niño sus escasas pertenencias.  Volaron medias, lápices, pulóveres, pañuelos, una caja de preservativos multicolores, fotografías familiares, un recorte de diario, algunas hojas con ilustraciones generosas de una revista de ésas, monedas, otro pulóver, más pañuelos… Y  allí,  como  suele  ocurrir,  en  el  rincón  más  oculto  del  último  cajón  de  la pequeña cómoda donde su hijo guardaba desde niño sus escasas pertenencias, escondía Alex una jeringa hipodérmica.
¿Te volviste loco, vos?
Conce entró en la habitación sembrada de lápices, pañuelos, fotografías, preservativos.
Me paso arreglando todo el día y después venís vos o tus hijos y tiran todo, ensucian todo… “.
 Miró por encima del hombro de su marido.
¿Qué pasa? ¿Qué hay?
Vio la jeringa delatora. Mientras el rostro de Raúl se bañaba en un mar de lágrimas, resonó una terrible carcajada allí, junto a la cómoda, a un metro apenas de la evidencia del drama – del cuerpo del delito, como diría el casi doctor Morales.
¡Drogadicto! ¡Já! ¡Hijo tuyo tenía que ser! Lo único que faltaba. Tu nene, drogadicto. Mañana la Lili cae embarazada y completamos la fiesta. ¿Te das cuenta de que es tu sangre la que no sirve para nada? Fijate el Marcelo, sinó.
Debió haber seguido vomitando mucho rato más, pero Raúl, absorto en su  estupor,  en  su  pena,  como  caído  en el fondo lejano de un increíble precipicio, no pensaba, no oía, no nada.

Alejandro nunca regresó. Acompañado a veces por Lili pero generalmente solo, Morales recorrió calles, talleres, bares, plazas. Buscando y preguntando.
Una tarde de abril del 83 atendía al escaso público habitual de la oficina de correos. En un determinado momento, María le tocó el brazo.
Morales, mire ese tipo.
Raúl miró. Aparentaba cuarenta o cuarenta y cinco años, bien vestido. Pidió un formulario de giro.
 “¿Qué tiene de raro?”.
Cállese y mire. Después le cuento.”.
Pagó importe y comisión, introdujo el giro en un sobre que cerró con cuidado. Se acercó a la ventanilla de Morales. – “Expreso.”. Raúl  lo  seguía  observando,  a  veces  de  reojo,  pero  le  parecía  un  tipo común. Comprobante en mano, se dirigía hacia la salida.
El auto, Morales. Fíjese en el auto.”.
Era una barbaridad metálica. Modelo ochenta y uno, a lo sumo, espectacular como los que se usaban en competencias internacionales.
María sabía que Alejandro ya no vivía con sus padres, pero nada más.
Tiene cantidad de dinero ese tipo. Es de La Plata, ¿sabe? Lo conoce mi cuñado. Anda en asunto de drogas. Vende… ¿cómo le dicen? Tratante de drogas o algo así.
Traficante. A Raúl se le detuvo el corazón una eternidad.
Traficante. Odiado. Maldito.
En su periplo afanoso tras la huella del hijo perdido había intentado conocer alguno, pero estaban ocultos por una hermética cadena de complicidades.
En su mano temblorosa sostenía aún la carta que enviaba ese hombre. “Ricardo Páez, calle 1 nro….”. “Ricardo Páez, traficante de drogas”. Sacó su pequeña agenda y anotó. 
La carta iba dirigida a un Federico Schmuckter o algo parecido, del barrio de Constitución, en Buenos Aires. Por cualquier cosa, copió también la dirección.
El monstruo amorfo de cien cabezas que había devorado a su hijo tenía ahora rostro. El rostro de Ricardo Páez. Ese hombre del automóvil espectacular comprado con las vidas de muchos Alejandros. Ese hombre que escribía cartas y pegaba las estampillas en el sobre mojándolas previamente, con una elegancia admirable, en la húmeda punta de su lengua.
¿Es que nadie usa la almohadilla?” – pensaba Morales cada vez que veía – y era lo más frecuente – las breves caricias linguales del público contra los dorsos engomados. No, nadie la usa, o casi nadie. A propósito, ¿usted tampoco?

AGENCIA NOTARG-CABLE 176-21/DIC/84-21.43-EL JEFE DE POLICÍA DE LA PROV DE BS AS EN CONFERENCIA DE PRENSA INFORMÓ QUE ESTÁN MUY ADELANTADAS LAS INVESTIGACIONES REFERENTES AL ENVENENAMIENTO COLECTIVO OCURRIDO EN ESMERALDA. DECLARÓ EL CITADO FUNCIONARIO QUE LAS VÍCTIMAS HABÍAN CONCURRIDO EL DÍA DE AYER A LA OFICINA DE CORREOS, CONSIDERÁNDOSE ESTE HECHO COMO ÚNICO NEXO ENTRE ELLAS. SE DISPUSO EL CIERRE PREVENTIVO DE LA MISMA Y LA DETENCIÓN DE TODOS QUIENES CUMPLEN TAREAS ALLÍ. STOP.-

Liliana Noemí Morales era la hija menor de ese hogar formado por el correcto empleado del correo de Esmeralda y la espigada cuarentona de gesto áspero. Lili, la chica sencilla y pueblerina. En septiembre del 83 había cumplido los catorce. Sin fiesta – “Hay que ir juntando para festejarte los quince como Dios manda.
Nació el 22, casi con la primavera. Ese año, el de la fiesta cancelada, cayó jueves. “Señora, hoy no tome lección. Es el cumpleaños de Morales.” En el recreo, “manteada” general. Las compañeras la querían, sinceramente. “Che, Morales, ¿me prestás lo de Historia? Esta vieja dicta que parece una locomotora. ¿Qué se cree? ¿Que estamos en la facultad?
Desde los trece iba a los bailes del Círculo. “¡No vuelvas tarde!” “Nos acompaña la mamá de Mirta.” “Bueno. Pero nos tengas en vela hasta la madrugada.”. La mamá de Mirta. Fue con ellas apenas tres o cuatro veces. Pero las madres olvidan que esas mismas triquiñuelas también las usaban ellas, y en ocasiones parecen creerlas.
Conce era relativamente estricta. En realidad, Lili no le importaba demasiado; los comentarios de las vecinas, sí.
¡A las tres y media! ¡Volvieron a las tres y media!”. 
La mamá de Mirta se descompuso.”. 
¿No podías hablar por teléfono?
¿A dónde?
¿Qué se yo? A lo de Rivera.
¿A las tres de la mañana? ¿Sabés las maldiciones que iba a rajar la vieja?”.
Encima, tocaste timbre como para levantar al barrio.”.
Me daba miedo, sola en el pasillo.
Pero eran tardanzas inocentes. Unos discos más cuando casi apagaban la luz. Haciendo su curso de introducción al erotismo con el galancito de turno, en medio de otras veinte parejas igualmente adosadas de forma tal que a duras penas pasaba la música entre ellos. Eso era todo. Otras, en cambio, a su edad…
¿Bailaste con Néstor?”.
Sí. ¿Por?”.
¿Te apretaba?”.
¡Uf!”.
¿Viste?”.
¿Qué?”.
No te hagás la inocente. ¿No sentías?”.
Sí, sentía.”.
¿Y?”.
Sonreía.
Tiene dieciséis.”.
A mí me dijo dieciocho.”.
Dieciséis. Es amigo de mi primo.” .
Me invitó a salir.”.
¿Qué le dijiste?”.
Que iba a estar en el Círculo el domingo, en la final del torneo. Pero me dijo que quería verme a solas, no en una tribuna llena de gente.”.
¿Sabés con quién anduvo hasta el mes pasado? Con Laura.”.
La largó, ¿no?”.
Ella lo largó a él.”.
¿Por?”.
Parece que salieron juntos y se quiso hacer el vivo.”.
Que se venga a hacer el vivo conmigo.”.
¿Vas a salir con él?”.
No. Si me quiere ver que venga al partido, a la tribuna llena de gente.”.
¿Qué querés que te diga? Si hubiera dicho a mí, no sé. Está bárbaro.”.
Te lo regalo, si querés.”.
Andá. Si tenés la calentura loca con él.”.
Lili sonreía.
Entre niña y mujer. No era linda, pero atraía bastante. A veces iba al balneario.
¿Cómo te llamás?”.
¡Tarado!”.
No te pongás así. Podemos ser amigos, ¿no?”.

Con una previa de primero y cursando un segundo bastante flojo.
En Matemáticas me voy seguro. El viejo podrido no me tira un ocho ni que lo maten. Y si me manda la de Historia se va a poner feo diciembre.”.
Igual estás un año adelantada, ¿no?”.
Entré a primaria con seis y medio. Pero…”.
¿En tu casa te hacen lío si llegás a repetir?”.
En tu casa. Cuando abría la puerta del departamento, su alegría se desmoronaba. Raúl estaba cada vez más abstraído, más encorvado, más doblegado. Quería a su padre, sin demostrárselo plenamente. Era tan raro y callado…  De  chica,  en  cambio,  se  divertían  juntos  revolcándose  en  el  suelo, jugando a todos los juegos, contándose mutuamente historias fantásticas. Algo empeoraba con el  tiempo. El clima de esa casa  saturada de gritos de mamá, de peleas con Marcelo, de la ausencia de Alejandro. Era imposible ser feliz allí.
Vos sos buena, Lili. Sos la única rescatable de esta familia.”.
¿Por qué decís eso, papá? Mami no es mala. Grita, pero es por los nervios. Si fuera al médico… Marcelo tiene su carácter, es un poco fanfa, te dice cosas, aunque… Y cuando vuelva Alex…”.
Tenía razón el viejo. Imposible defender esa familia. Desde que fue comprendiendo, lloró tantas veces… Años hacía que entre sus padres se cruzó el último beso. Ya ni se acordaba cuántos.
¿Dónde vas, vos?”.
Al Círculo.”.
¿Llevaste la pollera a la tintorería?”.
Sí, llevé.”.
Está en casa antes de que vuelva tu padre. Si no, ése se la agarra conmigo.”.
Iba con las chicas. Regresaba a tiempo.

Raúl sentía que su hija se iba alejando poco a poco de él. No sabía cómo remediarlo. Casi una mujercita, la mocosa. ¡Si pudiera volver a ser su amigo! Pero la atmósfera de la casa se interponía. Cualquier intento de diálogo terminaba en una discusión. Porque sí. Porque siempre se discutía allí. Por todo. Por nada.
 “Buena piba, la Lili. Mejor que sus hermanos. Mejor que sus padres.”.
El cerebro del hombre, enfermándose, destruyéndose, mantenía como en un altar la imagen de la niña.
Tiene que salvarse. La Lili tiene que salvarse.”.
Aunque para salvar a Liliana Noemí Morales hubiese que destruir todo lo demás.

Sábado veintidós de septiembre de mil novecientos ochenta y cuatro.
Che, ¿a qué hora hay que estar?” .
Después de las ocho.”.
¿Invitaste muchos?”.
El departamento es chico. Seremos unos treinta.”.
¿Calculaste bien, no? Mirá que en lo de Paula éramos diecisiete chicas para once tipos.”.
Está justo. Hicimos la lista con Marta.”.
¿Invitaste a Rubén?”.
El primero. Aparentó como que dudaba, por la bronca del otro día, pero al final dijo que viene.”.
¿Va a estar Marcelo?”.
No sé. Tiene un examen la semana que viene. Dejálo a ése. Mejor que no se aparezca.”.
"¡Cómo lo querés a tu hermano, vos!”.
Como vos querés al tuyo.”.
¿A las ocho, entonces?”.
Ocho, ocho y media.”.

El departamento del séptimo “C” lucía sus mejores galas. Los rompibles descansaban en el placar. Fueron despejados el comedor y dos habitaciones, lo que permitiría ubicarse a los treinta invitados.
¿No son muchos?”. 
Todavía que es tu hija, le vas a miserear en los quince. Se van a pensar que sos un tirado. Viene la de Figueredo, el abogado ése que parece que va a acomodar a Marcelo en su estudio. Y las chicas de Núñez, tu jefe.”.
¿Gastaste mucho? No… dejá, dejá. Está bien.”.
Que la Lili tuviera su fiesta. Se la merecía. Era lo único bueno de la familia. Además, si venían las de Núñez…
Van a reventar con todo lo que les vamos a dar de comer. No como contó Lili del cumpleaños de la mayor.”.
Vos quedate en la cocina. Yo me encargo de todo. Sos capaz de aparecerte en piyama y pantuflas. No lo hago por tu hija, te advierto. Pero no vamos a quedar como cualquier cosa.

Cerca de las siete y media ya habían llegado las más amigas, para colaborar con los últimos detalles. Raúl cenó algunos sándwiches de  miga – “Pocos, que son para los chicos.” – con un vaso de cerveza. Su esposa iba y venía trayendo bandejas vacías, lavando copas, apilando platos con restos de scones.  Hubiese ayudado, pero Conce lo había prohibido absolutamente.
Mirá, mejor no toqués nada. Sentate por ahí, leé el diario y dejame a mí.”.

Quince años, la Lili. Del 69, cuando vivían en la vieja casona alquilada. Eran un poco más felices por aquel tiempo. Rememoró la noche de las convulsiones, corriendo por la calle en busca de algún médico, el primer diente, la lucha para que se quedara en el  jardín de infantes, el portalápices de lata revestido con cáscaras de huevo para el día del padre…

En el comedor, la música vibrante había dejado paso a un ritmo meloso. Conce estaba en la cocina, tirada en una silla, las rodillas separadas, agotada.
Che. Apagaron la luz grande. Esperá que apago acá y dejo la puerta entreabierta. Hay dos o tres que son bastante peligrosos. Esa de Núñez mariposea con todos los que puede. La más chica, que parece tan estúpida.
Quince años, la Lili. Con su vestido rosa bordado estaba hermosa… Acomodó la silla en la oscuridad de la cocina para sumergir la mirada en la semipenumbra del comedor.
Che. Yo voy y les prendo otra vez la grande.
Lili era lo único que le quedaba. Su hija. De él, nada más que de él. Iban a hacerse amigos nuevamente. Irían a caminar juntos, le mostraría la ciudad, tal vez viajaran.
Raúl Hugo Morales y su hija. Ella lo merecía todo. Era una chica buena. Había que salvarla, costara lo que costase.

Liliana se dejaba llevar por la música lenta, embriagada por las palabras dulces de Rubén. Lo quería, realmente. Esa noche estaba segura. Se apretaba contra él, buscando su calor. El muchacho le besaba el cuello sabiamente y hablaba cosas hermosas, tiernas.
El idiota ése la tiene apretada. ¿Qué miércoles le estará diciendo? Mocoso  aprovechador.  Debe  haber  sido  el  de  la  idea  de  apagar  la  luz grande.”.
Desaparecían del campo visual de Raúl, girando hacia otros ángulos del comedor. Unos minutos más tarde reaparecían en la hendija de la puerta entreabierta.
¿Ves, Raúl? Esa es la de Palmieri, el del Banco. El chico es el del tercero “D”, ése que la madre es divorciada.”.
El hombre se torturaba.
La sigue estrujando. ¡Hijo de su madre! ¿No tendrá hermanas? Dan ganas de romperle el alma. Mi Lili. Le debe estar haciendo el trabajito fino. Yo voy. Si sigue, voy.”.
Desaparecieron nuevamente. Reaparecieron dos minutos después.
Pero, ¡todavía! ¿Qué se cree éste? ¿Qué la Lili es una loca cualquiera?
Fuera de sí, saltó de la silla. Pasó junto a su mujer como una tromba.
¿Dónde vas? Che, ¿estás loco?”.
Abrió la puerta con violencia.
Raúl. Estás con la ropa de entrecasa. ¡Che!”.
Concepción Mercedario, entre sorprendida y desesperada, contemplaba impotente cómo su esposo manoteaba el interruptor de la luz central del comedor, llegaba de un saldo junto a la pareja, decía un par de cosas terribles, tomaba de un brazo al azorado joven y lo arrastraba casi hasta la puerta del departamento.
 Bañado el rostro de lágrimas, Lili buscó el saco de Rubén y corrió tras él hacia el pasillo oscuro.

Sábado veintidós de septiembre de mil novecientos ochenta y cuatro. Reaccionando de un modo inesperado en él, había destruido la última posibilidad de no aniquilarse definitivamente: su hija.
Se iniciaba el proceso culminante de la tragedia de Raúl Hugo Morales.

AGENCIA NOTARG-CABLE 207-21/DIC/84-23.55- EN EL DEPARTAMENTO CENTRAL DE LA POLICÍA DE LA PROVINCIA DE BUENOS AIRES SE ENCUENTRAN PRESTANDO DECLARACIÓN LOS EMPLEADOS DE LA OFICINA DE CORREOS DE ESMERALDA. EN CARÁCTER DE DEMORADOS SE ENCUENTRAN FAUSTINO NÚÑEZ, JEFE; RAÚL MORALES; MARÍA DE FUENTES; MAURO FIGUEROA; RAMÓN ALBERTI; JOSÉ EVARISTO Y MANUEL RODRÍGUEZ. SON INTERROGADOS EN FORMA SEPARADA EN RAZÓN DE ESTAR INCOMUNICADOS. EL TOTAL DE LOS FALLECIDOS SE MANTIENE EN DOCE. APARENTEMENTE NO SE HAN PRODUCIDO NUEVOS CASOS. SE RECOMIENDA A QUIENES CONCURRIERON A LA OFICINA POSTAL DE ESMERALDA NO UTILIZAR NINGÚN ELEMENTO PROVENIENTE DE ELLA, PRESENTÁNDOSE EN LA DELEGACIÓN POLICIAL MÁS PRÓXIMA A SU DOMICILIO. STOP.


Un hecho importante en la vida de Raúl había ocurrido algunos años antes, verdadero acontecimiento que le permitió una pequeña victoria en la batalla cotidiana sobre las estepas de la oficina postal. Ese suceso sembró en él, además, una semilla de mostaza a germinar casi diez años más tarde:

- “Se comunica al señor Jefe de esa Dependencia Postal que ENCOTEL ha resuelto obsequiar al empleado más antiguo de cada sucursal con una visita a la Casa de la Moneda de la Nación. Se ruega al señor Jefe disponer lo necesario a los efectos de que el empleado en actividad de mayor antigüedad en esa oficina se presente el próximo 5 de febrero de 1975 a las 7.30 hs. en la entrada principal del Palacio de Correos de La Plata, calle 7 e/ 49 y 50, munido de la correspondiente documentación.

Por supuesto, esta vez sí valieron los veinte años que Morales había sepultado en esa vetusta dependencia postal. Hernández, todavía Jefe, los reunió.
Muchachos. Ha llegado una comunicación en la que se me informa que debo enviar al empleado más antiguo de la Oficina para participar de una excursión a  la Casa de Moneda. Es un gusto para mí y  supongo que para todos que sea Raúl Morales quien nos represente en esta ocasión.”.
El corazón de Raúl comenzó a latir apresuradamente. Todos lo miraban. Sentía sobre su rubor los inexpresivos ojos del Jefe, los lacerantes de Faustino Núñez, los para-siempre-tristes de María Albarracín, los indiferentes de Francisco Fuentes.
Acercándose casi fraternalmente, Hernández le alcanzó una nota.
Mañana a las siete y media tiene que estar en la puerta que da sobre calle 7 del Correo de La Plata. Lleve esta nota. Lo felicito, Morales.

Raúl” – la voz de María sonó íntima y cercana algunos minuto más tarde. – “Espero que después me cuente. Dicen que es impresionante.”.
Sí, claro, le voy a contar.
La pequeña victoria. Núñez, mientras arrastraba una pesada saca de correspondencia, dejó caer un “Tanto escándalo por un viaje a Buenos Aires. Yo voy todos los fines de semana y no lo pongo en los diarios.”.
María aprovechó para cobrarse una, aunque minúscula. - “Sí. Pero en este  caso  es  un  premio,  y  van  a  la  Casa  de  la  Moneda.  -  
Ante  la  mirada  de Núñez, clavó un último dardo. -  “Raúl. Cuando vuelva me invita con un café y me cuenta todo, todo. No se vaya a olvidar, ¿eh?”.
La voz de la mujer sonaba melosa y acariciante. Y le hablaba a él. Estuvieron excitados su espíritu y su sexo hasta la hora de salida.

En casa no dijo nada a nadie. Saboreaba egoístamente su sencillo premio. Pocas veces había estado en Buenos Aires. Cuarenta años de vida sin conocer casi la Capital Federal.
Andá vos con los chicos, Conce. ¿Yo qué voy a ir a hacer? Otro día, a lo mejor…
Ese día era mañana, cinco de febrero.

Ese día era hoy, cinco de febrero. Una mañana de sol, miércoles antes del Carnaval.
¿De traje? ¿Dónde vas de traje?”.
¡Ssshhh! Seguí durmiendo. Hoy vienen inspectores.
Ah. No lo vayas a manchar que es el único que tenés. No sé con qué vas a salir si ensuciás éste.”.
Salir. Con traje. ¿A dónde? Si era el del casamiento y lo había usado en tres o cuatro velorios, algún bautismo y poco más.

El sol ya calentaba los escalones de mármol del Correo de La Plata cuando Morales puso sus lustrados zapatos marrones sobre ellos. Eran las siete, apenas. Dos más impacientes que él conversaban apoyados en las rejas. Raúl se unió al grupo. – “Lindo día, ¿no? ¿A qué hora salimos? ¿Usted viene de Esmeralda? Yo tengo un primo que vive allá.” – y todas esas cosas. 
Eran más de las ocho cuando los cuarenta antiguos empleados ocuparon sus asientos en un enorme ómnibus de Bienestar Social. Temblaba de emoción, estrujaba la nota que nadie le había pedido todavía, fumaba con nerviosismo.
Morales estaba casi locuaz. City Bell, Gonnet, Quilmes, Bernal, la Avenida Mitre, Sarandí, el puente Avellaneda - ¡fantástico! 
Alguien se levantó de su asiento y desde mitad del pasillo les dijo: - “Vamos a iniciar la visita con un paseo por la Ciudad Deportiva. Luego almorzaremos en Palermo. Finalmente el ómnibus nos dejará en Plaza de Mayo, desde donde caminaremos por Florida hasta Retiro. Debemos estar en Casa de Moneda a las catorce y treinta en punto.

Fue un día memorable. Pasearon, almorzaron, Caminaron. Un sol tibio bañaba la emoción de Raúl Hugo Morales en la gigantesca ciudad. Trataba de ver, oír, oler, gustar, tocar, llevarse lo más posible de todo ese manjar constante de cosas hermosas, de cosas nuevas, de cosas estruendosas, de cosas insólitas. A las catorce y veinte, los cuarenta viajeros y el chofer del ómnibus, anexado misteriosamente al grupo como un telepostal más, ingresaban por las enormes  puertas  metálicas  de  la  Casa  de  la  Moneda  de  la  Nación  bajo  la atenta mirada de un bien armado oficial de policía.
Se reunieron junto a los bustos del hall principal. “Teniente General D. Juan Domingo Perón. María Eva Duarte de Perón”.  De su vera partía una hermosa escalera, ancha y lustrada.
Sus documentos, por favor.”.
Morales entregó su ajada libreta de enrolamiento.
Pocos minutos de espera y luego el grupo recorrió un lago pasillo, cerrado en su extremo final por una estremecedora pared de rejas.

Raúl Hugo Morales, que muchas veces se sintiera Raúl Nadie, hoy se había transformado en Raúl James Bond. Su mente, de ordinario lenta, volaba febril. Su imaginación construía como nunca un mundo fantasioso en el que se incorporaban paso a paso elementos de una realidad sorprendente.
Éste es el sector donde se imprimen los billetes de Banco.”. 
Una mujer, desde una cabina de madera pintada de verde, controlaba el acceso. 
¿Usted?”. 
Morales, Raúl.”. 
Detrás de las rejas, un pasillo oscuro se aventuraba hacia la izquierda. En su trayecto, ojos electrónicos de cámaras de televisión vigilaban. Nuestro héroe continuó imperturbable. Una sonrisa nueva jugueteaba en sus labios. Su mano se introdujo entre camisa y saco para verificar la presencia de una inexistente Browning. Allí estaba. Todo iba bien. El dinero del país no caería nunca en manos extrañas. Para evitarlo, estaba él. Agente Secreto Morales.
Ésta es la sección Caligrafía.” – extrajo de la continua cháchara de una guía no muy feliz por la tarea que Seguridad le encomendara.
Un nutrido grupo de operarios trabajaba junto a las máquinas impresoras. Varias mujeres recontaban las hojas de billetes. Los cuarenta y un visitantes estaban amontonados, deslumbrados. Pero esa montaña rusa de sorpresas y emociones apenas comenzaba.
Luego de pasar frente a la Delegación del Banco Central, el grupo ingresó a la sección Billetes. La admiración pareció alcanzar su clímax. Cientos de mujeres de guardapolvo blanco controlaban inmensas pilas de billetes.  “¡Cuánto dinero!” – Miles, cientos de miles, millones, cientos de millones sobre toscas mesadas color verde. Todo era verde, allí: las paredes, las banquetas, las columnatas de madera, los flamantes billetes de quinientos pesos. Sin saber por qué, recordó al Patilludo que leía en sus historietas infantiles. Le hubiese gustado sumergirse en un mar de billetes de colores. ¡Lo que se había perdido Núñez!
Retornaron al pasillo de las rejas importantes. Caminando un trecho se fueron acercando a un rumor de cascada que crecía a cada paso.
Al entrar al sector Acuñación, el estruendo de cincuenta máquinas escupiendo monedas y monedas estallaba en sus oídos. Paneles acústicos trataban de acallar ese infierno metálico. 
El silencio es salud.
¿Esta gente no tendrá los tímpanos deshechos?”.
Hombres de chaqueta azul, pantalones azules, cinturón azul, vigilaban las máquinas, controlando que las piezas acuñadas cayeran en los baldes de bronce. Cincuenta ametralladoras tableteaban a su alrededor. El caos sonoro no permitía pensar. Sólo mirar. Sólo sorprenderse, si era posible, un poco más. Más mujeres de guardapolvo blanco contaban y recontaban las monedas, verificando su calidad.
Raúl agradeció mentalmente cuando la guía decidió dar por finalizada la visita a ese sector ensordecedor.

El hall central, amplio y silencioso, parecía un oasis. El empleado de la puerta principal, que pidiera los documentos al entrar al edificio, les sonrió amigablemente en su marcha rumbo a la escalera hermosa, ancha y lustrada.
El encargado del grupo los reunió en un ángulo del pasillo del primer piso.
Ahora vamos a lo que más relación tiene con nuestro trabajo. La señora nos conducirá a la sección donde se imprimen las estampillas postales.”.
Tras una puerta que ostentaba extraño nombre – “Huecograbado” – enormes bobinas de papel engomado reposaban luego de su viaje a través del mar.
¿No hay papel nacional?”.
Sí, pero hemos tenido problemas. Se humedeció la goma y tuvimos que rechazarlo.”.
Enormes máquinas de cuatro metros de largo ejecutaban su tarea. Operarios cargaban el papel, revisaban cilindros metálicos, tomaban muestras del pigmento de la tinta. Más mujeres de guardapolvo blanco controlaban las planchas de estampillas teniendo como fondo grandes resmas de papel. Un hombre rubio de aspecto prusiano limpiaba otras máquinas dispuestas hacia un lateral.
Allí se imprimen las estampillas fiscales como las que van en el vino, los cigarrillos, los productos importados.
Retornaron su atención a la gran impresora de timbres postales.
Ésta es una Goebel, llegada por 1968. Es la que hace planchas de doscientas estampillas. La primera que lanzamos fue la de José Hernández.”.
Morales la recordaba perfectamente.
Antes solamente imprimía, pero ahora perfora simultáneamente.”.
Y mal” – añadió mentalmente Raúl, que había maldecido a quienes ahora tenía delante cada vez que no lograba separar de la plancha un sello sin romper algún ángulo.

La víbora de papel engomado se retorcía entre cilindros en un sinuoso camino sin permitirse variar su velocidad. Al final del trayecto, moría en pilas de estampillas rojas, verdes y azules que un operario colocaba sobre una tarima. Una mujer de rostro enérgico revisaba y controlaba el proceso de selección y recuento.  Morales observó la plancha que un empleado tenía en sus manos.
Perfecto.” – pensó.
Hay que darle más fuerza a la tinta.” – discrepó el experto.
¡Otro cilindro! Este tiene mucho tiraje.” – pidió alguien.
Un muchacho con cara de ex boxeador descargaba baldes de sangre, baldes de mostaza.
"Pigmentos para la impresión y tintas especiales.”. 
Esto era un escándalo visual. Hermoso y deslumbrante.
¿Se puede llevar una estampilla como recuerdo?” – preguntó uno del grupo visitante.
Imposible. Están contadas. Si faltase una, no sale nadie de acá hasta que no aparezca.”.
¿Y las que se rompen?” – insistió la misma voz.
Se clasifican como malas y se las envía a un sector especial donde son destruidas.

Un hombre maduro que había sido compañero de asiento de Raúl en el viaje de venida inquirió a un operario.
¿Es nociva la goma?”.
A algunas personas les provoca aftas. Pero, en general, no son nocivas.”.
“¿Y no hay posibilidad de que puedan contaminarse y provocar una intoxicación?”.
No, supongo que no. Espero que no.” – replicó el empleado sonriendo.
Intoxicación por la goma de las estampillas.” – pensó Morales. – “¡Qué estupidez! ¿Cómo van a ser tóxicas esas hermosas estampillas rojas, azules, verdes, amarillas.
Estampillas con la goma envenenada. ¡Hay gente que imagina cada tontería!

AGENCIA NOTARG-CABLE 2-22/DIC/1984-RAÚL HUGO MORALES, DE 48 AÑOS, CASADO, TRES HIJOS, EMPLEADO DE LA OFICINA POSTA DE ESMERALDA, SE CONFESÓ RESPONSABLE DEL ENVENENAMIENTO DE DOCE PERSONAS OCURRIDO EN ESA CIUDAD. PARA ELLO IMPREGNÓ EL REVERSO DE UNA PLANCHA DE 200 ESTAMPILLAS DE FRANQUEO SIMPLE CON UNA SUSTANCIA DE ELEVADA TOXICIDAD CUYO ORIGEN SE INTENTA AVERIGUAR. PROSIGUE LA DECLARACIÓN DEL INCULPADO EXISTIENDO ESPECIAL EXPECTATIVA POR CONOCER LOS MOTIVOS DE SU MONSTRUOSO DELITO. STOP.

El incidente en la fiesta de Lili había marcado el comienzo de la etapa final.  Fue  el  dedo  en  el  platillo  de  la  precaria  balanza  mental  de  Raúl  Hugo Morales. De allí en más comenzaría su caída inexorable hacia los recónditos abismos de la alienación humana.

El domingo 23 de septiembre permaneció en cama, procurando evitar todo encuentro con Concepción y, muy especialmente, con Liliana.
¿No vas a comer?”.
No me siento bien.”.
Hacé lo que quieras.”.
Su cerebro daba vueltas, vueltas, vueltas. Fue arrollando ideas en su interior, agitándolas, revolviéndolas, revisándolas en forma desordenada.
De vez en cuando rostros y escenas lo ocupaban todo.
La mirada cruel e hipócrita de Faustino Núñez.
La borrosa figura de Alberto Ruiz.
La boca hiriente de  Marcelo. 
La  risa  repulsiva  de  Conce.
El  llanto  angustioso  de  Liliana. 
La frialdad imperturbable de Ricardo Páez.
Los labios rojos y carnosos de María Albarracín.
Las sienes arrugadas de Victoriano Morales.
El altar iluminado de su casamiento.
La sonrisa cansada del ex jefe Hernández.
Las ojeras de Alex.
La maestra de cuarto grado.
Los primeros manoseos genitales con Marcial.
La seria expresión de Onganía.
La muerte de Victoriano Morales.
El nacimiento de Lili.
El cuerpo desnudo de aquella chica hermosa y perversa con la que no quiso poder.
El automóvil deslumbrante de Ricardo Páez.
Las máquinas impresoras de billetes.
El concurso por el cargo de subjefe.
La última mirada de Alejandro. 
El puente Nicolás Avellaneda. 
La cabeza con clavos de Geniol. 
La discusión entre Núñez y María. 
Los juegos primarios con Lili. 
Las máquinas acuñadoras de monedas. 
El primer contacto sexual con Conce. 
Clark Gable en Lo que el viento se llevó. 
La graduación de Marcelo como el mejor bachiller. 
El artefacto fluorescente de la oficina de Correos. 
La muerte de Perón. 
El prolijo sobre dirigido a un tal Schmuckter. 
El ómnibus plateado que lo llevó a la excursión. 
La búsqueda de Alejandro. 
Las caderas robustas de María. 
Las planchas de estampillas en su cajón del mostrador. 
El ascensor del edificio en que vivía. 
El automóvil importado de Alberto Ruiz. 
La mirada despectiva de Marcelo. 
Las permanentes recriminaciones de Conce. 
Las salidas a la calesita con Lili. 
La semana de luna de miel en Mar del Plata. 
El entierro de su madre. 
El día en que Hernández lo felicitó ante todos. 
Las lágrimas de Alex. 
La portada de septiembre del cuaderno de sexto grado. 
Las caricias que aquella muchacha bella y pervertida le hiciera para tratar de excitarlo. 
La muerte de Federico Luppi en Los Herederos. 
La jeringa en el fondo del cajón. 
El nuevo presidente del país. 
La larga impresora de estampillas. 
Y las palabras resonando en sus oídos. 
“Me voy, viejo, ¿eh? Para siempre me voy.”. 
Y no te hagás la loca porque cuento todo.”. 
¿Vas a seguir pegado al mostrador como el imbécil de tu padre?”. 
¿Cuánto vía aérea a Mendoza?”. 
¡Drogadicto! ¡Hijo tuyo tenía que ser!”  
Mirá. Mejor no toqués nada. Sentate por ahí.”. 
Cuando yo me reciba vas a dejar de ser Raúl Nadie para ser el padre del doctor  Morales.”. 
Mañana a las siete y media en el Correo de La Plata.”. 
Dos de cuatro veinte. Vuelto en monedas.” 
¿Dónde vas, che? ¿Estás loco?”. 
Ésta es la sección Calcografía.”. 
¿Usted vive en Esmeralda? Yo tengo un primo allí.” 
No sirven más que para vender estampillas.”. 
Se la voy a tirar a la cara.”. 
¡Eh! ¡Apurado!”. 
El auto, Morales, fíjese en el auto.”. 
Ésta es una Goebel, llegada por 1968.
¿Dónde vas de traje?”. 
Lo felicito, Morales.” 
Andate a vender estampillas, viejo infeliz!”. 
Infeliz. Claro que sos un infeliz.”. 
¿Y no hay posibilidad de que puedan contaminarse y provocar una intoxicación?” .

Raúl se había quedado dormido, sumido en un pequeño sueño. Lo despertó bruscamente el alarido del reloj. Eran las seis de la mañana del lunes veinticuatro de septiembre. Se levantó. Se vistió. Sin prepararse el desayuno y mientras el resto de esa de algún modo denominable “familia” continuaba entregado al reposo, salió del departamento. Su cerebro estaba bloqueado, obtuso por el vértigo del día anterior. Detenido.
Aprovechó unos minutos libres en la lluviosa y poco concurrida mañana para correrse hasta el bar de la esquina. Pidió un café con  leche,  tres medialunas y un especial de  jamón. Al ver el  sándwich  tomó  conciencia  de  que  verdaderamente  sentía  hambre.  No había probado bocado desde el sábado a la noche. Lentamente su cerebro comenzó a ponerse en actividad.
Raúl Hugo Morales debía demostrar al mundo que él era alguien. En esos momentos se sentía como aquel día en que recorrió el largo pasillo oscuro hacia las impresoras de billetes en la Casa de Moneda. Ya iban a ver quién era Morales.
Al terminar su desayuno, no había nadie más fuerte y decidido que él.
Pero debería obrar con cautela. Nadie sospecharía que en el ahora casi lúcido intelecto del oscuro empleado de Correos se gestaba un hecho que cobraría trascendencia nacional o quizá mundial. Ya sabía qué debía hacer. Solamente le restaba encontrar el cómo.

Toda esa semana estuvo cavilando, procurando el camino para realizar la misión que se autoconfiara.  Exteriormente, en lo cotidiano, en su trabajo, en su casa, se había vuelto más hosco y  taciturno que nunca, aunque seguía siendo correcto y eficaz, “trabajador y honrado”. Su cerebro, o las ruinas de él, maquinaba, elaboraba insólitas venganzas, analizaba, calculaba. Su personalidad perturbada desde siempre se había desdoblado, y los dos Raúl Hugo Morales se diferenciaban un poco más cada día, cada hora, cada minuto.

El domingo treinta de septiembre a las doce del mediodía, acostado en su cama, estirado todo lo que su cuerpo podía estirarse, completamente desnudo, cubierto solamente por una sábana liviana estampada con flores multicolores, apoyando su cabeza fuera de la almohada, mirando sin ver las irregularidades del yeso del cielorraso, teniendo como fondo una discusión habitual entre Conce y Liliana, encontró la forma, el camino, el cómo.
Increíblemente, con una precisión que jamás se hubiera podido dar en su cerebro sin dividir, la mitad más enferma de Raúl Hugo Morales elaboraba un plan extraño y complejo que le permitiría alcanzar la primera plana de los periódicos del país.
Con un veneno que surtiese efecto  varias horas después de ingerido impregnaría la goma del reverso de una plancha de estampillas comunes, que luego distribuiría entre quienes, a su criterio, debían purgar sus delitos contra los humildes, los simples, los sencillos, los nobles y puros de corazón.
Único juez y verdugo: Raúl Hugo Morales.
Un plan diabólicamente refinado,  perfecto, a juicio de su gestor.
Mañana mismo comenzaré a desarrollarlo. Será una obra maestra.”.

Estaba tan contento que hasta besó  a su mujer en la mejilla al salir rumbo al trabajo la mañana siguiente. Concepción, sin llegar a abrir del todo sus ojos, le respondió con un amoroso  “¿Qué hacés, idiota? ¿Qué bicho te picó?”.
Trabajó todo el día con entusiasmo. Sellaba, llenaba giros, calculaba telegramas, clasificaba correspondencia con un ritmo arrollador.
Che, Morales, pará la máquina.”.
Traeme más cartas para clasificar.”.
¿Más? Ya las clasificaste todas. ¿Querés hacer méritos?”.

Al salir de la oficina de Correos cruzó hasta el moderno local de la Biblioteca Municipal.
Consultó el fichero. Separó dos nombres.  “Toxicología de Astolfi”. “Medicina Legal de Nerio Rojas.”.
Son ediciones antiguas, señor, de casi diez años atrás.”.
Sí sí, señorita. No importa.”.
Además no están. Los prestamos hace tiempo y no los han devuelto.”.
Morales retornó al fichero y prosiguió la búsqueda. Ficha tras ficha, nombres extraños que no comprendía del todo, música, literatura, física, diccionarios.
Señor, ya cerramos.”.
Ah, sí. Perdón. Mañana seguiré.

Ese martes sólo pudo dedicar una hora a su trascendental tarea. Le bastó para terminar la recorrida del fichero. Nada.
Miércoles y jueves hubo un trabajo especial en el Correo, lo que impidió que concurriese a la Biblioteca. Recién el viernes pudo ingresar nuevamente a la amplia sala.
Señorita. ¿Me permitiría echar un vistazo a los estantes?”.
Sí, señor Morales. Pase por aquí.”.
Un estante, dos estantes, tres estantes, cuatro estantes, otro anaquel. Un estante, dos estantes, tres estantes, cuatro estantes, otro anaquel. Un estante, dos estantes…
“El Nuevo Médico de la Familia”, un tomo ancho y aparentemente repleto de información. Regresó al escritorio de la entrada.
Señorita. Ese libro… ‘El Nuevo Médico de la Familia’…”.
Es muy antiguo, señor. De hace sesenta años.”.
No importa. Démelo. Me duele la cabeza siempre, ¿sabe? Y el dolor de cabeza es más viejo que ese libro.
La joven sonrió divertida. Dio media vuelta y pocos segundos después retornó con el vetusto volumen de tapas verdes y letras doradas. Lo puso sobre el escritorio abriéndolo en la primera página.
¿Ve, señor Morales? Mil nueve veinticinco. ¿No le conviene más ir a un buen médico?”.
Sí, voy a ir, por supuesto. Pero me gustaría antes…” 
“Sus documentos, por favor”.
Salió del local con el tomo bajo el brazo.
Esa  noche,  después  de  la  cena  se  quedó  en  la  cocina.  Conce  lo  miró con curiosidad.
¿Qué leés?”.
Raúl no respondió.
Su mujer siguió su camino hacia el dormitorio sin intentar repetir la pregunta. Era demasiado libro para Morales que jamás había pasado de alguna que otra historieta ilustrada.
Prefacio - ¿?”.
Los dilectos de los dioses mueren jóvenes – decían los antiguos. Pero la ciencia moderna…
No, eso no.   
Contenido. Pruebas y triunfos… Mecanismo defensor… La Religión y la  salud…  La  recreación  y  el  descanso…  La  marea  ascendente  de  la degeneración física… La higiene personal… Los envenenamientos.
Sí, aquí. Página 240. 
Pasó las hojas con avidez. Doscientos ocho, doscientos veintiséis, doscientos cincuenta y dos, doscientos  cuarenta y dos, doscientos treinta y ocho, doscientos cuarenta.
Capítulo 17. Los envenenamientos.”.
Raúl leía con lentitud, cada vez más interesado.
Tres clases generales de venenos. Corrosivos, irritantes, que obran sobre los nervios.”.
El mercurio.”. “El ácido fénico.”. “El lisol.”. “El arsénico.”. “Los polvos contra el dolor de cabeza.”. “La estricnina.”. “El fósforo.”. “El opio.”. “El plomo.”  Ninguno servía a sus fines. O eran demasiado rápidos o demasiado lentos, o eran fácilmente controlables.
El sueño lo vencía y se fue a dormir.
El sábado después del mediodía retornó al pesado libro.
El alcohol de madera.”. “Envenenamientos por nafta.”. “Envenenamientos por alimentos.”. “Los hongos o setas.”.
Allí, en plena página 248, estaba algo que podía ser útil.
Hongos venenosos.
"Hay dos variedades bien definidas de hongos venenosos: la amanita muscaria y la amanita phalloides, cada uno de las cuales produce síntomas distintos…” “Dentro de los quince o treinta minutos después de comer hongos de la primera variedad…” No sirve.
La mayor parte de los casos de envenenamiento por hongos son causados por la variedad amanita phalloides, pero los síntomas no se manifiestan tan prestamente como en el caso de la muscaria, pues trascurren de seis a dieciséis horas antes de que se note evidencia alguna de veneno.
Allí estaba. Su aliado sería la amanita phalloides.
No tenía antídoto conocido. La mortalidad era prácticamente del cien por ciento.
Había una anotación al pie.
En la Argentina fue supuestamente hallada una variedad llamada amanita rebelis, muy semejante a la phalloides, cuya sustancia tóxica recibió por parte de sus descubridores, Boffman y Heredia, el nombre de ‘rebelina’. Ellos declararon en 1906 haberla aislado por un procedimiento que se detalla en la Rev. Arg. Tox. Año 7 Nº 4 – pág. 37 a 42, Bs. As. 1907 pero la especie de la que se hace referencia nunca volvió a encontrarse. Hay quienes creen que fue un error de los científicos y que se trataría  de  una  contaminación  de  sustancias  en  el  laboratorio.  En  caso  de  ser así, no existiría en el país variedad de hongos venenosos de tanta virulencia.


El lunes primero de octubre Morales corrió en cuanto pudo hasta la Facultad de Medicina de La Plata. Allí había un enjambre de estudiantes y profesores consultando material. Le llegó el turno. Extendió al empleado un papelito. “Rev. Arg. Tox. Año 7 Nº 4 – 1906”.
Milagrosamente, estaba. Era un ejemplar suelto, ajado y amarillento.
Tuvo suerte, doctor. De ese año es el único que había. Los demás se han extraviado, o quizá nunca los recibimos. Hace tanto tiempo. ¿Lo va a consultar aquí?”.
Sí, sí. Es un minuto.”.
¿Me permite sus documentos?”.
“Doctor”. Raúl estaba tan excitado que ni se dio cuenta del título que le asignaran.
Página 37. Extracción de rebelina, sustancia tóxica de la Amanita rebelis, Boffman R. P. y Heredia J. C.”. Estaba todo el detalle. Paso por paso. Era algo lento pero muy sencillo.
¿Puedo retirar la revista?”.
¿Es usted de esta Facultad?”.
No.
Entonces no es posible. ¿Por qué no hace una fotoduplicación de lo que necesita?”.
Así lo hizo y allí mismo.
Salió del edificio de la Facultad de Medicina llevando arrolladas bajo su brazo las reproducciones de las página 37, 38, 39, 40, 41 y 42 de la Rev. Arg. Tox.

Esa noche, bien tarde, leyó.
Esta nueva variedad de Amanita puede hallarse entre las rocas del fondo de algunas cuevas y depresiones, especialmente en las cercanías del nacimiento del Salado del Norte, provincias de Salta y Tucumán.”.  Y seguía una descripción detallada del hongo en cuestión.
Raúl Hugo Morales viajaría a Salta, buscaría la amanita rebelis y si existía un solo ejemplar en todo el mundo, él lo encontraría. La mitad más enferma de la personalidad de Morales proseguía como amparada por quién sabe qué dioses, el satánico camino hacia la destrucción.


AGENCIA NOTARG-CABLE 89-22/DIC/1984-17.25-RECUPEROSE LA CASI TOTALIDAD DE LAS ESTAMPILLAS ENVENENADAS EN ESMERALDA. UNA IMPREVISTA VARIANTE OCURRIÓ EN LAS ÚLTIMAS HORA DEL DÍA DE AYER CUANDO SE DETECTÓ UN NUEVO CASO DE INTOXICACION, ESTA VEZ EN LA PLATA. UN MENOR DE DOS AÑOS FALLECIÓ POR HABER TOMADO CONTACTO BUCAL CON ESTAMPILLAS ADHERIDAS A UNA TARJETA ENVIADA POR UN FAMILIAR SUYO RESIDENTE EN ESMERALDA. SE EXTREMARON LAS RECOMENDACIONES CON RESPECTO A LA CORRESPONDENCIA PROVENIENTE DE ESA CIUDAD. PROSIGUE EL INTERROGATORIO A RAÚL MORALES AUNQUE SIN HABERSE DADO A CONOCER NINGUNA NOVEDAD. STOP.

Debió pasar más de una semana hasta que Morales encontrase la oportunidad de iniciar la epopéyica búsqueda de la nunca creída Amanita rebelis. Durante ese lapso, Raúl consultó planos, mapas, precios de pasajes. Aguardaba el momento propicio.
Che. El catorce cumple los años mamá.”.
“¿Y?”.
Desde que se fue a vivir a Bahía Blanca con Luis no pasé más un cumpleaños con ella. Cada vez que digo  de  ir  para  esta  fecha  vos  empezás que sale caro, que ya vamos los fines de año y todo eso.”.
El momento propicio.
Mirá,  Conce,  no  es  que  no  quiera  que  vayas,  pero  ir  un  sábado  para volver el domingo a un lugar tan distante…”.
El viernes es feriado. Podríamos salir el once a la noche y volver el lunes a la madrugada.”.
 “Yo no puedo. Tengo que completar un control interno. Es casi seguro que el sábado no me dejan faltar.”.
¿Ves? Todo el tiempo me mato como una burra, lavo, plancho, cocino, y no tengo derecho a salir tres o cuatro días para visitar a mi madre. ¿Para qué trabajás, vos?”.
Escuchame. Andá con Lili.
Concepción aceptó. Raúl había encontrado la oportunidad.

El jueves once de octubre a mediodía, el empleado del correo de Esmeralda retiraba bajo su propio control y de su libreta de ahorros el anticipo destinado a un terrenito en la Villa Balnearia que planeaba adquirir Conce para fines de año. Era aproximadamente la cantidad que cubría los pasajes de ida y vuelta a Salta por avión, algún día de estadía y un par de comidas frugales.
Ese mismo jueves, a las 23.30, partían desde La Plata rumbo a Bahía Blanca, Concepción Mercedario de Morales y su hija Liliana Noemí.

Y el doce de octubre, a las 8.30, despegaba del aeroparque de la ciudad de Buenos Aires el avión que conducía la mitad más enferma de Raúl Hugo Morales, iniciando otro dramático movimiento de su trágica sinfonía.
Anochecía cuando dejó a su caballo beber en las aguas del Salado del Norte. Su acompañante, un salteño de unos diez años, simpático y conversador, hizo otro tanto con el suyo.
Señor. Se viene lo oscuro.”.
Sí, pibe. Habrá que empezar a buscar mañana.”.
Hay un pueblo ahicito. No tiene hotel pero vive mi madrina.”.
¿Y vos creés que nos dejaría pasar la noche?”.
Seguro. Si lo ievo ió…”.
Vamos, entonces…
El cansado cuerpo de Morales, agotado por un viaje en avión, una travesía de varias horas en un vetusto ómnibus y, como castigo final, un trayecto apreciable mal montado en  un caballo, pedía desesperadamente una pausa. Pero el cerebro del hombre lo forzaba a proseguir.
Disculpe, don. ¿Se puede saber qué busca?”.
Una plantita. Un hongo.”.
¿Y pá eso vino desde Buenos Aires?”.
Para eso.”.
El salteñito lo miró con extrañeza.
¿Y cómo es ese hongo?”.
Raúl le describió la ansiada Amanita.
No héi visto. De ésas no héi visto.”.
Llegaron al caserío, antiguo poblado serrano de viviendas apretadas las unas a las otras para procurarse compañía en medio de tanta soledad.
Amable, la madrina del chico. Compartió su miseria con Morales casi con alegría.
En un colchón la lana apelmazada y húmeda, Raúl durmió profundamente. Había vivido en ese día más que en la mitad de su vida. Si soñó, por la mañana no recordaba.

Abrió los ojos cuando un haz de luz se filtró por la ventana desvencijada y besó el suelo y su rostro. Le dolía todo el cuerpo pero su mente estaba lúcida y ansiosa. Haciendo un esfuerzo se incorporó a medias. El sol le pareció ya alto, y avanzada la mañana. Se vistió tan rápidamente como sus músculos endurecidos se lo permitieron.
No aceptó el desayuno. Quiso pagar.
Ofende, señor. Esto es de amigo.”.
Agradeció y partieron.

Cerca del mediodía estaban recorriendo los cerros de la zona cercana al río. El paisaje era una explosión de belleza. Verdes y marrones trepando suavemente hacia el azul sin nubes.
Pero Raúl no levantaba la vista. Sus ojos rastrillaban el suelo, los resquicios entre las pequeñas rocas, las entradas a grutas y hoyos en las colinas.
De tanto en tanto detenía el caballo y desmontaba. Ante la mirada del salteño, que ya había renunciado a comprender, corría pesadas piedras para investigar su oculta humedad. Pasaron horas.
Oiga, pué. Hay una cueva donde a veces me meto. Ái está siempre mojado el suelo y hay plantas muy raras.”.
¿Por dónde?”.
Más aiá. Ió lo ievo.”.
Media tarde. Un sol fuerte pero soportable.  El chico cabalgaba delante. Iban subiendo lentamente un rosario de cerros de pendientes suaves.
Es ái.”.
Raúl se dejó caer de la precaria montura. Era un hoyo pequeño en el que apenas cabía un niño. Orientado de forma que jamás recibía el sol. La humedad se palpaba densa. Y había musgo, pequeños animalitos, todo un universo vital. Removió palmo a palmo ese suelo fértil.
Detrás de una roca, en un paño de suelo embebido en agua como una esponja, uno, dos, tres, cuatro hermosos hongos. Uno, dos, tres, cuatro ejemplares  exactamente iguales a los descriptos por Boffman R. P. y Heredia J. C. en su trabajo publicado en las páginas 37 a 42 del número 4 del Año 7 de la Rev. Arg. Tox. de 1906. 
Los desprendió del suelo con mucho cuidado, tomándolos con un trozo de nailon.  Los depositó en una bolita del mismo material y emprendió el regreso.
Quién sabe qué dioses lo seguían protegiendo. 

Raúl Hugo Morales estaba nuevamente en su departamento del Pasaje Nevares el domingo catorce de octubre a las 23 horas. Ninguno se había enterado de su tremenda aventura. Y aunque a alguien le hubiesen contado jamás habría podido creerlo.
Pero, ante sí mismo al menos, después de eso Raúl Morales no volvería a ser nunca más Raúl Nadie.


AGENCIA NOTARG-CABLE 137-22/DIC/1984-13.40-FUE TRASLADADO A UN GABINETE ESPECIAL EL MÚLTIPLE ASESINO RAÚL MORALES, CAUSANTE SEGÚN SUS DECLARACIONES DEL MÚLTIPLE ENVENENAMIENTO EN ESMERALDA. A LAS 12.55 INGRESARON EN ESE DESPACHO DOS MÉDICOS POLICIALES, UNO DE ELLOS SIQUIATRA. INFORMARON ALTOS FUNCIONARIOS DE LA REPARTICIÓN QUE LUEGO DE UNA BREVE CONFESIÓN MORALES CAYÓ EN UN MUTISMO PROFUNDO, MANTENIENDO EN SUS LABIOS UNA EXTRAÑA SONRISA. EL PERSONAL POLICIAL QUE PARTICIPÓ DEL INTERROGATORIO CREE QUE EL DETENIDO PRESENTA LAS FACULTADES MENTALES ALTERADAS POR LO QUE SE REQUIRIÓ LA INTERVENCIÓN DE ESOS ESPECIALISTAS. STOP.-

Primero de noviembre de mil novecientos ochenta y cuatro. Jueves lluvioso y extraño ese Día de Todos los Santos. Las calles desiertas descubrieron el apurado caminar de Raúl Morales exactamente cuando el reloj de la Iglesia de Nuestra Señora de la Misericordia daba las ocho campanadas matinales.
Bajo el brazo, un pequeño envoltorio revelaba a cada paso la presencia de algo más que las fotoduplicaciones del proceso de extracción de la rebelina.

Por una zona alejada del centro de Esmeralda existía un viejo depósito, abandonado desde los tiempos en que Raúl era pequeño. Alguna vez fue a jugar allí sus policía-ladrón, pero al llegar a la adolescencia perdió sentido trepar el lateral de chapa y colarse por donde quizá hubo un vidrio. Dos o tres muchachos de la barra lo habían tenido para sus aventuras amorosas con chicas no muy despiertas  de  mente  pero  sí  ávidas  de  sexo,  y sabemos que Raúl no disfrutaba de ese tipo de experiencias.
Ya no iban los niños a jugar ahí. 
La televisión los idiotiza. Nosotros teníamos más imaginación.”.
Habían abandonado lo abandonado. La mole del galpón desvencijado, pintado de óxido por la mano del aire, decorado con parches de cielo a veces azul a veces estrellado, por el arte del tiempo corrosivo.
Iba a trepar como veinte años antes por el muro de latas retorcidas mas no fue necesario. Al apoyar su pie para elevarse cayó el trozo de metal y el acceso quedó libre.
Resonaron en el interior de ese templo industrial muerto hacía tiempo los vítreos tintineos del contenido del paquete.
Recorrió ángulos y recovecos hasta hallar el apropiado. Acomodó unas chapas y unas piedras e instaló su más que precario laboratorio.

A mediodía estaba de regreso en su casa.
¿Dónde fuiste?”.
Por ahí.”.
Mirate ese pantalón. ¿Con qué te lo manchaste? Parece óxido. ¿Dónde estuviste?”.
Pasé por una obra y había unas chapas oxidadas.”.
Infeliz. Me mato trabajando y teniéndote la ropa limpia…”, etc., etc., etc.
Morales no prestaba atención. Ya tenía las sustancias y los elementos. Eran sencillos y los consiguió con relativa facilidad.


¡Pobres Boffman R. P. y Heredia J. C.! Su esfuerzo había sido realmente importante y la ignorancia de los demás los sepultó en un olvido del que sólo él podría rescatarlos. Quizá obtuviesen con ochenta años de demora el merecido premio a sus investigaciones. Cuando Raúl decidiese que el momento oportuno había llegado.

Viernes dos de noviembre. Día de los Fieles Difuntos.
A las siete, Conce y Lili salieron de la casa rumbo al cementerio y al nicho de don Enrique Mercedario.
Las flores las compro allá. No voy  a andar haciendo el ridículo en el ómnibus.”.
Bueno. Tomá.”.
Dame más porque después voy a visitar a Marta. Si me invita a almorzar me quedo.”.
Bueno. Yo a lo mejor salgo a dar una vuelta. Al cementerio voy a  eso de las tres.
Concepción estaría fuera toda la mañana y él justificaba su ausencia de toda la tarde. Un día completamente a disposición de Morales para la tarea que debía realizar.

El reloj de la cocina indicaba las ocho y media; adelantaba diez minutos. Desenrolló las fotoduplicaciones. Extendió la primera página sobre la mesa. Para evitar que volviese a su primitiva forma fijó su parte superior con un florero de madera y los ángulos inferiores con un cenicero de vidrio ambarino y un cuchillo.
Salió un momento. Regresó de su habitación con la pequeña bolsita de nailon dentro de la cual los hongos salteños habían agonizado y muerto. Su deceso los había teñido de un hermoso color salpicado de motitas rojas y amarillas. Hasta su apariencia, como la de algunos insectos, advertía de su peligrosa toxicidad. Y Raúl Morales se protegió contra ella con guantes plásticos y un pañuelo sobre la boca colocado como cuando jugaba a los “cónbois”. 

Técnica. Primer paso: Extracción del jugo total.”.
Era necesario hervir durante tres horas cien gramos de hongos desmenuzados, en doscientos cincuenta centímetros cúbicos de agua. Así fue que desmenuzó uno, dos, tres, cuatro ejemplares y los dejó caer dentro de una olla vieja y fuera de uso. Seguramente, a ojo de empleado de correos avezado, pesarían unos cien gramos.
Doscientos cincuenta centímetros cúbicos, ¿cuánto sería?
Se arrodilló, y de la pequeña alacena bajo la pileta tomó una botella de vino vacía. Su etiqueta algo despegada indicaba “novecientos treinta centímetros cúbicos”. Entonces novecientos treinta centímetros cúbicos eran aproximadamente un litro. Por tanto, doscientos cincuenta serían un cuarto litro. Brillante deducción que le insumió demasiados minutos de su precioso tiempo.
Olla en mano, dejó caer en su interior lo que suponía sería un cuatro litro de agua desde la hermosa canilla de acero inoxidable.
A partir de ese momento  y hasta las doce y media fueron los hongos entregando sus entrañas al bullente entorno. Cerró la llave de gas.
Aguardó a que se enfriara el líquido y lo introdujo luego a través de un embudo con algodón en una botella  de alcohol para friegas. Obturó el recipiente con un tapón de plástico rojo, lavó todo cuidadosamente y lo guardó. La evidencia había sido borrada. Se quitó los guantes plásticos y el pañuelo que cubría su boca.
 Raúl Hugo Morales estaba sorprendido de sí mismo. Ése no era él. O, al menos, no era la parte de su personalidad que  venía utilizando hasta entonces. Desde principios de octubre su exterior había permanecido rutinario e inmutable en tanto que interiormente se gestaba la magna empresa. 
No almorzó. En el refrigerador había unos racimos de uvas verdes y carnosas. Comió unas pocas sin demasiado entusiasmo. 
Envolvió el frasco que contenía el líquido mortífero con un papel rojo pleno de impresiones multicolores. Apagó las luces y salió del departamento cerrando tras de sí la puerta con mirilla.

Casi nadie por las calles de Esmeralda aún húmedas por la tormenta de la noche anterior. De tanto en tanto,  en alguna esquina, unas mujeres de pañuelo oscuro sobre sus cabezas y ramos pequeños, medianos, grandes, apretados entre brazo y cuerpo aguardaban el ómnibus. Era el día de honrar a quienes ya no estaban.
Recordó a sus padres. Por primera vez desde que fallecieran – don Victoriano en abril del setenta y su esposa, que no pudo soportar su ausencia, en julio del mismo año – iba a faltar a la cita. Esta vez deberían comprenderlo. Estaba inmerso en una tarea trascendental que llevaría a los planos más destacados el apellido Morales, inscribiéndolo en alguna página importante de la historia de Esmeralda, de la provincia, del país.

Comenzaba a caer una garúa lenta cuando Raúl llegó a las puertas inexistentes del antiguo galpón abandonado donde se gestaría el último paso previo al “acto de la gran justicia”. Se acercó lentamente al lugar donde el día anterior cayera la chapa. Había vuelto a colocarla de modo que cubriera esa entrada de la mirada de los curiosos.
Una vez dentro del amplísimo recinto cuidó de ocultar el vano irregular. Acrecía la garúa y se dejaban caer algunas gotas por los orificios del techo derruido. Afortunadamente el rincón elegido por Morales para su laboratorio rústico se mantenía perfectamente seco.
Puso un tablón sobre algunos ladrillos a modo de banqueta y se sentó encima. Nuevamente se colocó guantes y pañuelo como protección.
Al líquido obtenido por el proceso anterior se agregan unas gotas de di-nitro-fenil-hidrazina  al  0,5%  en  HCl  2N.”   
Esto  se  lo  había  hecho  preparar  en una droguería de Quilmes donde nadie lo conocía.
¿Para qué va a utilizarla?”.
No es para mí. Me la pidió un sobrino que estudia química. ¿Hay algún problema?”.
No, en absoluto. Solamente que es muy raro que pidan drogas disueltas. Pero no se preocupe. La prepararé y quedará bien con su sobrino.”.

Luego de unos cuarenta minutos se formará un precipitado anaranjado.” 
Así ocurrió.
Se eliminará el sobrenadante. El precipitado obtenido se redisuelve con amoníaco.”.
Había comprado medio litro sin dificultades en la ferretería a la vuelta del correo.
¿Para los pisos de mosaico?”.
Sí, sí, me dijeron que es muy bueno.”.
Seguramente. Eche un chorrito en el trapo de piso.”.

Dejó caer unas gotas sobre el precipitado anaranjado. No ocurrió nada.
Aguardó unos minutos y vertió un pequeño chorro. El líquido se tiñó del color del sedimento. Agitó enérgicamente.
Dejó pasar otros minutos. Aún quedaba pasta en el fondo del recipiente. Añadió un poco más de amoníaco y volvió a agitar.
Ya todo era un líquido hermoso, de tonos increíblemente brillantes y diáfanos. Lo contempló a trasluz, desde todos los ángulos posibles.
Buscó un tapón de goma roja y obturó el frasco. Se sintió menos molesto cuando dejó de envolverlo el ardiente vapor amoniacal que le recordaba los pañales de Alejandro.
Hizo un pozo y sepultó todo excepto el líquido hermoso, brillante y diáfano.
Colocó piedras pequeñas sobre el que fuera su primer laboratorio y sería también el último, borró las huellas en el piso polvoriento y salió del galpón abandonado.
En el bolsillo de su saco gris el vaivén de sus pasos hamacaba la solución amoniacal del maléfico espíritu de la Amanita rebelis.

Cuando llegó a su casa caían los últimos rayos de sol sobre Esmeralda. Un arco iris surcaba el cielo. Raúl Hugo Morales pensó que no era tan hermoso como el naranja profundo del alma de los hongos.


AGENCIA NOTARG-CABLE 150-22/DIC/1884-16.30-LOS MÉDICOS POLICIALES QUE ENTIENDEN EN EL CASO MORALES PRESTARON SU INFORME CON RESPECTO AL ENVENENADOR DE LAS ESTAMPILLAS DE ESMERALDA. SEGÚN TRASCENDIÓ CERTIFICAN QUE EL DETENIDO MANIFIESTA UN DESORDEN MENTAL PROFUNDO QUE LO HACE NO RESPONSABLE DE SUS ACTOS. SERÁ TRASLADADO DENTRO DE UNOS MINUTOS HACIA EL PABELLÓN DE ENFERMOS CRIMINALES DEL HOSPITAL NEUROPSIQUIÁTRICO PROVINCIAL A FIN DE SER SOMETIDO A UN EXAMEN DECISIVO. STOP.

¿Por qué esperó Raúl Hugo Morales desde el dos de noviembre hasta el veinte de diciembre para ejecutar su crimen-acto de justicia-acto de locura? Podría creerse que aguardó las fiestas de fin de año cuando todo Esmeralda pasaría por la oficina de Correos. Pero ¿quién sabe qué oscuras leyes de alabeada lógica rigen los designios de un cerebro enfermo?

A las ocho en punto se ubicó en el banco elevado, junto al vetusto mostrador de madera. A su izquierda, la carpeta de estampillas de diferentes valores. Debajo de ella, la plancha de doscientas unidades impregnadas de rebelina. Son de la Goebel adaptada. Está aquí desde 1968.
...
Buenos días. Una común, por favor.
Mario Ros, inspector municipal. Inocente. Morales cortó una estampilla de la plancha del interior de la carpeta.
...
Con una aguja pequeña había embebido cuidadosamente el reverso de las doscientas elegidas. El líquido brillante y diáfano se sumergía en las profundidades engomadas. Una gota pequeña en el centro exacto. El borde continuaría con sus virtudes adhesivas.  Eran las tres de la mañana cuando cumplía esta tarea en el baño del departamento.
...
Común.”
Amelia Kaski. Comerciante. Agria, seca, permanentemente malhumorada. Había tenido algunas discusiones serias con ella por problemas menores. Le recordaba a Conce. Culpable. Morales cortó una estampilla, la primera, de la plancha colocada debajo de la carpeta. 
...
Antes de salir del baño, sacó de su bolsillo una tirita de ocho timbres comunes, idénticos a los ya impregnados. Una gota pequeña en el centro exacto. Sopló para apresurar el secado. Los separó luego en cuatro pares. Apagó la luz y fue hasta el comedor.
...
Dos comunes, por favor.” 
Un hombre alto y sonriente. Parecía simpático. Nunca antes lo había visto. Quizá inocente. Estampilla de la carpeta.
...
El reloj de la mesa de luz marcaba las tres y veinticuatro. Raúl abrió el cajoncito. Click. En su interior, el monedero de Conce. Click. Introdujo un par de estampillas. Click. Cerró el cajón sin hacer ruido.
...
Expreso.” 
Raúl Bracero. Un sinvergüenza. Pero quería expreso. Culpable, escapaba del castigo.
...
Marcelo había dejado su saco sobre el respaldo de la silla del comedor, en cuyo asiento reposaba lustroso portafolios. Resonó el cierre automático y elevó la tapa. “Derecho Constitucional”, tomo voluminoso que aplastaba unos cuantos apuntes en hojas sueltas. En un bolsillito del forro del portafolio introdujo el segundo par de estampillas. Bajó la tapa. La coqueta valijita retornó a su hermetismo aparente. Eran  casi  las  cuatro  de  la  mañana  del veinte de diciembre.
...
Tres comunes.” 
El doctor Amadeo Galloti, abogado. Mezclado en cientos de asuntos tristemente turbios. Culpable, muy culpable. Morales cortó tres estampillas de la plancha del castigo.
...
Llegó temprano al Correo. Aguardó el arribo  de  Rodríguez,  el  peón  de limpieza que tenía llave. El interior vacío de la oficina, iluminado por tenues rayos que se filtraban por las antiguas cortinas de enrollar, presentaba un aspecto diferente del habitual.
Cuando Rodríguez salió a limpiar los cristales de la vidriera Raúl se acercó al escritorio del Jefe, abrió el cajón central, y entre las páginas de una agenda del 82 que Núñez aún utilizaba dejó el tercer par de estampillas.
...
Señor. Dos comunes.
Los rostros excitados de un niño y una niña trataban de alcanzar con la mirada lo que no lograban con sus cuerpecitos. Inocentes.
...
Así transcurrió ese día, el primero del reinado de Raúl Hugo Morales, dueño de la vida y la muerte de los habitantes de Esmeralda. 
Culpable.”.
Miserablemente culpable.”.
Inocente.” .

Casi sobre la hora del cierre de la oficina postal llegó agitado uno de los nuevos carteros.
¡Galloti! ¡El abogado!”.
¿Qué pasó?”.
No  se  sabe. Dicen que cayó en  su escritorio  revolviéndose de dolor.  Lo llevaron a la Clínica. Yo justo pasaba por la puerta.
Morales sonrió levísimamente.
Guardó la carpeta con las estampillas normales  en  la  caja  fuerte,  rindió  cuenta  del  dinero  del  día,  y  tras  ocultar  las ciento cincuenta y cinco que aguardaban su destino entre unos inútiles libracos del estante del mostrador, abandonó su lugar de trabajo.

Caminó hasta la parada del 207. Anochecían sin prisa los días de ese verano de soles agobiantes y humedad insoportable. Al llegar el ómnibus subió con calma.
Hasta la estación de La Plata.”. 
Buscó en su agenda. Ricardo Páez, calle 1 número…  
Ya todo iba llegando a su fin. La mitad menos enferma de Raúl Hugo Morales estaba completamente aniquilada.
...
A las ocho de la mañana del veintiuno de diciembre se instalaba nuevamente en el frente de batalla, en el estrado del juez inexorable.
Ocho murieron intoxicados. ¡Qué barbaridad! Lo dijo la televisión anoche.”.
¡Ahá! ¿Y de qué?”.
No se sabe. Dicen que no hay que tomar el agua corriente, no comer nada sin lavarlo bien.”.
Ése fue el comentario de toda la mañana.
Buen día, Morales. Deme tres comunes ¿Vio lo de los intoxicados? Murió  el  doctor  Galloti,  la  almacenera  de  la  esquina  de  su  casa  está  grave  y hay un montón más de internados.”.
Nora Micheli. Enfermera. Algo alocada pero animosa y servicial. Inocente.
...
Al bajar del 207 en la estación no tenía idea de cómo introducirse en el departamento del fabricante de automóvil espectacular, fruto de las vidas de quién sabe cuántos Alejandros.
Caminó por la calle 1 hasta llegar al moderno edificio que ostentaba cuatro números de bronce idénticos a los que escribiera en su agenda. En los buzones del hall, buscó: R. Páez. 4º A.
Oprimía el botón llamando el ascensor cuando entró en el edificio un grupo de chicas y muchachos bulliciosos y despreocupados. Recorrió con la mirada, como lo hacía siempre, los rostros juveniles. Y como siempre ocurría, Alex no era uno de ellos.
Se sintió cansado. Dejó que utilizaran el ascensor que acababa de llegar.
Cuando el hall recobró la calma, sacó de su bolsillo el último par de estampillas y lo introdujo en el buzón del 4º A. Fue un acto mecánico, no reflexionado, quizá inútil.
Comenzaba a decaer aquello que  lo hiciese capaz de toda una epopeya de dos meses increíbles.
...
Doce, comunes. Rápido, estoy  apurado.
El “Chino” Runat. Prepotente,  grosero,  fanfarrón.  Se  decían  muchas  cosas  de  él,  de  sus  mujeres, de la electrónica que podía conseguir de contrabando. Repulsivo y culpable. Doce unidades de “justicia divina”, aplicada por la mano ya algo temblorosa de Raúl Hugo Morales.
...
A mediodía se supo que sumaban once los fallecidos.  Debían haber sido más, pero no todos usarían las estampillas ese día, y algunos las humedecerían con la almohadilla. El área había sido declarada en alerta sanitaria.
El hijo de don Victoriano, cada vez más exhausto, proseguía su autoconfiada labor.
"Inocente".
Culpable.”.
Inocente.”. 
“ Muy inocente.”.
"Culpabilísimo.”.
...
Cinco, comunes”.
Rubén Furmani. El que bailara apretado a Lili en la fiesta de los quince. Cuando vio que era Morales quien atendía la ventanilla pareció arrepentirse. Hizo un ademán como para alejarse. Raúl le sonrió. Cortó las cinco estampillas y se las alcanzó. Le había costado un poco la decisión. Rubén Furmani, de rostro asustado. Todavía un niño. Inocente.
...
El hombre estaba exhausto. Dejó caer la cabeza hacia adelante. Ocho estampillas debían cumplir su misión especial. Ésas, aunque lo apresaran, jamás las declararía.

Eran los acordes finales, el clímax de la trágica sinfonía. Al levantar nuevamente su rostro, una extraña sonrisa, que le acompañaría desde entonces por muchos años, jugueteó entre los labios de Raúl Hugo Morales.

AGENCIA NOTARG-CABLE 179-28/DIC/1984-15.42-CONFERENCIA DE PRENSA DEL JEFE DE POLICÍA BONAERENSE EN RELACIÓN CON EL CASO MORALES. AL DAR POR CERRADO EL MISMO EXPRESÓ ENTRE OTRAS COSAS QUE “ELLO NOS LLEVA A RATIFICAR NUESTRA CONVICCIÓN DE QUE RAÚL MORALES PLANEÓ Y EJECUTÓ SU TREMENDO CRIMEN SIN MOTIVO ALGUNO SINO SOLAMENTE LLEVADO POR SU DESEQUILIBRIO MENTAL. ES IRRELEVANTE POR TANTO PROSEGUIR INÚTILES BÚSQUEDAS DE SUPUESTAS E INEXISTENTES VERDADERAS RAZONES”. STOP.

¿?

-FIN-

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