¡SOY BOHEMIA ! ¿Y QUÉ?

Siempre me preguntan ¿que es ser Bohemio? les respondo : El Bohemio vive por vivir , se llena de angustia sin tener por qué, pero está alegre cuando otros no están.

El Bohemio vive su vida incansable de ideas ,algunas creativas y otras filosóficas, todas para hacer de su vida un paraíso. El Bohemio no teme, solo porque él vive su vida como quiere, ahora sin causarles daños a sus semejantes. Vive la vida con principios y hasta con responsibilidad pero hace lo que quiere cuando quiere. En la música encuentra pinturas, en las poesías encuentra música, y en las pinturas encuentra versos ...es así mientras que se bebe su copa y sin faltar un café en un bar escondido adonde solo se lee por la media luz y la atmósfera del tabaco. La noche es su tarima....ahi baila, canta, bebe, conversa y admira a otros como él. Se proclama el duende de la noche. Ve el mundo con otros ojos ...él ve colores en el cielo nublado, ve la melancolía en una rosa brillante en su esplendor.

Gracias a todos que entienden estas breves letras. ¡SÍIIIIIII!!!! ¡Soy una Bohemia !!! ¿y Qué?

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La cajita de música



 LA CAJITA DE MÚSICA
de
Daniel Aníbal Galatro
1976



UNO

-Así que vos sos el novio de Alicia. 

           La mirada de Marcela no podía ocultar la picardía que la pregunta traía aparejada. 
           Jaime sonrió un poco.

 -Novio, no. Somos amigos. – balbuceó confundido mientras maldecía por dentro la infeliz idea de Alicia de traerla al cumpleaños del hermanito.

           ¿Qué papel hacía él allí? ¡Novio de Alicia! Presentación en familia y todas esas cosas, justamente en el momento en que ya estaba casi seguro de largarla. ¡Gorda idiota!
 Además de tener que aguantar las bromas de los amigos.

 -¿De dónde sacaste ese tanque?
-Está fuerte la cosa esa que llevaste al baile, pero ¿no te parece demasiado fuerte para vos? Además, tiene una cara…

Alicia no era fea. Algunos rasgos de su rostro eran casi bellos, pero el tejido adiposo que inundaba hasta los más remotos rincones de su cuerpo había ido restando virtudes estéticas a cada uno de ellos hasta darles un aspecto a veces indefinido.
Era un cuerpo joven, sin embargo. Atractivo como el de cualquier mujer de quince años. Con suficiente como para que un muchacho excitable intentara una conquista. Con demasiado como para que, de lograrla, ese mismo muchacho tuviese interés en profundizar en su alma. Porque Alicia, detrás, o debajo, o en algún lugar del interior de su cuerpo abundante, tenía alma. Hasta quizá fuese inteligente, como su madre suponía.

Jaime había sido el primero que se acercó a ella para entablar una relación que excediera los límites temporales de un baile. Tampoco era demasiado deslumbrante, pero tenía porte varonil, dieciocho años y unos ojos azules que lograban que Alicia sintiera aflojársele las piernas cuando él la miraba tiernamente.
Habían salido juntos cinco o seis veces. Un cine, caminar por la plaza, acompañarla a la escuela. 
Al cumplirse el segundo mes del poco convincente romance, Jaime intentó apurar las cosas. No quería tomarle demasiado cariño a esa piba porque después le iba a pasar como con su primera novia. Todo había terminado en una mirada triste, un beso y nada más. Esta vez era diferente. Esta vez debería terminar en una cama.
A los dieciocho años de su vida, apenas había tenido relaciones con una amiga “fácil”. Pero esta gorda estaba resultando demasiado difícil. No valía la pena desperdiciar más que esos dos meses ya invertidos en la tarea.

-¿Por qué no querés? Si vos sabés que yo te amo. Es la única forma de estar un rato largo los dos juntos y que nos dejen en paz.
-Sí, ya sé. No es que no quiera, pero…
-Hoy no hay nadie en casa. Salís una hora antes de la escuela y vas a ver que llegás a tiempo.
-Mirá, Jaime. Creo que habría que esperar un poco más. Yo…
-¡Ufa! Si todas tus amigas lo hacen. ¿O no?

Todas lo hacían. O, al menos, decían que lo hacían. Sin problemas. Sin complejos. Muchas veces Alicia se había sentido mal cuando, al conversar en los recreos, parecía que ella era la única que nunca había tenido relaciones con  un muchacho. Y ahora se presentaba la oportunidad.

-Esperá un poco más, Jaime. No, no te pongas así. Dame un poquito de tiempo. Vos tenés experiencia, pero yo…

Jaime había prometido esperar. Una semana más aguardaría la decisión de la gorda. Si no pasaba nada, a otra cosa.

Dentro de esa semana, cumpleaños del hermanito. De pronto, sin esperarlo, casi novio oficial de Alicia. Considerando que, hubiese victoria o hubiese derrota, los días del romance llegaban a su fin, iba a caer un récord en duración de noviazgo. Tiempo total: dos horas. Las que pensaba estar, como máximo, en esa fiesta familiar.

Cuando Marcela, la prima poco discreta, regresó junto a su hermano dejó caer con malicia un comentario.

-¿Viste, Claudio? Es el novio de la gorda. Yo te lo dije. ¿Está bueno, no?
-Callate, enana. Qué sabés vos.

Le dolía. Alicia era algo así como parte de él. La misma edad, o apenas tres meses de diferencia. Claro, él cumplió los quince en  primavera. Ella, en verano. Desde pequeños habían jugado juntos. El triciclo, la bicicleta, la televisión.
Hasta fueron juntos de vacaciones dos años antes. En realidad, ambas familias habían ido  a veranear a Monte Hermoso compartiendo un departamentito, pero él solamente se había percatado de la presencia de Alicia. Habían dibujado corazones sin iniciales en la arena húmeda. Triste la mirada de la Julieta sin un Romeo. Ardiente la mirada de Romeo ante su Julieta.
Trataba de estar junto a ella el mayor tiempo posible. Aprovechaba la ventaja del parentesco para acariciar su rostro de piel tensa, fresca, enrojecida por el sol. Rostro que a Claudio le parecía maravilloso.
Cuando los juegos del verano los llevaban a luchar revolcándose sobre la arena, a la sana alegría de Alicia se oponía un oculto palpitar de hombre excitado en el muchachito.
No sabía si la amaba. La sentía suya, aunque lejana. Hasta llegó a espiarla mientras cambiaba su malla húmeda por los negros pantalones ajustados. La vio desnuda. El vientre algo excesivo se deslizaba hasta ocultar un  poco el pubis renegrido, ese monte de Venus que se mostró un instante a su mirada extasiada. Ignorando la presencia del observador ardiente que se iba quemando por dentro, Alicia, inocente y libre, giró el total de su cuerpo buscando entre las prendas un slip multicolor. Y fue otro lapso demasiado breve durante el cual Claudio acarició con la vista las nalgas redondas, plenas. No fue pecado. Apenas un perfecto acto de amor unilateral con mucho de religiosa adoración.

Miró a la pareja desde lejos. Jaime resultaba un enemigo demasiado fuerte. Dieciocho años, un hombre, y esos ojos… Claudio maldijo el tonto color marrón de los suyos. Pero se sentía obligado a cuidar de su amada prima. E iba a hacerlo.
Dio media vuelta. A través de la ventana, la noche lo comprendía. Allá abajo, un ir y venir de luces blancas, amarillas y rojas intentaba tejer una larga cuerda, inútilmente.

Al sonar el timbre, Sonia se acercó a la puerta del departamento. Abrió.

-¡Carlos! ¡Llegaron tus amigos!... ¡Entren, chicos!

Jorge y Hernán, recién surgidos del trámite arduo y molesto por el que las madres hacen pasar a sus niños antes de enviarlos al cumpleaños de un vecino, trataban de ver detrás de Sonia quiénes eran los demás invitados. Excepto Marcela, que con sus doce años aún tenía algo de infantil en su persona, el resto era, según ellos, gente grande.
Desde algún pliegue del vestido materno apareció Carlitos. Sonrió al ver el paquete que sus amigos le ofrecían.
Junto al pequeño escritorio de la habitación  del niño, en el espacio no demasiado amplio que se extendía entre la cama y la pared, los tres iniciaron minutos después la construcción de un edificio de bloquecitos plásticos. Hubiesen preferido un juego más dinámico, pero las dimensiones del departamento hacían imposibles sus deseos.
Desganadamente comprimían pieza contra pieza hasta escuchar el “click” del casi perfecto acoplamiento.

-¿Qué te regalaron?
-Esas cosas que están sobre la cama. Falta el regalo de papá. Dijo que me lo iba a dar justo a la diez.
-¿Por?
-Dice que es cuando nací y que hasta esa hora no tengo nueve años.

Carlitos incursionó en el comedor para incautar otro plato con sándwiches de miga. Al regresar pasó junto a Marcela.

-¿Qué están haciendo?
-Armando cosas con los bloquecitos.
-Escuchame, nene. Ese Jaime que está con tu hermana, ¿es el novio?
-¿Y yo qué sé? Además, ¿a vos qué te importa?
-¡Grosero!

Hubiese respondido a su prima como cuando estaban a solas, pero la cercana presencia de su tío Ramón hizo que apenas le mostrara media lengua.
Pasó junto a la ventana sin que Claudio, apoyado contra el cristal ya un poco empañado, notara su existencia. Hernán lo esperaba en la habitación al tiempo que procedía a espiar por la fisura de la puerta entornada.

-¿Quién es ése que está con Alicia?
-Jaime, el novio.

Poniéndose de acuerdo previamente no hubiesen logrado una coordinación tan perfecta.  Aparentemente, en esa fiesta de cumpleaños la gorda había alcanzado algo que la familia y hasta los vecinos consideraban casi imposible: novio. A pesar del amplio metro que separaba en esos momentos a Alicia de Jaime.
Antes de entrar a su habitación para proseguir la gran tarea que los tres niños habían emprendido, Carlitos preguntó en voz alta a su padre:

-Pá, ¿qué hora es?

Rafael sonrió ante esa consulta, sintiéndose un poco dueño del mundo. Sabía que su hijo esperaba el regalo. Disfrutaba su curiosidad, sus ansias.

-Las nueve y media.

Giró sobre sí mismo para reubicarse plenamente en el confortable sillón de la salita de estar que el comedor permitía en uno de sus extremos. Frente a él, su hermana Marta intentaba comprender las duras palabras que Rafael había arrojado sobre ella un minuto antes. No era la primera vez que las escuchaba de sus labios, pero siempre le causaban el mismo efecto desagradable.

-Todos no pueden ser ejecutivos como vos. Ramón es bueno, simple. Me quiere y lo quiero. Es un buen padre. Somos felices.
-Pero siempre van a estar así. Casa alquilada, problemas para pagar cuotas, vivir pendientes de un sueldo de gobierno que no alcanza para nada. ¿O me vas a decir que no?

Marta suspiró. Era una lucha inútil.

-Sí, es cierto. Pero ¡qué querés? No va a dejar ese trabajo justamente en estos tiempos.
¿Dónde consigue uno mejor?
-Puede poner un negocio. Yo lo ayudaría al principio.

La hermana de Rafael, aunque de la misma edad de Sonia, parecía algo mayor.

-Ya lo discutimos demasiadas veces.

Era verdad. Tuvo que luchar duramente para que su Ramón fuese aceptado en la familia. Era apenas un empleado, sin futuro, sin aspiraciones. Nunca habían estado conformes con ese casamiento.

-Dejanos vivir tranquilos, Rafael.
-No es por ustedes. Es por los chicos. ¿Qué les pueden brindar?

Una sonrisa mansa se dibujó en los labios de Marta. Su hermano le ofrecía el arma más poderosa que podía utilizar contra él.

-Amor, mucho amor. Un hogar. Eso no es poco.

Ramón estaba sentado cerca de Marcela, aunque sin mirarla. En realidad no participaba de esa fiesta sencilla. Se sentía cansado. Había sido un día duro en la oficina preparando liquidaciones y cheques. Solamente lo alentaba la idea de que uno de los beneficiarios sería él mismo.
Cobrarían el aguinaldo. No era mucho, pero eso le iba a permitir el pago de alguna cuota atrasada, devolver a Rafael el préstamo del mes anterior, comprar algo de ropa para los chicos. Ya estaba acostumbrado a esa vida rítmica. Con tranquilidad y paz los primeros días del mes, y una angustia creciente hasta llegar al próximo cobro.

Mordió el bocadito que sostenía en una mano. No era hambre lo que sentía. Era sueño. Buscó a su mujer con la mirada. La halló sobre un sillón, frente a Rafael. Parecía triste. Hablaba en voz muy baja. Aunque no alcanzaba  a distinguir sus palabras supuso que el tema, como de costumbre, sería él. Ramón,  un mal partido para  la nena. Ramón, un empleadito. Hasta “Ramón” se llamaba.
No se intranquilizó. Sabía que Marta estaba de su lado. Porque hasta alguien que se llama Ramón en esta época puede brindar un amor tranquilo pero intenso.

Le llamó la atención ver a Claudio recostado contra el cristal de la ventana. ¡Qué pibe raro!  Siempre triste. Siempre cabizbajo. Nunca habían podido hablar de nada con profundidad. Cuando le hacía una pregunta algo íntima, su hijo se levantaba y se iba. Ahora parecía estar llorando. Le hubiese gustado que fuera diferente, como su primo, por ejemplo.
Amílcar era todo actividad,  todo simpatía. Conversador, inteligente, seguro de sí mismo. Hijo de Rafael tenía que ser. En cambio Marcela, aunque terrible – siempre lo había sido – no le preocupaba. Era normal, como cualquier niña de doce años. Llevó su mirada hacia ella. Estaba cerca, atenta al pequeño grupo que integraban únicamente Alicia y Jaime. Se estaba poniendo linda su Marcela. Casi una mujercita.

-Mi familia – pensó.

Y volvió a apartarse del murmullo en el que estaba sumergido para tratar de recordar el total de descuentos que le harían ese mes. Lo había calculado durante la mañana. Lo había escrito dos o tres veces. Sin embargo, le costaba ver mentalmente todas las cifras con claridad.

El timbre hizo estremecer la monotonía reinante. Rafael miró a Sonia.

-¿Esperabas alguien más? – le preguntó con los ojos.

Mauricio era hermano de Sonia, el único hermano. Casi seis años menor que ella. Era sin embargo su confidente y consejero. Por eso la mujer se alegró inmensamente al verlo sonreír teniendo como fondo la penumbra del pasillo.

-¡Mauricio! Pasá, nene. ¿Te acordaste?
-¡Ajá! – expresó mientras la besaba con cariño. -¿De fiesta la familia?

Sonia lo reprendió con dulzura.

-¿Ves que no te acordabas?
-Perdoná, hermanita. – se disculpó. - ¿Qué se festeja? 
-Carlitos. Cumple nueve años.

Mauricio se llevó la mano a la frente como si de pronto hubiese recordado.

-¡Carlitos! ¡Mi sobrino preferido! 

Lo buscó con la mirada.

-¿Dónde está?
-Jugando en su habitación. Con unos amiguitos.

Atraído por el sonido del timbre el niño se había asomado para averiguar qué nuevo invitado se unía a su celebración. Al divisar el habitual desaliño de su tío Mauricio corrió hacia él para abrazarlo.
El recién llegado recorrió los asistentes uno a uno. Una reverencia burlonamente respetuosa para Rafael, un beso intencionado a Marta,  un apretón que envolvió como un guante de acero la blanda mano de Ramón, un abrazo a  Amílcar, una caricia fugaz en el rostro ruborizado de Alicia.

-Mirá, tío. Este es Jaime.

El muchacho iba a decir algo, entre confundido y molesto.

-Comprendo, comprendo… - se anticipó Mauricio – Encantado.

Jaime agradeció con la mirada.
La llegada del hombre produjo un efecto sorprendente en el clima que reinara en la pequeña fiesta hasta hacía unos minutos. Aunque no mejoró, todos comenzaron a manifestarse de un modo diferente.

Rafael perdió un poco de su seguridad habitual. Una molesta sensación comenzó a surgir de las profundidades de su ser. Su cuñado poseía la particular virtud de sacudir sus estructuras. Se alegraba realmente de no tener que soportarlo más que unos días cada año. 
           Mauricio era viajante de comercio: telas, ropa, zapatos y esas cosas. Recorría permanentemente todo el país en un modo de vivir que él mismo había elegido. Decía que así se sentía libre.

-¿Qué tal, Rafael? – bromeaba muchas veces. - ¿Siempre pegado al escritorio? ¿No te cansa el paisaje? Billetes, billetes y billetes. ¿Seguís amontonando?

Su cuñado le respondía sin la convicción que demostraba ante los demás.

-Sos un despistado, Mauricio. Si no fuera por los ejecutivos como yo, ¿vos qué venderías por los caminos?
-El sol, viejo, el sol. La luz, el aire, los árboles, la música. Las lágrimas de una madre ante el dolor de su hijo. La emoción de una novia en su primera noche de amor. Los pájaros, la brisa, el mar. – respondía Mauricio con vehemencia aunque riendo. – Pero, ¿sabés? No los vendería. En realidad no son míos. Los  produjo un ejecutivo mucho más importante que vos. Solamente haría que los tontos pudiesen ver la maravilla que los rodea. Esos tontos como mi cuñado que creen que lo más hermoso del mundo es el nuevo modelo de calzoncillo que van a lanzar a la venta, un calzoncillo que se irá transformando en poesía a medida que vaya produciendo dinero, dinero, dinero.

Rafael desistía de la discusión.

-Sos un loco, Mauricio. Ni vos creés en lo que decís. 
-Como vos tampoco creés en tu modo de vivir. La verdad debe estar en el medio, ¿no te parece?

Ambos sabían que el diálogo entre ellos era improductivo. Se toleraban bastante bien, sin embargo. Quizá porque Mauricio apenas los visitaba de cuando en cuando.  El dueño de la casa se resignó a sufrirlo durante los pocos minutos que restaban de esa fiesta. Luego se iría nuevamente para regresar quizá dentro de un mes.

Al recibir el beso intencionado, Marta alcanzó a ruborizarse. Ese hombre desordenado, vital, arrollador, siempre la había atraído. Además, cada vez que se dirigía a ella sus palabras ocultaban mal una segunda intención que más que molestarla le agradaba. Se sentía mujer, hembra, atractiva.
Miró hacia un  lado para enfrentar los inexpresivos ojos de Ramón que sentado blandamente sobre una silla fijaba la mirada en ella. Su marido había notado muchas veces el efecto que Mauricio producía sobre Marta. No se sentía celoso pero sí algo incómodo. Sabía que todo terminaba cada vez que ese hombre desaparecía. En casi veinte años de compartir esa familia, se había acostumbrado a muchas cosas.

-¿Qué tal, Mauricio? ¿Cómo estás? – susurró Marta.
-No tan bien como vos – fue, como de costumbre, la respuesta.

El cambio de clima sorprendió a Jaime.

-¡Qué tipo bárbaro ese tío tuyo! Siendo tan piola y con esa pinta debe tener mujeres por docenas.

Alicia respondió distraídamente.

 -Sí. Supongo que sí.
-¿Te fijaste cómo lo miraba la madre de Marcela? Para mí que entre esos dos…

La muchacha observó por primera vez el cambio de color en el rostro de su tía. Jamás se le había ocurrido que ella fuese una mujer, que pudiese sentir los dolores, las angustias, las excitaciones, todas esas cosas que Alicia sentía. Marta era tan callada. Sin embargo, ante la presencia de Mauricio parecía como si un gusano se hubiera tansformado en mariposa.

Desde la entrada del tío en el comedor, Amílcar se había adherido a él y lo acompañaba en toda su recorrida. Hasta unos minutos antes, había participado apenas de la fiesta encerrándose el mayor tiempo posible en su habitación para leer o escribir algunas cosas.
Pero Mauricio era su mejor amigo y la presencia de él lo absorbía totalmente.

-¡Claudio! ¡Qué cara! ¿Te diste cuenta de que estás en una fiesta?

El muchacho se apartó de la ventana e insinuó una sonrisa débil.

-¿Qué hacés, tío? Perdoname. No me siento  bien. – confesó, aunque con la presencia de Mauricio comenzaba a sentirse un poco mejor.

Quizá pudiese tener en él un aliado o al menos un muro junto al cual lamentarse.

-¿Qué tal, tío Mauricio? – Marcela se levantó de su silla para salirle al encuentro.

Un beso en la mejilla.

Carlitos estaba nuevamente con sus amigos en la habitación pero se asomó un momento.

-¡Tío! ¿Tenés hora?

A las diez menos un minuto todos los asistentes rodeaban la mesa en cuya cabecera Rafael fulguraba como un sol – o al menos eso creía él. Se sentía padre de familia, jefe del hogar, poderoso. Las miradas convergían en la mano  que había comenzado a introducir en una gran caja entreabierta.
Se hizo el silencio más  profundo. Carlitos contenía la respiración. Con dramatismo, lentamente, Rafael extrajo un envoltorio prolijo al que remataba un gran moño de cinta azul.

-¿Qué es? – preguntó Hernán.
-Esperen un momento y lo sabrán. – Rafael se irguió junto a su hijo que estaba de pie sobre el asiento de una silla. – Este es mi regalo de cumpleaños. La trajo para mí un amigo desde Europa y es muy valiosa. Espero que la cuides para que te acompañe todos los días de tu vida.

Desenvolvió lentamente una cajita de madera lustrosa. Levantó la tapa y comenzaron a brotar de su interior unos sonidos dulces y puros. Sonia comentó:

-¡Es hermosísima!

Sonriendo satisfecho, Rafael  inclinó la cajita para que todos pudiesen ver sus profundidades.

-Y eso no es todo. Observen lo que tiene dentro.

Era un poema, un muy bello poema. En una especie de pecera que alguna luz oculta iluminaba, tres pececitos de cristal giraban siguiendo el suave compás de los acordes.
El efecto sobre los asistentes había sido  hipnótico. Apenas salieron del trance cuando, después de hacerse cada vez más lenta, la música cesó y los peces dejaron de girar.

-¿Te gusta, hijo?

Carlitos estaba sorprendido.  Jamás hubiese imaginado ese regalo. Un juguete, ropa, un libro,… pero una cajita de música era algo insólito. No sabía si le gustaba. Respondió que sí y besó a su padre en la mejilla. En tanto Ramón calculaba mntalmente cuánto costaría esa pequeña maravilla, aceptando la idea de que era mucho más de lo que él podía disponer para obsequiar a uno de sus hijos, Marta contemplaba ensimismada los ahora inmóviles peces de colores.

-Dale cuerda otra vez. – pidió Marcela.
-¿Me dejás, papá?
-Está bien, Carlitos. Además, es tuya. Tratala con muchísimo cuidado.

Rafael observaba atentamente el no muy hábil procedimiento que el niño empleaba para revitalizar el pequeño instrumento.

-Hasta ahí, nomás. No le des cuerda del todo porque puede trabarse al final. Soltala ahora.

Los sones inundaron nuevamente el departamento. En tanto tres diminutas figuras de cristal circulaban por el fondo de un falso lago, las pequeñas notas que manaban de la cajita de música se trepaban por las paredes vestidas de látex, se escondían detrás de unos costosos muebles, se dejaban caer como copos de nieve sobre la mullida alfombra de la habitación matrimonial. 

Carlitos miraba fijamente el regalo de su padre. Como tantas otras cosas de la vida de los seres que lo rodeaban, ese obsequio tan poco común para un niño de su edad era algo que no llegaba a comprender.



DOS

La fiesta no se prolongó mucho más allá de la hora en que el padre hizo entrega de su regalo. Mauricio aceptó la invitación de su hermana a quedarse a pasar la noche en la casa. Rafael había intentado oponerse pero vio las cosas demasiado decididas y, además, eso no tenía mayor importancia.

Sonia fue la primera en levantarse. Comenzó a luchar contra el desorden, conclusión inevitable de la reunión familiar. No era excesivo pero se sentía tan cansada que prefirió solicitar la ayuda de Alicia.

-¡Ali! – la llamó a través de la puerta entornada de su habitación, tratando de no alzar la voz. - ¡Alicia!

La muchacha se desperezó un poco al tiempo que emitía un gruñido como respuesta.

-¡Alicia! ¡Levantate y ayudame! – insistió Sonia.

Contactando nuevamente con la realidad, la chica pudo articular un “¡Ya va!” no del todo convincente. Sin embargo, unos minutos después se la oía en el baño. Sonia aprovechó para entrar en la habitación de su hija, retirar las sábanas y abrir la ventana para ventilar el cuarto. Cuando regresó al comedor vio a Alicia preparándose un té.

-¿Nadie más se levantó todavía?
-No. Es temprano. Pero quedó todo este desastre de ayer y quiero que me ayudes a arreglarlo lo antes posible.

Mientras extendía manteca sobre una rebanada de pan, la muchacha levantó el rostro hacia su madre.

-¿Querés? – ofreció.
-Ya tomé. Apurate que no tenemos demasiado tiempo. 

Alicia recibió esta orden en pleno bostezo. Cerró luego su boca para volver a abrirla permitiendo el ingreso de una segunda rebanada de pan enmantecado.

-Alicia, no comas tanto. ¿No estabas a régimen vos? – recriminó la madre.

La muchacha la miró con aire aburrido.
En ese momento Rafael hizo su entrada en el comedor. Se había dirigido allí desde el dormitorio, sin escalas. Miró entredormido a su mujer y a su hija, se desperezó un poco, saludó con un gesto y se alejó rumbo al baño.

-Apurá, Alicia, que papá ya se levantó.
-¿Le preparo un té?
-Dejá, dejá. Yo lo hago. Vos andá recogiendo todo lo que quedó tirado.

Al terminar su desayuno, Rafael pidió el periódico.

-No estaba debajo de la puerta. Me voy a fijar en los buzones.

El padre protestó.

-Este tipo del diario, siempre lo mismo. Por no subir a cada departamento deja todos abajo. Después desaparecen y ¿a quién le reclamamos?

Alicia daba los últimos toques de escobillón al piso del comedor. El padre la observaba con aspecto no muy divertido.

-Che, ¿quién era el Jaime ese?

La chica levantó la mirada, un poco sorprendida aunque desde la  noche anterior se preparaba para el seguro interrogatorio.

-El muchacho que sale conmigo.

Rafael se rascó la barbilla.

-No sé. No me gusta mucho. ¿A qué se dedica?

Alicia se irguió alistando los cañones para la defensa.

-Trabaja. Con el padre. Tiene una mueblería en el centro.

Al hombre ya no le disgustó tanto el jovencito. Al menos no era un vago o un empleadito. Mañana podía llegar a ser el dueño de la mueblería.

-¿Y cómo andan las cosas entre ustedes?
-Más o menos.
-¿Por?

El regreso de su madre con el diario permitió a Alicia volver a su habitación sin responder la pregunta. No se sentía capaz de decir a su padre que Jaime quería de ella algo de lo que ella no estaba convencida. Él no podía aconsejarla en eso. Nunca habían sido lo suficientemente  amigos.

-¿Viste, Sonia, la devaluación que se viene?

La mujer, sin levantar la vista del suplemento que hojeaba, preguntó:

-¿La qué?

Esta acostumbrada manera de su esposa de no compartir con él los problemas de los negocios irritaba a Rafael.

-La devaluación. ¿O no sabés lo que es?

Ante la dureza de la expresión, Sonia miró al hombre a los ojos.

-No sé. ¿Por qué? ¿Tengo la obligación de saberlo?

La aparición de Amílcar vestido con un pijama de pantalón corto, despeinado pero sonriente, cayó como una cuchilla sobre el diálogo que ya se estaba haciendo tenso.

-¡… días! ¿De qué devaluación hablás? ¿Otra?
-El gobierno anunció que el peso iba a descender un cinco por ciento esta semana. ¿Vos sabés a cuánto se va a ir el hilado importado?

La madre intentó intervenir cambiando su rostro antes serio por una expresión divertida.

-¡Noooo! ¿A cuánto?

Rafael la miró de mal modo.

-¡Pará! Vos mejor callate y seguí con lo tuyo.

Cumpliendo su habitual labor moderadora dentro de la familia, Amílcar intercaló rápidamente su pregunta.

-¿A vos te afecta mucho la devaluación?

El rostro del padre se serenó. Abandonó el frente de lucha siempre inconclusa que mantenía con su esposa y enfrentó satisfecho los inquisidores ojos de su inteligente muchacho.

-Como vos sabés, el sintético lo compramos afuera. Disminuye el valor adquisitivo de nuestra moneda o nos restringen las posibilidades de comprar divisas, y entonces nos quedamos sin materia prima o tenemos que pagar un precio que después repercute sobre el consumidor final. ¿Entendés?

Amílcar no estaba muy seguro de haber comprendido. Sin embargo asintió con la cabeza. En ese momento regresaba Alicia al comedor. Su hermano la saludo con un gesto en tanto continuaba escuchando una larga explicación paterna acerca de los múltiples defectos del plan económico en que el gobierno parecía emperrarse.

-¡Ali! Decile a Carlitos que se levante. – pidió Sonia.

El chico estaba acostado pero no dormido. Tenía entre sus manos la cajita de música. Cuando Alicia entró en la habitación, los sones del pequeño mecanismo, amortiguados por sábanas y mantas, podían oírse con alguna dificultad.

En la cama vecina Mauricio dormía plácidamente.

-¡Carlos! ¡Levantate!

El hermano obedeció de mala gana. Dejó la cajita sobre la mesa de luz, se puso un par de pantalones cualquiera sobre el  calzoncillo elástico y salió de la habitación. Alicia iba también hacia la puerta cuando oyó la voz de su tío.

-¿Ali?

Giró sobre sí misma, sorprendida por el llamado inesperado.

-¡Buen día! – Una amplia sonrisa se dibujaba  en el rostro de Mauricio.

La muchacha le respondió del mismo modo.

-¿Desde que estás de novia no saludás más?

Alicia protestó.

-No estoy de novia.
-¿Y ese chico que me presentaste ayer?
-Es un amigo, nada más.

Mauricio continuaba sonriendo.

-Vamos, nena, que yo no soy tu padre. Creo que a mí me podés contar la verdad del asunto. ¿Es tu novio o no es tu novio?

Ella se sentó a los pies de la cama en la que su tío seguía acostado.

-Depende de qué se entienda por novio.

El hombre dejó de sonreír al tiempo que se incorporaba en el lecho.

-¡Uy! ¡Qué difícil! Si vas a hacer juegos de palabras, dejalo ahí y no me cuentes nada.

Alicia inició una confidencia.

-Lo conocí en un baile hace como dos meses.  Salimos juntos al cine, a caminar y esas
cosas. No mucho. Vos sabés cómo me controla mamá. Ayer fue la primera vez que vino a casa, pero no lo presenté como novio sino como amigo.

Mauricio se lanzó a fondo.

-¿Y qué es?

Las lágrimas comenzaron a surcar el rostro de la chica.

-No sé. No sé qué es. Yo lo quiero y él me dice que me quiere, pero no sé si es mi novio.

Carlitos regresaba del baño. Vio llorar a su hermana y alcanzó a oír las últimas palabras.

-No me digan nada. Hablan del tipo ése que se trajo la Alicia. ¿Es tu novio?

La muchacha no respondió y continuó llorando en silencio. Mauricio atrajo al niño hacia sí.

-¿Vos qué creés?

El chico recibió la pregunta con extrañeza.

-¿Yo qué sé? Soy apenas un niño, como dicen todos.

El tío lo sacudió cariñosamente.

-No te hagas el bobo que nos conocemos bien. ¿Vos qué creés?
-Yo no sé nada, no oigo nada, no veo nada, soy apenas un niño, pero el beso que el coso ése le dio a la gorda era como los de la televisión. Así que si no es el novio no sé qué es. En el pasillo. Cuando se iba.

Alicia estaba sorprendida, avergonzada, con el rostro total y profundamente enrojecido. Estiró de pronto el brazo y tomó a su hermano de los cabellos.

-¡Sos un porquería! ¡Me andás espiando!
-¡Soltame! ¡Soltame! ¡Gorda idiota! ¡Ay!

La intervención del tío puso fin al pleito fraternal. Sin embargo los gritos del chico atrajeron la atención de todos. De común acuerdo, Alicia, Carlitos y Mauricio justificaron los mismos con la excusa de una lucha amistosa, sin tocar de ninguna forma el tema realmente tratado.
Ya no hubo oportunidad de nuevo contacto a solas entre la chica y su tío. Almorzaron todos juntos y al terminar su café Mauricio se marchó. Alicia lo vio ir con tristeza. Era el único al que hubiera contado su problema. Ahora debería enfrentarlo sola.

Mientras cumplían la rutina cotidiana del lavado de la vajilla, madre e hija hablaron acerca del tío.

-Yo no sé este hermano mío cuándo se va a quedar quieto. Ya no es ningún nene y todavía vive dando vueltas por ahí.
-Es un tipo macanudo. Creo que todo el mundo lo quiere. ¡Bah! Todo el mundo menos papá. Pero también, papá ¿a quién quiere?

Sonia se sobresaltó ante el razonamiento de su hija.

-¿Cómo “papá a quién quiere”? A mí, a vos, a Amílcar, a Carlos, a Marta… ¿De dónde sacaste que papá no quiere a nadie?

Alicia se arrepintió un poco de la dureza de sus expresiones.

-Bueno, sí, yo no quise decir eso. Pero tiene una forma tan rara de querer… A mí me cuesta sentirme hija suya. Nunca fuimos amigos. Jamás me preguntó que problema tenía. Él me da plata y listo. Allí termina su función de padre.

Sonia iba a responder pero sus propios pensamientos ocuparon toda su atención. Tampoco ella podía tener confidencias con Rafael. Parecía que de lo único que él podía hablar era de negocios. Ya se había acostumbrado a la división tácita de funciones: él en el trabajo, ella en el hogar. Hasta a veces se olvidaba de que todo podía ser diferente. Ni siquiera intentaba enterarse de los problemas de la fábrica. Tampoco le planteaba las dificultades de la casa para que él le ayudase a resolverlas. Cada uno en su función: él en el trabajo, ella en el hogar. Parecía perfecto. Aunque ahora que Alicia se quejaba de la falta de un padre notaba que no era tan perfecto. El sistema tenía fallas profundas. Su propio dolor ante la carencia de alguien que fuera su compañero además de su esposo la convencía de que quizá Marta tenía razón. Más amor y menos dinero en el hogar. Más luchar juntos y menos comodidades. Miró nuevamente a su hija.

-¿Y yo, no te sirvo como madre?
-Sí, mamá, creo que sí.

Iba a hablarle de su problema pero no se sintió con fuerzas. Acercó una silla, comenzando a llorar mientras se sentaba en ella.

-Nena… ¿qué te pasa?

Alicia le contó lo que Jaime le proponía cada vez que salían juntos. El rostro de Sonia se puso tenso. Sabía que alguna vez esto iba a ocurrir. Era el problema de tener una hija.

-Creo que ese muchacho no te conviene. Además, podés ponerlo a prueba. Le decís que no, que si te quiere se tiene que aguantar hasta que sea el  momento oportuno. Si se queda, seguí. Si se va, mejor.
-Si se queda, sigo. Si se va, me muero. – pensó Alicia.

Tuvieron una larga charla sobre los problemas que le podría acarrear el tener relaciones con un muchacho. Sonia hablaba como mujer y su  hija trataba de comprenderla del mismo modo. Era todo lógico.
Sin embargo, una cosa era conversar en la cocina y otra estar en un rincón oscuro, con el hombre apretando fuerte hasta la última porción del cuerpo, con la sangre joven hirviendo en las venas, con todas las ganas acumuladas de dejar de sentirse diferente, de dejar de ser la gorda que no tiene novio, la que no sabe qué es ser acariciada en lo profundo.

El domingo se acortó con las películas de la televisión. Rafael esperó la salida de los diarios de la tarde para confirmar las noticias que tenía. Amílcar siguió hasta el final la proyección de un film de guerra, se bañó sin prisa, se afeitó y luego de vestirse salió a la calle.
Recostado en un sillón, Carlitos combinaba la televisión con unos  inmensos sándwiches rellenos de fiambres y mayonesa.
Era un domingo habitual para ellos. Tan alegre o tan triste como cualquier otro que desgranaba esa pequeña familia de clase media acomodada.
Solamente para Alicia era diferente, Ya no se sentía tan sola, pero no estaba segura de qué haría la próxima vez que enfrentara a Jaime.



TRES

La secretaria había dejado la nota sobre el escritorio, a fin de asegurarse de que Rafael la vería en cuanto entrase. “Llamó el señor Fuentes. Dijo que lo busque en su casa o en la oficina del contador cuanto antes. Es muy urgente.”

Y la palabra “urgente” aparecía escrita en gruesos caracteres rojos y subrayada varias veces.

Fuentes era su socio desde hacía casi diez años. Ambos habían decidido dejar el empleo en la administración de la fábrica de ropa interior para instalar su propia empresa.
Nunca habían tenido problemas. No eran amigos, pero las relaciones permitían que la pequeña industria creciese y se desarrollase sin inconvenientes.

Rafael había llegado a la oficina después de recorrer en su automóvil los quince kilómetros que la separaban de su hogar. Durante el corto viaje, había escuchado atentamente las noticias acerca de la devaluación. Según “medios generalmente bien informados”, el gobierno dispondría inmediatamente medidas de fondo para  controlar la grave crisis económica. Entre esas medidas estaría una  devaluación, quizá mayor que el cinco por ciento que vaticinaban los diarios de ayer.  Tal vez llegasen a cerrar la importación de algunas materias primas para impedir la evasión de divisas y proteger la industria nacional. No eran medidas coherentes, pero Rafael ya se había resignado a escuchar incoherencias en las esferas económicas gubernamentales.
Era probable que el llamado de Fuentes tuviese relación con el asunto.

-El señor ya se ha retirado. Dejó dicho que iba a la oficina del contador.

Maldiciendo por lo bajo, retornó al automóvil y rápidamente  se dirigió al centro de la ciudad.  Tras la puerta de vidrio esmerilado oyó la voz de su socio. Parecía preocupado. Entró sin llamar. Seis ojos se clavaron en él.

-Buen día. Recibí el mensaje. Vengo de tu casa.

Fuentes se puso de pie. Estaba angustiado.

-¿Viste qué desgracia?

Rafael intentó tranquilizarlo.

-Esperá. Todavía no hay noticias definitivas. Aunque haya devaluación, creo que podremos seguir produciendo.

           La desesperación de Fuentes creció.

-¿Qué devaluación? No es eso. Peor. Secuestraron a Paoli.

Era el jefe de personal. Un hombre que estaba con ellos desde los primeros días. Rudo, áspero, pero fiel a la empresa. Una semana atrás había tenido una fuerte discusión con los delegados sindicales en la fábrica. Rafael creía que el asunto estaba terminado.

-¿Paoli? ¿Por qué?
-Dijo que iba a hacer echar a uno de los delegados. El sindicato se puso fuerte y alguien lo secuestró. Dejaron una nota en la casa. Mirá.

Fuentes le extendió un papel escrito a máquina. Reclamando la intervención de los dueños de la empresa en el asunto, se pedía en forma clara la cesantía de Paoli y algunas otras cosas a las que llamaban “reivindicaciones”. En caso de no aceptar las condiciones, matarían al secuestrado y lograrían que el personal tomase la fábrica.
Rafael buscó una silla y se dejó caer en ella.

-¿Qué hicieron ustedes hasta ahora?

El contador tomó la palabra.

-Yo aconsejé que no resolvieran nada hasta que usted llegase.
-Hizo bien. – Miró luego a Fuentes. - ¿Qué pensás?

Este parecía demasiado abatido como para tener alguna idea.

-No sé. Yo ya no sé.

Debatieron el asunto durante casi dos horas.  Finalmente concluyeron en no avisar a la policía, buscar algún contacto con los secuestradores y tratar de llegar a un acuerdo. Se trasladaron luego a las oficinas de la empresa.

-¡Señor! ¡Teléfono! Piden hablar con usted por un asunto relacionado con el señor Paoli.

Rafael descolgó el auricular del aparato que lucía sobre el escritorio. Sus tres acompañantes lo miraban con ansiedad.

-Sí, sí. Ya leí la nota. Ya sé todo.

Una voz suave formulaba preguntas desde el otro extremo de la línea.

-Estuvimos discutiendo todo el asunto. Queremos llegar a un acuerdo.

Su interlocutor reiteró lo solicitado.

-Sí. Creo que Paoli estuvo mal. Si es necesario, lo despediremos. También aceptamos lo de las horas extras, las comidas y todo lo otro.

Estaba muy nervioso. Se sentía presionado, herido en su amor propio. Le asqueaba tener que obedecer las órdenes de alguien a quien no conocía. Alguien que seguramente sería apenas un obrero de su empresa o de cualquier otra.

-No, no avisaremos a la policía. Devuélvannos a Paoli y haremos todo lo que quieren.

Un ruido seco le marcó el fin de la tensa conversación. Habían cedido a todo y sin embargo estaban todavía a merced de esa gente. Fuentes no hizo ningún comentario. Se veía cabizbajo. El contador y su socio fumaban, en silencio también. Rafael los miró uno por uno. Se sintió vencido, quizá por primera vez en su vida. La puerta volvió a abrirse para dar paso a la joven secretaria.

-Señor. La esposa de Paoli quiere hablar con usted.
-Sí. Dígale que espere un minuto. Y que no se preocupe que todo está bien.

La chica lo miró sin comprender, ignorante de la pequeña tragedia ocurrida en la empresa pocas horas antes. Asintió con la cabeza y se retiró. El contador se puso de pie, siendo imitado por su acompañante.

-Nosotros volvemos a nuestra oficina. Aquí ya no tenemos nada que hacer. Todo queda en manos de ustedes.

Fuentes seguía sumido en sus pensamientos.  No advirtió la salida de los dos hombres. Extrañado por el comportamiento de su socio, Rafael se acercó a él.

-Fuentes. ¿Qué te pasa? Creo que el problema ya está casi superado. Es muy desagradable, ya sé, pero podía haber sido peor. Les damos lo que piden, nos devuelven a Paoli y seguiremos trabajando. No veo por qué tenés que tomarlo así.

El hombre levantó la cabeza. Miró a Rafael.

-¿Sabés qué pasa? Tengo  miedo. Antes leía en el diario  que pasaban estas cosas, pero siempre a otros. Eran apenas nombres desconocidos. Pero hoy la realidad me golpeó de frente. En nuestra empresa, aunque pequeña, también pueden ocurrir hechos así. Y se llevan a Paoli como podían haberte llevado a vos, a mí, a tu esposa, a tus hijos, mi esposa o mis hijos. Es como tener las manos atadas.

Rafael trató de serenarlo.

-Vos sabés que la mayor parte de las veces hay motivos para que suceda algo. Pero aquí no. No regalamos nada pero tampoco explotamos a la gente. Paoli se excedió en sus atribuciones y hay que pagarlo. Pero ni vos ni yo tenemos la conciencia para que nos remuerda.

Fuentes dejó caer nuevamente la cabeza.

-Quizá vos no, pero yo…

Rafael lo miró extrañado.

-¿Vos? ¿Qué pudiste hacer vos?
-¿Te acordás de Ignari, el tipo ése que habíamos despedido por robo?

No necesitó hacer memoria para recordar ese triste suceso. Hasta los delegados habían estado de acuerdo. No se hizo la denuncia, pero Ignari quedó fuera de la empresa. Sin embargo, meses después Fuentes le pidió que volviesen a tomarlo. Trabajó una semana y renunció sin aclarar los motivos.

-Me acuerdo. Nunca entendí por qué interviniste y mucho menos por qué renunció una semana después de su reingreso.

El socio apoyó un codo sobre la mesa y el mentón sobre la palma de la mano.

-Después de que lo dejamos cesante, me vino a ver la hija de Ignari. Vos no te imaginás qué belleza de piba. Estuvimos discutiendo el asunto del padre sin llegar a ninguna conclusión. Pasó una semana y no me la podía sacar de la cabeza. Soñaba  con ella, la veía en todas partes. Me había enloquecido.

Rafael lo miraba más que sorprendido.

-No me digas que vos, un tipo de tu edad, casado, serio, pudiste agarrarte un metejón con la hija de un obrero.
-Nunca me había pasado eso antes. Pero te  juro que fue terrible. Ya casi no comía ni dormía. Hasta que al fin decidí ir a verla a la casa. ¡Vos no sabés dónde vivían! Era uno de esos barrios hechos casi con latas y cartones. Me metí en el fango hasta las rodillas, pero al fin la encontré. Salió la piba. Estaba sola. El padre había ido a buscarse otro trabajo y la madre no sé dónde andaría. Me hizo entrar.
-Ya sé. Llegaron a un acuerdo.

Fuentes se desesperó.

-Ella no quería. Te juro que era una buena piba. Si lo hizo fue por el padre, por la familia, por el hambre. Estuve mal, muy mal.
-Entonces vos viniste y me pediste que tomásemos a Ignari de nuevo en la empresa. Que se había regenerado. Que vos te hacías responsable.
-Y estuviste de acuerdo.

Rafael se recostó sobre el respaldo de su silla.

-Lo cual no aclara por qué presentó la renuncia una semana después.

Fuentes se puso de pie y comenzó a caminar por la oficina.

-Es que yo seguía detrás de la piba. Volví al barrio de las latas a buscarla. Traté de
presionarla, pero no tuve éxito. Ella dijo que ya había cumplido su parte y yo la mía. Todo estaba terminado. Yo no quería entenderlo. Le grité que haría echar a su padre otra vez si no mantenía relaciones conmigo. Me dijo de todo y salió corriendo. Esa noche le contó al viejo. Vino hecho una furia. Me insultó, me escupió y presentó la renuncia.

Así que había sido eso.

-Además me amenazó. Dijo que tenía amigos en el sindicato y que la cosa no iba a quedar así.
-No creo que por un asunto como este…

El rostro de Fuentes adquirió caracteres dramáticos.

-Dijo que una cosa así iba a pagarla con la vida.

Rafael volvió a linear su espalda contra la silla. Lo pensó brevemente.

-Mirá, Fuentes. Para mí que la piba buscaba obtener más ventajas. No me van a hacer creer que una tipa de ésas defiende su pureza con tanto ahinco. Si se entregó a vos fue porque quiso, no porque la forzaras.
-Sin embargo…
-Vos sos muy inocente. No creo tampoco que tenga esos amigos en el sindicato. Buscaba asustarte para que volvieras a la casa y tenerte en un puño.

Fuentes se sentó nuevamente.

-Tengo miedo.

Rafael recordó que la esposa de Paoli estaba esperándolo. Acompañó a su socio hasta la oficina vecina y ordenó a su secretaria que la hiciera pasar. Era una mujer ya mayor, con cabellos entrecanos que asomaban bajo un pañuelo humilde. Tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar.


Todavía recordaba su expresión de dolor cuando abrió la puerta del departamento. También bailaban en su mente las imágenes de la reunión con el personal, el anuncio de las nuevas medidas relativas al comedor, las horas extra y lo demás. Recién devolvieron a Paoli a las cinco de la tarde. No quiso comprender por qué le hicieron firmar la renuncia. Le dieron unos pesos de regalo y lo acompañaron hasta el portón. La empresa era lo primero y estaba a salvo.

-¿Sos vos?

Siempre la misma pregunta tonta. Y siempre la misma respuesta.

-Sí. Soy yo.
-Me llamó tu secretaria para avisar que no vendrías a comer. ¿Ocurrió algo importante esta mañana? Porque yo ya tenía todo listo y te esperaba. Vos sabés cómo se me desorganiza todo cuando alguno no llega a tiempo para la comida. Después termino de limpiar la cocina como a las cuatro de la tarde, viene el nene de la clase de inglés, Amílcar se pone a tocar la guitarra con sus amigos…

Seguía y seguía enumerando  gravísimos problemas domésticos. Si ella no estuviese hablando continuamente, quizá él le hubiera contado que se sentía mal, que había sido un día difícil y que habían ocurrido muchas cosas importantes esa mañana, que el asunto Paoli lo había dejado muy dolorido, que las concesiones a los obreros iban a costarles renunciar al viaje al sur ese verano, que la importación estaba muy limitada y no podrían fabricar todos los artículos previstos, que lo de Fuentes…
Pero no podía. Sonia continuaba hablando sin pausas. No la culpaba. Él tampoco prestaba atención a lo que había ocurrido en el hogar. Estaba demasiado cansado. Quería cenar, mirar algo en la televisión y dormir, dormir mucho.

Así lo hizo. Cuando Sonia, después de haber acomodado el último plato limpio y seco en la alacena, se puso el camisón celeste transparente, su esposo no pudo admirarlo. El sueño lo había vencido.



CUATRO

Alicia caminaba tanto más lentamente cuanto más se iba a acercando al lugar de la cita.

-En la puerta del barcito. A las cinco.

Último intento de Jaime. Estocada a fondo. Mataba o huía.
Ella llevaba puesto el guardapolvo blanco sobre los vaqueros nuevos. Y se sentía mal. Como cuando iba a rendir examen. Era bastante parecido. Si decís “Si”, aprobás. Si decís “No”, perdés.

¿Cómo sería Jaime desnudo? Trató de imaginarlo, de recordar dibujos y fotografías vistos por allí. Cuando logró crear el bosquejo mental, no le agradó. Lo prefería vestido. O quizá con un pequeño slip blanco, como los forzudos de la revista que se le ofrecían desde un quiosco cercano.
Ya faltaba apenas una cuadra. Seguramente él estaría recostado contra la pared, consultando permanentemente su reloj. Ansioso.
¿Sería verdad que la quería? ¿Por qué, entonces, presionaría de ese modo? ¿Es que para los hombres lo único que cuenta es acostarse con una chica?

“Decile que no. Si te quiere, se va a quedar. Si se va, mejor.”

En sus ratos de intimidad, aunque pocos hubieron, percibió  el proceso creciente de excitación del muchacho. Sentía  la presión de su sexo sobre su propio pubis. Un calor intenso la envolvía entonces, pintando de púrpura sus mejillas. Su atributo de mujer se abría como una flor húmeda. Y lo deseaba. Pero tenía mil temores. Es pecado. No debo. No quiero.

-Vos no te imaginás lo que es. Te sentís como volando. Todo tu cuerpo se sacude mientras él se va haciendo vos.

Sus amigas parecían tener una experiencia milenaria en el asunto.
Pasó junto a las amplias puertas-vidriera del cine de barrio. Las fotografías promocionales eran más audaces que el propio film. Prohibían las películas para los menores, pero ¿quién censuraba los afiches? ¿Y las propagandas en el diario?

-Carlitos, ¿qué leés?

El hermanito tenía entre sus manos pequeñas la enorme página de espectáculos del diario de la capital. Un recuadro mostraba, apenas  cubierto por letras llamativas, el exuberante busto desnudo de una mujer borrosa que parecía querer desbordar los límites del anuncio para derramarse generosamente por el resto  de la página. En otro rincón, una pareja también sin ropas servía para promocionar una ardorosa película. Carlitos veía, a través del diario, las escenas más fuertes de lo que se suponía estaba prohibido para él. Miles de niños lo hacían. ¿Es que no había censura para eso? ¿O sería verdad que la equivocada era ella y que Jaime tenía razón?

Jaime. Allí estaba. Sentado en el umbral del barcito. Eran las cinco y diez.

-Perdoname. No pude llegar antes.
-Está bien.

Comenzaron a caminar sin siquiera intentar tomarse del brazo. Luego de dos o tres cuadras en silencio, el muchacho le habló sin mirarla.

-¿Y? ¿Qué decidiste?

Alicia trató de hacerse fuerte.

-Que no. Que hay que esperar.

Jaime se detuvo de pronto.

-¿Te das cuenta de que no me tenés confianza? ¿De que no me querés?

La niña-mujer sintió que se le aflojaba el piso.

-Porque te quiero es que digo que esperemos. Creo que sos vos el que no me quiere.

Desde el fondo de sus ojos azules brotó una hoguera.

-Es porque te quiero que me desespero por vos. ¡Sí! Estoy desesperado. No aguanto más. Te necesito. Sos algo que me altera demasiado. Trato de quitar tu imagen de mi mente pero no puedo, no puedo.

Alicia no comprendía del todo. Un tipo como ése desesperado por ella. ¿Por ella?¿Por la gorda Alicia de la que se burlaron otros  que valían menos que él durante toda una interminable primaria?
Lloraba por ella. Por aferrarse a su cuerpo. Era como un sueño.

-Perdoname, Jaime. Pero no está bien. Yo te comprendo…
-¡Qué vas a comprender vos! Sos una fría, eso es lo que pasa. No sentís nada.

En un movimiento trágico, desvió su camino alejándose de ella.

-Chau. No me busqués. Así no puedo seguir. Recordá solamente que hubo un idiota que te quería.

No recordaba dónde había leído eso pero sabía que causaría efecto.

-Pero, Jaime…

El muchacho comenzó a cruzar la calle, dando la espalda a una Alicia que se desintegraba a toda velocidad. Que sufría. Que lloraba.
Ella corrió tras él.

-Perdoname. No sabía que lo ibas a tomar así.

Lo quería. No soportaba verlo llorar de esa forma.
Seguían caminando rápidamente. Ella no lograba alcanzarlo.

-¡Jaime!

El paso se aceleraba.

-¡Jaime! Está bien, como vos quieras.

Ocultando una sonrisa que intentaba dibujarse en su rostro de triunfador, el muchacho se detuvo de pronto. Ella casi cayó a su lado.
La miró a los ojos.

-Ahora.

Alicia lloraba blandamente.

-Sí.

La tomó fuertemente de un brazo.

-Vamos.
-¿Adónde?
-Vos vení.

No sabía realmente dónde llevarla. Su casa estaba invadida por familiares. Un hotel, como contaban sus amigos, costaba dinero, y él…

-¿Tenés plata?

Alicia temblaba.

-Un poco.
-Un poco, ¿cuánto es? – interpeló Jaime agriamente.
-No sé. Tomá. Esto es todo lo que tengo.

Su manecita regordeta apretaba un puñado de billetes. Él los tomó nerviosamente e intentó contarlos.

-No alcanza.

Se maldecía interiormente. Había conseguido  que le dijera que sí y ahora no sabía dónde llevarla. Otros tipos tenían plata, o auto, o la casa de un amigo.

-¿Dónde me llevás? – interrumpió Alicia.
-Esperá.

           ¿Dónde demonios la llevaría?

-Vení.

Siguieron caminando apresuradamente hacia ninguna parte. Jaime trataba de encontrar la solución.

-Tengo que estar en casa a las seis y media.

Él se molestó más.

-Sí. Ya sé. Vos vení.

La chica insistió.

-Es que son las seis menos cuarto.

Esto colmó la paciencia del muchacho.

-Sí. Te dije que ya sé. ¿Te podés callar y dejarme pensar?

Alicia no comprendía. Seguía caminando automáticamente después de haber atravesar uno de los más desgarradores momentos de su existencia. Pensaba que él tendría todo preparado para llevarla hasta un lecho perfumado en medio de una música suave. Al menos así ocurría en las películas. Sin embargo…

Lo miró, mientras no dejaban de caminar, de correr casi. Lo vio niño. Desorientado. Confundido. Pequeño. Quiso detenerse y sintió la dolorosa presión de los dedos de Jaime.

-¡Ay! – se quejó suavemente. – Tené cuidado.

En su desesperación, él pareció no oírla.

Y entonces fue cuando se dio cuenta de que Jaime no la quería. Que su único interés era acostarse con ella. Se soltó de un tirón y comenzó a correr desesperadamente hacia la esquina más cerca. Se aproximaba un ómnibus cualquiera. Le hizo señas y trepó antes de que el muchacho pudiese reaccionar.
            Durante todo ese trayecto, no sabía si breve  o prolongado, su mente se mantuvo en una extraña inactividad. No se sentía mal, ni se sentía bien. Flotaba en un mar lechoso. Calma insólita para un momento así.
En una esquina conocida, no muy cercana a su casa, descendió del vehículo. Y comenzó a caminar. Maquinalmente, como una muñeca de ésas que se mueven según fueron programadas, hasta el último estertor agónico de sus pilas.

Abrió la puerta del departamento. Sentado a la mesa del comedor, Claudio leía.

-¡Hola! – le dijo, entre emocionado y triste. ¿Vendría de acostarse con ese tipo?

Alicia se sorprendió.

-¿Qué hacés acá?

Un beso fugaz que sorprendió a Claudio.

-Vine con mamá. Pero salieron. Ahora estoy solo. Estudio para mañana.

La prima se dejó caer en el sillón vecino. Estaba agotada. En lo más profundo de su depresión. Comenzaba a darse cuenta de lo sucedido.

-Mañana tengo Historia. El tipo ése seguro que me llama porque no tiene nota mía.

Dos lágrimas surcaron el rostro de Alicia. Claudio se puso de pie, angustiado.

-¿Qué te pasa?

La muchacha se levantó de las profundidades del sillón y corrió hacia su cuarto. Gemía, gritaba. El dique se había roto y un torrente de lágrimas bañaba su rostro. Cayó de bruces sobre la almohada. Un instante después, Claudio estaba junto a ella.

-Decime, Alicia, ¿qué te pasó?

También él lloraba.

-Por favor, Alicia, por favor…  No, nena…

Ella se sacudía espasmódicamente ante cada acceso de llanto. Quizá como creyó que ocurriría junto a Jaime, en condiciones muy diferentes. El dolor era intenso.

-¡Dios mío! Alicia, por favor, no llores así…

Claudio se enternecía. Sentía que lo necesitaban, que ella lo necesitaba.

-Contame. ¿No confiás en mí?

Comenzó a acariciarle los cabellos.
Confiar en alguien. Eso buscaba Alicia. Entre lágrimas y suspiros, entrecortadamente, le fue relatando poco a poco lo ocurrido.
Y así, paulatinamente, modelándose a cada minuto, una idea fue creciendo en el cerebro de Claudio.
Matar a Jaime.


Se abrió la puerta del departamento. Entraron Sonia y Marcela. Traían entre sus brazos unos enormes paquetes con el sello del supermercado vecino. La intimidad de los primos se quebró, disolviéndose el encanto como por un rayo penetrante.

Alicia estaba más tranquila. Su tristeza se le derramaba en los ojos, pero no había más llanto. La presencia de Claudio, el haberle confiado su desilusión, las caricias afectuosas, todo contribuyó a calmarla.

El jovencito había crecido. Se sentía fuerte. Invencible.  Ese miserable debía morir. No valía una sola lágrima de Alicia. Él lo buscaría.
Lo pensó al salir del departamento de su prima. Y durante el viaje hasta su casa. Y mientras se desvestía para acostarse. Fue el último pensamiento que saboreó en toda su agridulzura antes de quedar dormido.



CINCO

“Incrementarán los salarios de los agentes de la administración pública en un 11,5%”

El titular del diario gritaba desde la primera plana. Como un eco, resonaba desde la oscura página interior un pequeño recuadro:

“El costo de vida se elevó en un 57,11% en los últimos seis meses”.

Ramón leía el ejemplar que alguno de sus  compañeros dejara olvidado sobre el antiguo escritorio.

-Ridículo. – pensó. – Así jamás voy a poder salir del pozo.

Cierto. Con un crédito pagaba otro crédito.  Cada vez más intereses para comprar esa mercadería cara: el dinero.

Pensó en Marta. Verdaderamente era una gran mujer. No se quejaba de la condena a pobreza perpetua a la que su casamiento parecía haberla sometido. Era tierna, amable, comprensiva. Le perdonaba hasta su falta de ardor esas noches en que regresaba cansado de la maldita oficina.
Nada, le daba. Un sueldo miserable, un futuro sin relieves.  Y aunque ella parecía conformarse, Ramón sabía que merecía más. Pero, ¿cómo hacer?

-Largate, Ramón. Yo te ayudo.

Su cuñado siempre le tendía la mano. Sin embargo, muchos años de relación le habían demostrado que esa ayuda no era gratuita. Había un precio.

-La casa la alquilás gracias a lo que te presto por mes. No es que te lo cobre, pero vos sabés que a mí me cuesta… Lo hago por Marta y por los chicos más que por vos. Ellos no tienen la culpa de que seas tan infeliz. Vas a morirte llenando esas planillas que ni sabés para qué son.

Eran diálogos habituales.

-Rafael. Vine porque necesitamos un poco más de vos. Ramón no sabe nada pero llegó la cuenta de la luz y el dinero se me acabó hace tres días. La factura vence antes de fin de mes, así que él no va a cobrar como para poder pagarla. En cuanto le den el cheque, yo te lo devuelvo.
-Tomá, Marta. Tené. No me lo devuelvas. Pero hubieras pensado antes de casarte. Mirá que te dijimos…
-Ramón es bueno.
-Es un pobre infeliz. Pero vos lo querés y no te das cuenta. Está bien. Los pibes no tienen la culpa de las locuras de los padres, aunque las tengan que pagar.

Ramón. Legajo 10.117. Eso significaba que miles  de Ramones sufrían la misma penuria que él. Todos los meses.

-Che, Ramón, te buscan.

La voz de Suárez, un compañero del escritorio vecino, interrumpió su cotidiana cavilación.

-¿A mí? – se sorprendió. -¿Quién?
-¡Y qué se yo! Andá a ver.

Caminó lentamente hasta la puerta de la oficina. En el pasillo, dos hombres aguardaban.

-¿Ramón Fernández?
-Sí.
-¿Tiene un hijo llamado Claudio?

El corazón se le detuvo. Pensó mil cosas en un segundo. Todas terribles.

-Sí. ¿Qué le ocurrió?

El de la derecha exhibió una credencial.

-Policía. Tiene que acompañarnos.
-Sí, pero dígame, ¿qué le pasó?

Estaba desesperanzándose.

-A él, nada. Pero intentó asesinar a un joven.

Era demasiado. Se encerró en un mutismo completo, en el que permaneció hasta que el negro vehículo policial llegó a la Jefatura.

Sonó el teléfono del bar. Un hombre en mangas de camisa atendía en esos momentos al parroquiano de turno. Acabó de llenar la copa antes de caminar hasta el aparato.

-¿Hola?

Era áspero, rudo. Innecesariamente agrio.

-¿Quién? ¿Marta de Fernández? Oiga, no vive acá. Esto es un bar.

Le molestaba que llamasen a los vecinos. ¿Por qué no se pondrían teléfono?

-¿La policía? ¿Un accidente? Está bien. Ahora le digo.

Dejó el tubo sobre el mostrador. Miró entre el humo en busca de alguno de los mozos.

-¡Gerardo!

Un muchachote rubio que sostenía una bandeja repleta de platitos para acompañar el vermouth giró su rostro hacia él.

-¡Llamá a la señora  de Fernández! ¡Decile que es por teléfono!

Sin mucho entusiasmo, Gerardo dejó la bandeja sobre una mesa y salió del bar. Al poco tiempo regresó con Marta.

-Gracias, don López.

El hombre del mostrador hizo un gesto desganado.

-¿Hola ? ¿Sí? ¿Qué? ¿Claudio? ¿Dónde está?

Su rostro iba demudándose poco a poco.

-Voy para allá.

López se acercó. Esa mujer siempre le había gustado. Pero parecía inmune a las insinuaciones.

-¿Puedo ayudarla en algo? – dijo casi melosamente.

Marta colgó el tubo.

-No, no, gracias. Gracias, don López.

Estaba nerviosa. Rápidamente abandonó el bar, seguida por la mirada enturbiecida de un puñado de clientes.

La brisa fría de la calle la volvió a la realidad.  Claudio estaba detenido. Intento de homicidio. Claudio. El nene.

Buscó un taxi. Nadie circulaba en esos momentos por las viejas calles. También, en ese barrio de mala muerte… Y menos un taxi. ¿Quién tomaba taxis por allí si no tenían ni para el colectivo?
Regresó a su casa por un momento. Al salir, traía un abrigo.

Al acercarse al borde de la vereda, se detuvo un automóvil junto a ella.

-¿La llevo, linda?

Lo miró de reojo. Un último modelo con un buen mozo al volante.

-¡Idiota!

El hombre no insistió. Aceleró bruscamente y se perdió en alguna esquina. Marta pensó que quizá hubiese debido aceptar. Él la llevaría a la Jefatura. No pretendería abusarse de una madre angustiada. Pero luego supo que sí. Que esos se abusan hasta de la mujer más desvalida.
Al menos Ramón no era así. Y no lo sería aunque tuviese un último modelo.

-¿Para dónde vas?

Otro estúpido. Solamente que éste tenía un automóvil antiguo. No quiso mirar el rostro del conductor.

-Che, que esto no es un levante. ¿Para qué sos mi cuñada?

Se iluminaron los ojos de Marta.

-¡Mauricio! ¡Bendito sea Dios!

Él la miró sorprendido.

-Es la primera vez que te alegra tanto el verme. Creo que voy haciendo progresos.

La mujer trataba de abrir la portezuela del acompañante.

-Esperá. Esa se abre solamente desde adentro. Estos modelos modernos traen esas innovaciones. Sin bocina. Luz de un solo faro. La moda.

Marta subió rápidamente. Su expresión era verdaderamente dramática. Al advertirla, Mauricio comprendió que sucedía algo grave.

-Marta, ¿qué pasa?
-Es Claudio, ¿sabés? Dicen que trató de matar a un muchacho.
-¿Dónde te llevo?
-A la Jefatura de Policía. Lo tienen allí.

Llegaron apenas dos minutos después del gran sedán negro que trajo a Ramón. En el hall central, un policía con uniforme verde oliva sosteniendo un enorme fusil ametralladora les preguntó hacia dónde se dirigían.

-Me llamaron – le respondió Marta agitadamente. –Mi hijo está detenido.
-Pase por aquella oficina y deje sus documentos. – Miró a Mauricio. - ¿Y usted?
-Vengo con ella. Soy el cuñado.

Sin prestarle demasiada atención, el joven le indicó con el arma que debía seguir el mismo camino que Marta. Minutos después entraban en una pequeña oficina, amoblada únicamente con un escritorio y cuatro sillas. Desde la pared los miraba la fotografía enmarcada en dorado de algún célebre comisario.
Se abrió una puerta lateral.

-Oficial Sotelo. ¿Vienen por el asunto Claudio Fernández?

Mauricio tomó la palabra.

-Sí. Nos dijeron que estaba aquí.
-¿Dónde lo tienen? – preguntó Marta angustiada. - ¿Qué hizo? 

El oficial no perdió la calma.

-Siéntense. No es un asunto sencillo.

En momentos de afirmar sus cuerpos sobre las duras sillas, Mauricio tomó tiernamente la mano de su cuñada. Estaba tensa. Temblaba.

-¿Qué hizo?
-Intento de homicidio en la persona de Jaime Jorge Rizzoni. Creemos que estaba actuando bajo emoción violenta, porque parece un buen chico.
-Es un buen chico. Jamás me trajo problemas.  Debe haber una confusión aquí. No es posible.
-Tranquilícese, señora. Pero, en realidad, no  hay confusión. Se declaró culpable. Ahora hablarán con él.

Presionó el botón del intercomunicador que lucía sobre el escritorio.

-Están los padres del chico Fernández. Tráiganlo.

Se produjo un hondo silencio. Marta se agitaba convulsivamente. Giró su cabeza hacia Mauricio. La inmensa ternura que encontró en sus ojos la tranquilizó. De pronto recordó a Ramón. ¿Dónde estaría?
Se abrió nuevamente la puerta lateral. Un agente traía firmemente tomado del brazo al pequeño Claudio. Este lloraba mansamente. Sonrió apenas al ver a su madre. Detrás venía Ramón. Abatido, deshecho por la situación.
Miró a la pareja. No esperaba encontrar allí a Mauricio. Eso lo hizo sentirse aún peor.

-Traiga más sillas – ordenó el oficial Sotelo al agente recién llegado. – Siéntense todos, por favor.

Desobedeciendo, Marta se puso de pie y corrió hacia Claudio. Lo abrazó fuertemente.

-¡Nene! ¿Qué pasó?

El muchacho la contempló entristecido. No respondió, sino que le besó la frente.

-Señora… Tome asiento, por favor.

La expresión del oficial era dura. Sirvió para hacer reaccionar a Claudio. Comprendió que estaba causando un intenso dolor a su madre. Trató de paliarlo.

-Ese tipo es un infame capaz de cualquier bajeza. Ofendió a una chica y salí a defenderla. Creo que no obré mal.

Mauricio lo miraba en silencio.

-¿Se puede saber a qué chica?

El muchacho se puso firme.

-No lo voy a decir. Me pase lo que me pase no voy a decir su nombre.
-Necesitamos conocerlo. – aseguró Sotelo. – Es parte del informe que debo presentar.

El nerviosismo hizo presa de Claudio. Su tío intervino.

-Oficial. Creo que en este caso no corresponde ya que, en realidad, ella es ajena al asunto. A propósito, ¿cómo dijo que se llamaba el muchacho herido?

Sotelo consultó la hoja de papel que se extendía frente a él.

-Javier no sé qué, creo. A ver… No. Jaime. Jaime Jorge Rizzoni.

Se iluminaron los ojos de Mauricio.

-Jaime. Está bien. Creo que es innecesario mezclar a la chica en este asunto. ¿Qué piensa hacer ahora?

El oficial se rascó la nariz. La misma mano se dirigió luego hacia el intercomunicador.

-Señorita. Comuníqueme con Minoridad. Cuando la tenga, llámeme.

Ramón seguía tan ausente como antes. No intervenía para nada en el diálogo. Su esposa siguió tomada de la mano de Mauricio hasta que éste la apartó con suavidad para ponerse de pie.

-Oficial. ¿Me permite hablar con usted un momento?

Sotelo lo miró extrañado.

-Hable.

El hombre se acercó algo más al escritorio.

-No. Aquí no. A solas, por favor.

El funcionario policial también se levantó de su silla.

-Bien. – dijo resignado. – Acompáñeme a la oficina de al lado.

Salieron apenas tres o cuatro minutos. Su conversación fue interrumpida por la llamada del aparatito.

-Señor. Está la comunicación con Minoridad.

Regresó Sotelo, seguido por Mauricio. Volvieron a ocupar sus asientos.

-Está bien, señorita. Cancélela. Ya no es necesaria.

Levantó la mirada hacia Claudio.

-Andate, pibe.

Éste lo contempló extrañado.

-¿Cómo?
-Que te podés ir. Llévenselo. Posiblemente lo  cite dentro de unos días para completar el informe, si es que lo hago.

Marta estaba tan sorprendida como su hijo.  Sin embargo, no dijo nada. Se puso de pie, caminó hacia Claudio y lo tomó del brazo. Buscó a Mauricio con la mirada pero éste se apartó. Fue Ramón quien se acercó hasta ella y le pasó la mano por encima del hombro. Los tres salieron caminando despacio hacia el hall.
El tío había quedado dentro de la oficina con los dos policías.  Los observó detenidamente. Quizá por primera vez los vio como seres humanos. Simples seres humanos. Al menos, ese par de hombres.

-Gracias. – dijo.

Mientras se dirigía hacia la puerta, el oficial y el agente lo seguían con la mirada. Cuando desapareció de la oficina, Sotelo se dirigió a su subordinado.

-Renzi, siéntese. Voy a explicarle lo que ocurrió. Por las malas interpretaciones, ¿sabe?


Mauricio retornó a la calle. Ramón Fernández, su esposa y su hijo esperaban dentro del automóvil de modelo antiguo. El del faro que no encendía. El de la bocina descompuesta. El de la puerta que no se abría desde afuera.
Subió al volante. Sin decir una palabra los llevó hasta su barrio humilde. Hasta su casita alquilada.
Marta lloraba cuando descendió. Una dulzura infinita se fundió en su voz.

-Gracias, Mauricio.

Él le sonrió sin alegría. Su labios dibujaron un beso chiquito que voló sin prisa hasta la mejilla de su cuñada. Desvió la mirada hacia adelante, movió el pie izquierdo hacia el embrague recién reparado, accionó la palanca de cambios y partió suavemente.
Se sentía mal. Quizá, de ser otro, hubiese derramado alguna lágrima. Pero ya había habido demasiadas ese día.
La imagen de Marta persistía en su mente. Una cerveza bien fría ayudaría a borrarla.



SEIS

Después de lo de Paoli, la tranquilidad había renacido en la pequeña industria. Solamente habían cambiado algunas cosas. Las horas, beneficios sociales, comedor en la fábrica. Pero como la producción se mantenía, y una renovación de ministros había producido la consiguiente modificación de todos los planes de gobierno, se podían cubrir todos esos gastos sin mayores esfuerzos.

También había cambiado la imagen de Fuentes frente a Rafael. Había obrado mal, muy mal. Tonterías como ésa podían repercutir en la empresa. Y eso no se lo habría perdonado.

Detuvo su automóvil frente al edificio. Antes  de accionar el portero eléctrico (no tenía voluntad para buscar su llave) se aseguró de que el vehículo quedase bien cerrado.

-¿Sí? – sonaba extraña la voz de Amílcar surgiendo de la lustrosa placa perforada.
-Soy yo, papá. Abrime.

Un zumbido le indicó que podía empujar la enorme pared de vidrio. Hall. Ascensor. Pasillo. Tercero A. ¿Cuántas horas de su trabajo costó ese departamento? Amílcar había dejado entornada la puerta para evitarle llamar.

-¡Hola! ¡Llegué!

Su esposa respondió desde la cocina.

-¡Hola! Andá sentándote a la mesa que ya tengo todo listo.

Era verdad. El mantel, los platos, los cubiertos, el vino, la soda, la jarra con agua fresca, el pan, las servilletas. Y sentado en una de las sillas, estudiando, Amílcar.

-¿Ya estás leyendo, vos?

El muchacho levantó la cabeza, descubriendo a su padre al mismo tiempo que éste dejaba caer el saco sobre uno de los sillones.

-¿Eh? ¡Ah! Sí. Tengo examen mañana.

Rafael lo miró con cierto enojo.

-¿Y siempre a último momento? ¿No sabés que no me gusta que leas en la mesa?

Amílcar cerró el libro con fastidio.

-¡Ufa!
-¿Cómo?
-Nada, nada. Está bien.

Tiró el ajado volumen sobre una mesita cercana.

-¿Carlitos?

En ese momento apareció Sonia con una fuente humeante.

-Fue a lo de unos amigos. Se quedaba a cenar y mañana el padre los lleva a la escuela.

La pesada carga de una densa sopa de crema se iba distribuyendo plato a plato.

-¿Alicia?
-Está en su cuarto.
-¿No viene a comer?
-Supongo que sí. Anda rara.

Rafael se preocupó.

-¿Líos con ese Jaime de la vez pasada?
-No sé. Pero supongo que sí.
-Entonces somos…

Sonia hizo rápidamente el recuento habitual.

-Cuatro.
-Cinco. – corrigió una voz detrás de ella.

Mauricio se había introducido sin ruido en el departamento, aprovechando que la puerta quedara mal cerrada.

-¡Mauricio! ¡Qué sorpresa! Dos veces en la misma semana es algo desacostumbrado.

Besó a su hermana y saludó con una pequeña  reverencia a su cuñado. Amílcar ya estaba junto a él. Le pasó el brazo por encima del hombro.

-¿Qué tal, familia?

Sonia se preocupó por traer otro plato y cubiertos de la cocina.

-¿Qué hacés, Mauricio? ¿Venías por algo especial?
-¡Por supuesto! Siempre vengo por algo especial. O por lo menos lo hace especial el hecho de que yo venga.

Sonriendo, Sonia lo invitó con un gesto a sentarse.

-Comé, hermanito. Llegaste justo a tiempo.
-¿Los demás? – dijo Mauricio mientras recorría los rostros de los asistentes con una rápida mirada.
-Carlitos, en casa de unos amigos. No viene a cenar. Alicia está en su cuarto.

El tío se preocupó.

-¿Enferma?
-Casi. Anda muy caída. Pero no quiso contar por qué.

Mauricio se había sentado. Volvió a ponerse de pie.

-Voy a verla. Casualmente era con ella con quien tenía que hablar.

Extrañado, Rafael preguntó:

-¿Con Alicia? ¿De qué tenés que hablar?

Su cuñado mostró una sonrisa significativa.

-¡Ah! Secreto profesional.

Y desapareció rumbo al dormitorio de la muchacha. Rafael siguió saboreando la sopa.

-¿En qué andará éste ahora? – pensó.



Alicia estaba recostada sobre la cama deshecha. O quizá debería decirse: Alicia estaba recostada sobre la cama, deshecha. Ambas cosas eran ciertas.
La perdida mirada repasando las imperfecciones del cielorraso de yeso. Tratando de no pensar.

Su primera experiencia amorosa. Si es que “eso” que le ocurrió podía llamarse así. 
Estaba confundida, apenada, desilusionada. Aunque trataba de evitarlo, los azules ojos de Jaime se asomaban en cualquier rincón de la habitación.

-¿Se puede?

La voz de Mauricio llegó hasta ella como un murmullo.

-¿Tío? – preguntó con desgano.
-¡Ajá! ¿Puedo?
-Sí. Vení. Estaba descansando.

El hombre caminó hasta el borde de la cama, sentándose luego junto a Alicia.

-¿Cómo estás?
-Bien. Estoy bien.

Mauricio sonrió con ternura.

-¡Qué sobrina mentirosa, mi Dios!

La muchacha lo miró por primera vez, sorprendida.

-¿Por qué mentirosa?
-Porque no es verdad que estés bien. Estás mal. Triste. Desilusionada. Llorando a escondidas una pena de amor.
-¿Vos sabés? – preguntó Alicia sentándose en la cama.
-Sé. Todo. Y más que vos. Un buen tío se preocupa por los problemas de su nena preferida.

No pudo soportarlo más y se abrazó a Mauricio, llorando convulsivamente.

-¡Más lágrimas! – pensó el hombre. – Esto ya parece una mala novela.

Luego acarició el rostro de Alicia.

-Cuente, niña, cuente. Desahóguese con su tío Mauricio.
-Fue por ese Jaime, ¿te acordás? Lo único que quería de mí era…

Trató de evitarle el sufrimiento.

-Ya sé. No me lo digas. Todos los hombres somos una porquería.
-No sé si todos, pero Jaime jugó conmigo, y…
-Sin embargo, hubo otro hombre que te defendió.

Alicia dejó de llorar y miró a su tío. ¿Otro hombre? ¿Defendiéndola?  En sus ojos se anidaron mil preguntas.

 -Sí, nena. Es verdad.
-Pero si yo no le conté a nadie…
-No es cierto. Contaste. Hacé memoria.

La muchacha trataba de recordar.

-Creo que no hablé con nadie de esto. O sí. Con Claudio.

Mauricio sonrió.

-Correcto. Has acertado.
-¿Y qué ocurrió? – inquirió ella preocupada.
-Que tu caballeroso primo irguió su lanza y procedió a ensartar al culpable de la afrenta.

Alicia estaba ya totalmente sorprendida.

-¿Cómo?
-¡Bah! Que Claudio trató de ajustarle las cuentas a Jaime.
-¿Lo… lo mató? – Ahora era su primo el que la preocupaba.
-No. Solamente lo hirió. Estuvo detenido pero conseguí que lo pusieran en libertad. Trataremos que el asunto no trascienda.

Estupefacta, contemplaba a Mauricio como si éste hablara de algo poco coherente.

-¿Claudio? ¿Él trató de matar a Jaime? ¿Por mí?
-Dejemos todo así. No analicemos demasiado. Pudo haber  sido una tragedia terrible. Solamente fue un acto de justicia. Bien está lo que bien acaba, como dijo alguien. Ahora hay que mirar hacia adelante. Y todas esas cosas que dicen los que no se sienten como vos te sentís ahora.

Conversaron unos minutos más. Había que comunicar lo sucedido al resto de la familia. Sería difícil, pero era necesario. De todos modos iban a enterarse.

Los comensales estaban acercándose velozmente al postre, ignorantes de lo que ocurría en la habitación de Alicia. Cuando el tío y la sobrina aparecieron en el comedor, Ramón no pudo ocultar un suspiro de impaciencia.

-¡Che! ¿Por qué no apuran un poco? Conversan después, no ahora que la comida se enfría.

Mauricio lo miró sonriendo.

-Ya ni me dejás tener un romance con tu hija – protestó.
-Dejá el romance para después de comer. Yo me tengo que ir ahora. Tengo una reunión.

Su cuñado se puso serio.

-No tenés. Tenías.

Una expresión de extrañeza apareció en el rostro de Rafael.

-¿Cómo, tenía?
-Sí. Tenías. – Mauricio hablaba duramente. – Porque vas a tener una reunión de familia. Con tu mujer. Con tus hijos.
-Pero…
-¡Silencio! Vas a dejar por una  vez los problemas del trabajo  para dedicarte a los de tu hogar.

Sonia estaba sorprendida. Y las últimas palabras de Mauricio le encantaron. Era lo que siempre había querido decir pero no se atrevía. 

-Alicia está mal. Tiene un problema. Han ocurrido cosas relacionadas con ese problema. Y, por primera vez quizá, vas a escucharla, aconsejarla, ayudarla a pasar su crisis. Son cosas de chicos. Importantes para ellos. Para Alicia, en este caso. Y para vos, que sos su padre. ¿O no lo sos?
-Sí, por supuesto que lo soy. Además, creo que jamás dejé de obrar como tal.
-Mejor no toquemos ese tema. Sería como para una larga polémica. Te aconsejo que eso se lo preguntes a ellos. De paso, esta noche, ya que no habrá reuniones de trabajo como todas las otras noches, preguntale a Sonia si es feliz con vos. Conversá con ella. Escuchala.

Algo molesto, Rafael decidió defenderse de lo que consideraba una agresión.

-Mirá. Yo no sé para qué te metés. Y justamente vos…
-Sí. Ya sé. El que no tiene casa, ni familia, ni futuro, ni nada. Por eso te digo que a mí no me preguntes. Ahí tenés a tu familia. Usala. Alicia tiene un problema. Grave. Gravísimo. Cosas de chicos. Pero tené cuidado, porque lo que hoy hizo un chico puede perjudicar tu empresa.

El hombre se inquietó.

-¿Cómo?
-Preguntale a Alicia. Y a Amílcar. Y a Sonia. Y a Carlitos, ¿por qué no?

Saludó con un gesto a todos los presentes que lo miraban atentamente.

-Recordé que no puedo quedarme a cenar. Me espera una de esas chicas que… Bueno, ustedes saben cómo es la vida de un soltero irresponsable que no sabe ni para qué vive. O no saben. Mejor para ustedes.

Se dio vuelta de pronto. Caminó hacia la puerta. La abrió y, sin mirar atrás, gritó casi:

-¡Buenas noches!

El marco vibró con el portazo.

Se produjo una densa pausa. Alicia miraba su plato como buscando descubrir algo dentro de la sopa ya fría. Amílcar se sentía orgulloso de su tío Mauricio. Sonia aguardaba la reacción de su esposo.
Rafael fijó la vista en la servilleta que sostenía sobre sus rodillas. La hizo recorrer luego uno de los pliegues del mantel bordado, en un camino ascendente que la dejó justamente al borde del cuchillo de mango labrado. Sin dejar de pensar en las palabras de Mauricio, levantó la cabeza.
Observó a Alicia, su nena.
Apoyo los codos sobre la mesa, violando una de las severas reglas que él mismo impusiera. Trató de suavizar su mirada. Tomaba conciencia de que su deber de padre iba más allá de dejar una pila de billetes al mes en su hogar. Se sentía bien.

-Alicia… decime. ¿Qué te pasa?



SIETE

Suárez se alejó del escritorio de Ramón, rumbo hacia algún misterioso expediente. Habían estado conversando. En realidad, fue solamente un monólogo. Suárez hablaba. Ramón lo escuchaba absorto.
Poner un negocio. A medias. No había comprendido del todo. Pero iba a ser algo así como un kiosco grande. Lo atendería en las horas libres. Se necesitaba dinero, por supuesto, pero Suárez conocía un tipo del Banco que le había prometido conseguirles un crédito relativamente cómodo.

Consultó el reloj que pendía en la pared cercana. Faltaban apenas dos minutos para la hora de salida. Parado junto al fichero, se pudo despaciosamente el saco de su viejo traje. Pensar que uno nuevo costaba todo un sueldo.
Caminó hasta la oficina de Personal. Demoró exactamente el minuto que restaba. Firmó a las siete en punto.
Mientras descendía los escalones de entrada a la Repartición, seguía pensando en lo del kiosco. La idea no lo abandonaba. Tenía un sabor dulzón eso de ser comerciante. Comenzaba a comprender a Rafael.
Le faltaban quizá veinte metros para llegar a la parada del ómnibus cuando percibió que lo llamaban.

-¡Ramón!

Se dio vuelta. Mauricio. Estaba recostado contra un árbol, esperándolo. No se alegró al verlo. Nunca le había caído bien. Por lo de Marta. Porque era un tipo que parecía derrochar seguridad, esa seguridad que a él le faltaba. Y a nadie le gusta que alguien derroche lo que uno necesita y que no puede tener. Además, estaba todo el asunto de Claudio.

-¿Sos vos?

Mauricio iba a contestarle una tontería, pero no se sintió con ganas.

-Vení. Te llevo.

Ramón lo contempló con sorpresa.

-¿Ibas para allá?
-Iba.

A su casa. Seguramente iría a su casa. O quizá buscaba una excusa para poder hablar con él. Para decirle que Marta y él… Que habían comprendido que los dos… Decidió arriesgar. Tal vez era la primera oportunidad en que arriesgaba. Sentía que con el asunto del kiosco estaba naciendo un nuevo Ramón.

El automóvil se deslizaba por las calles empedradas.

-¿Querías hablar conmigo?
-No. No especialmente con vos. Con toda la familia.

El empleado legajo 10.117 empalideció.

-¿Con toda la familia? ¿Para qué?

Mauricio miraba hacia adelante. Hacia el tránsito infernal que parecía querer engullirlos, destrozarlos, despedazarlos. Cada vehículo era un colmillo en esa boca inmensa.

-Para despedirme. Me voy por varios meses. Quizá más de un año.

Ramón respiró aliviado.

-¿Dónde te vas?
-A Venezuela. Me ofrecieron trabajo. Unos amigos. Se puede ganar mucho allá. Creo que es una oportunidad única. A vos ¿qué te parece?
-Bien… Me parece bien.

No cabía en sí de alegría. De pronto, como un volcán que decide entrar en erupción, una enorme cantidad de palabras se amontonó en la boca de Ramón. Quería contar sus proyectos, sus anhelos, el futuro que se abría ante él.
Mauricio lo escuchó atentamente. Una vez que hubo finalizado la catarata incontenible de planes e ilusiones, Ramón Fernández tenía la mirada encendida por la emoción.

-Bárbaro, Ramón. Te deseo la mejor suerte del mundo. A propósito. Vos sabés que no voy a llevarme el automóvil. Me gustaría que te encargaras de venderlo. Lo que saques por esta lata usalo para el kiosco. Te imaginás que cuando vuelva forrado en dólares no voy a andar en una cosa así.

En esos momentos llegaban a la puerta de la casita. Dentro, trajinando con la preparación de la cena, Marta.

-Bajá, Mauricio, vení.

No tuvo valor para afrontar la despedida. Era una huída que se haría imposible si los ojos pardos de Marta le pedían que no se marchase.

-No. Mejor no. Quizá mañana. Total, recién me voy a la noche. En todo caso, despedime vos de  ellos. Un beso a todos de mi parte. El auto te lo dejo en lo de Rafael. Y los papeles.

Ramón no insistió para que entrase en su casa. Cuando el antiguo modelo comenzó a alejarse, solamente tuvo ánimos para gritar:

-¡Escribí!

Después pensó en el kiosco. ¡La cara que podrían Marta y los chicos cuando se enterasen!  Se sintió, por primera vez en su vida, importante. Muy importante.



OCHO

-¿Cómo que te vas? ¿Cuándo lo decidiste?

Sonia no podía comprender la determinación de su hermano.

-Hace mucho.

Era verdad. Hasta tenía los pasajes para el vuelo del día  siguiente. Los había comprado hacía más de una semana. Después del asunto de Claudio. Dos pasajes. Aunque ahora sabía que iba a usar solamente uno.
Rafael intervino.

-¿Y dónde es que te vas?

Sonrió Mauricio al tiempo que parecía avergonzarse un poco.

-No te rías, cuñado, pero voy a trabajar en una fábrica. No será de calzoncillos, pero los caños de acero también son necesarios. Me  contratan para la oficina de ventas, con posibilidades de ir para arriba.
-Te pagan en dólares. Y bastantes, ¿no?
-¡Ajá! – dijo, haciéndose el enigmático.

Alicia comenzó a llorar, en tanto que Amílcar sostenía su cabeza con los brazos que apoyaba sobre la mesa. Miraba una de las flores del mantel. Tío Mauricio se iba. Ese tipo tan extraño, tan loco. Ese tipo al que querían tanto.
Dio algunos detalles. Unos pocos eran verdaderos, el resto los inventaba para tranquilizar a la familia.
Cenaron. Así pudo enterarse de que la noche aquella tuvieron una larga charla. Ya no había reuniones fuera de hora en la empresa. Y los domingos eran para pasear todos juntos.

-Lo de Claudio quedó todo tapado. Hablamos con Jaime, pero como mejoró enseguida no quiso hacer la denuncia. Parece que tuvieron problemas con la policía por otro asunto anterior y el padre dijo que el pibe se merecía eso que le pasó. Alicia ya está más tranquila. Te hice caso. Conversé con ella, con Amílcar, con Carlitos. Y mucho más con Sonia. 

Ésta sonreía cuando miró a su hermano.

-Gracias, Mauricio.

Él le devolvió la sonrisa, emocionado.

-Por nada. Todo lo hicieron ustedes.

Esta vez era Rafael el que se sentía enternecido. Veía al verdadero Mauricio. Al tipo sensacional en el que nunca había creído.

-No. Vos lo hiciste. Gracias.

Alicia estaba en la cocina. Seguramente llorando. Amílcar fue hasta la casa de un vecino para devolver un libro.


Los dulcísimos sones de la cajita de música inundaban todo el departamento. El más pequeño de la familia jugaba con ella en su dormitorio.

-Te dejo los papeles del auto para que se los entregues mañana a Ramón. Él va a venir a buscarlos. Decile que te cuente lo del kiosco.

De pronto, un extraño sonido brotó de la maravilla que Rafael había regalado a Carlitos pocos días atrás. Un extraño “crick”. Segundos después el niño, desesperado, aparecía en el comedor. Iba a dirigirse hacia su padre, pero optó por acercarse a Mauricio.

-¡Tío! ¡Se rompió! ¡No anda más!

Lloraba con un profundo desconsuelo.

-Dámela.

Trató de hacer funcionar el mecanismo, pero éste no respondía. Los ahora mudos y estáticos pececitos de cristal parecían haber muerto de dolor.

-Alcanzame un cuchillo – pidió a Sonia.

Amílcar regresaba de su breve visita. También Alicia estaba en el comedor, atraída por el llanto de su hermanito.
Pasaron unos minutos. Expectantes, todas las miradas convergían sobre la pequeña cajita de música. El tamborcillo metálico erizado de púas no quería ponerse en marcha.
Las hábiles manos de Mauricio retocaban el delicado mecanismo. Instantes después comenzó a armarla nuevamente.

-Todos nosotros – decía mientras colocaba los pequeñísimos tornillos – tenemos una cajita de música. Que creemos perfecta, sin fallas. Pero de pronto, un día, nos damos cuenta de que ya no funciona. De que no nos sirve más. Entonces podemos hacer una de dos cosas. O la abandonamos para siempre en un rincón de nuestra vida, o nos ponemos con todo a la tarea de repararla. Y es entonces cuando, si realmente nos esforzamos, podemos lograr que esa cajita de música se ponga nuevamente en marcha. Y nos siga deleitando. Habremos aprendido algunas cosas, como por ejemplo que no es perfecta y que debemos cuidarla cada día. Pero nos hará lo felices que sepamos ser con ella. Así, ¿ven?

Y soltando el mecanismo de la cuerda, permitió que todo ese pequeño mundo se reanimara. Los pececillos volvieron a nadar por su mar iluminado. 

Un sonido, quizá más dulce y más puro que nuca, brotó de lo más profundo de la joyita. Y se fue anidando en cada una de las almas que contemplaban, extasiadas, el milagro.


FIN

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