¡SOY BOHEMIA ! ¿Y QUÉ?

Siempre me preguntan ¿que es ser Bohemio? les respondo : El Bohemio vive por vivir , se llena de angustia sin tener por qué, pero está alegre cuando otros no están.

El Bohemio vive su vida incansable de ideas ,algunas creativas y otras filosóficas, todas para hacer de su vida un paraíso. El Bohemio no teme, solo porque él vive su vida como quiere, ahora sin causarles daños a sus semejantes. Vive la vida con principios y hasta con responsibilidad pero hace lo que quiere cuando quiere. En la música encuentra pinturas, en las poesías encuentra música, y en las pinturas encuentra versos ...es así mientras que se bebe su copa y sin faltar un café en un bar escondido adonde solo se lee por la media luz y la atmósfera del tabaco. La noche es su tarima....ahi baila, canta, bebe, conversa y admira a otros como él. Se proclama el duende de la noche. Ve el mundo con otros ojos ...él ve colores en el cielo nublado, ve la melancolía en una rosa brillante en su esplendor.

Gracias a todos que entienden estas breves letras. ¡SÍIIIIIII!!!! ¡Soy una Bohemia !!! ¿y Qué?

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La caja azul



 La Caja Azul
(Un cuento metafísico para niños)

Daniel Aníbal Galatro
1980

Para Cecilia y Marina
Pá.

 Esto que voy a contarte
quizá nunca sucedió.
O tal vez sí, ¿quién lo sabe?
A mí misma me ocurrió
(si es que pasó alguna vez
lo que creo que pasó).
Esto que voy a contarte
de esta forma comenzó…

 Una mañana de ésas en las que el mundo parece hecho por niños y para niños, con pájaros y flores, con música y color, de la mano de Marina emprendí el largo viaje hasta la escuela.

¿No sabes quién es Marina? Es mi hermanita pequeña, una nena sonrosada de cabellos rubios. Este año comenzó su primer grado. Por eso ya no voy sola hasta la escuelita rural.
¡Mi escuelita de campo! Un ranchito de adobe con techo de paja en el que una maestra joven como mamá nos habla de los números, de la Patria, de por qué llueve, de cómo cepillarnos los dientes, y de muchas
cosas más.

Debemos salir temprano de nuestra casita. Hay que andar y andar entre pinos muy verdes, trigales rubios como Marina, a veces barro y siempre alambrados con púas afiladas que tratan de rasgarnos el guardapolvo.
Pero mamá nos enseñó a llevarlo dentro de una bolsita, junto a las zapatillas nuevas, y a ponernos lindas antes de entrar a clase.

Ese día de los pájaros y las flores teníamos más ganas que nunca de llegar a la escuela. Quizá por ver a nuestros amiguitos y jugar con ellos. Tal vez por el tazón de café con leche que nos esperaba y que en casa
mamá no siempre podía darnos. 

-¿Habrá torta? – me preguntó Marina con ojos de golosa y como si saboreara la crema que imaginaba.
 No le respondí, pero apuré el paso. La portera de la escuela preparaba de vez en cuando unas enormes tortas con crema y chocolate, churros crocantes por fuera y blanditos por dentro, panecillos calientes y tiernos como los besos de mamá…


Corríamos, volábamos casi hacia el pequeño ranchito que se veía a lo lejos como una piedra blanca echada sobre la colina. Unos minutos más y distinguiríamos la banderita celeste y blanca ondeando al tope del mástil de palo, junto al aljibe.
Siempre que hacemos ese camino pensamos en cosas dulces y agradables. Es un modo de no sentir las espinas de los cardos inevitables, la fría humedad de la helada matinal, el cansancio, y ese dolor en todo el cuerpo que aparece cuando hace ya varias horas que no comemos.

En estos sueños estaba sumergida cuando Marina volvió a interrumpir la música suave de gorjeos que nos acompañaba.
-¿Eso qué es? – preguntó.
Miré sin prestar mucha atención.
-¿Eso? ¿Qué? – dije.
Mi hermanita se detuvo y señaló algo caído junto a un hormiguero abandonado. Entonces sí presté atención, y también me detuve.

Era una caja de madera, como la que papá tiene para sus herramientas. Pero sin llave ni candado. Alguna vez había sido azul.

-¡Qué linda caja verde! – dijo Marina, que nunca reconoce los colores.
-Azul – le corregí.
Ella hizo un mohín de disgusto.
-¡Bueno! Pero es linda, ¿no?
Se soltó de mi mano y al momento estaba sentada junto a la caja. La miraba y la miraba sin animarse a tocarla. La curiosidad me hizo sentar también muy cerquita de Marina y de esa cosa.

¿De quién sería? No tenía marcas ni nombres ni nada. Tal vez si la abriésemos…
 Mi hermanita iba a tocarla pero se lo impedí apartando su bracito.
 -Déjame abrirla. Puede ser peligroso.
 Con la seriedad propia de la niña que se siente grande y capaz ya de brindar protección, puse mi mano sobre la caja.
 Y fue entonces que ocurrió el primero de muchos hechos sorprendentes que íbamos a vivir a partir de ese momento.

La caja azul comenzó a moverse como si bailara, inclinándose a un lado y a otro, poniéndose nuevamente derecha, haciendo equilibrio sobre una de sus esquinas, girando y girando al son de una música que ella sola podía oír.

El miedo nos tenía paralizadas. Lo único que pude hacer fue alejar mi mano de esa cosa extraña, pero cuando quise salir corriendo mis piernas no me obedecieron. Creo que a Marina le pasaba lo mismo.

De pronto, la caja se detuvo. Parecía haber terminado su danza misteriosa. Se abrió por la mitad y nos mostró el tesoro que guardaba en su interior.

-¿Y eso qué es? – pregunté a Marina.
Pero mi hermanita estaba como hipnotizada. Al oír mi voz comenzó a llorar. Las lágrimas se dejaban caer desde sus ojos muy abiertos hasta el pasto ya húmedo por el rocío.

Volví mi atención hacia el contenido de la caja. Era algo así como la cosa que el abuelo tenía en su galpón. No funcionaba, pero él decía que antes escuchaba música y palabras y noticias con eso. Al principio
no se lo creía, porque el abuelo siempre inventaba historias y mamá decía que no le hiciéramos caso. Pero cambié de opinión el día en que la maestra nos habló de la radio y de la televisión. Quizá lo que el abuelo tenía era uno de esos aparatos para oír cosas que hablan lejos de nosotros.
Esto que había dentro de la caja tenía unos botoncitos de colores y un vidrio con números detrás. Y con letritas raras escritas por todas partes. 

No sé por qué lo hice. Siempre hago primero las cosas y después pienso. Al menos eso dice papá mientras me da una palmada o un coscorrón.
No sé por qué, pero acerqué mi mano hasta un botoncito verde. Lo acaricié suavemente. Brillaba bajo el sol de esa mañana, y parecía tan inofensivo como hermoso.
Detuve mi dedo exactamente en el centro del botoncito. Y apreté fuerte.

De pronto, todo comenzó a temblar. Un rugir como de mil motores atronaba el ambiente, y el cielo antes tan azul era un fondo negro para destacar la nube gris que nos envolvió antes de que pudiésemos notarla.
Junto a nosotras, una torre parecía apoyarse sobre el suelo para perderse arriba, muy arriba.

-¡Qué molino tan grande! – susurró Marina, que casi se cae de espaldas al intentar ver la punta de la torre.
 No le respondí. Fue una de esas pocas veces en las que no se me ocurre algo inteligente para corregir un error de mi hermanita. Ni siquiera estaba segura de que no fuese realmente un molino gigante.

Nos acercamos casi en puntas de pie. Dentro de la torre, apoyada en el centro justo de su base, una pequeña casita vacía. La puerta totalmente abierta nos invitaba a entrar.
Pero esta vez el temor era mayor que la curiosidad. Jamás nos meteríamos dentro de esa cosa de hierro. 
Ya era hora de que regresáramos a nuestro caminito de barro para continuar el viaje hacia la escuela. Seguramente llegaríamos tarde a clase nos quedaríamos sin el café con leche.

Iba a decir justamente eso a Marina cuando ella se soltó de mi mano y salió corriendo. ¿Hacia dónde? ¡Pues precisamente hacia la casita de metal!
Y yo detrás de ella.

-¡Marina! ¡Vuelve aquí! – le ordené.
Pero ya Marina estaba dentro de la caja negra. 
Entré también y la tomé fuertemente de un brazo.
-¡Vamos! ¡Salgamos pronto!
Su manecita estaba apoyada en una pequeña palanca.
-¡Marina! ¡Suelta eso!
Bajó la palanca.
¡Dios mío! La puerta de la casita se cerró de golpe haciendo un ¡clac! impresionante.
La caja, con nosotras dentro, se sacudió un poco y luego comenzó a subir.

-¿Viste lo que conseguiste? – reprendí a Marina. -¿Qué haremos ahora?
Mi hermanita estaba más asustada que yo. Y les aseguro que yo tenía un susto enorme.
Ella comenzó a hacer pucheros.
-¡Mamá! ¡Mamá! – decía, arrepentida por las consecuencias de su travesura.
Pero es inútil. Cuando una no hace caso y después pasan las cosas ya no sirven las lamentaciones. 
¡Era increíble! El miedo me hacía pensar las mismas recomendaciones que mamá siempre nos repite.

De pronto, luego de otra sacudida, la casita se detuvo y la puerta volvió a abrirse, esta vez despacito, despacito. Como si despertara de un sueño, comprendí que ésa era nuestra única oportunidad de escapar.
-¡Salgamos pronto! – dije, y corrí hacia el exterior arrastrando de un brazo a Marina. Esta vez no se resistió.

Fuera de la caja ya no estaba la noche sino una habitación enorme muy iluminada, con las paredes cubiertas por rarísimos aparatos con lucecitas que se prendían y se apagaban.
Detrás de nosotras, un ¡clac! conocido nos hizo comprender que la casita había vuelto a cerrarse. Nos dimos vuelta justo a tiempo para ver cómo otra puerta se deslizaba hasta ocultar la anterior.

Una voz en un idioma extraño comenzó a oírse en toda la habitación. Sin embargo, por más que miramos no vimos a nadie. Estábamos completamente solas en ese sorprendente lugar.

Marina se abrazó a mí.
-¿Qué es? – preguntó. 
Moví la cabeza de uno a otro lado. Tampoco yo sabía qué lugar era ése.
Para colmo de males, se apagaron las luces de la habitación. Solamente quedaron encendidos los pequeños ojitos coloreados de los aparatos.

Mi hermanita tiene mucho miedo a la oscuridad. Por eso la hice sentar a mi lado y traté de hablarle para que no comenzara a llorar. También yo estaba asustada por todo lo ocurrido pero no tenía temor de estar a
oscuras. Mamá me enseñó que, con luz o sin luz, las cosas son las mismas, que no hay que tener miedo. Por eso muchas noches, desde chiquita, anduve caminando por la huerta, por el corral, por todas partes. Me hice amiga de la oscuridad y aprendí a conocerla y a quererla. Las cosas son las mismas con luz o sin luz, pero uno las ve de modo diferente.


Estábamos, como les decía, sentadas en el piso de esa habitación a oscuras cuando todo empezó a temblar. Y un instante después sentimos una fuerza terrible que nos apretaba contra el suelo. Era como si un pie
inmenso nos estuviese pisando. Pero no había ningún pie.

Me sentía muy mal, cada vez peor. No solamente ya no podía moverme sino que me costaba respirar. 


Parecía que el tiempo no pasaba. Un minuto, una hora, todo un día - ¿quién puede saberlo? – estuvimos
apretadas contra el duro piso de la habitación.
Pensé muchas cosas en ese tiempo. En mamá, en papá, en los abuelitos que hacía tantos meses que no veía, en la escuela, en la maestra, en mis compañeros de clase, en la Navidad que pasamos en casa de tía
Hilda, en Marina…
¡Marina! ¡Había olvidado a mi pobre hermanita que seguramente estaba sufriendo lo mismo que yo!
Haciendo un esfuerzo enorme extendí mi brazo hacia ella. Le tomé la mano y se la apreté fuerte. Ella me respondió haciendo lo mismo.
Creo que en ese momento la quería más que nunca. Dejé de pensar en mi miedo y comencé a pensar en el de ella.


¡Pobrecita! Me había desobedecido cuando le dije que saliera de la casita metálica pero todo era culpa mía por haber tocado el botoncito verde de la caja.
Cuando esto terminara iba a ser más cuidadosa. Si otra vez encontraba algo extraño camino a la escuela…

La fuerza que nos apretaba contra el suelo iba disminuyendo poco a poco.
-¡Cecilia! ¡Cecilia! – la voz de Marina era en ese momento un susurro agradable a mis oídos. Traté de tranquilizarla.
-No te preocupes. Ya pasa. Ya pasa.
Como para ayudarme a convencerla de que lo peor había casi terminado, volvieron a encenderse las luces de la habitación.

Intenté respirar normalmente y pude hacerlo. Entonces decidí tratar de ponerme de pie. Fui levantando mi cuerpo que parecía pesar como el de tía Hilda, y eso que le decimos “tía Gorda” porque… ¡Claro! ¿Por qué
iba a ser?
Una vez que logré enderezarme apoyada sobre mis pies, ayudé a Marina a levantarse también. Luego nos acercamos a una de las sillas y nos tomamos fuertemente de ella.
Mi hermanita miraba a su alrededor con curiosidad. Parecía buscar algo.


-¿Dónde está el hombre que hablaba raro? – preguntó.
¡Cierto! Con todo el temblequeo y la fuerza que nos apretaba contra el piso nos habíamos olvidado de la voz que nos recibiera al entrar en la habitación.
La respuesta surgió de uno de los aparatos con lucecitas, que comenzó a silbar de un modo horrible. Su canto no era hermoso como el de algunos pájaros que tan bien conocíamos. Ni un jilguero, ni un zorzal, ni
una calandria. Era un chillido continuo, a veces finito, finito, y otras grueso como el del viento a través de la hendija de la puerta de nuestra casita.
De pronto el silbido se detenía y comenzaba a oírse un “glu-glu-glu-glu” seguido de un zumbido parecido al de esos moscones grandes y negros que en verano revolotean junto al jazmín.


Nos fuimos acercando despacito hacia el aparato. Cada vez nuestro cuerpo pesaba menos y podíamos levantar las piernas con mayor facilidad.
Me paré delante de las lucecitas que se encendían y se apagaban, en tanto Marina se colocaba detrás de mí asomando apenas su cabecita enrulada.
Tomé entonces una determinación heroica. Junté todo el aire que pude y grité:
-¡Socorro!
La maestra nos había leído una fábula en la que un ciervito abandonado encuentra un leñador, y lo primero que le dice al verlo es esa palabrita. Entonces el leñador lo salva. Ahora éramos dos los ciervitos perdidos y quizá detrás o dentro de ese aparato hubiese alguien que pudiera ayudarnos.

Apenas acabé de gritar, el silbido se cortó de golpe. Una voz, la misma que habíamos oído al llegar, repitió:
-“¿Socoro?”
Sí, no me equivoqué. Dijo “socoro” y no “socorro”. Y luego prosiguió:
-“Datspanish”
Entonces, como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, Marina y yo gritamos a un tiempo:
-¡Socoorrooo!


Se oyó un silbido largo, varios “glu-glu” y, de pronto:
-“¿Quién está allí?” – dijo una voz distinta de la anterior.
Le respondimos nuevamente juntas:
-Nosotras.
-“¿Y quiénes son nosotras?”
Puse mi mano sobre la boquita de Marina. Quería esta vez contestar yo sola.
-Cecilia y Marina Sosa – dije con firmeza.
Hubo una pausa, y luego…
-“¿Y qué están haciendo allí?” – preguntó la voz del aparato.
Tomé aliento.
-Íbamos camino a la escuela y encontramos una caja. Al principio solamente queríamos mirarla para saber de quién era y poder devolverla a su dueño, pero luego la caja se abrió y…
En ese momento el aparato comenzó a chillar haciendo una serie de ruidos rarísimos. Silbaba, piaba, ronroneaba, croaba. Era un escándalo que nos aturdía. 
Y luego se calló. Totalmente. Ya no hacía ruidos ni se oía la voz del hombre. Nada.

-¡Señor! ¡Señor” – comenzamos a gritar.
Ninguna respuesta. Ensayé la palabrita mágica:
-¡Socorro!
Nada. El aparato seguía mudo. Acerqué mi mano para tocarlo pero antes de que pudiera apretar alguno de sus botones las lucecitas se apagaron y quedó como muerto. Sí, es cierto. Yo no lo toqué. Se apagó
solo.

Busqué con la mirada algún otro aparato parecido. Había uno del otro lado de la habitación. Corrimos hasta él. Noté que pesábamos menos que nunca. En dos o tres saltos estuvimos paradas junto a una mesa
larga. Encima de ella, otra caja con lucecitas que se encendían y se apagaban.
-¡Socorro! ¡Socorro! – gritamos.
Pero este aparato no hablaba ni hacía ruidos.


Intentamos una vez más.
-¡Socorro! ¡Señor! – Era inútil. Marina intentó subirse a la mesa.
-¡No! ¡Marina! ¡No subas!
La tomé fuertemente de una pierna. Me miró asustada.
-¡Mamá! ¡Quiero ir con mamá!
Mientras la hacía bajar le expliqué que yo también quería ir con mamá pero que había que esperar un poquito. Que pronto estaríamos nuevamente en casa. No estaba muy segura de que eso fuese cierto
pero lo deseaba tanto que diciéndolo me sentía mejor.

Estuvimos un largo rato mirando todas las cosas extrañas que había en esa habitación. Marina preguntaba y yo le inventaba explicaciones para todo. Lo importante era mantenerla entretenida. Que no se
asustara más de lo que ya estaba.

De pronto uno de los aparatos comenzó a zumbar.
-¡Socorro! ¡Socorro! – gritaba yo.
-¡Mamá! ¡Mamita! – llamaba Marina.
Como única respuesta el sonido cesó de pronto y de un agujerito cuadrado que tenía el aparato en su frente salieron dos, cuatro, seis cositas envueltas en papel transparente.
-¡Caramelos! – fue la exclamación de Marina.
“¿Caramelos?”, pensé, al tiempo que algo de mí me recordaba que ese día estábamos todavía en ayunas.
Antes de que mi hermanita pudiese reaccionar tomé las seis cositas envueltas. Quizá no fuesen caramelos.
Comencé a quitarle el papel transparente a una de ellas. Era de un color marrón oscuro salpicado de manchitas blancas y amarillas.
Lo probé con la punta de la lengua. Tenía un sabor dulce, riquísimo.
Mordí un pedacito, luego otro. El hambre que sentía fue disminuyendo rápidamente. Le quité el papel a otro caramelo y se lo di a Marina.
Nuestra ocupación fue entonces calmar el apetito.


Una vez que terminamos los últimos caramelos nos sentíamos tan bien que olvidamos los temores y nos pusimos a reír. No sé verdaderamente de qué nos reíamos. Creo que estábamos tan nerviosas que esa era una forma de tranquilizarnos.

Entonces algo me hizo poner seria. Miré con más atención. ¿Qué era lo que ocurría? ¿Me parecía o en realidad Marina…?
¡Sí! ¡Mi hermanita ya no estaba apoyada en su silla! ¡Flotaba en el aire!
¡Y seguía riéndose como si no le importase!


Quise tomarme del brazo de mi asiento para levantarme. Pero ya no estaba junto a mí. Lo busqué extrañada. ¿Saben dónde lo vi? ¡Debajo de mí! ¡Todo el sillón estaba debajo de mí! ¡También yo estaba flotando!

Marina me miraba y reía a carcajadas.
-¡Mirá, Cecilia! ¡Estoy volando! – decía al tiempo que daba vueltas sobre sí misma, se ponía cabeza abajo y estiraba brazos y piernas como si bailase.
Intenté imitarla. Era una sensación hermosísima. Buscábamos apoyo en alguna de las mesas y nos empujábamos hacia el techo de la habitación. Luego volvíamos a bajar suavemente, muy suavemente.
Nos tomábamos de las manos y hacíamos juntas los movimientos más complicados. Nos separábamos y dábamos algunas vueltecitas por los rincones más alejados para encontrarnos nuevamente en el centro de
ese lugar encantado.

Noté que cada vez se nos hacía más fácil subir pero más difícil volver hacia el suelo. Hasta que quedamos de pie sobre el techo de la habitación.
¡Cabeza abajo! Pero no. No sentíamos esa sensación rara que aparece cuando damos vueltas de carnero. Entonces, ¿estaríamos realmente cabeza abajo? ¿O era que nosotros estábamos bien pero las cosas habían quedado patas arriba?

-¡Cecilia! ¡Mira! ¡Todo está al revés! – dijo Marina en tanto paseaba su vista por la habitación que ahora parecía otra.


Muchas veces, mirando las moscas que se paraban sobre el techo de la cocina había tratado de imaginar cómo nos verían ellas. Ahora podía comprobarlo por mí misma. Me sentía como esas moscas, sólo que no
me era ya posible emprender nuevamente el vuelo. Esa fuerza misteriosa que habíamos sentido cuando estábamos apretadas contra el suelo nos empujaba ahora como si quisiera aplastarnos contra el techo del lugar.

No nos asustamos tanto esta vez. Sabíamos que era cuestión de soportarlo un largo rato. Volvieron a apagarse las luces. Nos tomamos de las manos y esperamos que todo terminase.
Pero ahora fue diferente. No sentíamos tanta fuerza sobre nosotras como en la experiencia anterior. Además, no bien disminuyó eso que nos apretaba, la habitación se pudo de costado y luego nuevamente derecha. Caímos al suelo, rebotando antes contra una de las paredes. Fueron golpes suaves que casi no sentimos.

Volvieron a encenderse las luces. Marina estaba junto a mí tratando de ponerse de pie. Mientras la
ayudaba noté que casi no pesaba. Era como levantar una de nuestras muñecas.


Se oyó un ruidito extraño. Un trozo de pared se corría lentamente y dejaba ver algo parecido a una ventana. En un salto estuvimos junto a ella. Tuve que alzar a mi hermanita para que ella también pudiera mirar a través del vidrio.

-¿Qué es? ¿Dónde estamos? – preguntó Marina.
Ante nuestros ojos se extendía un paisaje extraño. Pero después de tantas y tan maravillosas cosas vividas nada podía sorprendernos.
Era como un campo de arena blanca, brillante, aunque por encima el cielo estaba oscuro. A lo lejos se alzaba una montaña también blanca que terminaba de pronto como si alguien la hubiese cortado.
-Parece una torta. – dijo Marina que relaciona todo con la comida.
Era cierto. Parecía una torta bañada con crema. Y crema también el suelo de ese lugar, con muchos pocitos más grandes y más pequeños. Pero no eran pocitos comunes sino más bien como ésos que se forman
en el barro cuando tiramos una piedra y al hundirse salpica todo alrededor. ¿Los vieron alguna vez? Queda un anillo de barro rodeando la piedra sumergida.
Así era el paisaje. Y nada más que eso. 


Una vez había visto una fotografía… ¿dónde había sido?
-¿Qué lugar es éste? – volvió a preguntar mi hermanita, que cree siempre que yo lo sé todo.
Entonces recordé. El libro de las cosas del cielo. El Sol, los planetas, las estrellas, la Luna
La Luna! ¡Es la Luna! – grité.
Marina me miró sorprendida.
-¿Cuál luna? ¿La que está de noche en el cielo?
-Sí. Y estamos paradas sobre ella.
Quedó un rato pensativa. Le costaba creer algo tan formidable. Volvió a mirarme. Ahora parecía afligida.
-¿Y nuestra casa? ¿Y mamá? ¿Dónde están? ¿Abajo?
Recorrí con la vista el cielo negro salpicado de estrellas. A lo lejos una enorme cosa redonda muy azul rodeada de algodoncitos nos saludaba desde lo alto.
-Abajo. O quizás muy arriba. Tal vez en esa cosa que ves allá.

Un zumbido nos interrumpió. La puerta por la que habíamos entrado a la habitación se estaba abriendo lentamente. Detrás de ella, un vidrio enorme dejaba ver el exterior.
Nos acercamos. El paisaje era el mismo que conocimos a través de la ventana. Se perdía a lo lejos en la oscuridad del cielo. 


La puerta se cerró detrás nuestro dejándonos atrapadas entre ella y la pared  transparente. Luego ésta se fue deslizando suavemente y quedamos ante una escalerilla que bajaba hacia el suelo lunar.
Entonces el calor nos envolvió. Un intenso calor que nos fue ahogando. No podíamos respirar; era imposible.


Vi caer a Marina junto a mí. Luego todo se fue nublando. Y ya no supe más.

¿Cuánto tiempo habremos estado sin tener idea de nada?
Lo primero que pude oír claramente fue una suave música. Tan suave como si en vez de música fuera una caricia de esas que me hacen aflojar el cuerpo y sentir que voy saliendo de mí para emprender un lento viaje hace arriba. Como humo en un día sin viento.

Abrí los ojos pero todo siguió oscuro. Completamente oscuro. 
Miré hacia donde suponía que debía estar mi hermanita. No alcanzaba a divisarla.
-¡Marina! – la llamé en un susurro.
Su vocecita atravesó las sombras trayéndome tranquilidad.
-¿Qué? – preguntó en voz muy baja.
-¿Estás bien?
Titubeó antes de responder.
-Sí. Creo que sí.
Hubo un largo silencio. Luego preguntó tímidamente:
-¿Nos… nos morimos?
Era exactamente lo que yo estaba pensando.
-No sé.
Pasaron otros segundos de silencio.
-No nos morimos, porque si nos hubiésemos muerto no estaríamos hablando.
Su razonamiento me convenció. No dije nada pues nada había para decir.
Ella preguntó:
-Entonces, si no nos morimos, ¿dónde estaremos?
Nuevamente no tuve respuestas.


Muy a lo lejos pareció encenderse una lucecita. Una estrellita amarilla que parpadeaba. Y con esa lucecita se encendió en nosotras una esperanza también pequeñita y parpadeante.
-¡Una luz! – exclamó Marina.
-¡Shhhh!
Debíamos permanecer calladas. No fuese a suceder que por hacer alguna tontería esa estrellita lejana se apagase.
Un instante después la luz comenzó a agrandarse poco a poco. Se estaba acercando.
Mi hermanita se apretó contra mí.
-Tengo miedo – dijo en voz bajísima.
La abracé fuertemente.
Ahora la luz era un pequeño sol que nos deslumbraba. Del color del oro. Con mil rayos que partían hacia todas las direcciones.
Cuando tuvo la altura de una persona se detuvo. Estaba muy cerca de nosotras.
-¿Qué es? – preguntó Mariana como era su costumbre.
No le respondí, pero sí lo hizo la luz. ¡Sí! ¡No pongan esa cara de no poder creerme! ¡Ese sol pequeño detenido frente a nosotras fue quien le respondió.
¡Y si eso les sorprende, mucho más van a admirarse cuando conozcan cuáles fueron sus palabras!


-Soy Dios – dijo la luz.
Mamá nos habló de Dios desde que éramos muy niñas. También lo hizo el padre Ramón cuando unos meses antes había asistido a las clases de catecismo para tomar luego mi Primera Comunión. Sabía bien que Dios
era unas veces un anciano de rostro serio y bondadoso; otras, un hombre joven de barba que había muerto en la Cruz para salvarnos; otras, una paloma. Pero, ¿un pequeño sol podía también ser Dios?

-¿Dios? – me dije no muy convencida.
La luz que destellaba cerca de nosotras pareció adivinar mis pensamientos.
-¿Por qué no crees que puedo ser Dios? – me recriminó.
No respondí.
-¿O crees que siendo Todopoderoso no puedo tomar el aspecto que desee en el momento que así lo juzgue conveniente? Dios, mis pequeñas, no tiene realmente una forma determinada.
-“Entonces” – pensé – “el padre Ramón no me dijo la verdad”.
La luz continuó:
-Algunas veces debo tomar la apariencia de un anciano, de un joven o de una paloma. Pero es solamente para que los hombres puedan formarse una idea más clara de mí. Para que puedan comprender mejor lo que quiero enseñarles. Ahora, como ven, soy una luz brillante que les trajo una esperanza en medio de la oscuridad en que se encontraban.


Marina se atrevió a iniciar un interrogatorio. Parecía haber recobrado la tranquilidad quizás porque su edad le permitía aceptar los hechos más fácilmente. Tal vez porque algún día había imaginado a Dios como una
estrella o como un sol.

-Entonces, si usted es Dios, ¿nos morimos?
-Puede que sí, puede que no. Ustedes, los seres humanos, dan demasiada importancia a eso que llaman muerte. Pero es apenas un cambio de vida. Después de ella hay mucho más de lo que suponen.
La dulzura de esa voz me había inundado. Ya no sentía temor. Busqué entonces respuesta para la duda que tenía desde el comienzo de nuestra aventura.
-¿Qué nos ocurrió? ¿Por qué estamos aquí?
La voz plena de ternura volvió a oírse.
-Algo muy especial. De vez en cuando me doy a conocer a los seres humanos. A un hombre, a una mujer…, ahora a dos niñas curiosas que no resistieron la tentación de jugar con una caja azul encontrada camino a la escuela.
-¿La caja azul? ¿Usted la puso allí? – pregunté.
-Sí. La caja azul, el camino, los árboles, la escuela, tu casita, tus padres. Todo lo he puesto yo allí en la vida para que tú lo encontraras.
A Marina pareció no gustarle la explicación.
-¿Cómo, ella? ¡Si yo también encontré la caja! ¡Y el camino, y mis padres, y todo lo demás!
-Por supuesto. Tú también. Por eso estás aquí. Porque también tenía algo que decirte.


Quedamos en silencio aguardando que la voz continuara. Estaba emocionada, muy emocionada. ¡Imagínense! ¡Estaba delante de Dios! ¡Y Dios tenía algo importante que decirme!
-¿Recuerdan que la caja azul tenía varios botones? Tú, Cecilia, apretaste el primero de ellos. ¿Y qué ocurrió?
Pensé un momento. Luego respondí:
-Aparecimos en un lugar extraño cerca de una torre muy alta. No debí apretar ese botoncito, ¿verdad?
-Muchas veces los niños hacen cosas que no deben. Pero los grandes también hacen esas cosas. Hay algo en su interior que los lleva por el mal camino.


Mi hermanita, con los ojos muy abiertos, seguía atentamente el diálogo.
-Pero, si usted hizo a los hombres, ¿por qué les puso ese diablito dentro?
-Porque hubiera sido muy sencillo para ellos portarse bien si no sintieran la tentación de portarse mal. Y entonces deben vencer ese diablito todos los días, para que puedan elegir. Si no existiera lo malo, ¿cómo sabrían qué es lo bueno?


Me sentía muy triste. El diablito que vivía dentro mío había triunfado haciéndome apretar el botoncito verde.
-Ustedes no obedecieron los consejos de papá y mamá. Ellos les dijeron muchas veces que no tocaran lo que no debían. Sus padres tenían razón. Son mis representantes en la Tierra y era yo mismo quien les hablaba a través de ellos. Pero la experiencia que tuvieron les hizo pensar muchas veces en no hacerlo más, ¿no es cierto?
Bajamos la cabeza demostrando que sí habíamos sentido esos remordimientos.

-Junto al diablito, muy dentro de ustedes, también he puesto un angelito. Es esa voz que oyen cada vez que van a hacer algo malo. Ésa que les dice: “¡Cuidado! ¡Eso está mal!”. ¿La han oído?
-Muchas veces – respondí – pero no siempre le hice caso. La próxima vez…
Dios me interrumpió.
-La próxima vez… Todos dicen lo mismo. Pero ustedes tienen mucha suerte. Casi siempre que me encuentro con un ser humano es porque ya no volverá a la Tierra. Es cuando ustedes dicen que ha muerto. Entonces ya no tiene próxima vez para corregirse. Sin embargo ustedes podrán volver a su casita, junto a sus padres. Y a la escuela. 


La alegría nos hizo sonreír. Volví a ponerme seria y dije con decisión:
-Le prometo que cuando volvamos no haremos caso de la voz del diablito. Le prometo…
Esta vez Dios tampoco me dejó terminar.
-No prometan nada. Regresen a la Tierra y procuren hacer siempre lo que está bien. Todos los momentos de todos los días.
Iba a responderle que estaba segura de que nunca más iba a desobedecer pero la luz se apagó de pronto. 


Busqué la manito de Marina y la apreté fuerte. Algo poderoso nos hizo cerrar los ojos sin que pudiese evitarlo.
Ya no pude abrirlos por un largo rato.

Todavía tenía los ojos cerrados cuando una claridad me hizo comprender que no estábamos en el mismo lugar, en ese lugar tan extraño en el que Dios nos había hablado.
Pero no necesitaba ver para darme cuenta de que habíamos regresado al punto de partida. Me bastaba solamente escuchar los trinos de los pájaros amigos, percibir el aroma de los pinos cercanos.


Mantenía aún apretada la mano de Marina.
Poco a poco levanté los párpados dejando que se descorrieran como un velo para dar paso al paisaje familiar.
-¡Volvimos! – fue la primera exclamación de mi hermanita.
Nos quedamos mirándonos por un momento. Luego ella sonrió.
-¡Volvimos! – repitió.

Delante de nosotros, la caja azul. La observé atentamente. Sus vidrios con números detrás, sus letras raras esparcidas por todas partes, sus botoncitos de colores.
Marina se puso de pie.
-¡Vamos, Cecilia! ¡Vamos! – me decía al tiempo que tironeaba de mi brazo para obligarme a seguirla.


La caja azul. Los botoncitos. Había apretado el verde y eso nos llevó a vivir una aventura fantástica: la torre altísima, la casita metálica, la Luna… ¡hasta habíamos hablado con Dios!
-¡Vamos, Cecilia! – repitió Marina.
Había otros tres botoncitos en la caja. Uno blanco, otro amarillo, otro celeste. ¿Qué ocurriría si apretaba alguno de ellos?
-¡”Cuidado! ¡Eso está mal!” – dijo una voz dentro mío.
-“No seas tonta” – replicó otra vocecita que salía quizás del mismo lugar. – “No hay peligro.”
Reconocí al angelito y al diablito de los que Dios me había hablado.
-“Cecilia, no seas desobediente. Debes seguir tu viaje hacia la escuela.”
-“¡Qué tontería! ¡Con lo emocionante que puede ocurrir si aprietas otro de esos botoncitos!”


-¡Cecilia! ¡Vamos! ¿Qué estás mirando? – dijo Marina interrumpiendo esa conversación que solamente yo oía.
-“Hay que vencer al diablito en todos los momentos de todos los días” – pareció repetir en mis oídos la voz de Dios.
Entonces tomé la gran decisión. Me puse de pie. Busqué mi bolsita con el guardapolvo y las zapatillas nuevas. Cuando miré a mi hermanita ella sonreía.
-¿Vencimos al diablito? – preguntó.
Yo sonreí también.
-Sí. Lo vencimos.


Comenzamos a caminar hacia la escuela. Luego de dar unos cuantos pasos volvimos la cabeza para ver por última vez la caja azul. Ya no estaba allí. Había desaparecido.


Pero todavía nos iba a suceder una última cosa sorprendente en ese día. Al entrar en el aula, a pesar de todo el tiempo que creíamos haber perdido en nuestra aventura, la portera estaba sirviendo enormes tazones de café con leche.
¿Y saben qué había preparado para acompañarlo? 
¡Una torta riquísima toda bañada con crema y chocolate!

Esto que yo te he contado
quizá nunca sucedió.
O tal vez sí, ¿quién lo sabe?
A mí misma me ocurrió
(si es que pasó alguna vez
lo que creo que pasó).
Esto que yo te he contado
de esta forma… terminó.


FIN

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